Desde la gesta de los hackers, figurada en los westerns cibernéticos de William Gibson, hasta el actual affaire de Wikileaks y, en territorio español, el debate en torno a la Ley Sinde, Internet se avizora como el nicho de un amplio espectro de batallas ideológicas y estéticas. Disputas que cabalgan a medio camino entre la tímida desobediencia civil hasta una vital anarquía, arropadas ambas por el acomodaticio horizonte de la cultura libre.
Por lo tanto, dentro de ese magma promiscuo de emergentes blogs, webzines y otras plataformas digitales, creciendo y mutando a un ritmo exponencial, la existencia de un blog como el Lector Mal-herido es un contundente ejercicio de vitalidad política y estética. Un personalísimo mapa de lecturas (con tanta mala leche como erudición y buen gusto) que no deja indiferente a nadie. Y quizás éste haya sido el móvil de Editorial Melusina para publicar una representativa selección de textos, con (¿auto?) edición al cuidado del escritor Alberto Olmos.
Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme :
¿Es necesario seguir sumando bajas y malheridos a la batalla perdida de la crítica literaria? ¿Realmente hace falta sumar otro hater a las arcas de nuestro capital cultural bloguero?
Y la respuesta es no.
Un “no” que es eso.
Un “no”.
Una negativa, como todas, con algunas, contadas excepciones.
Y una de esas salvedades es ese blog. Por eso, con la excusa de reseñar Vida y opiniones de Juan Mal-herido (Melusina, 2010) examinaré lo que considero como algunos de sus puntos neurálgicos.
La infidelidad
Juan Mal-herido es, indudablemente, un lector infiel.
Pero esto no sólo es evidente por su incombustible apetito sexual. Ni por su declarada promiscuidad. Tampoco lo es por su abierta disponibilidad a nuevas experiencias lúbricas o por su retórica de chulo con educación libresca.
Juan Mal-herido es un lector infiel en el mismo sentido que esos narradores que parece que van a contarnos la historia definitiva pero que siempre vuelven, una y otra vez, sobre sus propios pasos. Por eso, al igual que aquellos para los que el ansioso e impaciente Holden Caulfied es un modelo, sus reseñas provocan el desconcierto del lector que arriba por primera vez a sus comentarios sobre libros. Y por eso, dicho lector advenedizo, no iniciado aún en el conocimiento de las malas artes de Juan Mal-herido, disentirá en no pocas ocasiones con un personaje-narrador cínico e insolente que ejercita la lengua a base de estocadas de incorrección política.
Sin embargo, debemos reconocer que, probablemente, la desconfianza de este lector inexperto tenga unas raíces inconfesables, bochornosas.
Porque la desconfianza instintiva que despiertan las intervenciones críticas de Juan Mal-herido se sustenta en la imposibilidad del lector ingenuo de comprobar, por sus propios medios, la participación de Juan Mal-herido en ningún circuito de prescriptores literarios o grupúsculo de modernos literatos, debido a la ausencia de links, enlaces afines o algún otro elemento que permita asociarlo unilateralmente con algún eslabón de la endogámica cadena alimentaria de la literatura en español.
No obstante, la que quizás sea su infidelidad más flagrante es su irrisorio criterio de novedad, tanto como su falta de interés en la agenda y las novedades literarias. Porque el Lector Mal-herido lee literal y plausiblemente lo que se le cruza por delante, sin importar que el libro sea una novelita olvidada de Stefan Zweig, una edición de 1975 de Tiempo de destrucción de Luis Martín Santos o el último poemario de la nueva “It girl” de la joven literatura española. Es decir, una encomiable independencia crítica, que no hace más que estimular el seguimiento de una servidora de su arbitrario y despótico mapa de lecturas.
Las heridas: apología de la lectura impaciente
Gestos bravucones como reírse de los lectores de Salinger (21), la “culturilla de relleno” en las novelas de Paul Auster (86) o los inflados prólogos a los cuentos de John Cheever (109) suelen asomar alguna sonrisa cómplice entre los lectores de Juan Mal-herido. Sin embargo, creo que, además de un lector deslenguado y rezumante de testosterona, sobre todo nos encontramos aquí con un lector impaciente.
Un lector por demás irritable, a quién no le tiembla el pulso para emprender una apología de la impaciencia como hábito lector: “Creo que el abandono de la lectura de una novela ha sido malvadamente mitificado. No es tan grave. El libro, una vez elegido, adquiere un aura: en un momento te interesó. Aunque ahora lo detestes, ese libro forma parte de tu vida, aún habiéndolo abandonado en la página 23”(42).Y de tal forma, este lector que con su impaciencia asemeja la disciplinada rutina de rechazos del lector profesional de editoriales (que no lee más allá de la página 20 salvo que tenga al próximo Bolaño entre manos) es un lector pasional, intrépido, que no tiene miedo de no salir ileso al pasar de largo por las imposturas culturales (Did you read it? Did you read it? cantan nuestras sirenas personales) ni de jactarse públicamente de que nunca pasó de la página treinta de tal o cual novelón David Foster Wallace o Chuck Palahniuk.
Y así es como la impaciencia lectora deja de esconderse con recelo, para enarbolarse como una actitud de osadía y entereza que justifica un enfrentamiento desnudo con los textos, sin dejarse arropar por el colchón de los cotilleos críticos o los hypes editoriales.
Los buenos modales y la etiqueta literaria
Es de público conocimiento en el fandom de los blogs literarios que Juan Mal-herido muchas veces no se ahorra ofensas contra grupos minoritarios, rozando la vulgaridad, la misoginia, la homofobia y atentando contra el recato y el decoro de sus lectores más pudorosos.
Sin embargo, podemos decir una cosa en su favor. Y es que con esa gestualidad desbocada viene a representar al lector furtivo que todo llevamos dentro, a un inconsciente de la lectura como actividad aún no domesticada por la etiqueta y los buenos modales literarios. Por eso, aunque estemos en desacuerdo con hacer del hijoputismo el motor de la prescripción literaria, sus lecturas suelen exteriorizar todas esas cosas que uno pensó y nunca se animó a decir. Y es que es casi imposible no aficionarse a su radical juicio estético, así como al inexpugnable bunker de argumentos con el que ridiculiza los bluffs y a algunas personalidades literarias. Por eso, cuando se ríe de Hemigway, ícono de la masculinidad literaria y la virilidad como estilo de vida, al que crítica por sus actitudes chulescas y sus “naderías de culinaria inverosimilitud” en París era una fiesta (31), o cuando imita a Hernán Migoya (en un hilarante diálogo imaginario donde parodia la repetición robótica de su Todas Putas) de alguna forma, en lo profundo de nuestros corazoncitos sensibles, absolvemos a Juan Mal-herido de sus tópicos de humor de grano grueso y sus frecuentes provocaciones contra el género femenino.
Las “pequeñas disidencias enmascaradas”
Hace sólo casi tres años que vivo en Barcelona. Y, cabe aclarar, seguramente la identidad de Juan Mal-herido y su bitácora (¿colaborativa?) era un secreto a gritos mucho antes de que yo la descubriera.
Recuerdo que las primeras reseñas que leí allí me parecieron excesivamente belicosas. Al fin, pensé, uno comentarista serial ha dejado de administrar su resentimiento en las bitácoras de los demás.
Y lo hace lo mejor que puede: se abrió un blog.
Sin embargo, con el paso de los meses, los libros y las reseñas, fuí descubriendo la particularísima voz de Juan Malherido.
No obstante no me creo eso que dice su editor en el prólogo, de que “escribe con un seudónimo para tratar de saber lo que escribiría si no se arriesgara a que le partieran la cara”. Una declaración que denota la verdadera tragedia social detrás de dicha web: la compulsiva adicción al drama de Juan Mal-herido.
Y eso porque cualquier aficionado a boyar un par de horas diarias por la red tiene la certeza de que tanto el uso del seudónimo como el anonimato son el motor fundamental de las polémicas, debates o controversias que se cuecen tanto en los foros como los blogs, es decir, un elemento esencial de la dialéctica hipertextual que posibilitan este tipo de plataformas en la red.
De hecho, Juan Mal-herido arranca con sus primeras andanzas bajo la impunidad del uso del seudónimo, como nos cuenta su editor, dejando sus comentarios en El lector Ileso, la bitácora de Roberto Enríquez. Sin embargo, como buen lector curioso, siguió de cerca las respuestas y las repercusiones de sus propios comentarios en las bitácoras de los demás. Entonces, un día se quita el pijama y las lagañas y decide dejar de fidelizar seguidores en blogs ajenos. Y se monta el chiringuito propio.
Por lo tanto, desconfío mucho de que su nombre ficticio haya sido asignado por algún programa nacional de protección de víctimas y testigos.
A pesar de ello, me creí el cuento.
Y, en consecuencia, Juan Mal-herido se convirtió inmediatamente en mi nuevo superhéroe enmascarado. El abanderado de los resentidos, el caballero oscuro que defenderá, desde las sombras, a la Literatura del Mal.
Sin embargo, ante la imposibilidad contemporánea de definir exactamente qué es el Mal, el Lector Mal-herido deviene un justiciero enigmático, sospechoso de las mismas contradicciones morales que aquejan al Batman de Christopher Nolan. Un paladín cultural misterioso (y un poco más esmirriado que aquél) que entrena con disciplina los músculos flácidos y rollizos de la independencia crítica, la incorrección política, a través de esas “pequeñas disidencias enmascaradas” (tal como las nombra su editor en el prólogo) que, por su particular sentido de la justicia poética lo redimen, de la mayoría de sus arrebatos impertinentes.
nació en Córdoba, Argentina, en 1980. Es editora y crítica y autora de la novela La puerta del cielo. Actualmente vive en Barcelona.
Hola. En mi opinión, lo verdaderamente provocador y subversivo de las críticas de Mal-herido no es el personaje «políticamente incorrecto2 (de hecho, declararse como tal se ha convertido ya en una forma de serlo, creo yo), ni las boutades sexuales, misóginas o racistas. Ni siquiera las fotos con que son amenizadas ( aunque es fácil aficionarse a ellas, ciertamente). Lo verdaderamente genial y perturbador es que, en una mayoría de los casos ( no siempre, pero casi), el tío tiene razón: si dice que un libro, un escritor/a o una «tendencia literaria» son una puta mierda, puedes apostar lo que quieras a que lo son. Y lo contrario, claro. y además, lo puede argumentar, más o menos, con un discurso que se adivina coherente y honesto debajo de toda la farfolla del disfraz de «enfant terrible». lo que en un país donde, durante décadas, los críticos literarios y los periodistas culturales has sido absolutamente complacientes con los escritores de éxito o los que podían llegar a tenerlo y no digamos ya con las editoriales, pues es una gozada, qué carajo…