A-R-G-U-E-D-A-S

Jose_Maria_Arguedas

***

Uno

He buscado hasta el cansancio la tumba de Arguedas sin resultado alguno. En vano he caminado durante horas bajo el sol inclemente del verano limeño, ansioso por encontrar una inscripción, un nombre, una fecha, una foto –quizá–, algo, alguna señal por pequeña que fuese para tener la certeza de que José María está muerto y enterrado, como reza la leyenda, en el Pabellón de los Suicidas del Cementerio Presbítero Maestro.

La noche anterior a la búsqueda, mientras tomaba notas en el escritorio, se me dio por imaginar qué inscripción tendría la lápida del hombre al que las fotografías retratan como el portador de un cansancio antiguo, petrificado entre la extensión de su frente y la amplitud de su barbilla, y en cuyas cejas, párpados y mejillas, como en las partituras de un himno misterioso, se revelaba el silencio de los Apus. Imaginé una lápida pequeña, discreta, limpia –en la medida en que un suicidio acepta esa palabra–, una lápida que dijese “Aquí descansa el Tayatacha” o “En este lugar los dioses se han puesto a llorar” o “Se acabó el dolor de raza”… pero no, pero nada, nada que se parezca a esa lápida imaginada hay en este pabellón largo en el que, de lado y lado, se leen decenas de nombres de hombres y mujeres que hallaron en sus propias manos el fin de sus desgracias. Ninguna de ellas dice: 1911- 1969, Arguedas Altamirano José María, natural de Andahuaylas, Departamento de Apurimac, Perú.

He buscado hasta el cansancio la tumba de Arguedas y no la he encontrado.

Dos

Tardamos cerca de una hora hasta dar con la casa. El distrito de Chorrillos, uno de los más grandes de la capital peruana, alberga entre sus habitantes a una gran cantidad de gente que ha migrado desde la sierra y que a diario son absorbidos por el imaginario costeño. Esta casa es de uno de ellos: pertenece al charanguista Jaime Guardia, íntimo amigo de Arguedas. Dentro, en la sala, se han dispuesto una serie de bancas para recibir a la gente que, de a poco, empieza a llegar. Es domingo y se ha organizado una peña solidaria donde la música y la comida andinas tendrán el papel principal. Mientras tomamos asiento me asalta una sorpresa: ahí está, en el centro de esa sala, sobre una mesa disimulada por un mantel y jarrones que contienen flores, el rostro imponente, intacto, eterno de Arguedas. Nada me dice esa faz tranquila de sus dos intentos de suicidio que antecedieron a su muerte, nada sobre ese dolor del alma que, según sus amigos, sentía el escritor y que con el tiempo se había agudizado a tal punto de ponerlo ante las cuerdas de la depresión. Ahí, enmarcado por delgadas tiras de madera dorada y tras un vidrio delgado, estaba de nuevo como testimonio de la alegría de los suyos, quienes al mirarlo enseguida le hacían una reverencia como la que se prodiga a los seres para los que la muerte no ha sido, en ningún sentido, sinónimo de olvido.

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José María Arguedas junto a Blanca Varela, de vestido, las hermanas Bustamante, Celia y Alicia, y Rosi Fort. Tomada del blog Sucremus

Nos hundimos –me hundo- en la noche, envueltos por el cariño y la borrachera, todos vimos al Arguedas que zapatea huaynito en el centro de la sala, al que abraza a los paisanos que no ha visto hace tiempo, al que come cuy chactado con papas, al Arguedas que ahora mismo se seca las lágrimas que le ha producido escuchar a Jaime Guardia, quien gigante y redondo como una montaña exprime desde el fondo del charango a su propio corazón.

Tres

Yo lo conocí –me dirá una mañana la musicóloga Chalena Vásquez– y lo vi sufrir mucho por sus crisis de depresión. Estoy segura que si él se dejaba tratar por los chamanes todo ese malestar del espíritu se le hubiera curado. Había épocas en que tomaba muchas pastillas; eso no es bueno para nadie.

Lo he visto cuando he sido chico –confesará el poeta Guillermo Falconi-: una tarde llegó a mi pueblo, Canta, y pidió a los jóvenes que le mostraran sus pasos de baile e instrumentos musicales. Yo también bailé y al terminar me llamó y me dijo “Hijo, ¿dónde has aprendido eso?”, «En mi casa,» le respondí yo, “Qué bueno, nunca lo olvides”, me dijo y me mandó a comprar trago para todos los bailarines. Yo lo vi reír, cantar, bailar con los demás durante toda la madrugada.

Era algo extraño –dirá con mucho recelo el antropólogo Luis Millones– porque quienes lo conocíamos no teníamos idea de por qué sus reacciones buscaban la muerte. Yo lo vi en ese último tiempo. De verdad era un hombre triste.

¿Sabes lo que respondió Arguedas cuando César Calvo le preguntó qué podían hacer para evitar que se suicidara? –me preguntará el poeta Edgar Saavedra– Le dijo: Quítenme quinientos años de encima, eviten la llegada de los españoles.

Cuatro

El sector de Amazonas, en el centro de Lima, es famoso por la presencia de galerías enormes de libros usados. Hacía allá he ido buscando Todas las Sangres, la última novela publicada en vida por Arguedas. Encontrarla, a diferencia de la tumba de su autor, ha sido sencillo. Por 10 soles he logrado una edición de lujo de la que fue una obra criticada hasta el cansancio por sociólogos y antropólogos que veían en ella la descripción de un Perú “irreal”. La llevo conmigo, debajo del brazo derecho, mientras camino de regreso a mi casa. Es domingo y la Plaza de Armas, ubicada frente al Palacio de Gobierno –lugar contiguo a Amazonas–, está llena de turistas y policías. Uno de los policías fija su atención en la camiseta que llevo puesta –que es de tela delgada y tiene impreso el rostro del Che–, sin dejar de mirarme acerca su mano hasta la altura de su cintura y desfunda, imaginariamente, su pistola. Me muestra el índice como un cañón, el pulgar recostado como una mira y el medio listo para hacer funcionar al gatillo. Pum! Pum! Sin alterar su sonrisa, los músculos de su mano me disparan. Yo, que en ningún momento he detenido mis pasos, logro entender la dirección de sus balas y enseguida me cubro con lo que hallo: pongo frente a mi pecho el libro de Arguedas: la mañana del 28 de noviembre de 1969, José María se encerró en uno de los baños de la Universidad Agraria y se disparó un tiro en la cabeza; murió cinco días después de prologada agonía.

No he vuelto a tocar el libro.

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Cinco

Ha pasado mucho tiempo desde mi infructuosa búsqueda en el Cementerio Presbítero Maestro. Lejana está también aquella mañana en que fui baleado por el recuerdo. Ahora, escucho con atención el relato que el narrador peruano Fernando Carrasco realiza para el periodista Pedro Escribano y para mí. Carrasco cuenta que de niño, en sus primeras lecturas, había identificado a grandes maestros de la literatura a los que luego llegaría a conocer en las aulas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. “Ahí estaban –comenta con la emoción característica de la cuarta cerveza– Oswaldo Reinoso, Marco Martos, el profe Zavaleta, todo aquellos a los que siempre había admirado, como si hubiesen bajado del mismo Parnaso. Solo faltaba Arguedas”.

De nuevo la bala en mi cabeza.

Unas cuantas botellas más y me animo a confesarles mi fracaso: no he dado con la tumba de Arguedas. Escribano, periodista cultural reconocido en Lima, se queda mirándome con ojos inquisidores como si hubiera pronunciado de forma incorrecta algún sagrado rezo. “¿Quieres saber dónde está el cuerpo de Arguedas?”, me pregunta poniéndose cómodo en su silla. Yo me apresto a preparar la grabadora que llevo en la cabeza y pido dos cervezas más.

Seis

Del baño de la Universidad Agraria el cuerpo de Arguedas es trasladado a la morgue, en el Presbítero Maestro. Sus familiares, acongojados por la pérdida, buscan acelerar todos los trámites legales y, en menos de dos días, entierran el cuerpo con mucha discreción. De su muerte se habla a voces en los círculos intelectuales del país. Voces como arañas que logran escalar entre los oídos hasta llegar a las altas jerarquías del poder desde donde se ordena rendir un justo homenaje a quien fuera novelista, antropólogo y etnólogo y cuya influencia y aporte en el campo de la investigación social resaltaban a simple vista. Para armar dicho reconocimiento ordenan exhumar el cuerpo, preparan una ceremonia digna y realizan los honores del caso con la presencia de un cortejo más amplio en el que, además de los familiares, altos representantes del Gobierno y de las Universidades del Perú acompañan al cadáver. Luego y por segunda vez, entierran a José María.

Si la vida de Arguedas hubiera sido una vida alejada del latir del pueblo ahí terminaba el caso, y yo –seguramente– encontraba su tumba y este texto se convertía en una descripción hilarante y fofa de mi visita a un cementerio.

Por suerte no. Arguedas logró condensar el sentir de un pueblo tan diverso como el Perú, compuesto por innumerables contrastes entre los que se hace evidente la resistencia cultural que alimenta y nutre a la riqueza artística de sus expresiones. Por eso, en sus novelas, el lenguaje de occidente se ve enfrentado a un imaginario distinto donde los significados hacen latir a la cordillera en cada uno de sus personajes, construidos con la esencia de la tierra. Eso, y su amplio trabajo como etnógrafo, encargado de registrar los bailes y prácticas culturales en un país como el Perú, que estaba empecinado en lavarse la cara de blanco dejando en silencio sus raíces, le valió el amor de los más: los migrantes, los humildes, los anónimos. Para ellos, el valor no estaba en los honores del poder, sino en la cercanía de su Taytacha a la tierra que lo vio nacer.

Llevados por ese deseo, los habitantes de Andahuaylas lograron organizarse y emprender el plan de retorno del cuerpo. Sabían que en Lima, la capital del Perú, los serranos, como son llamados despectivamente los migrantes andinos, tenían poca oportunidad de triunfar. Así que decidieron seguir al pie de la letra las instrucciones: un grupo iría a buscar que la esposa del difunto, Sibyla Arredondo, firmase los papeles. Otro grupo se encargaría de coordinar todo para el transporte desde Lima a Andahuaylas, el mismo que, por la importancia del cadáver, debía ser discreto y seguro. Un tercer grupo se encargó de planear el día del evento, debía ser una fecha en que la atención de los medios esté por completo en otro tema. Los tres grupos cumplieron lo encomendado: el desentierro del cuerpo de Arguedas coincidiría con el entierro del historiador limeño Jorge Basadre.

Lo único que faltaba y que fue confiado al cuarto grupo –por estrategia el más humilde, conformado por campesinos que apenas podían hablar en español– era conseguir que el empleado de la oficina encargada de dar los permisos de exhumación firmara el registro. Para ello, se acercaron a la oficina y solicitaron, de la manera más piadosa, que el funcionario autorice el traslado del cuerpo de un paisano al pueblo de origen, argumentando que en Lima nadie lo visitaba. El funcionario, con tono de burla, disparó enseguida: “¿Quién es ese paisano?”. “José María Arguedas”, le respondieron los campesinos. “Pucha, que has venido de suerte paisano. Mira, no me importa quién sea ese tal Arguedas, lo que sí, es que como ayer me he emborrachado ahora ando con un hambre terrible. Ya vean cómo le hacen pero a mí con que me inviten un ceviche les firmo cualquier cosa”.

Siete

Nublado y repleto por el pomposo funeral de Basadre, en el cementerio nadie le dio importancia a tres serranos que cargaban un ataúd recién extraído de su bóveda.

Han robado un muerto. En las radios y periódicos, la noticia sorprendió a todos y los intelectuales estallaron pidiendo justicia. Se armó un operativo que incluyó a todas las fuerzas del orden para recuperar el cuerpo. En ese esfuerzo desmedido, alguien tuvo una brillante idea: anunciaron orden de prisión para el cadáver de Arguedas.

Nueve

Yo estuve ahí –me diría aquella noche Pedro Escribano–, me habían pasado el dato de que la camioneta que llevaba al cuerpo y de la que nadie sabía nada durante los dos días posteriores al desentierro estaba cerca de Andahuaylas. Así que allí me planté, al pie del cañón. La cosa estaba tensa porque el cuerpo tenía orden de captura y los policías habían preparado un piquete a la entrada del pueblo. Pero eso de tratar de ganarle a la gente en su propia cancha nunca funciona bien. Al medio día y cuando todos esperábamos que hubiera enfrentamiento entre los habitantes y la policía, la sirena del carro de bomberos nos sorprendió: de lado a lado de la calle que llevaba al cementerio se podía leer un cartel que decía BIENVENIDO JOSÉ MARÍA ARGUEDAS. Había llegado. Vi a la gente hacer fila tres días seguidos, vestidos con sus trajes típicos, armados con sus instrumentos de música, flautas, arpas, charangos; a los niños, amanecerse bailando toriles; todos aguantando sol y frío con tal de llegar a despedir al Taytacha. Un amor que vence a la muerte.

Diez

Sueño que yo conduzco la camioneta y que Arguedas va a mi lado. Vamos por acá, por este valle, ahora llévame hacia esas montañas, ahora hacia la ceja de selva, ahora hacia el sur –me dice en el sueño–, y yo le hago caso. En cada pueblo, él se baja de la camioneta y saluda con la gente. Los abraza. Recibe de todos el cariño, unas copas de trago y baila. Así, en el periplo que dura dos días, vamos volando de un sitio a otro hasta llegar a Andahuaylas. Aquí se acaba el camino –me dice despidiéndose Arguedas– y yo le agito la mano mientras lo veo ser absorbido por un viento gris y espeso que se pierde en el horizonte. Estoy por subirme a la camioneta cuando el chofer del taxi me hace despertar. “Servido”, me dice, con la complicidad de quien sabe qué se siente dormirse en el trayecto que lleva del bar a tu casa. Yo le digo gracias y, cuidando el equilibrio, me dirijo hasta la entrada. Allí, después de revisar mis bolsillos lo comprendo: he perdido la llave que abre la puerta del condominio. No me desespero. Ya mismo amanece –me digo– está cerca el canto de los pájaros.

by Víctor Vimos Vimos

nació en Riobamba, Ecuador, en 1985. Libros suyos han aparecido en Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina. Reside en Lima donde colabora con la prensa escrita y la investigación.

5 Replies to “A-R-G-U-E-D-A-S”

  1. 3
    rodrigo nuñez carvallo

    tiene algunas imprecisiones tu crónica. El primer sepelio de Arguedas fue tb multitudinario. hay fotos de la época, estuvieron sus amigos músicos: Máximo Damián, Jaime Guardia, el arpista Luciano Chiara y los danzantes a los que admiró tanto, además de centenares de estudiantes, catedráticos e intelectuales.

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