(Dedicado a E. O. Wilson)
Aquel verano hacía frío en la playa. Estaba yo recogiendo pequeñas caracolas grisáceas donde la marea baja deja su marca cuando pasó Darryl Tuckey con un arpón en la mano. Le pregunté qué iba a hacer con el arpón, y me dijo que iba a cazar rayas.
Yo no conocía a Darryl Tuckey, y en todo caso, nosotros éramos veraneantes, no sabíamos nada de él ni de su familia, ni de lo que les había sucedido. Los chupahelados, nos llamaba la gente del pueblo. Nos tenían cierta ojeriza, a nosotros, a los de la ciudad, porque teníamos coches limpios y casas grandes de ladrillo, con ventanales alineados frente a aquella vieja costa agreste.
«¿Has cazado alguna?» le pregunté.
«No,» dijo Darryl Tuckey. «Todavía no. Pero lo haré. Puedes estar segura.»
Él siguió avanzando por la playa con fuertes zancadas, los hombros encorvados hacia adelante, levantando terrones de arena gris con los tacones de las botas. Llevaba puestos unos vaqueros lavados a piedra y una camiseta verduzca descolorida. El dobladillo de la camisa se agitaba como una faldilla que le rodeara la cintura, como si alguna vez le hubiera pertenecido a alguien mucho más grueso. Lo seguí durante un rato, a una distancia prudencial, mientras el océano suspiraba junto a la orilla. Los agujeros que diminutos ácaros horadaban en la arena allí donde el mar marcaba su línea chupaban y engullían el agua.
Darryl Tuckey no se dio la vuelta ni miró hacia atrás.
Le seguí hasta el final de “nuestra” playa, donde sobresalía una gran roca, que era lo más lejos que se suponía que yo debía ir. Entonces me subí a la roca y lo vi alejarse a buen ritmo por la arena húmeda, balanceando el arpón.
Desapareció detrás de una curva entre las dunas, y volví a quedarme a solas.
Entre los dos cabos que daban entrada a la bahía se divisaba un petrolero, diminuto y metálico, rumbo a alta mar.
Aquel primer día, más que cualquier otra cosa, yo ansiaba poder seguir a Darryl Tuckey, pero todavía no se me daba muy bien lo de romper las reglas. Era el verano de 1983, tenía once años, casi doce, e incluso cuando me encontraba sola tenía miedo de que me estuvieran vigilando, segura de que mis padres leían todos los pensamientos inusuales que me pasaban por la cabeza.
Debería haberlo sabido, claro que sí: en las largas vacaciones de verano, apenas nadie se daba cuenta de mí, aplastada por la estridente feminidad de mis hermanas, mientras ellas se acicalaban para el surfista de turno embadurnado de sol y de arena que se había convertido en su obsesión du jour; relegada al exterior por mi madre, que estaba permanentemente ajetreada y se pasaba el tiempo enrollando canapés –rollitos de salchicha, huevos al curri– para las interminables horas de los cócteles que se celebraban a lo largo de la larga carretera de la playa a eso de las 4 de la tarde, cuando aparecían las mujeres de la capital por las puertas de sus casas, como cucús elegantemente pintados que llevaran bandejas envueltas en plástico Glad, y que iban tambaleándose de una casa de veraneo a otra.
En cuanto a mi padre, lo más cerca que llegué a estar de él durante aquellas vacaciones era esa brusca palmadita en la cabeza que me propinaba mientras salía por la puerta frontal de casa a primera hora de la mañana para «pegarle a los palos», una expresión que me resultaba intrigante.
Yo ya conocía la mecánica del golf: el majestuoso swing, el golpe de aproximación, y las largas y aburridas caminatas en las que no pasaba nada de nada. Pero la idea de «pegar» a los palos era confusa y excitantemente masculina: había una violencia que yo suponía que ocurría solamente durante mi ausencia, algo de lo que, como yo era una niña, había que protegerme.
Imaginaba cómo mi padre golpeaba sus largos palos metálicos contra el green recién segado, atacando la hierba con tal furia que ésta se iba levantando en grandes pedazos malolientes. Las lombrices daban volteretas por el aire, y las hormigas se distraían atónitas ante el vacío antes de sufrir caídas mortales. Hasta aquel verano, yo fui una chiquilla: los adultos eran misteriosos, complejos. Todopoderosos, omniscientes.
En todo caso, no tenía por qué preocuparme de haberme perdido aquella oportunidad de estar con Darryl Tuckey aquella tarde, pues al día siguiente volvió a acudir a nuestra playa, pero esa segunda vez vino sin su arpón.
Lo vi acercarse desde unos cien metros de distancia. No me levanté para echar a correr en dirección a él, porque por intuición yo ya sabía que mostrar entusiasmo es algo muy infantil. Me quedé sentada donde estaba, temblando, tapada con la toalla, intentando parecer muy en la onda. Cuando se puso a mi altura, ralentizó la marcha, y yo levanté la vista, dejé que se engancharan nuestras miradas, y levanté la mano como para hacer una especie de saludo.
«¿Qué haces?» me preguntó, antes de pararse.
«Nada,» le dije. «Pensando.»
«Pensando, ¿eh? ¿Pensando en qué?»
«No sé, cosas, supongo. ¿Cazaste alguna raya ayer?»
Darryl meneó la cabeza enfadado, y señaló con el brazo al cielo, de un azul metálico, y al viento que soplaba de cara.
«Demasiás olas,» dijo. «Hace demasiao viento, demasiao oleaje. A las rayas eso no les gusta.»
«¿Y hoy, también vas a cazar rayas?»
«¿Qué? Hoy no. Tengo otras cosas que hacer, hoy.»
«¿Qué cosas?»
Me miró con ojos que resultaban grandes y húmedos, como calándome, la parte blanca nacarada, moviendo levemente sus irises azulados, de un lado a otro.
«Cazar. Atender a algunas cosas. Costa abajo, en las dunas. Los lugares secretos. Yo me conozco tos los lugares que hay aquí. Me conozco bien to este sitio, ¿que no?»
Se dio la vuelta y reemprendió la marcha por la playa, con pisadas firmes y fuertes, encogiendo los hombros frente al viento. Tras un momento de vacilación, me quité la toalla de encima de un tirón y empecé a seguirle, trotando, temblando, frotándome los brazos, en los que ya aparecía piel de gallina.
Caminábamos en silencio. Cuando intenté hablar, hacer algo de conversación, Darryl se enojó y me dijo: «Cierra el pico, y mira.»
«¿Qué estás buscando?»
«Cosas,» dijo. «Señales. Pájaros muertos. Perros que se acerquen. Chorlitos encapuchados. Caminos. Mierda de esa. Y si el agua está tranquila y transparente, y uno sabe lo que anda buscando, pues entonces, rayas.»
Los días eran largos hacia el final del verano. Seguimos caminando hasta que mi playa desapareció tras los recodos de la costa. Empezaban a entumecérseme los pies, que me pesaban sobre la arena fría y me dolían más con cada paso que daba; los tobillos apenas me sostenían sobre una superficie cambiante.
«Me duelen los pies,» le dije.
«Vaya con los chupahelaos,» replicó Darryl Tuckey. «Los chupahelaos sois igualitos a los surfistas. Con los pies descalzos por la playa. Vaya una estupidez, ¿que no?»
Estábamos acercándonos a un montón de tablas de surf, tiradas sobre la línea de la marea alta, largas y esbeltas. Darryl observó la playa desde un extremo a otro, sus ojos escrutaban las dunas, y entonces se puso rápidamente en marcha y con inopinada elegancia se sacó un cuchillo del bolsillo, no una navaja suiza sino un cuchillo de los de verdad, cuya hoja llevaba envuelta en un calcetín, se agachó junto a las tablas adormiladas y cortó de un tajo las cuerdas para los pies: una, dos, tres, cuatro.
Entonces se alejó de allí. Yo me quedé quieta, helada, mientras el corazón me latía con fuerza y veía los tendones cercenados de las cuerdas. Cuando me dispuse a seguirle a la carrera, eché algún que otro vistazo furtivo y atolondrado hacia atrás, en dirección a las tablas. Pero nadie salió de entre las dunas para perseguirnos.
Tras rodear la siguiente punta de la costa Darryl frenó la marcha, se detuvo y se giró hacia el océano, las manos en las caderas, los faldones de su camiseta revoloteando en la brisa.
«¿Por qué has hecho eso?»
Darryl sonrió, separando sus gruesos labios, y entonces pude ver que le faltaba un diente en la parte posterior de la mandíbula.
«Pa’ que s’ahoguen.»
Se puso a reír. Yo miraba con melancolía el hueco donde había estado la muela que le faltaba; me pregunté si podría convencerle a mi padre para que me quitaran uno a mí también, y entonces nos pusimos otra vez en marcha.
Pero aquel último verano fue diferente. Hacía frío. Yo tenía que comenzar la secundaria después del verano, pero antes de Darryl Tuckey no había conocido a muchos mayores, excepto a las amigas de mis hermanas, chicas idiotas, que me ignoraban cuando hablaba con ellas. Ahora me doy cuenta de que Darryl tenía solamente quince años, puede que dieciséis como mucho, la misma edad que Elsie, mi hermana mayor, pero él parecía mucho mayor.
Tenía el aspecto de ser un hombre de verdad. Puede que fueran sus grandes botas negras en contraste con los colores gastados de la playa, puede que fuera su impresionante pelo corto y erizado, o el pelo de las axilas que yo podía ver por debajo de las mangas de su camiseta, o puede que fuera por lo que le había pasado a su familia.
En esos largos días barridos por el viento, mientras la arena se escurría por la playa y el cielo se atestaba de nubes grises hasta que descargaban, Darryl Tuckey me enseñó cómo encontrar los nidos cálidos de las gaviotas enterrados en las dunas y a escarbar en ellos en busca de huevos. Me mostró los frágiles hogares de los chorlitos encapuchados cerca de la marca que dejaba la marea alta, y me avisó que si tocaba esos nidos me daría una tunda. Me enseñó cómo hay que estrujar esas algas con forma de tubos, que crecen cerca de los arrecifes que quedan expuestos en la bajamar, de manera que escupieran sus hilillos de agua en el aire.
Íbamos a coger cangrejos en los charcos poco profundos que se formaban con la marea baja entre las rocas del cabo. Darryl Tuckey movía bien el agua antes de decidir que podíamos entrar. Un día, mientras se serenaba el agua del charco, vi un pulpo que se alejaba en un remolino hasta esconderse en una grieta de la roca, un flash de azul eléctrico.
«Eso te mataría,» dijo Darryl Tuckey. «Por aquí hay muchas cosas que te podrían matar, o hacerte daño. Ten cuidao.»
Nada, empezaba ya a darme cuenta, era lo que parecía. Y nosotros estábamos justo en medio de todo ello, guardianes de un universo siempre en expansión.
Él lo conocía todo, Darryl Tuckey, cada rincón de la costa, cada uno de los remolinos y las corrientes que había en la playa, cada uno de los nidos. Sabía cómo matar de forma rápida y limpia, rebanándole ágilmente el gaznate a una pardela de alas anchas a la que el vendaval había derribado, y que estaba avanzando a trompicones por la playa, impedida por la pesadez de la arena y la sangre en sus alas rotas, siguiéndonos con ojos agitados a medida que nos acercábamos a ella. La mirada del ave clavada en nosotros mientras se le escapaba el hálito a través del cuello abierto.
No había visto nunca morir, al menos nada que tuviera sangre. Nos sentamos durante un rato mientras se desangraba, y por un instante me pareció ver que se elevaba su vida, que se mezclaba con los vientos salinos, y entonces Darryl Tuckey agarró al pájaro y con suavidad lo depositó en una hoja de periódico doblada, que sacó del bolsillo de sus pantalones.
«Es un correlimos,» dijo. «Sabe a cielo y a mar, las dos cosas al mismo tiempo. Ha ido hasta California y ha vuelto. Eso está en América. ¿Tú has estao en California, chica?»
«No,» le dije.
Darryl asintió con la cabeza, como si hubiera demostrado algo.
Siempre supe que me estaba poniendo a prueba, Darryl Tuckey; que estábamos forjando algo. Que todas las pequeñas lecciones impartidas en silencio y a hurtadillas, que los bastones y sedales y el remolino eléctrico de la muerte me estaban preparando para el futuro, para algo hermoso y terrible.
Finalmente, cuando ya el sol había descendido, apareció. Aun desde la distancia pude ver que había algo diferente. Se movía más deprisa de lo habitual, alargando sus zancadas, produciendo un chasquido con las piernas al pisar la arena, mientras parecía tomar un impulso extra con los codos que le basculaban a cada paso, el mentón alzado que le guiaba en busca de algo que estaba delante. Me puse a su altura y empecé a trotar para poder seguirle.
«¿Adónde vamos?», le pregunté.
Darryl se pasó la mano pode encima de la boca, lo cual quería decir: a partir de ahora, silencio. Era el gesto que usaba cuando estábamos acechando pájaros, el gesto que empleaba para cuando íbamos de caza. Seguimos un camino que atajaba a través de las dunas. Entonces extendió una mano hacia delante, y los dos nos dejamos caer boca abajo en la arena.
Nos quedamos tumbados, escuchando los sonidos que procedían del otro lado de las dunas. Se oyó el crujido de unas latas que alguien abría, unas risas. El tenue quejido de una canción que sonaba en una radio, a cierta distancia. Comenzamos a avanzar, muy lentamente. Superamos rápidamente el borde de la duna, y entonces avisté un búnker de hormigón, algunos coches estacionados sobre los que descansaban atadas unas tablas de surf, y una triste hoguera de verano; luego descendimos hasta la cuneta que rodeaba las paredes del búnker.
Recuerdo que pensé que éramos invencibles, invisibles, que nos parecíamos al leve suspiro del viento que arrastra la más pequeña capa de granos de arena en la cresta de las dunas y los levanta en el aire.
El búnker tenía unas rendijas, algunas más grandes en la parte superior, y otras un poco más abajo, en las que podrían colocarse las armas para matar a la gente que viniera a atacarte. Junto a mi cabeza, mucho más abajo, estaba uno de los pequeños agujeros para los rifles largos. Darryl Tuckey se puso a mirar por él, y se quedó un rato que pareció ser bastante largo, mientras el pecho le ascendía y bajaba con la respiración. Cuando apartó el rostro, estaba sonrojado, como si estuviera excitado o enojado, y sus ojos irisados se giraron hacia mí. Hizo un gesto con la cabeza para que yo mirara.
Noté el aire frío en la pupila. Mis ojos estaban intentando ver dos mundos al mismo tiempo, y a causa de eso me llevó un instante ajustar el único ojo con el que veía a la oscuridad que había allí adentro.
Al principio no pude entender qué era lo que estaba viendo. Había un colchón sin forro y cubierto de arena en el suelo. Y había gente, y estaban peleando. Pero entonces los brazos se convirtieron en cuerpos: el cuerpo de un hombre, muy peludo, y el cuerpo de una mujer echada, con los brazos abiertos. Y el hombre tenía los pantalones cortos bajados a la altura de las rodillas, y se apoyaba en los brazos, y estaba metiéndole el pene a ella, como a golpes, entrando y saliendo.
Incluso antes de que la mujer girara la cabeza en dirección a la pared desde la que mi ojo lo veía todo, supe que era mi hermana Elsie, pero con los pechos desnudos, unos pechos que no se parecían a nada que yo hubiera visto antes. Supe que era ella porque llevaba en la muñeca un reloj Swatch color rojo cereza, del modelo ese que tiene el mecanismo que se puede ver, y que suena y da vueltas jubilosas mientras lo observas, con un destello como de joyas. Mamá se lo había regalado por Navidad, apenas tres semanas antes.
Y entonces el hombre se puso a gemir, como si sintiera dolor, como si Elsie le estuviera haciendo daño, y Elsie giró la cabeza rápido mientras emitía leves suspiros, su rostro casi oculto en la penumbra, enrojecido y en carne viva, con los labios abiertos. Y aparté la cara de aquel agujero en la pared, me di media vuelta y eché a correr, trepando por la duna –detrás de mí pude oír un grito pero no me detuve, no dejé de correr, subiendo y bajando una duna tras otra hasta llegar a la playa, y todavía seguí corriendo más y más, obligándome a hacer un esfuerzo sobre la arena.
Allí arriba las pardelas surcaban el aire, y sus graznidos se perdían en el viento que llegaba rugiendo desde el océano, desde más allá de los cabos.
Corrí todo el camino, atravesando el pueblo para llegar al embarcadero principal, hasta la plataforma para pescadores que estaba al final del muelle, allí abajo, donde el mar la elevaba suavemente con el manso paso de las olas, allí donde ya no había lugar alguno al que ir. Me senté, y dejé caer las piernas en el agua, en medio del sigiloso suspiro de las algas, que ascendían y raspaban los pilones.
Darryl me encontró allí más tarde. Se sentó a mi lado. Cuando vio que yo no decía nada, me dijo:
«Yo no soy así.»
No le respondí.
De pronto me puso la mano en la rodilla. Él estaba jadeando. Sentí sus dedos húmedos y pesados, y entonces de un manotazo le aparté la mano, con bastante fuerza como para dejarle una marca roja en la piel.
Las algas volvieron a exhalar con el paso del oleaje. Darryl Tuckey pegó una patada contra uno de los pilones.
Se levantó.
Sentí sus pisadas alejarse con unos pequeños crujidos, y luego nada.
Detrás de las nubes el sol empezaba a resplandecer. El océano se agitaba, y los colores iban cambiando a medida que se aproximaba el anochecer, dilatándose detrás de mí por toda la bahía.
Estaba todavía mirando el mar cuando la raya se acercó, deslizándose como una sombra desde debajo del embarcadero, majestuosa y serena en las profundidades, ondeando sus aletas y dejando ver la estela de su larga cola.
Durante apenas un segundo estuvo justo debajo de mí, en toda su belleza sedosa, y sentí que yo estaba volando con ella, con los pies apoyados en su suave dorso, y que me llevaba hacia alta mar. Luego pasó de largo, y pude ver su forma oscura alejarse en dirección a los cabos, eludiendo la noche que estaba ya cayendo y marcando su camino hacia el sol poniente.
Me fui a casa. Elsie estaba sentada en el sofá, pintándose las uñas, bebiéndose una Fanta y viendo episodios repetidos de Vecinos con mis otras hermanas. Cuando me senté a su lado, se inclinó hacia mí y me susurró furiosa al oído: «Sé que eras tú, cara coño. Díselo a alguien, díselo a mamá y papá, y te mato. Te mato.»
Me fui a mi dormitorio, me eché en la cama y me quedé escuchando las voces distantes de mis hermanas, y el océano en la distancia.
Después de aquel verano, no regresamos nunca más.
ha publicado una novela, Running Dogs (2011). Su cuento «Hunting Animals» recibió el tercer premio de narrativa breve del diario The Age de Melbourne. En la actualidad reside en San Francisco.
Un relato inquietante, es difícil precisar si es de amor o de muerte y esa es su mayor virtud.