Extra Lives. Una defensa de los videojuegos.

Algunos usan Prozac o cocaína, otros ven a su mejor amigo o a su terapeuta o hablan con su mascota. Pero yo, para correr un tupido velo sobre mi depresión, tenía Civilization III.

Tras una noche de batallas y de perseguir enconadamente el Teatro de Shakespeare para mi pueblo, la luz de la mañana que iluminaba mi rostro ajado y sin vida me hacía pensar que Sid Meier era un Dios y yo, en cambio, un ser jodido y miserable. Paradójicamente, deprimirme y jugar Civ3 daba lugar a una suspensión moral en la que todo, de hecho, estaba permitido. Si en tales momentos vivía con una mujer (y es lo más probable) me sentía por completo vacunado ante sus reproches lanzados con bazuca desde la cama a las tres de la mañana y ante su evidente decepción al verme pasar toda la noche jugando un juego en el que pequeños tanques defienden pequeñas ciudades en un pequeño mapamundi lleno de pequeños recursos naturales no renovables por lo que hay que luchar con toda la astucia posible. Si hay algo malo en el Civ3 es que saca lo peor de uno, y no es raro que de pronto uno se sienta como un pequeño Stalin mandando cientos de tropas a una muerte segura sólo para distraer la atención de los expansionistas Franklin o Cleopatra. Yo, lo juro, me sentía malísimo cada vez que fabricaba un cañón en vez de construir una biblioteca para mis amados súbditos. Algunos amigos hacían todo lo posible para lograr una victoria cultural. ¿Pero hay algo más hermoso que planear un ataque durante cinco horas y luego contemplar su realización paso a paso mientras los enemigos nos ruegan por la paz?

Destruido el mundo me iba a la cama pero de inmediato me volvía a levantar, esta vez para desinstalar el juego y deshacerme del disco o del archivo de instalación, como si la culpa de mi depresión fuera de Sid Meier.

Lo que quiero resaltar con esta anécdota es que para mí y para muchos amigos, jugar videojuegos se aparejaba con frecuencia con un sentimiento de culpa y con la horrible idea de que estabas perdiendo tu tiempo miserablemente. Y mientras más maravilloso un juego, mientras más consumía tu atención, más reprochable. Por supuesto hablo de jugadores que, como yo, nacieron en los setenta, que jugaron Atari, Sega y Nintendo pero que fue en sus veintitantos cuando dejaron de depender de sus padres para comprarse las consolas que querían y los juegos que deseaban para jugarlos en su propia casa con la mujer que, supuestamente, querían. No tengo idea de cómo la generaciones posteriores han lidiado con estos problemas típicos del gamer casual nacido en los setenta. Para nosotros, el nuevo libro de Tom Bissell, Extra Lives: Why Video Games Matter, ofrece algunos consuelos y muchas preguntas.

Para empezar, uno agradece que Bissell tome en serio el asunto de los videojuegos. Para ser una industria que genera más dinero que las industrias de la música y el cine, existía cierta condescendencia hacia el tema de los videojuegos. Si bien eran un entretenimiento legítimo, se asociaba más bien a un tipo de entretenimiento fútil, y los esfuerzos y la visión de sus creadores nunca fueron en realidad temas de tesis o siquiera de ensayos. Finalmente, el cine y la música tienen géneros que atraen al público más radical posible; siempre habrá un cine “de arte” y siempre habrá grupos indies que nazcan con la estrella de la genalidad en la frente. ¿Pero los videojuegos? Eran, en el mejor de los casos un “tenga para que se entretenga”.

Las preocupaciones de este libro son las preocupaciones de un gamer que es, también, un escritor, y aquellos gamers que lean este libro probablemente encuentren fuera de lugar algunas de las preocupaciones esenciales de Bissell. Finalmente Bissell se preocupa por cuestiones que los mismos creadores de videojuegos no han podido y el mismo medio no han podido responder. ¿Los videojuegos pueden ser arte, en el sentido que lo son las novelas de Philip Roth o las películas de Scorsese? O mejor dicho, ¿es uno de los objetivos del medio llegar a serlo? En la actitud dubitativa de Bissell vemos que la respuesta no llegará muy pronto.

No obstante, los videojuegos son productos legítimos de entretenimiento, y los retratos de los creadores detrás de grandes juegos como Braid o GTA IV redimen la cantidad de horas que uno pueda pasar buscando piezas rompecabezas o matando policías. La visión de Jonathan Blow, por ejemplo, es tan rica -o incluso más- que la visión artística de cualquier novelista incipiente. Las quejas de Blow hacia el mundo de los videojuegos, y su respuesta con Braid, tienen algo que suena a David Shields, en mi opinión: ¿Cómo romper con las convenciones que los videojuegos se han impuesto a sí mismos? ¿O qué sentido tienen la narratividad, las cut scenes, la trama?

Hay momentos en que los logros de Bissell como gamer asustan un poco, porque no se puede soslayar que los videojuegos son también un vicio. En mi caso suelo jugar en los momentos que considero muertos, cuando tengo veinte minutos en lo que se coce la pasta, o mientras mi chica se baña y se que al menos tendré una hora libre de todo pecado mientras ella se seca el cabello, se cepilla, se pone crema, se viste, se desviste y se vuelve a vestir. En materia de videojuegos, las mujeres siguen siendo el animal no domesticado, aunque eso está cambiando.

Por sobre todo, este libro ofrece algo que faltaba en la industria de los videojuegos, la experiencia narrada de lo que es ser un gamer de verdad y de los momentos que llegan a alcanzar alturas pynchonianas. Hay miles de revistas, blogs y sitios dedicados a los videojuegos pero se necesitaba a un escritor convertido a esta fe como Bissell para que el resto de los lectores -incluso aquellos que no han jugado un sólo videojuego en su vida- vean en los videojuegos un medio legítimo de expresión, un logro de la tecnología de nuestro tiempo y un género narrativo que ya, ahora, comienza a desafiar a los novelistas y a los cineastas.

by Mauricio Salvador

nació en 1979. Vive en la ciudad de México.

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