Tierra de nadie

En 1981 tenía siete años y en mis recuerdos siempre era invierno. Nos habíamos mudado a una casa nueva, muy grande; tanto que cuando venían nuestros primos, acostumbrados a un dos ambientes, se perdían. Había una caja enorme, forrada con un papel de florcitas chiquitas rosas y violetas que estaba llena de ropa. Era la última caja que nunca terminaban de desembalar y que al final se convirtió en el lugar donde se guardaba la ropa fuera de estación. A mamá debería gustarle mucho ese papel liberty porque la caja decoró su cuarto durante varias temporadas. Y en mi memoria, uno de sus vestidos de embarazada que nunca llegaba a sacarse tenía el mismo estampado.

Foto cortesía de la autora

Yo aspiraba a comprarme por mis propios medios mi comida preferida: un alfajor Jorgito blanco. Juntaba los billetes que encontraba en los bolsillos de los abrigos de mamá y papá, y los llevaba al kiosco hechos un bollito. Pero nunca eran suficientes porque el precio del alfajor Jorgito blanco aumentaba y aumentaba hasta que una tarde me bajé corriendo del auto y mi abuelo, que me había seguido, alcanzó a oír la explicación del kiosquero: “mi amor, te falta un marrón”. Ahora, el alfajor Jorgito blanco salía un rojo y tres marrones, y yo sólo tenía un rojo y dos marrones. Mi abuelo extendió el marrón que yo no tenía y por fin, después de una semana de robo, ahorro y decepciones, pude comer mi alfajor Jorgito blanco. “Primera lección de economía argentina”, recuerdo que le dijo mi abuelo al hombre, que estaba pegando en la pared la nueva lista de precios con un veinte por ciento de recargo con respecto al día anterior.

En casa nacían muchos bebés, y hacia finales de 1980 yo me había dedicado con una tenacidad notable a hundir las fontanelas de Angelita, en ese momento la menor. Angelita dormía en un cochecito turquesa en el cuarto de mamá y papá. Antes de dormirse reptaba para topar la cabecera con su cabecita pelada, así que cuando por fin descansaba la redondez de su pelada sobresalía por la tela del coche. Yo me metía despacio en la habitación sin que nadie se diera cuenta y apretaba esa prominencia despacito también, para que no se despertara. Me habían explicado que a los bebés nunca hay que apretarles la cabeza, porque se puede hundir el cerebro y se mueren. Así que a eso me dedicaba.

Pero en 1981 Angelita ya tenía pelo y un año, así que supuse que lo de hundirle las fontanelas no funcionaría, y me olvidé del tema. La heredó Nina, que trató de atraerla para su bando y le enseñó a jugar al dentista con sus muñecas Marisol y Marisol. Marisol y Marisol eran dos bebotas peladas (en realidad la primera Marisol lucía un rulo amarillo atado con un moñito rosa) con sonrisas perennes que al poco tiempo de estrenadas ya tenían sus dientecitos arrancados y reemplazados por bolitas de algodón y restos blancos de pasta de dientes seca.

Yo no participaba en el juego porque no tenía muñecas: prefería los osos peludos, que sólo usaba para dormir, y me pasaba la hora de la siesta jugando con Rafael, mi hermano, dibujando, pintando y leyendo. La hora de la siesta era un tiempo infinito con sabor a comida, ansias de postre y aburrimiento al por mayor. Los dibujos animados no empezaban hasta las cuatro o cinco, no gritábamos porque el nuevo bebé dormía, y quizás mamá también. Nos cuidábamos solos. La hora de la siesta era tierra de nadie. No había televisión, computadoras ni muñecas, y teníamos horas muertas para que creciera la imaginación.

Rafa y yo organizábamos brigadas de acción. Nuestra brigada se dividía en dos: dos agentes, él y yo, que revisábamos a toda velocidad los bolsillos de las camperas, impermeables, tapados y sacos que colgaban en dos percheros distintos, ubicados en los dos extremos del largo pasillo que recorría el departamento. El que terminaba primero, buscaba en los bolsillos del abrigo que había en el sillón de la entrada, que siempre tenía algún vuelto de la verdulería o del supermercado.

Cuando terminábamos, nos juntábamos en la mesa del comedor para compartir el botín: ocho monedas, dos boletos de colectivo, un marrón, dos pañuelos sucios, dieciocho pelusas y un botón. Y vuelta a mirarnos con cara de qué hacemos ahora, estoy aburrida, echarnos en la alfombra del living a imaginarnos que toda la familia menos nosotros muere en un accidente de auto volviendo de la quinta y nos quedamos con la casa vacía. Nos obligarían a vivir con el tío Alberto hasta cumplir diez y once. O quizás nos mandarían con la abuela, o la harían a ella vivir con nosotros en la casa enorme y ahora tranquila, sin bebés, sin ropa de embarazada llena de florcitas, sin Marisoles sonrientes y desdentadas, y sin hora de la siesta.

Pero la siesta ahora existía y era infinita, y no había fantasía que durara hasta las cinco. Un día se nos ocurrió hacer llamadas, bromas por teléfono. En el colegio, un amigo de mi hermano le había contado, justo antes de que otro le clavara un lápiz en la cabeza, que su hermano mayor hacía cargadas telefónicas. Me explicó la dinámica y procedimos.

1. Buscar la guía. Listo. Era gorda como la Biblia y pesada como tres ladrillos.
2. Encontrar el nombre de una vieja. González, Mirta.
3. Discar: 9-3-8-8-2-9.
4. Mantener la calma, no reírse, impostar la voz.

–¿Holaaa?

–(Jijiji) ¿Es la señora Mirta González?

–Sííí…

–Hola buenas tardes señora. La llamo de Avón, porque usted ganó un viaje a las cataratas del Iguazú.

–(Toda emocionada como una paloma que rechaza por coquetería al palomo, sin darse cuenta de que ella nunca participó en un concurso de Avón, y de que jamás en su vida ganó ni ganará nada, porque ganar no va con Mirta González). ¿Sí?

–Sí. Sólo tiene que repetir tres veces la palabra Avón.

–Avón, Avón, Avón.

–¡Lavate el culo con jabón! Jajajajajaja.

Clic.

Así tres veces. Porque después de enojar a la inocente Mirta González interrumpimos la siesta de Amalia Goya y los ruleros de Gianinna Proietti, Pocha para los amigos. Y como chiste repetido aburre, después de tres veces ya el juego no servía más. Así que pasamos a la tercera actividad de la siesta: el primer cajón del ropero de papá.

Ese cajón todavía huele a madera y a las flores de lavanda que ese año había traído desde Córdoba en una cajita de alfajores artesanales. Él traía cosas así de los viajes: plantas y botellitas con tierra de colores. Una vez fue a trabajar a Salta y cuando lo buscamos en la estación de ómnibus bajó con un arbolito que puso en el balcón. A la semana, comenzó a crecerle un capullo que no habíamos notado en una de sus ramitas y unos días más tarde nació una mariposa negra, peludísima, que parecía un murciélago bebé. Tenía dientes. La polilla se metió en el living y puso huevos debajo de un almohadón.

En el primer cajón de su ropero, papá guardaba todo tipo de cosas, en su mayoría cositas. La cámara Voigtländer con el espejo del réflex partido que hace dos años me robó Rafael. Un pollito de juguete que le regalé un año para pascua. Dibujos papá te quiero mucho, papá sos muy bueno y mamá es muy mala, papi sos mi mejor papá, papá podés matar muchos mounstruos porque sos muy fuerte y muy grande. Rollos de fotos y sobres con negativos. Pañuelos. Una caja con lapiceras viejas. Tres libretitas y cinco lápices de colores de cuando él iba al colegio. Un reloj sin cuerda. Una pila de fotos blanco y negro, de cuando él era chico y no se habían inventado los colores; en la primera él tiene los ojos claros bien abiertos, peinado a la lamida de vaca, una escopeta en las manos, botas negras, un suéter claro grueso. Y la cajita de alfajores llena de flores de lavanda.

Pero hoy estamos más intrépidos, quizás por la adrenalina de haber mandado a tres viejas a lavarse el culo. Y nos subimos a la silla de su escritorio, que se mueve como el samba del italpark y chirría. Agarrados del cajón, no nos caemos y descubrimos los largavistas.

Los largavistas viven en el fondo del primer cajón, adentro de una camita de cuero negro forrada con felpa verde apolillada. Igual a la de la cámara, pero menos rota: la correa todavía aguanta. Los binoculares son pesados y los acerco a mis ojos. Mi hermano se ve chiquito, lejos, aunque puedo oler su aliento dulce.

–Los tenés al revés, tonta. Vamos a mirar por la ventana.

Salimos al balcón y nuestra tarde es un remake de La ventana indiscreta: un gordo echado en una cama vencida mira la telenovela de la tarde. Una chica sale de la ducha envuelta en una toalla rosa y se pinta las uñas de los pies. Una viejita dormita en una silla con un rosario muerto en las manos. Muchas casas vacías. Plantas. Almohadones. Cortinas caladas. Muebles de caña. Un gato mira por la ventana. Un perro contempla la posibilidad del suicidio. El árbol tapa algunas otras casas.

Vamos pasándonos los binoculares, cambiando impresiones, riéndonos del gordo que mira la novela. Hasta que me encuentro con una bruja vieja, fea, con los pelos mal teñidos y parados, que me grita. Su voz nos llega por encima de los motores de las siete líneas de colectivo que pasan por nuestra calle: “¡Dejen de espiar, mocosos insolentes! ¡Que voy a llamar a la policía!”.

Si en esa época viviste como yo al lado de una comisaría, esa amenaza alcanza para arruinarte la semana. Porque yo no tenía el sueño pesado de los chicos de mi edad y sufría de terrores nocturnos que no se debían a ninguna etapa que estuviera atravesando. De noche se oían gritos, alaridos, súplicas y desgarros que llegaban desde la comisaría de al lado de casa. Mamá intentaba tranquilizarme diciéndome que eran borrachos o quizás drogadictos que habían arrestado y que sufrían porque les negaban su droga. Pero yo no era tonta. Así que la comisaría, la policía y la ley en general, a los siete años, ya me aterraban.

Empujé a mi hermano adentro de casa. Metí los largavistas en su estuche y de vuelta en el primer cajón del ropero de papá, bien al fondo para que pareciera que nunca los habíamos encontrado. Cerré las persianas del living. Cerré la puerta del balcón. Hice lo mismo con las otras cinco ventanas que tienen persianas, y después nos escondimos en un cuarto. Yo a leer un libro, Rafa a dibujar aviones. No podía concentrarme: tenía mucho miedo. Las chicas seguían torturando a sus muñecas. Creo que ellas escuchaban entre sueños, y sacaban conclusiones como yo.

by Cecilia Galli

es autora de los libros karaoke kiss (cuento) y superhéroes (poemas). Vive en Buenos Aires, desde donde regentea el blog chicamigraña!. Forma parte del staff cerdo.

7 Replies to “Tierra de nadie”

  1. 2
    Lucas Montero

    Felicitaciones a Cecila G., logra articular un relato universal con tal frescura que pareciera que fuera en cualquier ciudad de Colombia o Latinoamérica.La verdad que uno se remonta a esas épocas y parece vivirlas de nuevo cabalgando en la pluma de su autora. Fresco, divertido y perteneciente a todos los que habitamos esta tierrade nadie.

  2. 4
    Noemí Mejorada

    Me recordó al roperito de mi papá que siempre está cerrado con llave y que dentro guarda las cosas más inimaginables del mundo. Suerte tú, que pudiste llegar al fondo del cajón, yo, por el contrario, nunca logré tener acceso a la llave mágica. Como mucho, pude ver que ahí se encontraba guardada la loción Old Spice que caracterizó por muchos años el olor del baño de mis papás.

    Qué lindo texto Cecilia… ¡Muy Polaroid!

  3. 6
    Grieving father

    Un verdadero placer leer esta historia, me llevó de vuelta a las largas horas de siesta de mi niñez. Me gusta mucho cómo fuiste perfilando el asunto oscuro, tenebroso del miedo que apuntabas al comienzo, casi sin que el lector se dé cuenta. De los juegos infantiles pasamos a la tortura de las comisarías, en una transición nada abrupta.
    Gracias, Cecilia.

    JS

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