Por años, he tenido que responder a la pregunta incómoda “¿Alguna vez te has peleado?”, con medias verdades y medias mentiras que diluyan un “no”, en todo caso verdadero. Digo, por ejemplo: “Pues sí estuve en un pleito. Éramos muchos contra otros tantos y por allí propiné y recibí un par de golpes”. Cuando rememoro aquella batalla etílica, hablo de esa vez en la que unos rufianes trataron de entrar a una fiesta local, y que ante nuestra negativa a permitírselos, comenzaron a lanzar botellas por encima de la barda, acción que provocó la ira de los más valientes que estaban adentro, quienes salieron a repeler el ataque. Sólo las mujeres permanecieron al interior, así que no me quedó más remedio que ir a lanzar y recibir golpes para no quedar como un cobarde. Una amiga que vio de fuera, es decir con objetividad, la escena, asegura que el trancazo que eventualmente me tuvo fuera de combate fue obra de Josué, aliado mío. Algo así como “fuego amigo”, consecuencia del incivilizado todos contra todos. De manera que eso es lo que respondo. Menciono ese encuentro, y omito que el golpe que me tiró fue producto de la casualidad, del mal tino de Josué.
La verdad es que nunca he estado enfrascado en un pleito de uno contra uno. Es decir que jamás he tenido que defender mi honor con los puños. Me digo pacífico; la verdad es que soy un cobarde. Aunque algo hay de cierto en que no veo cuál es la necesidad de lastimarse en ausencia de razón. Por algo, pienso para tranquilizarme, soy escritor.
Existieron otras batallas. Recuerdo esa que viví de adolescente. Fue en una fiesta multitudinaria, en una casa pequeña de la colonia Narvarte. La única manera de salir al patio era a través de una puerta pequeña que comunicaba el exterior con la cocina: un embudo relleno de gente borracha que salía y entraba, y yo, exaltado y feliz, decidí utilizar mis hombros para abrirme paso; lo que conseguí fue que un sujeto se sintiera agraviado y que decidiera, sin palabras de por medio, zanjar la cuestión con un cabezazo certero en el centro de mi nariz. Traté de reaccionar, pero ya tenía en la nuca el puño de un cobarde que ni preguntó cuál había sido el problema, y que al ver a su amigo, el del cabezazo, en pleno ejercicio de su violencia, decidió soltar el golpe sin más. Otra vez quedé seminoqueado. Cuentan que mis camaradas Raúl y Josué salieron en auxilio mío, y que los violentos, hostigados por la mayoría, tuvieron que irse.
No puedo responder a la pregunta “¿Alguna vez te has peleado?” con heroísmo porque, como he dicho ya, la verdad es que soy un cobarde. Y también porque la pregunta suele tomarme por sorpresa: con verme es suficiente para deducir que no soy un buscapleitos. Sin embargo el cuestionamiento se repite por lo menos una vez al año, y suele serme hecho por una mujer bonita, que tal vez quiere medir mi valentía, mi potencial de macho alfa con fines reproductivos, y por eso en vez de responder que no, hago una ficción aderezada con recuerdos. Omito los detalles inconvenientes, repitiéndome que en verdad son irrelevantes.
Cuando era niño, tenía algún problema psicológico cuyo síntoma principal era el lagrimeo indiscriminado: lloraba por todo. Todavía lloro bastante. Pero cuando tenía siete años era un terrible chillón. Entonces salía a las dos de la tarde de la escuela primaria a la que asistía: el Instituto Luis Vives. Si mis padres demoraban más de veinte minutos en pasar por mí, yo me echaba a llorar, y sobre todo, a buscar el consuelo del adulto más a la mano: la secretaria, el portero, alguna maestra. Incluso el consuelo de la directora. Imaginaba que mis progenitores habían tenido un terrible accidente de consecuencias mortales, y me hallaba inconsolable. Mis padres, como es obvio, solían demorar más de veinte minutos por lo menos dos veces a la semana. Me pregunto si eso fue para ellos una preocupación, si alguna vez se vieron en un semáforo con luz roja, y si con el reloj de pulso a la altura de los ojos, pensaron: “¡Ya es tarde! Cesarito se va a poner a llorar”, y si acto seguido tocaron el claxon o, si era posible, apretaron a fondo el acelerador.
Mis compañeros, los más fieles, solían emitir ese detalle mío. Tal vez pensaban mal de mí, pero no por ello me segregaban. Y así fue, hasta que en tercero de primaria inscribieron a dos muchachos, un año más grandes que nosotros, reprobados de otros colegios, al Instituto Luis Vives. En poco tiempo se hicieron líderes, y en el mismo tiempo decidieron que yo era escoria, y que merecía toda su mala atención. Sí: fui un niño hostigado. Tuve la suerte de que los compañeros más antiguos no aceptaran unirse al acoso. No obstante, a esa edad es suficiente la enemistad de los dos más grandes y fuertes para no querer ir a la escuela. La violencia que emprendían contra mí era sobre todo psicológica. Sólo recuerdo la vez en que uno de ellos me vio sentado en el piso y decidió patear mi espalda con violencia, y la vez que el mismo acosador, en un partido de fútbol, se lanzó en una barrida hartera por detrás, y que caí con la cadera. Me demoró cinco minutos levantarme. Rememoro al maestro de educación física preocupado por la posibilidad de que no pudiera volver a caminar. La caída no tuvo consecuencias porque era niño y era de plástico, pero ese mismo día le dije a mi padre que ya no quería ir a la escuela. En una primera instancia no le di explicaciones, pero después de toda una tarde de atosigamiento confesé lo que ocurría. Luego de platicarlo, mis padres decidieron que debía estudiar karate. Esa era la solución.
Pasé unos cuatro años practicando ese arte marcial, y por allí tenía el trofeo de primer lugar en combate que recibí cuando era cinta morada. En karate, la cinta morada es posterior a la blanca y precede a la amarilla: era un novato. Rememoro con cariño el día que gané ese trofeo. Había despertado con una estrategia para perder. No. Más bien, tenía qué decirle a mi padre, antes del torneo, para que comprendiera que si perdía era porque en realidad no había querido ganar. En ese entonces tenía una especial cercanía con una compañera del colegio. Además de compañera era vecina, y nuestros padres tenían una buena relación, por lo que solían inscribirnos a todas las actividades extra escolares juntos. Ella también iba al karate, estábamos en la misma categoría, y era posible que nos enfrentáramos en el torneo. Antes de llegar, le dije a mi padre: “Si me toca contra Mariana he decidido dejarla ganar. Es mujer. No puedo golpear a una mujer”. Supongo que él descubrió que yo me justificaba, ya que dijo: “Es una justa deportiva. Gana el que haga más puntos, no el que más lastime al otro.” De todas maneras yo traté de montarme en mi argumento. Reclamé que si me concentraba en acertar los puntos podría no medir mi fuerza. “Tú me has dicho que no se le pega a las mujeres”, concluí.
En la fila, antes de entrar al tatami, me alejé de Mariana lo más que pude para que no coincidiéramos en la primera ronda, y fui a formarme detrás de un sujeto con el que bien podía perder. Éramos ocho competidores, así que el certamen se decidió por eliminación directa empezando en cuartos de final. En la primera pelea gané con dificultad. Recuerdo que cuando concluyó el combate estaba seguro de que había perdido, y tranquilo porque no tendría que enfrentar a Mariana. Fue una sorpresa que el juez levantara mi mano; eventualmente, en la misma ronda, también levantó el brazo de Mariana. En semifinales me enfrenté a un sujeto contra el que había perdido en un torneo anterior, así que todo debía terminar allí. Sin embargo gané, y con cierta facilidad, y aunque todavía existía la posibilidad de enfrentarme a Mariana en la final, el simple hecho de que hubiera ganado ya dos peleas le daba legitimidad a ese argumento que había esgrimido anteriormente. Mariana no pudo clasificar en su partida; disfruté la final que gané holgadamente.
Aunque llegué a cinta azul (dos antes de la negra), no volví a participar en torneos por una razón técnica. Si querías pelear a nivel competitivo, debías asistir, además de martes y jueves, los viernes para formar parte del equipo de combate, y con ese pretexto los directivos de la escuela se embolsaban unos cientos pesos más por alumno. Mi padre, avaro, dijo que no, como si para defenderme de los malhechores del Luis Vives yo necesitara aprenderme de memoria las katas, esas rutinas sincronizadas en las que uno demuestra buenos movimientos al aire, y no golpear y ser golpeado por entes físicos y animados.
El acoso escolar terminó, pero no gracias a mis conocimientos de karate. Ocurrió que un muchacho polémico fue inscrito a la escuela en quinto de primaria, y que absorbió la atención negativa que los abusadores me destinaban. Ahora me arrepiento de mi cobardía, me arrepiento de retirarme relativamente ileso del conflicto del abuso escolar, escurridizo, sin ofrecerle a ese compañero polémico que hiciéramos una alianza. Él, a diferencia mía, no fue a llorar con papá, y sí trató de repeler, de acuerdo a sus posibilidades físicas, el hostigamiento. No obstante, preocupado por el nuevo compañero, reflejándome en su tristeza, decidí hacerme su amigo, y con ello no le di armas en contra de los abusadores, pero sí buenos ratos de Nintendo por las tardes para olvidarlos. Era Josué: el sujeto que años más tarde me quitó de encima a los sujetos del cabezazo en la nariz y del puñetazo en la nuca, y que ulteriormente habría de golpearme por mal tino, de manera accidental, en la trifulca, brindándome la única excusa que tengo para responder algo a esa temible pregunta intimidante que formulan las mujeres bonitas en búsqueda de un macho alfa: “¿Alguna vez te has peleado?”.
Mucho tiempo después, ya lejos del acoso y de la escuela primaria, incluso lejos de la universidad, Josué decidió inscribirse en un gimnasio de box con fines meramente deportivos. Por algunos meses trató de persuadirme para que lo acompañara sin éxito, aunque no se rendía, y argumentaba: “es un gimnasio recreativo”, “sólo pelean quienes quieren hacerlo”, y “es un excelente deporte”. De todas aquellas aseveraciones, la única que me preocupaba era eso de que sólo peleaban quienes querían hacerlo. Es decir ¿El entrenador proponía las peleas y uno podía reusarlas, o uno las pedía? En el primer caso, ante una eventual propuesta, no podría negarme por “honor”, y terminaría por hacer algo que no me apetecía en lo absoluto. Si uno tenía que pedirlas, sólo entonces, me inscribiría. Así fue.
En efecto, el gimnasio resultó ser sumamente pacífico. Dirigido a las clases medias de las colonias Del Valle y Nápoles, era fácil encontrar en sus instalaciones a personas famosas, como Osvaldo Benavidez, Gustavo Sánchez Parra, o Víctor, el de La Academia, así como a edecanes de talk shows, y mujeres, de quienes se decía, habían posado para determinado número de la revista Playboy. La rutina era sencilla: calentamiento, que podía o no incluir salto de cuerda; costales; manoplas; defensa (dar y recibir golpes, con la facilidad de ya se sabe a dónde irán dirigidos); más costales y, finalmente, perilla. Si uno era famoso, o modelo de Playboy, los entrenadores tenían alguna consideración extra, alguna rutina de más, como si argumentaran: “Es que ellos sí tiene que estar delgados”. Pero yo no soy ninguna de las dos cosas.
Un año después de que entráramos al gimnasio, el entrenador decidió organizar un torneo decembrino. Pegó una hoja de papel con líneas horizontales en uno de los espejos para que se anotara el que quisiera participar. Para mí era evidente que Josué debía subirse al ring: su progreso, en comparación al mío, era notable. Cuando hacíamos defensa o manoplas juntos, bastaba con escuchar sus golpes y compararlos con los míos para decidir quién hacía el ejercicio bien y quién no. Le dije que debía inscribirse, pero argumentó que no estaba preparado. Una tarde que fui solo, escribí su nombre en la hoja de inscripción. Al día siguiente, Josué marcó mi número telefónico y dijo: “Tu letra es la misma que tenías en la primaria.” Decidió pelear por dignidad. Los entrenadores, al igual que yo, pensaban que era un buen boxeador, y lo colocaron en una de las peleas estelares. Esa mañana del torneo la pasé preocupado de que mi broma decembrina, y la obstinación de mi amigo, terminaran por provocarle algún daño. No fue así: el combate, a tres rounds, fue bueno, y mi camarada sólo perdió por una falta técnica, también accidental: golpeó a su contrincante en los testículos.
Medio año después, y animado por el éxito del torneo anterior, el entrenador organizó un torneo de verano, y Josué optó por vengarse de la afrenta hecha por mí seis meses atrás. Una mañana, al llegar, me bastó con ver la risa cómplice de uno de los entrenadores para entender que debía pelear. Comprendí a Josué: hubiera sido cobarde tachar mi nombre apuntado con bolígrafo en la lista.
Los días previos a la contienda me preparé con afán. Decidí pedir peleas a los instructores y hacer sparring con boxeadores más avezados. Un inglés que había entrenado por muchos años y que me tenía en buena estima, y Josué. Me costó convencerlo; no quería “lastimar” la amistad: “No me voy a enojar porque me pongas en la madre si te lo pido, cabrón”. Así fue. Como había hecho años atrás, aunque entonces accidentalmente, casi me noquea con un gancho preciso a la cabeza. En dos semanas, lo que duró el entrenamiento, no mejoró mi calidad pero sí perdí el miedo a los golpes.
Conscientes de mi debilidad congénita, los entrenadores decidieron asignarme un oponente tan endeble como yo. El cartel se acomodó de acuerdo a la importancia de las peleas, en donde primero iban las de nivel más bajo y después las de los avanzados. Yo estaría en la tercera función de diez: la primera pelea de “adultos” después de que concluyeran las dos primeras de adolescentes. Una amiga que desempeñaría el papel de deejay, me preguntó que cuál era la canción que deseaba escuchar mientras me presentaban al público y, en homenaje a Los Simpsons, con mucha honestidad, escogí Why can´t we be friends.
Le pedí a mi mujer que no asistiera. Le dije que iba a ponerme más nervioso de lo que ya estaba, obstaculizando mi desempeño óptimo. No puso reparos. Sólo Josué podría ser testigo de mi triunfo o derrota.
Llegué al gimnasio puntual, media hora antes de que comenzara la función. Así lo había requerido el entrenador para explicarnos la mecánica del torneo y darnos algunos consejos generales. Nos pidió que compitiéramos con limpieza, y que nos concentráramos en no dañar de manera considerable a nuestros oponentes. “Es un torneo recreativo”, repitió varias veces. Durante la semana lo había escuchado decir que le preocupaba que alguien saliera herido.
Decidieron que todos los competidores pelearían con guantes de dieciséis libras: esos que suelen emplearse en los entrenamientos por ser más pesados; endurecen los músculos y, por abultados, resultan menos hirientes durante las peleas. Después de colocarnos las vendas nos pidieron que calentáramos. El gimnasio era chico y el público cuantioso, por lo que apenas y pudimos estirar los brazos. Mientras tanto, mi oponente y yo nos dimos la mano, nos deseamos suerte y alardeamos sobre lo mucho que habíamos preparado el combate en los días previos. Él se veía mucho más grande y ancho de espaldas de lo que lo recordaba. Dijo, burlón, que sí se había atrevido a invitar a su novia. “Será duró”, pensé.
Por fin llegó mi turno. “¡Súbete! Serás mi coach”, le grité a Josué, después de enterarme de que pretendían asignarme a un desconocido. El entrenador, que haría las veces de referí, repitió por enésima vez aquello de que no debíamos lastimarnos, encendió el reloj Everlast programado para funcionar por ciclos de tres minutos, y verificó que los cascos estuvieran bien ajustados.
Cuando sonó el campanazo, mi oponente y yo nos separamos en un acto reflejo. El primer round transcurrió entre jabs defensivos a través de los cuales pretendíamos alejarnos: marcar distancia, más que hacernos daño. No fue hasta el final, cuando el público comenzó a exasperarse y a pedir “sangre”, que nos animamos a soltar algunos golpes injuriosos: ganchos a la cara. Conecté un par y defendí los que me fueron dirigidos antes del primer descanso. En mi esquina, Josué, mientras me daba agua, sugirió que tratara de conectar golpes en la región abdominal de mi contrincante: “Tiene la guardia abierta”.
En el segundo round mi oponente fue más ofensivo. Pudo acertar un recto en mi boca y un gancho en el estómago; torpe e instintivo, traté de alejarme sin notar que iba a quedar contra las cuerdas. Escuché los gritos de su novia, feliz y convencida, “¡Ánimo! Vas a ganar”, lo que me animó, en memoria de mi mujer ausente, a soltar golpes más fuertes. Pude atinar tres fuertes, todos en la cara. El referí paró la pelea, me llevó a una esquina, y me pidió que no fuera agresivo. Se acabó el round y Josué insistió en que trabajara la región abdominal de mi contrincante. “Así verás como ganas por knockout”.
En el tercer round decidí utilizar dos combinaciones: Jab izquierdo, gancho derecho y uppercut. Gancho derecho, jab y uppercut. Exhausto, repetí las dos combinaciones tres veces. Mi oponente apenas se defendía, y después de un gancho al hígado se alejó, definitivamente. “Ay muere”, dijo.
Recibí un pequeño trofeo de vidrio que hoy presumo en la sala de mi hogar. Me gusta verlo como un galardón a la valentía que tuve por un día. Cuando la gente repara en él, digo: “No es fácil pararse nueve minutos a recibir golpes”, y todos quedan satisfechos con el comentario.
Hace unas semanas, en una mezcalería, Josué y yo nos encontramos con una buena amiga, que iba acompañada de su prima. No recuerdo cuáles fueron los intrincados caminos de la charla, que desembocó, como pasa una vez al año, en la pregunta incómoda: “¿Alguna vez te has peleado?” Respondí que no de manera callejera, que eso era de barbaros, que sólo competitivamente. “Boxeo”, aseguré, con la imagen de mi trofeo de vidrio en la repisa de la sala. “Gané la única pelea que llevo”, dije, sin admitir que debía ser la última, que he tachado “agarrarse a golpes” de mi lista de cosas por hacer antes de morir. Supongo que a Josué no le agradó mi tonó bravucón, ya que realizó el mismo comentario que hace cuando refiero aquel combate frente a él: “Tu oponente estaba muy cansado, no tenía condición física. En caso contrario, estoy seguro de que el resultado hubiera sido muy diferente”. Para salir del apuro en el que me vi, comenté: “Ah, sí, Josué fue mi coach”, y me retiré del combate por la prima.
Creo que, de ahora en adelante, cuando la temible pregunta llegue a mis oídos, debo responder que no. “Nunca me he peleado. Verás: soy escritor.”
es narrador. Ha sido colaborador en las revistas Playboy México, El Fanzine y Conexión GS1, y es coautor de Reflexiones desde abajo. Sobre la promoción cultural en México. Fue director de la revista Los Suicidas y actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas. Vive en la ciudad de México.
Quiero boxear. Cesar, extraordinario!
Me encanta la historia. Qué buena manera de compartirla. Y claro habrá que agradecer a Josué su eterna picardía.
Me dieron ganas de madrear a alguien. Qué suave texto, César.
Me encantó!!
muy bueno cesarion.
Buena crónica, divertida. El boxeo de aficionados también debe ganar adeptos y este texto contribute.Saludos.
Genial. Me hizo reír mucho. Me encantó el soundtrack de la pelea. Supongo que tendré que agregar «agarrarse a golpes» a mi lista de cosas para hacer antes de morir. Además, será un texto de cajón para mis estudiantes de Lectura y Redacción. Saludos!