Soy malhumorado por naturaleza, de suerte tal que los libros malos sacan al pequeño homicida que hay en mí. Por eso califiqué de máquina de Rube Goldberg a Las Teorías Salvajes, de Pola Oloixarac (Alpha Decay): muchas piezas para tan poco; un libro al que no le encuentro punto de unión entre las historias, amarre o como quieran llamarlo.
Tampoco me hizo mucha gracia El materialismo histérico, de Xavier Velasco (Alfaguara); es entretenido, tiene en sus páginas cortas historias ingeniosas pero, hace falta un esfuerzo nada despreciable para pasar de la mitad del libro: se repite hasta el hartazgo, con bromas simples e inocuas. La idea no está mal, lo acepto.
No todo es malo. Nunca puede ser todo malo cuando se repasa las lecturas de todo un año. Diario de un libertino, de Rubem Fonseca (Cal y Arena), fue el colmo de la buena escritura, la mezcla perfecta de entretenimiento, profundidad, ironía y geniales ensayos de lo que es un buen diálogo. Este libro me lo obsequió el amigo Luis Negrón, de quien leí su magnífico Mundo cruel (Germinal), colección de cuentos que no debemos (por favor, ni lo intenten) reducir a un compendio que versa sobre la condición homosexual en Latinoamérica; nos estaríamos llevando así, entre las patas, sus juegos simbólicos, su carga de melancolía y análisis de una sociedad hipócrita que suele caer en una insalvable ignorancia.
Al tener la oportunidad de revisar las pruebas de la edición costarricense de Pájaros en la boca, de Samanta Schweblin (Germinal), pude regresar a un libro fundamental en la cuentística en lengua española de los últimos años; reducirlo a juegos surrealistas y sorprendentes es quitarle su dimensión muy humana: niños maltratados y olvidados, a veces dejados como semillas en el vientre, no natos; adultos que, irracionales, buscan la luz después de un túnel muy negro en el que se encuentran, de pronto, con un tren que los embiste. Luz, mucha luz hay en La novela luminosa, de Mario Levrero (Mondadori), una obra en la que uno se hunde, sin remedio ni reparos, aceptando el juego de la escritura de ficción dentro de la escritura de ficción. O se lo lleva a uno al infierno (siempre con una sonrisa en la boca, aceptémoslo) o lo escupe y le pide que pase al siguiente libro; yo con Levrero tengo un pacto luciferino.
A Levrero podemos, sin mucha dificultad, emparentarlo con otro uruguayo ilustre (o abyecto, se aceptan las apuestas): Juan Carlos Onetti. Hombres hoscos, dueños de una capacidad para crear el sarcasmo a partir de la ternura, mal vestidos, malhumorados. Me hundí en las Cartas de un joven escritor, de Onetti (Era), y entendí mejor el origen de sus primeras obras maestras, la amargura de las “embrutecedoras idioteces de ocho horas” a las que llamamos trabajo, porque nadie se ha animado a inventar otra palabra menos grandilocuente.
De los otros trabajos de los escritores trata, justamente, Trabajos forzados, de Daria Galateria (Impedimenta), un ameno compendio de ensayos que nos cuentan sobre las locuras de Jack London o el espíritu inagotable de Colette; asistimos al aburrimiento burocrático de Kafka y a los vuelos trasatlánticos, peligrosísimos de Saint-Exupéry, perdido para siempre en el misterio de un fuselaje encendido en llamas…
En contra de los aviones, de Juan Murillo (Editorial Costa Rica), es justamente la lectura que no deben hacer quienes temen a quedar partidos en pedazos, como Saint-Exupéry, en un punto remoto de los enormes mares sin nombre. Un cuentario en el que no solo hay vuelos en los que las casas, a cientos de millas, se aprecian como “collares de dientes”, sino que hay dragones, drogos y dagas de todos colores, matizados con capas de ternura y recuerdo. Tremenda lectura.
No menos emocionante es el viaje que uno puede hacer contemplando la pantalla grande del Cine en los sótanos, de Alfredo Trejos (Germinal); se trata de un poemario en el que vemos volar a Henry Fonda en su moto y en el que un “histérico que peina las alfombras” (Nicholson) provoca al de Niro afeitado (“Sí, es con vos, sí”) de Taxi Driver.
Fue un buen año, después de todo.
es legión.
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