Rogelio Pineda Rojas

Respecto a los libros, siempre he preferido sumergirme sin advertencia ni chaleco salvavidas en el mar desconocido —quizá con una referencia vaga ceñida en la cintura—, a pena de morir por aburrimiento o frente a una intrincada pirotecnia verbal (¡qué susto!). Me importa poco el resultado cuando emprendo la lectura de un libro, usando pestañas propias: la decepción o asombro es mío y sólo mío. Cada quien responde por sus ojos.

El primer libro que recuerdo es Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, convenientemente traducido por Julio Cortázar, porque se lee en un castellano hermoso y pulido, igual que una dracma en el cenit del imperio. Escrito durante la mitad de su vida, a partir de manuscritos de la juventud, Yourcenar plantea aquí la posibilidad del viaje eterno de la conciencia al posesionarse, como espíritu calmo, de la vida del emperador muerto un milenio atrás.

Si de memoria se trata, Austerlitz de W.G. Sebald es visita obligada para todos aquellos quienes obtenemos de la memoria una fuente inagotable de placer. Con largas oraciones e infatigable precisión en entomología, orografía, arquitectura, como rasgo distintivo, esta novela es la historia de Jacques Austerlitz, quien se entrevista azarosamente con un catedrático universitario a lo largo de treinta años en estaciones de trenes, bajo la cúpula de alguna iglesia, durante algún paseo. En cada encuentro, relata la búsqueda de su origen y la soledad del destierro psíquico: “Nunca pensé en mi verdadero origen, dijo Austerlitz. Tampoco me había sentido perteneciente a una clase, una profesión ni una fe religiosa”.

Una mención especial merece (disculpen la osadía) mi pasado como obeso. Sí, este año bajé diez kilos y ahora me quedan los pantalones corte entubado tan de moda entre los jóvenes. Esto a nadie le importa, lo sé, pero lo puntualizo porque en México ocho de cada diez hombres son obesos y ser delgado aquí es un milagro. El mérito es del agua, de la natación. Alguien que aprecia igual que yo este líquido es el escritor irlandés John Banville.

Max Morden, viejo historiador de arte y personaje de El mar, se retira a los Cedros, pensión ubicada en el pueblo costero de su niñez, a escribir aparentemente un estudio monográfico sobre el pintor francés Pierre Bonnard. En realidad, Morden visita los Cedros para trasladarse a los recuerdos cálidos de su infancia y sobrellevar, además, el fallecimiento de su esposa Anna, ocurrido hace poco. Los principales recursos de los que echa mano son su humor, un regusto a limón con miel, y esa singularísima capacidad para transformar la nostalgia, la ausencia, en un espectáculo de cumbres sensoriales visto desde el cielo.

En 2011 perdí un millón de cabellos (sigo el tono confesional, como pueden ver) o por lo menos cada mañana al despertarme coleccioné en la almohada una cifra idéntica. Para trabajar este duelo, leí a Sinesio de Cirene, filósofo alejandrino que escribió hace mil quinientos años Elogio de la Calvicie. Con ejemplos extraídos de la Odisea e Ilíada, repleto de citas de filósofos griegos top ten, en este ensayo el autor sugiere con desenfado que lo imponente y sabio es redondo, liso, sin pelo animal. “Si el cabello fuera necesario estaría dentro y no arriba de la cabeza”. Si bien Cirene argumenta con ingenuidad y el ditirambo resuena desde su pecho, Elogio de la Calvicie soslaya los conceptos habituales de la filosofía (muerte, espíritu, tiempo) para valorar lo contingente y las minucias: la materia vence a lo divino.

El siguiente no es un libro como tal: Casa de Muñecas de Henrik Ibsen. Obra de teatro que incomodó a los espectadores porque “denuncia” el dominio del hombre sobre el destino de la mujer, en la sociedad noruega de finales del siglo XX, drama vigente, claro, con las atenuantes de nuestra época. Sin embargo, alrededor de Casa de Muñecas giran otros dos temas que amplían, a mi gusto, su valor: la imposibilidad de complacer al amado y la amistad entre hombres y mujeres que encubre, casi siempre, una pasión erótica.

Por último, mostraré al abuelo que llevo dentro. La resistencia. Una reflexión contra la globalización, la clonación, la masificación de Ernesto Sabato reúne cinco cartas dedicadas a sus lectores, una suerte de tips para una vida más plena. En apariencia esto se oye ramplón (ya, no se enojen). Sin embargo, creo que La resistencia debe leerse como los consejos de un hombre que poco a poco fue disfrutando de la vida. Vamos, no está mal escucharlo.

Rescato dos sentencias personalísimamente aceptables: 1) la falta de sacrificio por el otro mantiene en crisis las relaciones humanas y 2) como resultado a la desestima vigente de la fe, los mitos y rituales, “hoy no tenemos una narración, un relato que nos una como pueblo, como humanidad, y nos permita trazar las huellas de la historia de la que somos responsables”.

Estas fueron algunas de mis lecturas.

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