Darío Rodríguez

Si una librería tiene el infortunio de ser colombiana su lema debe ser «Abrir tarde y Cerrar temprano». En efecto, son casi las diez de la mañana, no han abierto las puertas del negocio y entonces es fácil pensar en los viejos problemas del libro nacional. Claro, hubo lecturas de extranjeros, estupendas por demás, pero si de un balance acerca del 2011 se trata conviene repasar algo de lo publicado en estos fundos, debido a que tal vez nunca llegue a los ejes, a los centros ( ¿México? ¿España? ¿ Argentina? ¿Jauja? ).Y mientras viene el librero, vejete y enfadado, dispuesto a cerrar su negocio lo más pronto posible, desfilan los libros colombianos. Para bien. Para mal. El Inquilino novela de Guido Tamayo, aproximación a la decadente circunstancia del escritor exiliado y destruido en la Barcelona de los pasados años ochenta. Dalia, retorno a la literatura -esta vez infantil- de Carolina Sanín, célebre en este país por sus columnas de prensa, con una prudente descripción de actitudes y avatares caninos. La luz difícil, de un poderoso narrador, Tomás González, cuya obsesión por los paisajes y por la intensidad de eso que se conoció como «la condición humana» lo vuelven necesario, muy atrayente -más allá incluso del presunto Baby Boom literario con el cual quiere hipnotizarnos cierto periodismo cultural de la patria-.

Un grupo de jóvenes osa editar la antología Raíces del viento. El respiro de alivio quiere ser notorio. Estamos recuperando una forma discreta de hacer poesía, una forma decente, pese a tantos saltimbanquis y magos de feria que han invadido al género aquí y en Cafarnaum. El saludable, por serio, estudio de Ramiro Arbeláez en torno a la obra del mejor de nuestros cineastas, Luis Ospina; La Mujer Barbuda, novela esperpéntica del barranquillero Ramón Illán Bacca y la literal resurrección editorial de Jorge Holguín Uribe, Las Danzas Privadas, completan el cuadro con líneas torcidas de este año leído en Colombia.

El librero no aparece. A veces a uno se le olvida en qué país vive. Antes de partir conviene meditar un instante en aquello de las líneas torcidas. Hace tres años (o más; el asunto carece de luces, sólo hay sombras) un emporio editorial se asentó en el territorio y, no contento con monopolizar el mercado de los libros, instauró un sospechoso canon. Esa gente ordena qué libros debe leer el ciudadano común. La obediencia es amplia. Quizás por ésto sigue siendo un problema conseguir a tiempo lo que publican las editoriales independientes suramericanas, españolas, norteamericanas.

Bueno, este año también cerraron temprano las librerías colombianas. Sin siquiera abrirlas. Pero de algún modo seguimos, seguiremos leyendo.

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