La estética de la accesibilidad

Hace más de diez años, John Casey -el autor de la novela An American Romance y de la colección de relatos Testimony and Demeanor– entrevistó a Kurt Vonnegut para una revista en ese entonces publicada en West Branch, Iowa, y ahora fuera de circulación. En esa entrevista, Vonnegut dijo:

Debemos reconocer que el lector está haciendo algo bastante difícil para él y la razón por la que no cambias el punto de vista con mucha frecuencia es que él no se pierda, y la razón de ser de tu párrafo es que sus ojos no se cansen demasiado, y es así para que, sin conocerlo, puedas llegar a él facilitándole el trabajo. Él debe representar tu espectáculo en su cabeza, decorarlo e iluminarlo. Su trabajo no es fácil.

Tampoco lo es el de Vonnegut. Hacer que el trabajo del lector sea fácil es una labor difícil aunque Vonnegut siempre ha sido un incomprendido en este aspecto. En el New York Review of Books, por ejemplo, Jack Richardson llamó a Vonnegut un “escritor fácil” y -entre otros cargos- lo acusó de no ser Voltaire. En la entrevista con Casey, Vonnegut cuenta la historia de su encuentro con Jason Epstein, el editor de Random House -a quien llama “un comisario cultural terriblemente poderoso”- en un coctel. Cuando fueron presentados Epstein pensó por un minuto, luego dijo, “Ciencia ficción”, dio la vuelta y se alejó. “Sólo tenía que ubicarme, eso era todo,” dijo Vonnegut. Otros “comisarios culturales” han tratado de “ubicar” a Vonnegut por años; con mucha frecuencia, tal y como Richardson, nos cuentan lo que Vonnegut no es. No es Voltaire, por ejemplo, es posible que tampoco sea Swift . Al menos en parte, pienso, la disponibilidad infantil de su prosa, sus superficies rápidas y fáciles de leer, son las que resultan tan problemáticas para los críticos de Vonnegut.

La suposición de que aquello que es fácil de leer fue fácil de escribir es un lapsus perdonable entre no escritores, pero es revelador cuántos críticos, quienes (de alguna manera) también son escritores, han llamado “fácil” a Vonnegut. En uno de los peores artículos panorámicos escritos sobre Vonnegut (en el New York Times Book Review, disfrazado como una reseña de Slapstick), Roger Sale parecía especialmente molesto con la audiencia de Vonnegut -los “jóvenes mínimamente inteligentes”, los llamaba. “Creo que Vonnegut me sería menos molesto de no ser porque una de mis mayores tareas es intentar proponer preguntas difíciles para los jóvenes semi-letrados,” dice el sufrido señor Sale, esclavizado en las trincheras de la ignorancia. Hay algo autocomplaciente en esta crítica; estos son los comentarios de un crítico que quiere una obra que lo necesite -que requiera ser explicada, tal vez. “Nada puede ser más fácil,” nos asegura Sale respecto de la escritura de Vonnegut. Por otro lado, Sale nos dice, leer a Thomas Pynchon “requiere resistencia, determinación e inteligencia enloquecida”. Más alabanzas propias –Sale no es un lector fácil, tenemos que reconocerle eso. Y pese a la invitación de Sale a comparar, no es mi deseo atacar a Thomas Pynchon, un escritor tan serio con respecto a su trabajo como Vonnegut lo es con respecto del suyo; diría, sin embargo, que hay bastantes “personas serias que toman la ficción seriamente” (como Sale nos llama) que piensan que el tipo de escritura de Pynchon es la más fácil de escribir. Y la más difícil de leer: una confrontación con ideas y lenguaje donde nosotros, los lectores, ponemos buena parte del esfuerzo; donde el escritor, tal vez, no se ha esforzado lo suficiente para ser más legible.

¿Por qué ser “legible” es algo malo por estos días? Algunas “personas serias” que conozco agradecen el esfuerzo que toma entender lo que leen; como Vonnegut dice: “Allá ellos.” Déjenlos agradecer. Siendo alguien que, como Roger Sale, ha enfrentado largo rato a los “jóvenes semi-letrados”, con mucha frecuencia yo le agradezco al escritor que ha aceptado la enorme tarea que requiere aclarar su escritura. La lucidez de Vonnegut es un trabajo duro y valiente en un mundo literario donde el desorden puro es con frecuencia considerado como un signo de algún tipo de lucha esencial con las “preguntas importantes”. Buenos escritores han demostrado siempre que las preguntas importantes también deben ser propuestas y resueltas claramente y bien. Es como si Roger Sale -y no es un caso particularmente aislado; lo uso como un ejemplo entre tantos- exigiera una literatura para estudiantes de segundo año de postgrado, una literatura dependiente de la interpretación; y, por supuesto, en nuestra vergonzosa condición de “semi-letrados” tal vez necesitemos la “inteligencia enloquecida” de alguien como el señor Sale para interpretarla.

El señor Sale nos dice que le sorprendería si a Robert Scholes, “quien alguna vez expresó aprecio por Vonnegut”, todavía le gustara tanto como en aquel tiempo. Yo me sorprendería si el señor Scholes no se sintiera del todo convencido de su estimación pasada. Escribiendo sobre Slaughterhouse-Five en The New York Times el señor Scholes ofreció una reprimenda amable a aquellos que, como Roger Sale, encuentran difícil aceptar como serio a Vonnegut. Scholes indicó que los críticos de Vonnegut con mucha frecuencia confunden sobriedad confusa con profundidad –esto es, si suenas serio, debes serlo. Y sí, Sale parece decirnos que si la obra es tortuosa y toma terrible esfuerzo leerla, entonces debe ser seria; o, como Sale nos dice en el caso de Something Happens de Joseph Heller, otra manera valiosa de juzgar la seriedad de un libro es notar cuantos años tomó escribirlo. (El señor Heller es un escritor serio y bueno, pero no por los años que separan sus libros). La lógica de Roger Sale apunta hacia lo siguiente: si la obra es lúcida y aguda y la narrativa fluye como el agua, debemos sospechar de la obra por ser simplista y tan ligera y desprovista de seriedad como una pelusa. Esta es crítica simplista, por supuesto; también, es crítica fácil.

No es difícil encontrar este tipo de crítica por ahí; Vonnegut es víctima frecuente de ella. Durante los últimos once años, no menos de cinco estudiantes de posgrado se han deleitado mostrándome esta polémica cita de John Middleton Murry (como si hubieran hecho un descubrimiento excepcional): “La crítica debe ser menos tímida; debe aceptar abiertamente el hecho de que sus juicios finales son morales.” No bromeo; pero tanta más razón, entonces, para que esos juicios deban ser cuidadosos. Deberíamos juzgar a los escritores por lo que han hecho y lo que pretenden -no por su audiencia o su prensa (o por su falta de ambos). Otra persona citada regularmente -en los alrededores de no menos de los cuatro departamentos de Inglés con los que he estado asociado- es Cyril Connolly. “Nunca elogies. Los elogios te condenan.” Tal vez; pero no tanto como los condenan el “Ciencia ficción” de Epstein o el “escritor fácil” de Richardson.

“Es el deber del crítico”, escribe Alvin Rosenfeld en el Southern Review,

hacer que el trabajo de un poeta sea más difícil de realizar, pues es sólo tras superar verdaderas dificultades que emerge la poesía fuerte. Un corolario de esta posición … es que el crítico debe hacer su trabajo de tal manera que el trabajo del lector sea también más difícil de realizar, por las mismas razones, es decir, para alcanzar interpretaciones suficientemente enérgicas que se ajusten a la época.

Puede parecer inexacto responder de la manera en que yo lo hago, pero ¡cuánta basura hay en todo eso! ¿Para quién es satisfactoria la dificultad? Los buenos escritores siempre han sido más que “adecuados a la época”; de hecho, siempre han tenido que luchar contra lo aburridas y limitantes que les resultan las meras convenciones de su época.

Cuando le preguntaron -en Playboy, en 1973- por qué pensaba que sus libros eran tan populares entre mucha gente joven (esos “semi-letrados” sobre los que Roger Sale nos advierte), Vonnegut dijo,

Ciertamente no voy tras el mercado joven o algo así. Yo no apuntaba hacia ningún lado, estaba simplemente escribiendo. Quizás es porque yo trato asuntos inmaduros que los adultos dan por sentados. Yo hablo sobre cómo es Dios, qué puede querer, si hay un cielo, y, si es así, cómo luce. Esto es lo que les interesa a los estudiantes de segundo año de universidad; estas son las preguntas que ellos disfrutan discutir. A gente más madura les parecen temas pesados, como si ya estuvieran claros.

Me encanta ese “… como si ya estuvieran claros.” Son esos “adultos” los que realizan la mayoría de los imaginativos actos de estupidez que, en buena parte de las obra de Vonnegut, terminan en destrucción . Aunque es fácil de leer, no es fácil de aceptar.

En su introducción a la obra de Céline, Vonnegut escribe:

Se encontraba en el peor de los casos, con lo que quiero decir que tenía muchas ventajas educativas, llegando a ser médico, y había viajado extensamente por Europa, África y Norteamérica –y aún así no escribió una sola línea que indicara a gente con ventajas similares que él era una especie de caballero.

Parecía no entender que las restricciones y la sensibilidad aristocráticas, aprendidas o heredadas, eran buena parte del esplendor de la literatura. En mi opinión, Céline descubrió un orden más alto y más terrible de la verdad literaria al ignorar el vocabulario cojo de las damas y de los caballeros, y usar, en cambio, el lenguaje más exhaustivo de los astutos y atormentados rufianes.

Todo escritor está en deuda con él, y también todo aquel interesado en discutir las vidas en su totalidad. Al ser tan descortés, demostró que quizá la mitad de toda experiencia, la mitad animal, ha sido disimulada por las buenas maneras. Ningún escritor u orador querrá jamás volver a ser amable.

Por supuesto, “el lenguaje más exhaustivo de los astutos y atormentados rufianes” es el lenguaje que Vonnegut también ama y usa muy bien. “Mis motivos son políticos,” admite en una entrevista en Playboy.

Estoy de acuerdo con Stalin, Hitler y Mussolini en que el escritor debe servir a la sociedad. Difiero con los dictadores en cómo los escritores deben servir. Principalmente, creo que deben ser -y biológicamente tienen que serlo-, agentes del cambio. Para bien, eso esperamos. Los escritores son células especializadas de un organismo social. Son células evolucionadoras. La humanidad está tratando de ser algo diferente; experimenta con nuevas ideas todo el tiempo. Y los escritores son los medios para introducir nuevas ideas en la sociedad y también un medio de responder simbólicamente a la vida.

Vonnegut admite que no podía superar su propio pesimismo si no contaba con “alguna clase de pequeño sueño alegre”. Su obra está llena de esos sueños -que ha llamado “mentiras piadosas” (en Cat’s Cradle). La religión, las organizaciones de caridad, los diseñadores del mundo, los conspiradores utópicos, los distraídos inventores empeñados en el cambio, las buenas personas que expían crímenes (o accidentes) terribles, adorables y no tan adorables hombres con poder y hombres con dinero; todos ellos caen, todos ellos estropean el trabajo de mejorar la especie de maneras usualmente divertidas y bienintencionadas. “Las carcajadas más grandes”, ha dicho Vonnegut, “se basan en las más grandes decepciones y en los más grandes miedos.” No es nada nuevo. Freud, como bien la gusta señalar a Vonnegut, ha escrito ya acerca del humor negro. “Es gente que ríe en medio de la impotencia política,” dice Vonnegut. “He escrito generalmente sobre la gente impotente que piensa que no hay mucho que pueda hacer en su situación.”

“Va en contra de la veta americana de contar historias,” dice Vonnegut,

tener a alguien en una situación de la que no puede salir, pero creo que esto es muy común en la vida. Hay gente, particularmente gente tonta, que al encontrarse en problemas jamás sale de ellos, porque no son lo suficientemente inteligentes. Y me parece espantoso y cómico que en nuestra cultura tengamos la expectativa de que un hombre podrá siempre resolver sus problemas. Eso implica que si tienes sólo un poco más de energía, un poco más de fiereza, el problema siempre se resolverá. Esto es tan falso que me da ganas de llorar -o de reír.

Señala que los episodios de “ciencia ficción” en Slaugtherhouse-Five son:

justo como los bufones en Shakespeare. Cuando Shakespeare advierte que el público ha tenido demasiado de asuntos pesados, afloja un poco y hace aparecer a un bufón o a un posadero estúpido antes de volverse serio otra vez. Y los viajes a otros planetas, ciencia ficción de una suerte evidentemente bromista, son el equivalente a mostrar a los bufones cada tanto a fin de aligerar las cosas.

De hecho, Vonnegut incluso habla lúcidamente acerca de su propio trabajo -un tema sobre el que incluso los escritores lúcidos pueden resultar torpes. Es sorprendente, considerando lo claro que ha sido, ver lo mal que se le ha comprendido. Pero escuchen esto: “Un buen crítico,” de acuerdo con Jacob Glatstein “está armado para la guerra. Y la crítica es la guerra en contra de una obra de arte -ya el crítico derrota la obra o ya la obra derrota al crítico.” Bueno, con tal clase de exigencia puesta en el crítico, creo que es siempre posible malinterpretar cualquier cosa.

Vonnegut no es Shakespeare, claro, pero en ese curioso campo -de intentar probar quién no es Vonnegut- Shakespeare se aproxima más que cualquier otro. Ambos sienten que el arte y el entretenimiento no están incómodamente casados; más bien, sienten que el arte debe ser entretenido. Pero esta idea no está en boga literaria. William Gass -el elocuente filósofo cuyo buen lenguaje y pensamiento claro son maravillas para mí- notaba recientemente lo que él cree le pasa “a casi todo escritor que ha ganado cierta popularidad. Esa popularidad,” de acuerdo con Gass, “se basa casi siempre invariablemente en la parte más débil de la obra del escritor, y entonces la tendencia es que el escritor se incline en la dirección de esa cualidad que anima la debilidad antes que contrarrestarla.” He aquí una noción extraña: ¿La falta de popularidad le aseguraría a un escritor que no tiene debilidades? Y, sabiendo que la mayoría de los escritores serios siempre se han visto como dirigiéndose a un mundo sordo (Vonnegut incluido), ¿no es extraño asumir que un escritor -una vez que es popular- dará rienda suelta a su supuesta debilidad al escribir para una audiencia? Un escritor siempre desconfía de su audiencia, ya sea que los time o los seduzca o los ignore (y se complazca a sí mismo); creo que un escritor desconfía especialmente de su audiencia en el momento en que descubre que la tiene. La teoría de Gass es interesante desde el punto de vista intelectual, pero lo hace sonar como un mal juez de la naturaleza humana -más específicamente, de la naturaleza de los escritores-, lo cual, estoy seguro, no es cierto. Su idea, no obstante, se conecta con su recelo acerca del entretenimiento y el arte. “Incluso personas de inteligencia considerable no se interesan en la literatura en sí misma,” ha dicho Gass. “Quieren cosas que no sean fundamentalmente inquietantes. Ellos quieren entretenimiento.” Una mala palabra para Gass: “entretenimiento” (quizá es como “legible”) Sí y no -la gente quiere entretenimiento, ciertamente; pero también creo que quieren cosas que son fundamentalmente inquietantes, lo cual-ya sea fácil o difícil de leer- es lo que usualmente se encuentra en la buena literatura. La catarsis -que hoy es quizá también una palabra poco popular o al menos una palabra pasada de moda- depende de causar inquietud en los lectores. Uno se deshace del miedo al evocarlo, purifica el dolor al interpretarlo, se lava el corazón con lágrimas. Vonnegut puede lastimarte y lo hace; con toda intención, además. Cuando los sueños alegres y las mentiras piadosas se evaporan -y siempre lo hacen- lo que vemos es un planeta en ruinas; sus libros nos hacen desear que fuéramos mejores. Esa es una dureza moral que Conrad y Dickens seguramente comparten con él; Dickens, por cierto, también buscaba entretener. Vonnegut puede no hacernos llorar por la pequeña Nell; no hay personajes como Nell, u otros parecidos, en sus delgados libros. En sus libros lloramos, en cambio, por nosotros. Lo cual me recuerda algo que Vonnegut dijo hace más de diez años atrás, acerca de lo que se le hace a un lector: “lo atrapas, sin que se dé cuenta, al facilitarle el trabajo.” Como el farmacéutico que de verdad sabe lo que es bueno para ti: comprende la capa de azúcar que cubre a las píldoras más amargas. Muchos de los críticos de Vonnegut han notado sólo la capa -o las píldoras: su cruda descortesía (como el mismo diría de Céline). Es en la combinación de tal sueño y tal realidad en su obra, donde su ambición se expande y se lleva a cabo.

Un crítico de Vonnegut se ha esforzado más que los demas, y ese es John Gardner -aunque Vonnegut, como casi todos los demás, es arrastrado por la cruzada religiosa de Gardner que busca hacer a la literatura optimista de nuevo. “Está haciendo un estridente movimiento hacia el ala derecha literaria que quiere repudiar todo el modernismo y saltar de vuelta a los brazos de sus abuelos literarios decimonónicos,” acusa John Barth a Gardner con justa razón. Pero la “moralidad” de Gardner, sus motivaciones políticas para escribir -para mejorar el mundo- no están muy alejadas de las metas de Vonnegut, y Gardner ve algunas de las cosas que Vonnegut hace de manera más clara que la mayoría. El “problema” de Vonnegut, según Gardner, es que “es demasiado crítico con sí mismo, se censura interminablemente, nunca deja de reconsiderar sus afirmaciones morales.” Ese es un “problema” que más escritores deberían tener, pienso yo. Gardner prosigue diciendo que esto “explicaría la aparente frialdad y trivialidad de su famoso comentario respecto del bombardeo incendiario americano sobre Dresden, ‘Y así va,’ una actitud desesperada y tal vez excesivamente censurada que ha sido reproducida ingenuamente por los apagados y los cínicos.” Y aquí Gardner cae en el viejo pecado de acusar a un escritor por la audiencia que tiene. Pero incluso así Gardner es suficientemente sabio para indicarnos que “Los discípulos cínicos de Vonnegut lo leen mal.” Y añade: “Es el mismo Vonnegut quien señala los vastos y sistemáticos males modernos para luego amilanarse o, por alguna razón, culpar a Dios. Pero la confusión es natural. La energía moral de Vonnegut,” nos dice Gardner, “es siempre dudosa, su lucha siempre al borde de convertirse en broma.” Sí, pero la broma es la respuesta de Vonnegut a la desesperanza. John Updike (quien ha sido particularmente sabio cuando se trata de Vonnegut) ha dicho de Gardner: “La moralidad en la ficción es certeza y verdad. El mundo ha cambiado, y en cierta medida todos somos herederos de la desesperanza. Mejor reconocer esto y decir la verdad, así sea deprimente, que hacer cualquier cosa por un mejor vivir que [Gardner] nos proponga.” Gardner, hablando de la moral, dice que Vonnegut “suspira, sonríe y se aleja. Es más él mismo cuando es más abiertamente candoroso y cómico,” se queja Gardner. “Su falta de compromiso -que en últimas es una falta de preocupación por sus personajes- hace su escritura ligera.” Pero lo que Gardner llama “ligereza” -o peor aún, “falta de preocupación”- es en realidad el alma atormentada de la mismísima visión de Vonnegut: Vonnegut ve poca luz al final del túnel, pero sigue buscando; Gardner quiere que él produzca más luz. La estética de Gardner, que no es necesariamente la de Vonnegut, proclama que “el arte es esencial y primordialmente moral -esto es, dador de vida-, moral en el proceso de su creación y moral en lo que dice.” Pues bien, Vonnegut es un hombre bien intencionado, pero ninguno de nosotros, de acuerdo con las tesis de Gardner, está dando de sí lo suficiente.

Me sorprende sólo porque -dado que Gardner ha escrito otras cosas más sabias- habría esperado que le gustara Vonnegut más que cualquier otro. “El aburrimiento es el enemigo primordial del arte,” escribe Gardner, “cada generación de artistas debe encontrar maneras de quitar lo inútil de la realidad.” Y Vonnegut hace eso tan bien -sus novelas son esqueletos de personas y eventos, iluminados con una luz tan desnuda e imponente, que nos es imposible no reconocer todos nuestros males y esperanzas -amorosamente llevados a extremos humanos. “Por su naturaleza”, dice también Gardner,

la crítica hace que el arte suene más intelectual de lo que es -más calculado y sistemático. . . La crítica más inteligente, la que es capaz de hacer conexiones que el artista mismo no sospecha, es una tarea noble; pero aplicada a la creación de arte, la inteligencia fría tiende a producir obras superficiales, ya sea arte que es todo sensaciones o arte que es todo pensamiento. Esto lo vemos cada vez que nos encontramos frente a un arte construido de manera demasiado obvia para encajar en una teoría, como la música de John Cage o la narrativa reciente de William Gass.

Yo creo que es justo hacer esa generalización, pero es injusto acusar a Vonnegut de caer en ese tipo de juegos. Y tampoco se le puede acusar de otro tipo de juegos que Gardner describe maravillosamente bien. “Lo trivial tiene su lugar,” escribe Gardner. Y añade:

No encuentro razones por las que algunas personas no puedan especializarse en el comportamiento de los pelos del lado izquierdo de la trompa de un elefante. Incluso en los mejores casos, en aquellos más serios, la crítica, como el arte, es en parte un juego, como todos los buenos críticos lo saben. Mi objeción no es hacia el juego sino hacia el hecho de que los críticos contemporáneos han perdido en gran parte el punto del juego, de la misma manera que los artistas también han perdido el punto del de ellos. Juguetear con los pelos de la nariz de un elefante es indecente cuando un elefante está parado sobre un bebé.

Pero Vonnegut siempre está pendiente del bebé, no está jugueteando con los pelos -ni con el elefante. Yo creería que a Gardner le gustaría Vonnegut precisamente por eso. Las novelas de Vonnegut han sido, escuetamente, sobre la destrucción de la individualidad humana por la mentalidad gregaria de las corporaciones y la era tecnológica; los orígenes de nuestro universo, y la prueba de que no hay vida tras la muerte; la vileza de la propaganda política y la definición de “criminal de guerra”; el fin del mundo debido a jugarretas tecnológicas y a la moralidad licenciosa; los problemas de los ricos que tienen dinero, y son cada vez más ricos, y los pobres que son cada vez más pobres y también más estúpidos; más crímenes de guerra; los problemas de lograrlo, lo que quiera que eso signifique, cuando ya estás muy viejo para disfrutarlo -lo que quiera que haya que disfrutar; y otro fin del mundo. De hecho, el fin del mundo está una y otra vez en su obra. Ese es un bebé pesado; eso no es jugar con los pelos de la nariz del elefante. Vonnegut seguramente pensaría que eso es “indecente”.

Yo pretendo (obviamente) halagarlo; en el grupo de los escritores vivos él es -junto a John Hawkes y Günther Grass- uno de los más tercamente imaginativos. Él no es nadie más, ni una versión de alguien más, y él es un escritor con un propósito. Le gusta hablar de nuestro potencial para pertenecer a “familias extendidas artificialmente”, y pretende seguir intentando que pertenezcamos -pese a nosotros mismos. Él es único y sabio, gracioso y amable, puede engañarte por lo “fácil” que es leerlo -si no piensas cuidadosamente. En el prólogo de Slapstick escribió -respecto de su hermano Bernard, un científico, y sobre sí mismo-

Debido a las mentes que nos tocaron en suerte al nacer, y pese a su desorden, Bernard y yo pertenecemos a familias artificialmente extendidas que nos permiten encontrar parientes por todo el mundo.

Él es hermano de los científicos de cualquier lugar. Yo soy hermano de los escritores de cualquier lugar.

Esto es divertido y reconfortante para ambos. Se siente bien.

Es afortunado, también, pues los seres humanos necesitan tantos parientes como puedan tener -como posibles donantes o recipientes no necesariamente de amor, sino de la mínima decencia.

Como causa -por no hablar del tópico literario- “la decencia mínima” merece alabarse. No temo parecer anticuado por ello. Como John Middleton Murry también escribió, “El crítico no puede ser tacaño,” y yo añadiría que hay momentos en que la alabanza es más difícil y valiosa de articular que el desdén. Como dijo Thomas Mann:

Todos cargamos heridas; las alabanzas, si no las curan, al menos las alivian. De cualquier modo, juzgando por mi propia experiencia, nuestra receptividad al halago no tiene relación con nuestra vulnerabilidad al desprecio mezquino y al abuso rencoroso. No importa cuán estúpido sea este abuso, no importa cuán llanamente lo impulsen rencores personales, como expresión de hostilidad este nos golpea de manera mucho más profunda y duradera que lo opuesto. Lo que es bastante tonto, pues los enemigos son, por supuesto, el acompañamiento necesario de cualquier vida robusta, la mismísima prueba de su fortaleza.

Kurt Vonnegut ciertamente tiene enemigos. No sólo por ellos, pero debido a la constancia de su obra leve-oscura, él es nuestro escritor más fuerte. Ahora nos ofrece Jailbird, su novena novela.

Kilgore Trout, el genio de la ciencia ficción, ha regresado. “No es capaz de estar afuera,” dice Vonnegut. “Eso no está mal. Mucha gente no lo logra afuera. Creo que es sorprendente que yo lo logre.” Resulta que Kilgore Trout está en la cárcel. En Jailbird descubrimos que Trout no es sino uno de los seudónimos del Dr. Robert Fender, “un veterinario y el único americano que ha sido condenado por traición durante la guerra de Corea.” Se enamoró de una norcoreana e intentó ocultarla, y ahora es el dependiente de logística y preso de por vida en una Instalación Correccional Federal de Mínima Seguridad para Adultos en Georgia; en las bodegas escucha discos de Edith Piaf -le encanta particularmente su canción, “Non, Je ne Regrette Rien,” o “No, no me arrepiento de nada.”

Fender, o Trout, como con frecuencia aparece en los libros de Vonnegut, nos cuenta historias sobre seres de otros planetas. Bajo el seudónimo de Frank X. Barlow, nos cuenta sobre el planeta Vicuna. Un juez fugitivo nos explica que la “gente” de su planeta usaba la misma palabra para “hola” y “adiós” y “por favor” y “gracias.” La palabra era “ting-a-ling”. El juez nos cuenta que “en Vicuna la gente podía albergar y dejar sus cuerpos tan fácilmente como los seres de la tierra pueden cambiar de ropa. Cuando estaban fuera de sus cuerpos, eran livianos, transparentes, silenciosas conciencias y sentimientos.” El juez, de hecho, ha venido a la tierra buscando un cuerpo qué ocupar; y comete un error fatal con respecto al cuerpo que elige; escoge a un agotado hombre viejo, un compañero de prisión de Kilgore Trout -y el héroe de Jailbird– Walter F. Starbuck, un criminal de Watergate y antiguo asesor especial del presidente Richard M. Nixon en asuntos juveniles (una plaza de tan poco valor para Nixon que Starbuck trabaja en una oficina sin ventanas en el sótano y no tiene secretario.) Pero antes de que el juez cometa el error de ocupar el cuerpo de Walter F. Starbuck, lo escuchamos hablar sobre lo que pasó en el planeta Vicuna.

“Se nos acabó el tiempo,” dice el juez.

La tragedia del planeta fue que sus científicos encontraron maneras de extraer tiempo del suelo y los océanos y la atmósfera -para calentar sus casas y propulsar sus naves y fertilizar sus cultivos con ello; para comerlo; para hacer ropas con ello; y así. Servían tiempo con cada comida, alimentaban con él a sus mascotas caseras, sólo para demostrar cuán ricos y astutos eran. Permitieron que grandes pedazos de tiempo se pudrieran hasta el olvido en sus saturados contenedores de basura.

‘En Vicuna,’ dice el juez, ‘vivíamos como si no hubiera mañana.’

Las quemas patrióticas del tiempo fueron lo peor, dice. Cuando era un niño, sus padres lo alzaron en brazos para arrullar y gorjear de la dicha mientras millones de años de futuro eran encendidos con una antorcha para honrar el cumpleaños de la reina. Pero para el momento en que él cumplió cincuenta años, sólo quedaban unas pocas semanas de futuro. Grandes fallas en la realidad aparecieron por todos lados. La gente podía caminar a través de las paredes. Su propia nave quedó reducida a un timón de mando. Agujeros aparecieron en los lotes abandonados donde los niños jugaban, y los niños cayeron.

Así, todos los Vicunianos debieron abandonar sus cuerpos y navegar el espacio sin rumbo. ‘Ting-a-ling’, le dijeron a Vicuna.

“Ting-a-ling” es una de casi una docena de frases rimbomantes en esta novela. Cuando Walter F. Starbuck ha culminado su condena por Watergate y tiene otra oportunidad “afuera”, es señalado como un criminal de nuevo -”y sigue y sigue,” como Vonnegut dice. “Soy un reincidente,” dice Starbuck al final. Recibe un telegrama del viejo Kilgore Trout, el condenado de por vida- enviado como una especie de tarjeta de bienvenida de regreso a casa luego de que Starbuck regresa al penal. “Ting-a-ling”, dice el telegrama.

Otros refranes en Jailbird son: “Nadie en casa”, “Vive y aprende”, “Mundo chico”, “Imagínalo”, “Paz”, “El tiempo cambia”, “El tiempo vuela”. Mi favorito es “Cosa fuerte”, porque el libro es realmente cosa fuerte, y la habilidad de Vonnegut para refrescar los clichés del idioma usándolos cuando somos más vulnerables a la verdad que contienen nunca ha sido más certera.

Otro “cliché” grande que emplea con impresionante vulnerabilidad es el Sermón de la Montaña. Ese es el de los pobres de espíritu que reciben el reino de los cielos, el de los mansos que heredarán la tierra, los hambrientos de justicia que serán saciados, y los misericordiosos que serán tratados con misericordia; los de corazón limpio verán a Dios, y los pacificadores serán llamados hijos de Dios; “y sigue y sigue.” Walter F. Starbuck es un idealista; sufre de una enfermedad descrita por Vonnegut largo tiempo atrás en God Bless You, Mr. Rosewater (1965), pues Eliot Rosewater también la padece –“ataca a aquellos individuos particularmente raros que alcanzan la madurez biológica todavía apreciando y deseando ayudar a sus congéneres.” El idealismo de Starbuck no fallece en la Casa Blanca de Nixon, ni tampoco en la prisión, ni siquiera cuando se convierte -antes de su último arresto- en el vicepresidente de la división Down Home Records de la corporación RAMJAC. RAMJAC, en la época en que Starbuck es empleado, es la dueña de bastantes cosas, McDonald’s y el New York Times entre ellas. De hecho, el hijo de Walter F. Starbuck, quien lo odia -y quien es una persona particularmente desagradable- es un crítico de libros para el Times; “imagínalo”. Aun así, Walter F. Starbuck dice que él todavía cree “que la paz y la plenitud y la felicidad pueden lograrse de alguna manera.” También reconoce, “soy un idiota.” Durante sus años en la Casa Blanca de Nixon como asesor presidencial especial en asuntos juveniles, Starbuck es forzado a concluir que daría lo mismo enviar el mismo telegrama cada semana “al limbo” en lugar de preparar sus incontables memos para el presidente. Este es el telegrama: “LA GENTE JOVEN AÚN SE REHUSA A VER LA IMPOSIBILIDAD OBVIA DEL DESARME MUNDIAL Y LA IGUALDAD ECONÓMICA. PODRÍA SER CULPA DEL NUEVO TESTAMENTO.”

Parece que hay poco, en la superficie, que Vonnegut se rehúse a ver; al menos él intenta ver las posibilidades que mejoren la condición humana. Pero nos confunde, como nosotros nos confundimos -por nuestro propio optimismo, nuestro propio idealismo, nuestras buenas intenciones, todo el tiempo.

En la introducción a Slaughterhouse-Five admite que escribir un libro antibélico es como escribir un libro antiglaciares; luego procede a escribir uno de cualquier modo. La guerra ocurre de todas maneras. Llama a Slaugherhouse-Five un fracaso -”y así debe ser”, escribe “pues fue escrito por un montículo de sal.” Él dice amar a la esposa de Lot por mirar hacia atrás y ver el fuego y el azufre, pese a que Dios le ordenó que no mirara atrás, “porque fue tan humano.” Concluye: “La gente no debería mirar atrás.” Jailbird, y casi cualquier otra novela de Vonnegut, tiene su persona-montículo de sal.

Walter F. Starbuck es el hijo de un inmigrante, pero su benefactor -Alexander Hamilton McCone, el hombre que envía al joven Starbuck a Harvard y lo asesora en cómo comportarse- es un montículo de sal multimillonario. McCone presencia el estado de sitio en que está su compañía producto de un paro presindical; la invención de Vonnegut, llamada la Masacre de Cuyahoga, tiene lugar en los 1890 y el joven McCone resuta tan traumatizado por los disparos sobre los trabajadores en paro, sus mujeres e hijos, por pistoleros de Pinkerton, que desarrolla un tartamudeo incapacitante, deja la vida de la fábrica y se convierte en un reclusivo mecenas de las artes. Con frecuencia hay hombres ricos e impedidos en los libros de Vonnegut, y Vonnegut siempre reconoce la seguridad que ofrecen las artes. Jailbird es su novela con más protesta social.

Sacco y Vanzetti, cuya historia es recontada con la voz de Vonnegut, son los héroes de la vida real del libro. Walter F. Starbuck tiene sus ideales en el lugar correcto, pero su corazón, como le indica una ex-novia, no está en la revolución de los trabajadores. “No hay problema,” intenta tranquilizarlo (sus últimas palabras), “No pudiste evitar el haber nacido sin corazón. Al menos intentaste creer lo que la gente con corazón creía -así que fuiste un buen hombre de cualquier manera.” Cosa fuerte, pero el hombre común y la equidad económica -formas del socialismo humano- han sido parte desde siempre de la discurso general de Vonnegut a favor de la dignidad humana y la decencia mínima. Al final, sin embargo, incluso estas son deshechadas. “¿Sabes qué es lo que finalmente va a matar este planeta?” intenta Starbuck decirle a sus amigos en la fiesta de despedida antes de regresar a la cárcel. “La falta total de seriedad,” dice. “Nadie da un carajo por lo que está pasando, por lo que pasará, o por cómo llegamos a este mierdero en primera instancia.” Pero sus amigos son todos “adultos” y sólo pueden, por supuesto, encontrar esto terriblemente gracioso; se mueren de la risa al oirlo. Se cuentan chistes entre ellos. De hecho, la relación más conmovedora en la novela -aquella que Starbuck tiene con la chica que amaba pero con quien nunca hizo el amor, una chica que lo deja y se casa con su mejor amigo- es una relación basada en contar chistes, a veces a larga distancia (por teléfono). Ella trabaja en un hospital y está especialmente dispuesta a contar chistes los días cuando pierde más pacientes.

“Me harté de decir cosas serias,” nos dice Starbuck al final y se recuesta a escuchar la grabación de sus últimas declaraciones al congresista Nixon, cuando Nixon le pregunta por qué, “siendo un hijo de inmigrantes que ha sido tratado tan bien por los americanos, como un hombre que ha sido tratado como un hijo y enviado a Harvard por un capitalista americano,” por qué ha sido “tan malagradecido con el sistema económico americano”. Era un comunista, en su juventud -a eso se refiere Nixon; la respuesta de Starbuck, como él mismo lo reconoce, no es muy original. Su respuesta a Nixon es: “¿Por qué? El Sermón de la Montaña, senador.”

Es una respuesta floja, pero la sabiduría de Vonnegut es tal que no insultará nuestra inteligencia con algo pretencioso o -francamente- inverosímil; no hará una gran afirmación. Sus héroes cojean en los cierres, arrastran sus suelas -y todos empiezan corriendo muy rápido, pretendiendo ser tan buenos. Finalmente, dando lo mejor de ellos, a todo lo que pueden aspirar es a ser amables; perdonar a quien desee ser perdonado, pero su pesimismo es extremo.

La perra de Starbuck padece un falso embarazo. Cree que un cono de helado de goma que chilla al apretarlo es su cachorro. “Lo lleva de arriba a abajo por las escaleras de mi duplex,” nos dice Starbuck.

Incluso secreta leche para él. Le estamos administrando fármacos para que deje de hacerlo.

Yo noto cuán profundamente seria la naturaleza la ha hecho con respecto a un cono de helado de goma -cono marrón de goma, helado rosa de goma. Por ello debo preguntarme qué compromisos igualmente ridículos he adquirido yo con pedazos de basura. No que importe. Estamos aquí sin propósito, a menos que lo inventemos. De eso estoy seguro. La condición humana en un universo en expansión no se habría alterado un ápice si, en lugar de vivir como he vivido, no hubiera hecho más que cargar un cono de helado de hule de un armario a otro por sesenta años.

Dr. Robert Fender, alias Kilgore Trout, preso de por vida, escribe una “historia sobre un planeta donde el peor crimen era la ingratitud. La gente era ejecutada todo el tiempo por ser ingrata.” Los inmigrantes Sacco y Vanzetti eran culpables de ingratitud, también, por supuesto. ¿Quien resulta más ingrato hacia nosotros que los anarquistas? Especialmente anarquistas “extranjeros”. Kilgore Trout escribía, como siempre lo hace, sobre nuestro planeta. ¡Ojalá viva -así sea en prisión- en paz!

Los miembros del comité nombrado por el estado (de Massachusetts) para recomendarnos qué hacer con Sacco y Vanzetti estaba compuesto por dos presidentes de universidades (Harvard y MIT) y un juez probatorio retirado. Pese a las recomendaciones de Albert Einstein, George Bernard Shaw, Sinclair Lewis y H.G. Wells, entre otros, este triunvirato declaró que se haría justicia electrocutando a Sacco y Vanzetti. “Demasiado para la sabiduría de incluso el más sabio de los hombres,” dice Walter F. Starbuck, “Y ahora estoy forzado a preguntarme si la sabiduría alguna vez existió o si puede alguna vez existir. ¿Será que la sabiduría es tan imposible en este universo como las máquinas de movimiento perpetuo?”

Antes, Starbuck nos anuncia a gritos: “¡Qué libro éste para llorar!” Ah, sí; y reconoce una vergüenza peor: “La cosa que más me avergüenza acerca de esta autobiografía, es su cadena continua de demostraciones de que nunca fui un hombre serio. He tenido muchos problemas en mi vida, pero todo eso fue accidental. Nunca arriesgué mi vida, ni siquiera mi comodidad, para servir a la humanidad. Debería avergonzarme.” Y así Vonnegut nos avergüenza a todos.

Por supuesto, no muchos de nosotros se sentirán motivados a actuar. Algunos de nosotros simplemente desearíamos ser mejores. Ninguna de estas respuestas es la típica respuesta al nihilismo, que ha sido la crítica más fácil que le han hecho a Vonnegut. Si algo es más pesimista de lo que tú crees que debería ser, llámalo nihilismo. Si tuviera que llamar lo que Vonnegut hace de alguna manera, yo me decidiría por algo como “teleserie responsable” – siendo una “teleserie” algo bueno para escribir, en mi opinión; sólo el mal arte ha dado un mal nombre a la teleserie. Una buena teleserie implica escribir sobre personas como si las personas fueran importantes; una teleserie “responsable” implica representar a la gente como la gente realmente es. “En ninguna parte del mundo están haciendo este tipo de teatro ahora,” escribe Walter F. Starbuck sobre la teleserie de su propia vida. “‘Si sirve de algo a los empresarios modernos: Puedo testificar por experiencia personal que grandes multitudes pueden todavía ser convocadas por el melodrama.”

El verdadero crimen de Starbuck -no el de Watergate, que es un accidente, ni el que cierra el libro, por el cual es de nuevo encarcelado (siendo este un crimen de mediano heroismo)- es que él “dijo una verdad a pedazos que ahora ha sido convertida en una representación del todo.” Él es “un idiota más que, por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado logró retroceder el humanitarismo un siglo entero.” Un cargo duro, pero usual -en lo mejor de la obra de Vonnegut. En palabras de Starbuck: “Muchas conversaciones sobre el sufrimiento humano y qué hacer al respecto -y luego la estupidez infantil como alivio.” Cosa fuerte.

Esto me recuerda la descripción heroica de Kilgore Trout por parte de Eliot Rosewater, tiempo atrás. “Al diablo con los talentosos de mierda que escriben delicadamente al respecto de un fragmento de una vida entera,” grazna Eliot un poco tomado, “cuando las cosas que importan son galaxias, eones, y billones de almas por nacer.” Vonnegut tiene una manera de hacerme sentir que los logros de sus contemporáneos son de alguna manera menores -aunque esto, lo sé, es algo que él sería el primero en negar. Como dice Vonnegut, acerca de la perspectiva del viejo senador Rosewater con respecto a Kilgore Trout: “El senador admiraba a Trout como un pícaro que podía racionalizar cualquier cosa, sin entender que Trout nunca había intentado decir nada más que la verdad.” Y la verdad, como dicen, duele.

Si alguien nos hiere más de lo que creemos que es justo, tal vez nos sentimos mejor ignorando a esa persona al llamarla “nihilista”. Llamar así a Vonnegut es ser sordo en cuanto a su tono, pues en su tono de voz siempre hay un clamor por la amabilidad humana, por decencia mínima. Él siempre ha sido más que un satirista.

También es un artista al considerar la estructura de una novela, con eso bastaría para estar agradecidos con él. Sus tramas -especialmente en Jailbird– harían a Dickens regocijarse; Revelando la historia de esta manera nos ofrece justo lo que esperamos. Es maravillosamente Dickensiana, intrincada y arriesgada, con un inicio, un nudo, y un final. Contiene incluso un epílogo. Siempre hay una especie de epílogo en los libros de Vonnegut porque él ve cosas, de una manera que pocos escritores pueden, en su totalidad. El epílogo en Jailbird inicia: “Había más. Había siempre más.” Y nosotros estamos preparados para eso desde siempre debido a su deliberado presagio: cada personaje es introducido con una mini-historia, y de muchos se nos dice, desde el primer encuentro, qué podría pasar con ellos. También hay un prólogo, donde Vonnegut hábilmente fusiona la autobiografía más trivial con las invenciones más adorables, y nos muestra como éstas se asocian. Aquí incluye una valoración sobre su propio trabajo, enviada por un estudiante de colegio de Indiana. El estudiante declara que hay solo una idea en la cual se fundamenta la obra de Vonnegut hasta ahora. “El amor puede fallar, pero la cortesía prevalecerá.” Vonnegut dice que esto le suena verdadero y completo, pero que él siempre ha sido modesto. “Nuestro lenguaje es mucho más extenso de lo que necesita ser,” escribe: una verdad dura que a muchos escritores les dolería reconocer. Y yo debo admitir que el estudiante de colegio de Indiana está francamente más cerca de comprender a Vonnegut que muchos de sus críticos más visibles.

Jailbird es el mejor libro de Vonnegut desde Slaughterhouse-five; iguala a ese libro e iguala a Sirens of Titan, Rosewater, Mother Night, y Cat’s Cradle, también. Es Vonnegut clásico . “¡Qué libro éste para llorar!” Ciertamente. Su última palabra -con apropiada calma, con apropiada tristeza- es “Adiós.”

Recuerdan a la familia Glass de Salinger? En el núcleo de Seymour: An Introduction, Seymour, un escritor, discute con su hermano Buddy, también escritor, sobre por qué es necesario creer en una especie de estética de la accesibilidad; Seymour siempre piensa en la vieja bibliotecaria de su infancia, Miss Overman, cada vez que juzga su propio trabajo. “Dijo que él sentía que le debía a Miss Overman una búsqueda sostenida y dolorosa por una forma de poesía que fuera acorde a sus propios y peculiares estándares y que aún así no fuera completamente incompatible, al menos a primera vista, con los gustos de Miss Overman.” Buddy discute; señala a Seymour “los defectos como juez, o incluso lectora, de poesía” de Miss Overman. Pero Seymour insiste. Buddy dice:

Entonces él me recordó que en su primer día en la biblioteca pública (solo, con seis años) Miss Overman, deficiente o no como juez de la poesía, abrió un libro con una estampa de la catapulta de Leonardo y lo puso grácilmente frente a él, y que no fue divertido terminar un poema y saber que Miss Overman tendría problemas aproximándose a él con placer o compromiso.

Y entonces Buddy se arrepiente; admite que

no puedes discutir con alguien que cree, o sólo sospecha con pasión, que la función del poeta no es escribir lo que debe escribir sino, más bien, escribir aquello que escribiría si su vida dependiera de la responsabilidad de escribir lo que debe en un estilo diseñado para dejar fuera a tan pocos de sus viejos bibliotecarios como sea humanamente posible.

Esto me resulta admirable. No es una estética de la condescendencia, o de rebajarse ante nuestro lector. Es una estética del nivel más demandante. “Las viejas bibliotecarias” de Kurt Vonnegut, y el resto de nosotros, deberíamos estar orgullosos de él.

by John Irving

nació en marzo de 1952 en New Hampshire. Ha escrito, entre otras novelas, Setting Free the Bears, The World According to Garp, A Prayer for Owen Meany, A Widow for One Year y Until I Find You.

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