La vida reposada

Iñaki Uriarte (Nueva York, 1946) era hasta el año pasado, cuando publicó el primer volumen de sus diarios, un completo desconocido (a nivel nacional) en el mundo de las letras españolas. Es cierto, no obstante, que hubo de ejercer de crítico para el periódico vasco El Correo hace ya bastantes años, y lo venía haciendo de manera esporádica –y ya al final en pocas intermitencias- en los últimos años.

Tal anonimato, al menos para los que no vivimos en Euskadi, ha resultado magnífico, pues su obra se puede leer como la de un autor contemporáneo, pero no actual, en el sentido de tratarse de una escritura póstuma, o sea, que ha quedado ya en un tiempo ligeramente pretérito, es decir, que se trata de una escritura que por su –(a)temporalidad de aliento clasicista (en el sentido anacrónico y aristocrático) – no nos interpela, sino que nos comunica, distiende y cuenta. Y es que esa es una de sus grandes virtudes, que a pesar de que se incluyan referencias a Internet, los blogs, y algún suceso relevante de los últimos años, los hechos resultan apenas una excusa para lo que se nos cuenta, son incluso superfluos, decorativos. Pues lo interesante está en ese decir las cosas de Iñaki Uriarte, en su ethos particular.

Se trata del diario de “un rentista” (p. 77),  un hombre que se construye bajo las leyes de “algo así como una coquetería ética” (p. 101), espoleado por las lecturas de un mal estudiante, conseguidas gracias al impulso de una  “curiosidad errática (p. 98). Un “autodidacta bastante vago y arbitrario” (p. 99), así es cómo se nos define Uriarte. Un hombre que confiesa que le falta “sentido épico, o trágico, o lírico” (p. 91) y que, por así decir, va tirando, vacilando vivamente entre las opiniones de un hombre de letras y las de un hombre de mundo.

Es Uriarte un diarista para el que “escribir es como descomprimir un archivo zip” (p. 60). Ficheros de no demasiado peso, también ha de decirse, pues las anotaciones son más bien gráciles, breves, de una sola línea en ocasiones y, excepcionalmente, expandidas en unos pocos párrafos, nunca demasiado como para resultar cargantes. Aunque las anotaciones no vienen nunca fechadas, en algunas ocasiones se nos indica el día de la semana o se nos dan algunas claves temporales para la interpretación de ciertas secuencias.

En las páginas vemos a un diarista que duda, que pone de manifiesto que “no está claro por qué o para qué escribo estas páginas” (p. 83); el impulso para la escritura de estos textos, sin embargo, sí parece indubitable y es el que “un día miré para atrás y vi que no me acordaba de nada y desde entonces decidí guardar algo” (p. 84). Así, asistimos al diario de un hombre que se encuentra en un momento de su vida “en que no [tiene] certeza ni de [sus] certezas” (p. 83) y que cree de sí mismo que “soy una persona en general más buena que mala” (p. 65).

En su ir dudando, pensando y repensando las cosas, Uriarte va intercalando apreciaciones sobre sus lecturas presentes o pasadas, y así nos habla de de Thoreau, de Emerson, quien le parece “confuso y contradictorio” (p. 74), de Montaigne, de Spinoza, de Petrarca, quien “inventó el montañismo” (p. 73), de Heine, Ferlosio, Schopenhauer, Scott Fitzgerald, de Cervantes y el Quijote, Kierkegaard, Voltaire, Kant, Jaime Gil de Biedma, de Valéry o Borges y de Cioran, sobre el que opina que “no es tan original como se cree” (p. 40). Y de otros muchos, muchos más.

Pero, “haber leído mucho es, en parte, un desastre” (p. 58), nos confiesa. Y, por ello, el autor –como para descordar la (posible) gravedad- se da a la ligereza de contar los grados de separación que median entre él y Joyce, Proust, Kafka o Hemingway (pp. 51 & 52).

Y es que el diarista entonces, se sabe necesitado de prosaísmo, y se da a “lo que [él] mismo acept[a] calificar como de inanidad, frivolidad o insustancialidad” (p. 61). Uriarte nos cuenta entonces diversos acontecimientos, entre ellos, el encuentro con la mujer de “un tipo soso, del que no recuerdo nada” (p. 31), Letizia, una “presentadora de televisión en una cadena de pago, muy atractiva y charlatana” (p. 31), y que acabará siendo reina de España. También nos habla de sus viajes, de cómo “una semana lejos de España es un reconstituyente de primera”  (p. 57). Y de sus vacaciones en Benidorm, en cuyas playas es capaz de alcanzar cinco o seis veces cada verano “el grado cero de la existencia” (p. 119).

Entretanto, asistimos a ciertos momentos de desencanto: “No estoy muy seguro de que me siga gustando la literatura” (p. 47); o acaso nos muestra su incredulidad, rechazo y pesadumbre (de una sola vez) al respecto de la vejez: “a partir de cierta edad la gente empieza a tener teorías sobre todo” (p. 43), “los viejos no vemos bien lo que pasa ahora –nos dice- “’en mis tiempos…’ resuena en el fondo de todo lo que decimos” (p. 133) y será porque con la edad “creo que te haces menos flexible y más raro e intolerante” (p. 71). Da cuenta de cómo en la infancia creyó “tener vocación de cura” (p. 179) y nos hace partícipes de su falta de amor por la política, al ver cómo muchos de sus compañeros de izquierda se han pasado velozmente hacia posiciones muy cercanas a la derecha.

Por ello, la gracia de este diario motivado “por la descripción y expresión de la individualidad” (p. 121) está en ese balancearse entre la seriedad del prurito y la comedia del apunte vitriólico. Y así, en su sinceridad halla Uriarte su expiación. Nos confiesa que le gustaría “ser más inteligente” (p. 86) o que se siente “envidioso de no ser más moderno” (p. 97) e igualmente se exculpa por lo redactado diciendo que “a veces no soy como el que escribe estas páginas. Incluso me produce extrañeza su autor” (p. 136). Ni siquiera tiene reparos en declarar que “le h[a] cogido un poco de manía al euskera” (p. 141) o de escribir  que “[Bernardo Atxaga] sabe que no aprecio demasiado su obra” (p. 140).

Sus aforismos demuestran a las claras la profundidad del pensamiento cortado (a la manera levreriana) con la perspicacia ingeniosa de la pulla. Un ejemplo:

“esencia del pensamiento conservador: creer en las élites, creer que hay personas mejores que otras y que se merecen más. Y lo que suele ser risible: creer que tú eres una de ellas” (p. 86).

O acaso este otro: “justificación de la envidia: no es infrecuente que las personas a las que sucede algo bueno se pongan insoportables” (p. 41).

También tiene tiempo Uriarte para contarnos un par de sueños que le inquietan un día determinado, sus lecturas de la prensa, su estado médico, de su gato Borges, de lo que significaron para él los años 80: “una única y estancada noche de borrachera, de excitación y monotonía a un tiempo. Una década sin apenas luz diurna […] años de depresión” (p. 55). También de las cenas de Navidad familiares, de su hermano Antón, quien dice que el cambio climático “es un cuento de ecologistas y los medios de comunicación, un gran mito moderno” (p. 85), de cómo concibió con unos amigos “el proyecto de colocar una bomba a la puerta de un banco español en París” (p. 147). Nos habla sobre su estadía en la cárcel como preso político bajo la represión franquista o de la pensión familiar de sus abuelos en nueva York, la pensión Cantolla “un sitio espléndido, con un ambientazo de primera y al que ahora mismo iría a pasar una temporada” (p. 126) o de cómo Internet ha procurado en la mente contemporánea un fuerte sentido del escepticismo.

En resumen: (pseudo)teorías, percepciones, ocurrencias y apuntes: vivencias escritas “con el propósito de valer[se] de la experiencia en el futuro” (p. 81).

Un diario fructífero, pues, no solo para quien lo ha escrito sino para el lector, que descubre una vida desconocida, que le deleita e instruye sobre los pareces de una personalidad singular, instalada en una época ida y en un lugar lejano, pero que ya son como si –un poquito, al menos- fueran nuestros.

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*Iñaki Uriarte acaba de ser galardonado con el XXXIII Premio Literario Tigre Juanaquí– [07-Octubre-2011] e igualmente ha sido distinguido con el Premio Euskadi de literatura en su modalidad «Ensayo en castellano» –aquí– [03-Octubre-2011], ambos por el primer volumen de sus Diarios (1999-2003), publicados en 2010 por la editorial Pepitas de Calabaza.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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