Creo que es necesario definir lo que entendemos por no-ficción si queremos hablar del tema en profundidad. Después de todo, el término no-ficción es un descriptor, una elección para los estantes de las librerías, no un género, no una forma. Lo que significa la no-ficción —y lo que pone en evidencia— y, por lo tanto cuáles son sus reglas, si las hay-, depende de qué clase de no-ficción se trata.
Preguntémonos en primer lugar: ¿nuestra no-ficción aspira a ser arte? Si es así, maravilloso. No existen reglas. Todo lo que se haga está bien si se hace bien.
Si la no-ficción no aspira a ser arte, entonces es un tipo diferente de no-ficción, escrita para explicar o iluminar algo, con el propósito básico de informar. Esta no-ficción se basa en los hechos y debe ser juzgada por la forma como representa los hechos. El manual de reparación de mi radio no cumple su objetivo si narra cómo hacerle una colonoscopía a una jirafa.
Bueno. Así que usted ha elegido hacer arte. Siguiente pregunta. Usted se encuentra en una habitación. Hay dos altares. Uno de ellos es la historia. El otro es el mundo y los hechos.
El género de las memorias se inclina primero ante el altar de la historia [1. story].
La mayoría de las preguntas sobre ética y las reglas a seguir surgen solamente cuando rendimos culto a la historia. El riesgo ético es mayor para el escritor de memorias porque los lectores obviamente quieren una apariencia de realidad, pero primero y sobre todo quieren una historia, con frecuencia más o menos la misma historia (traumas, problemas, redención, repetición).
Es fácil entender por qué. La historia es un placer sencillo. Y de alguna manera nos sentimos mejor sobre una historia si esta se presenta como verdadera. Estamos cansados de historias falsas porque gran parte de lo que vemos y de cómo vivimos tiene algo de ficción; se nos oferta, se nos impone como productos, nos confunden o nos mienten directamente, sin mencionar la permanente confabulación de la identidad y la pertenencia. Estamos sepultados en historias. O en fragmentos de ellas. Una buena parte del mundo es tan irreal que es fácil sentir que estamos flotando, más que sintiendo o siendo. Pero la historia —como el elaborado artificio que es— nos hace sentir. Es un magnifico gancho.
Al creer que una historia es verdadera se supone que podemos relajarnos y desconectar nuestras facultades críticas. No tenemos que llevar a cabo el arduo trabajo de suspender nuestra incredulidad; y adentrarse en el cuento es, efectivamente, un trabajo. Ya no cuestionamos lo que se nos cuenta, aunque parezca inverosímil. Cada vez que nos adentramos en una historia se nos exige algo. Esta es una de las razones por la que muchos lectores prefieren la novela a una colección de cuentos; la novela exige suspender la incredulidad una sola vez.
Así que la historia es un gancho. También es una ficción que todo lo consume. Al agregar una historia a la verdad, verdad a una historia, se crea algo que las personas quieren. En realidad, solo se tiene la historia. Añade una historia a cualquier cosa y la historia lo consumirá. Lo que sea que hayas tenido antes, quedará solo la historia. Se pierde lo que sea que se tenía, y queda solo la historia. No una historia verdadera sino una historia.
La experiencia es fragmento y hecho fugaz, en gran parte sin sentido, sin cohesión, un hágalo usted mismo. La historia organiza el sentido —crea el sentido— y una vez que se convierte en historia ya no es algo real. De hecho, recientes descubrimientos científicos nos dicen que la memoria solo se puede codificar de manera narrativa; y esos recuerdos cambian a medida que cambian las historias que nos contamos sobre nosotros mismos. Así que no podemos tener memorias sin historias. No hay tal cosa. No hay tal cosa como una historia verdadera.
Mi punto es que si queremos una historia, entonces no deberíamos quejarnos de lo ficticias que son nuestras ficciones. Más bien debemos preguntarnos: ¿acaso no nos entretienen?
Sí, lo hacen. Disfrutamos de esta excursión. Ha comenzado la temporada de caza de las memorias trangresoras. Es un pasatiempo nacional. En 1972 —circa Watergate, circa Vietnam, circa Nixon— Clifford Irving publicó una autobiografía falsa de Howard Hughes. Las investigaciones posteriores, la indagación, la revelación de inconsistencias, el acoso de los medios, las mentiras, las confesiones, todo el espectáculo de los medios y de los ciudadanos en torno al libro nos dice que, como cultura, lo disfrutamos. Probablemente nuestros políticos nos habían engañado en una dimensión épica e internacional, pero esta humilde mentira —una mentira entretenida y, en última instancia, sin importancia— era algo fácil de atacar. Comparen esto con el timing en que tuvo lugar el escándalo de James Frey, el frenesí de los medios mientras se le mentía de nuevo a la nación, cuando estábamos completamente enfrascados en encontrar armas de destrucción masiva en Irak. Frey, también, era una apuesta segura. Era un blanco lento, fácil y apolítico.
De vuelta a nuestro sombrero mágico de la no-ficción. Si las memorias rinden culto a la historia, entonces la no-ficción que rinde culto al mundo y los hechos es el ensayo. ¿Y por qué tendría el ensayista que inventar algo? ¿Por qué querría hacerlo? El mundo no hace más que ofrecer valioso material cuando lo observamos con suficiente atención. Tal vez no se ajusta a lo esperábamos, pero esto se convierte en una oportunidad para reinventar nuestros ensayos en torno a lo que encontramos.
Para el ensayista, la historia es un placer secundario, si acaso es un placer. No es la misma tentación. El ensayo tiene que ver con el pensamiento, el tema, el yo. Dicho eso, no es posible renunciar completamente al impulso narrativo, al arco de su desarrollo, del ascenso y la caída, la primera extravagancia del descubrimiento y la prisa del final, pero eso no es lo que hace atractivo al ensayista. Lo que nos conecta, con frecuencia, es el puro y extraño hecho de lo real y lo que pensamos sobre ello. Consideremos, por ejemplo, el álbum Cyberpunk lanzado en 1993 por Billy Idol, el cual venía acompañado de un disquete de 3½ cuya intención era «transportarte electrónicamente a los pensamientos y el mundo de Billy Idol»: demasiado bueno para ser ficticio. No requiere de grandes esfuerzos hacerlo cantar. Basta con acariciar su filo y su excéntrica cubierta. Es tan completo en sí mismo, una declaración artística mal concebida, con los monólogos distópicos, las guitarras tipo sintetizador Jam Jock, las líneas pulsantes del bajo, los gritos y chillidos, la horrible/increíble versión de «Heroin» de Velvet Underground; por supuesto que es real. Tiene que ser real. Es tan vívido, incluso 18 años después. Es un documento del estado mental de Billy Idol entre 1991 y 1993. (también es un documento de mi estado mental en 1993.) Es fascinante. ¿Por qué habría que inventar estas cosas? Si prestamos atención al mundo, podemos omitir el discurso ético.
Todo esto quiere decir que si queremos historias, historias tendremos. Pero no serán verdad, sea lo que esta sea. No serán hechos. La historia es interpretativa. La historia es algo confabulado. La historia es subjetiva, editada, intencionalmente o no, químicamente, en la memoria, repetidas veces.
Pero como este panel nos pide reglas, aquí va una: no seas un mentiroso auto-enaltecedor. No mientas para verte mejor o parecer más cool o más hardcore. Mentir para verse peor, sin embargo, está bien, porque lo hacemos para nosotros, para el arte, no para usted.
Pero, hablando en serio, al diablo con las reglas.
De cualquier manera la no-ficción literaria no es lugar para aquellos que siguen las reglas. El ensayo se alimenta de la idiosincrasia, incluso de la perversidad y del funcionamiento de la mente del individuo. Se estaciona en parquímetros vencidos. Se siente irónico, y después hardcore, y luego irónico otra vez, mientras escucha a De La Soul a todo volumen en su Subaru con GPS y con los calentadores de asiento en el nivel más alto.
En general, la no-ficción creativa no es un lugar para los piadosos, los reverentes, los pertinentes. Chicas buenas: pueden irse a casa. Como los hackers o los intrusos, aquellos que permanezcamos irrumpiremos en todas partes. Lo creativo es irrumpir siempre en la no-ficción, crear un espacio dentro de esta para la exploración artística. O, si lo prefiere, lo literario es frotarse contra la no-ficción. O lo lírico es jalarle los calzones al ensayo. Y el ensayo siempre se está destrozando a sí mismo, porque le gusta sufrir.
En ese sentido, lo único que justifica las reglas es tener algo para romper, doblar, perforar, mutilar. Y eso, creo, es una poderosa razón para que todos aceptemos con gusto cada regla que podamos encontrar. Tal como lo plantea el teórico de la información Bruce Mau, «ahora que podemos hacer cualquier cosa, ¿qué haremos?» Es difícil hacer frente a lo informe, a lo ilimitado, sin un andamio o un sentido de los límites.
Los escritores no nos comportamos bien. Queremos algo para oponerle resistencia. Necesitamos que los críticos nos digan qué no hacer, para poderlo hacerlo; ustedes, furiosos individuos que compraron el libro de Frey y lo devolvieron con gran enojo, ustedes, Oprahs, ustedes, que están obsesionados con la ética literaria, a ustedes los necesitamos en esa barrera.
Nuestro papel como escritores de no-ficción que aspiran al arte es decir, pensar y crear algo interesante, de manera interesante. Si rendimos culto a la historia, entonces debemos entender que es la historia lo que tallereamos, digo, adoramos. En esa búsqueda lanzamos la verdad a la trituradora de madera, los pies primero. Y grita muy fuerte a medida que avanza.
es un escritor norteamericano nacido en Michigan. Entre su obras se incluye la novela Other Electricities, los libros de ensayos Neck Deep and Other Predicaments: Essays y Vanishing Point: Not a Memoir, y los de poesía Vacationland y The Available World, de reciente publicación. Es editor de la revista DIAGRAM. Actualmente vive y da clases en Tucson, Arizona.
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