Muerte, sexo y licor

1.

En 2011, el director de escena Marc Caellas (Barcelona, 1974) publicó Carcelona (Melusina, 2011) , una crónica sentimental de su ciudad natal. Un libro surgido de un blog y estructurado en diez capítulos o mini-ensayos en los que el autor combinaba la experiencia personal con la crónica de costumbres, el apunte sociológico. Carcelona, según escribía Caellas en la introducción, era:

“un intento de explicarme mis problemas con una ciudad que amo y odio con la misma pasión y a la que regreso periódicamente con la ilusión de ser feliz entre sus calles”.

Carcelona estaba muy bien estruturado, en diez secciones. Y abarcaba diferentes temas, todos ellos más o menos de actualidad (no tanto la morfología de la ciudad o el número de visitantes foráneos que recibe, pero sí la conciencia que tiene de sí misma, han cambiado bastante desde entonces). Caellas combinaba la anécdota y la opinión personal con una idea abierta de lo común, trataba de hablarle más al ciudadano que al lector. O mejor dicho, al lector en tanto que ciudadano.

Así, tenía el volumen un afán cívico, crítico, sí, pero sin el cinismo tan propio de cierto hipsterismo local. Era un texto que buscaba el diálogo, el debate, la toma de conciencia de que el problema no está en los otros (en este caso en el turismo), sino en uno mismo. Caellas proponía, opinaba, sugería. Y, entremedias, se echaba unas risas a cuenta de lo ridículos que eran (que son) los comportamientos de algunos barceloneses.

Era un libro escrito desde el afuera y que se servía del autor (del yo de la escritura) para enunciar un dictamen, pero los asuntos se consideraban como vistos desde la perifería. O sea, que era un libro superficial; y no porque fuese frívolo, sino por su materialismo de superficie. Por su voluntad dialógica.

2.

Caellas siguió insistiendo en el tema del turismo y a comienzos de 2015 montó ad hoc la obra Guiris go home, un texto simpático, de circunstancias, como de chuchufla y organillo (o, mejor dicho, de teclado eléctrico). Una suerte de festejo entre triste y disparatado, una denuncia criminal del estatuto de turista que adquiere, casi sin quererlo, el ciudadano global (y la imposibilidad de no serlo: un turista). Una verbena melancólica que dejaba en el cuerpo una desazón inaguantable -porque, al fin, hablaba de un destino ineludible, de una condición forzosa-. Todo en la obra se disponía sin grandilocuencias, con una filosofía mundana. Había parlamentos, glosas, los actores reflexionaban. No era ninguna tontería: teatro de ideas con un envoltorio ruinoso (el mismo de nuestra sociedad contemporánea). Pero todo se exponía -esa condición turística del hombre actual- como sin darle demasiada importancia, aceptando la irreversibilidad de esa maladisse post-postmoderna. Durante la obra, uno de los actores -el cocinero Carles Poy- iba preparando un arroz negro (que, dios sabe por qué, se afanaban en llamar paella) y, acabada la obra, se repartían platos de arroz entre la concurrencia.

Todo era festivo, liviano y triste.

Bastante triste; a pesar -o justamente por culpa- de las risas que te echabas viéndola.

Porque esto debe tenerlo claro el lector/espectador de Caellas: siempre, a pesar aun de las monstruosidades o la brutalidad, siempre hay en su producción un fondo latente de humor.

3.

Al tiempo, Caellas publicó otro libro: Teatro del bueno (Teatrón tinta, 2015). Una recopilación de frases y declaraciones ajenas; una suerte de poesía de lo cotidiano.

Y hace un par de semanas, volvió a traer a Barcelona su espectáculo El paseo de Robert Walser, que ya había representado en diferentes lugares de Latinoamérica, con la participación del actor argentino Esteban Feune de Colombi. Una experiencia urbana, de ir deambulando por la ciudad, pero al ritmo de otra época. Con la dicción de un ayer distinto. Una cesura en el ritmo contemporáneo a la que se le suma un rompimiento del tono con el que leemos hoy la ciudad.

La obra, igual que cierto cine slow, abre espacios para que el espectador se concentre en sí mismo; se trata de una adaptación de la novela de Robert Walser en un tono más jovial y sereno; el actor es consciente del desfase temporal entre su representación y la realidad y, por ello, no actúa, sino que finge. Esto es: se comporta de manera poética, consciente de sí y de los demás, y no como quien impone una ficción foránea, sino tratando de modular la realidad a su mirada. Y, consecuentemente, modificando la mirada del espectador (el de la obra y acaso el eventual, el que encuentra a su paso).

El paseo de Robert Walser forma parte -o puede verse como el epílogo- de una especie de ciclo informal de representaciones con escritores que impulsó Caellas. Tres obras más forman parte de este proyecto: Los críticos también lloran (de Roberto Bolaño), Entrevistas breves con escritores repulsivos (basada en textos de David Foster Wallace) y Las listas (de Julio Wallowits). Entre medias, Caellas adaptó un texto de Rodrigo García (Notas de cocina, 2013), realizó una creación de teatro documental (Cuento mi vida, 2014) y presentó en el Kosmópolis el espectáculo dialogado, concebido junto al escritor Jordi Nopca, El estómago de los escritores (2015).

4.

Y entonces llegamos a Caracaos, un libro recientemente editado por Melusina, y que da cuenta de un período de cuatro años y medio en los que el autor permaneció trabajando en la embajada española de Caracas, en un puesto que, de haberlo deseado, podría haber sido vitalicio. Un puesto ideal para tantear la teatralidad formal. Dice el autor: “interpret[aba] mi papel con entusiasmo”. Su cometido era el de la gestión cultural de la embajada: programa conciertos, talleres, exposiciones, charlas, performances. Era fantástico, nos cuenta Caellas, poder invitar a Venezuela a artistas, escritores, creadores a los que admiraba. Disponía de una libertad casi máxima y un presupuesto bastante holgado.

Pero todo cambia al tercer año, cuando se enamora de una actriz que iba a trastocar su vida.

Y aquí se halla el quid de la cuestión para argumentar que Caracaos es la primera obra realmente de creación de Marc Caellas. Me refiero a una creación autoficcional, a que hablamos de una novela del yo, servida en un estilo fragmentario. Caracaos no es una miscelánea, ni un diario de recuerdos, ni un cuaderno memorialístico, pero algo tiene de todo lo anterior. Y, ello, por la razón de que hay una construcción literaria de los elementos de la experiencia (se trabaja en el plano de la creación imaginaria); a veces al modo de la crónica, en otras ocasiones sirviéndose de la forma del relato de aprendizaje, también conformando listas o haciendo que interfiera el detalle sociológico, el apunte de costumbres. Alberga la vocación de sentido y se ha modelado para que el aprendizaje sirva al conocimiento.

5.

Si en Carcelona había una voluntad crematística, aquí hay un empeño purificador. Donde allá había incomodidad aquí hay arrebato. La diferencia entre ambas es que a Caracaos no le impulsa el deseo por decirlo todo, sino la ambición de decir la verdad. Así hay velos (que no ocultaciones), también disfraces y máscaras. Pero no hay posados. Todos los vestidos revelan al hombre, facetas de un yo que se habla a sí mismo.

Se trata, por ello, de un texto vivo, mutante, donde las voces ajenas interfieren en la propia; un volumen de apariencia desordenada, mucho menos aseadito que Carcelona, pero mucho más dramático, y puro. No es un libro espoleado por la sorpresa o la incredulidad, sino expelido por las secuelas (del amor, del delirio, del miedo). Si Carcelona era un libro urbano, este es un libro salvaje.

En Carcelona había una voluntad de diálogo, aquí hay una voluntad de estilo.

6.

Caracaos es -como la ciudad- una mezcla de racionalismo y superchería; muerte, sexo y licor se dan la mano en este libro (esta es la verdadera esencia de Caracas, nos dice Caellas). Verdad, metáfora y ensueño diseñan estas páginas. Hay tramos penosos, pero no porque estén mal escritos, sino por contener la violencia del dolor, aun paralizante: (in)objetivado, insanable. Contemplado, desde la perspectiva del lector, producen estas -algunas- páginas un sufrimiento difícil de contener. Otras son rumbosas, sincopadas, versátiles: dejadas libres al puro desorden. Salseras, llenas de música. Confiesa el autor: “En Caracaos me hice adepto a la fe de la salsa y a sus propiedades estimulantes”. Hay locura y celos, tríos y discusiones, insania y pasión. Y teatro. Mucho teatro. Un aprendizaje intenso del teatro a través del -y gracias al- amor.

También, entre la violencia y el caos, se cuela la felicidad, la promesa de un paraíso futurible (que no podrá cumplirse; o mejor dicho, perpetuarse más allá de ese momento mágico en el que se atisba y se cree posible). La felicidad, pues, vista como una quimera endiablada.

 

7.

Caracaos se abre con la carta que recibe Marc Caellas del consejero cultural caraqueño, en 2003, dándole la bienvenida. Y se termina con una carta -abierta- de Caellas a Caracas, despidiéndose -¿para siempre?- de ella. Sí, Caracaos es un libro de (des)amor, una “oportunidad para explorar sobre la proyección como método creativo”. Un texto que renuncia al recuerdo empírico de los datos y se guía por los datos de la piel, que son aquellos que recoje esa demasiada energía sexual flotando en el aire.

Porque, de sexo, hay a raudales.

Y de licor.

Y de muerte; o mejor dicho: de resurreción.

Hay un yo que se finiquita y uno nuevo que nace. Y todo, sí, ya se ha dicho, por una mujer.

8.

Caracaos es una deriva, un texto que se construye en la diversidad: fotos, largas citas, pasajes re-apropiados, canciones, poemas, recortes de periódico, evocaciones de naturaleza elegíaca. El libro está dividido en ocho subsecciones: ¿Qué es Caracaos?, Cosas que hago por primera vez en Caracaos, Tres cuentos sexuales, Lo tuyo es puro teatro, Cuatro cuentos violentos, un artículo de prensa y una nota de agencia, Fin de año en el paraíso, Crónicas ambientalistas, Adiós o una des-apropiación de un texto de Leo Felipe Campos.

Es un libro excéntrico, Caracaos, impredecible, sorpresivo todo el rato. Un texto que aplaza las expectativas o las diluye, las dinamita o absorbe.

Un vaivén hecho de vértigo y sombras donde, eventualmente, se cuela la luz plácida del sosiego.

En este sentido, podemos decir que tiene un algo de bucólico, claro que se trataría de una égloga transmoderna, llena de vírgenes fornicadoras.

A mi entender, la importancia de Caracaos en el contexto de la obra toda de Caellas (y aquí cuento tanto su producción, como su dirección escénica) reside en el hecho de que consigue aunar dos partes de su yo que andaban disociadas: de un lado la sentimentalidad literaria que se veía en Carcelona, pero también en algunos de los textos literarios que ha venido adoptando. De otro lado, recoge la visceralidad del teatro in-yer-face (Sarah Kane) y la imaginación desenfrenada del immersive theater (Rodrigo García). Y todo ello lo cohesiona gracias al recuento de una experiencia personal muy intensa (una historia de amor tan pura que se autoconsume), a la que le da la forma literaria autobiográfica.

Como escribe hacia el final del libro:

“yo sí lo quiero todo. Y lo quiero todo bien”.

Pues a fe que lo ha logrado.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

2 Replies to “Muerte, sexo y licor”

+ Leave a Comment