Aceptar el fracaso
Confiábamos, hace ya un tiempo [1. J.S. de Montfort, «Promesas», La soledad del deseo, 24-Diciembre-2011], en que el escritor boliviano Maximiliano Barrientos (Santa Cruz, 1979) podía dar mucho más de sí. Y, en efecto, es lo que comprobamos con su último libro, La desaparición del paisaje (Periférica, 2015), ya una novela de un cierto recorrido (267 páginas) y que se sostiene en un entramado episódico -tomado en virtud de su naturaleza visual- en dos partes centrales (separadas por unos siete años), más una suerte de miniprólogo/resumen y una coda que sucede unas tres décadas después.
Entretejido por las fisuras de las diferentes partes, se halla un hecho crucial para la relación del protagonista del libro y su padre, también despiezado en tres partes y que se corresponde con la tarde/noche/amanecer del día 15 de agosto de 1987 [2. Podría verse en esta fecha un guiño irónico al futbolista santacruceño Eduardo Fierro / http://es.wikipedia.org/wiki/Eduardo_Fierro].
Más que un regreso, el tema de la novela, me parece, es la aceptación del fracaso. El destino entendido como un hecho decepcionante. La fuerza iracunda de las raíces, y la imposibilidad de escaparse del magnetismo telúrico de los fundamentos de la individualidad de uno: esto es, del lugar que, al nacer, se nos asignó unilateralmente. Un tema fuertemente bernhardiano, aunque poco haya aquí de las soflamas tectónicas del genio alemán, pero sí su rabia y una muy subrepticia invectiva en contra de los códigos de la cultura. En el caso de Barrientos, los de la clase media santacruzeña.
La historia que se nos cuenta es la de Vitor Flanagan, un hombre joven cuya sangre paterna proviene de una familia de irlandeses salvajes. Una saga que, generación tras generación, se ha dedicado a “hablar con los perros y con los muertos” (p. 225). En el momento en el que comienza la novela, Vitor tiene 31 años y hace diez años y quince meses que anda perdido por los Estados Unidos, sin contacto con nadie de su pasado, ni con su padre, ni con su hermana, ni con su tío (su madre está muerta, murió en 1989). Ni con sus amigos. Su único vínculo era Maria, la segunda esposa de su padre, que le llamó en 2003 para notificarle la muerte de su padre. Vitor no acudió al sepelio y, en adelante, cortó la relación con María.
Así, nos encontramos no con el hijo pródigo, sino más bien con el resucitado, el fantasma, que se incrusta, de nuevo, en un lugar del pasado: en la casa de su padre. Pero no es un lugar tan extraño, aunque sí una especie de mausoleo: una casa llena de reliquias. Las botellas de alcohol del padre, intocadas, y lo mismo con su ropa, del padre, y su coche, un viejo Ford Galaxy americano del 82 (y que Vitor reparará y usará). Allá acude a vivir con María, Vitor, y nunca sabemos de sus razones, tampoco María se las pregunta. Pero es irrelevante. Porque las únicas razones que valen aquí son de índole irracional, son las razones que impulsa la vergüenza de la cobardía (y su reverso: una valentía insensata), el tañido de la culpa y la posibilidad de una dignidad aceptable, la de quien sobrevive a su entorno, la de aquel que es capaz de aceptar el hecho doloroso de que el contexto no puede cambiarse. Y esa trama, ese ambiente incanjeable al que uno ha de someter es el de la rabia, la violencia y la falta de cariño. El de las palabras vacías, el silencio, las peleas, el alcohol y un pesadísimo etorno retorno.
Vitor entiende esto en un sueño [1. De hecho, puede argumentarse que la única razón por la que Vitor regresa a Santa Cruz es de naturaleza onírica]. En él, Vitor reflexiona sobre cómo la vida no trata del deterioro de las imágenes, las fotografías viejas, queridas, sino que trata
“de cómo envejecemos y esas imágenes se mantienen fijas, incontaminadas, protegidas de nuestros propios cuerpos, de la marcha silenciosa de las enfermedades” (págs. 53-54).
La vida, como irá descubriendo Vitor (y aquí hay algo de novela post-formativa), versa sobre cómo manejarse con esas cosas que quedan detenidas en el aire, las cosas lentas y seguras a las que, todo el tiempo, amenaza el vértigo de existir, la obligación de hacer algo. En definitiva, de cómo manejarse con el ruido blanco.
Vitor tendrá que confrontar esas imágenes, que son las de Laura, su antigua novia de juventud (y con la que tratará -infructuosamente- de reavivar una vetusta relación abortada), Alberto, su amigo de juventud (y a quien no veía desde que ambos tenían 19 años), su tío, su hermana Fabia (que está embarazada y no quiere saber nada de él), y la propia María, la segunda mujer de su padre y que es quien le recibe en su casa. Pero también la propia ciudad, que
“se había expandido por zonas que antes eran arenales, lotes cubiertos por maleza y basura” (p. 82).
El careo se sustenta en una conjeturable desconfianza (y desde ambas partes). Y aquí cabe una lectura en clave turística, en el sentido de que los espacios se han vuelto para Vitor, lugares no verdaderos. Y, así, las personas. Durante el primer trecho de su estancia en Santa Cruz (unas seis semanas), el modo que tiene Vitor de interactuar con las cosas y las personas es así provisional, irresoluto: un suspenso. Hasta que se produce un hecho crucial: la identificación con -ergo, la aceptación de- el paisaje. Escribe en un momento Barrientos:
“Mis pensamientos [los de Vitor] y el paisaje eran la misma cosa, no había interior y exterior, todo era un continuo que mutaba de forma y circulaba de un lado al otro” (p. 96).
Es el momento preciso en el que se produce una colusión entre los ecos últimos de doce años atrás y la realidad cambiada del presente. Dicho en otras palabras: aquellas imágenes viejas hoy están ya amarillentas, llenas de huellas, promiscueadas. Vitor se funde con el paisaje, mientras conduce solo, sin rumbo; dice: “no había un límite preciso entre el contenido de mi cabeza y el espacio, y yo miraba, yo seguía en movimiento, acelerando, hablando solo” (p. 97). Y, entonces, como en un sueño (o una pesadilla, más bien) morrisoniana, aparece la muerte en una ruta desolada, los espíritus de la tierra, por así decir, se hace presentes: le reclaman.
Le obligan a actuar. Ha habido un accidente: hay una mujer muerta en un coche, y en el otro, un taxi, un hombre moribundo. No puede hacer nada por aquella, Vitor, pero sí por este, y le acerca a la sala de urgencias del San Juan de Dios. Este hecho lo vinculará ya, de nuevo, a su Santa Cruz natal.
Al volver a casa de María, le dice a esta en alto (y se lo repite hasta en cinco ocasiones, para autoconvencerse, también):
“Vamos a estar bien” (págs 104-05).
El amor salva
Como acto de contrición, o acaso por disipar las dudas del narratario, Vitor nos realiza de inmediato una confesión, nos cuenta un secreto. Algo que no contó ni a su madre, ni a Laura o Fabia, nos asegura. Un hecho crucial, que sucede una noche, a fines de los años 80, “dos meses antes de que viera el mar por primera vez” (p. 106); fue la primera vez, asimismo, que veía el alba. Lo que sucede, la madrugada del 16 de agosto de 1987, es lo mismo que se nos relata por boca del padre (en una suerte de monólogo interior) en los intersticios de los capítulos del libro y que mencionamos al principio. En aras de no perjudicar la lectura, dejaremos en suspenso el contenido de este secreto. Solo mencionar que permite una lectura de índole cuántica, en tanto que universos adyacentes.
En lo que se puede considerar la segunda parte de la novela (a pesar de ser el capítulo 3), han pasado unos siete años, la hermana de Vitor, Fabia, ha tenido un hijo, Colum, y Vitor lleva cuatro años saliendo con una chica, Stella, casi diez años más joven que él. Ha conseguido también trabajo, en una fábrica de insecticidas (nótese la ironía involuntaria). De nuevo se hace presente el tema del desfase temporal, y no solo con Stella (con ella, dice Vitor, la diferencia de edad, “en vez de significar un problema, había facilitado la complicidad” (p. 177)), sino también con Colum. Sobre este, señala Vitor:
“había momentos en que parecía un hombre adulto atrapado en el cuerpo de un niño […] [y] nunca hacía evidentes sus necesidades, ya fueran de afecto o de cualquier otro tipo” (p. 176).
En resumen, que se puede hipotetizar que lo que hace Vitor es recomenzar su vida, tal cual la dejó al marcharse. Vaya, que endereza su camino. Pero entonces reaparece de nuevo Laura, como ese pasado que percute siempre incólume, maldito. Hacía años que no se veían (y ello tras un fracasado plan de fuga que ambos habían tramado). Al verla, Vitor piensa que tiene
“una edad indeterminada […] [que] su belleza seguía intacta, aunque ahora sus ojos, o algo más abstracto que sus ojos, su mirada, estaba recubierta de cansancio” (p. 181).
De nuevo, la foto fija. Ahora amarilleada, algo borrosa.
En este tramo se produce asimismo una reactivación de la relación de Vitor con su tío, el hermano de su padre. Un hombre que podía simbolizar una especie de eternidad inagotable. Pues el tipo, un bebedor duro, tiene setenta ocho años y parece inmortal. De él nos dice Vitor: “la antigua furia de mi tío permanecía en los ojos grises que miraban desafiando: era lo único que se mantenía limpio en su cuerpo” (p. 186). Hace tres años que ha vuelto a beber en serio, con la intención -que conseguirá finalmente- de matarse (pero no por la bebida, se pegará un tiro). Se está quedando, asimismo, progresivamente ciego.
Este tramo le sirve a Vitor para darse cuenta, finalmente, de que ya no es joven. De que las fotos fijas del pasado (Laura, en particular, pero también su amigo Alberto) deben quedarse atrás, en el territorio clausurado de la adolescencia (y, en esas, morirá también Maria, con sesenta y ocho años, en el sofá, a causa de un aneurisma). Al mismo tiempo, se produce una aceptación de la herencia genética. Barrientos nos lo expresa así, de una manera ciertamente bella:
“Heredamos el rostro del padre y lo consumimos en años alocados cargados de reviente. A veces una mujer reconoce algo no mancillado en nuestros ojos, en gestos que no controlamos y que se preservan como un legado. Cuando tenemos suerte, esa mujer le habla a nuestro padre utilizando los cables invisibles del cerebro” (p. 211).
Esa mujer, para Vitor, es Stella.
Y lo que se pregona aquí es que el amor, sí, salva.
Y no lo dice por decir, Vitor, a quien encontramos en la última parte del libro (la coda, la parte cuarta) ya jubilado, y aun compartiendo su vida con Stella. No tienen hijos y andan por los Estados Unidos, en una casa a dieciocho kilómetros de la ciudad de Alburquerque, en Nuevo México.
En la breve escena final aparece Colum, ya en la cuarentena, más bien gordo, calvo y robusto, con una barba recortada que cubría sus mejillas y su mentón; un hombre, piensa Vitor, “con una vida distinta a la que yo tuve” (p. 259); la esperanza, pues, del cambio posible. Le entrega Colum un pequeño cofre de madera donde están las cenizas de su madre, Fabia, la hermana de Vitor. Y le confía que
“[ella le] dijo que debía buscarte, que vos te encargarías de ella. Que ibas a entender, dijo que yo no tenía que hace más preguntas” (p. 256).
El sueño de Fabia (y la razón de que odiase tanto a su hermano) era el de irse a vivir a los Estados Unidos, pero consintió -por obligación familiar, pero también por miedo-, en quedarse en Santa Cruz. Ahora, por fin, sus restos quedarán esparcidos en un riachuelo a pocos kilómetros de la zona donde vive Vitor. Al esparcir las cenizas, “no pronunciamos ninguna palabra”, dice Vitor,
“vimos las cenizas confundirse con el viento y descender como lluvia para desintegrarse en el agua. Las partículas se hicieron invisibles y ésa fue la forma en la que Fabia volvió al mundo” (p. 261).
Vaya, que al final, también Fabia se hizo paisaje.
Y, por lo tanto, naturaleza montaraz, indómita.
Un lectura posticónica
Hay una lectura posible del título de la novela, menos explícito, pero que no me resisto a aventurarles. En ese futuro potencial que nos expone Barrientos hay un grupo de motoristas llamados Trannys, que se “hacían implantes y cirugías en los rostros para imitar a algunas celebridades“ (p. 257). Me interesa cruzar esta idea del borramiento del rostro con otra que se nos expresa aquí: la de los celulares que proyectan hologramas.
Si hoy estamos en pleno giro visual, desbordados en nuestra subjetividad por la velocidad e inestabilidad de las imágenes, parece que Barrientos nos anuncia un futuro en el que las imágenes no es que ya sean presencias (al modo warburgiano, esto es: una forma que recibe toda la densidad de la mirada), sino que conforma[rá]n el paisaje.
De ahí que se pueda hacer una lectura (post)icónica, diciendo que la desaparición del paisaje implica que lo audiovisual formará ya parte de la naturaleza viva. De un logos integrado, donde la imagen carece[rá] de significado, en tanto que visión y cognición serán ya todo uno, y no habremos de pensar estos hologramas en cuanto a su naturaleza heurística. Dicho de otra manera: quizá, en el futuro, no vayamos a necesitar mediaciones culturales, ya que todo acontecimiento visual será asimilado con una mirada intuitiva capaz de aceptar sin fricciones un discurso del mundo que ya estará perfectamente integrado. Así, esas fotos fijas, amarilleadas, de las que nos habla Barrientos, podrán en el futuro ser modificadas, re-adaptadas, más bien, a la contemporaneidad del sujeto.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
[…] Fuente: hermano-cerdo.com/ […]