La mejor noticia de su vida

En este pueblo no hay ladrones (3)

 

Era casi mediodía cuando el teléfono sonó. Juan despertó, estiró los brazos y el cuello unos segundos, y avanzó hacia el aparato que aguardaba sobre una cima de periódicos viejos. Pensó que era su madre, quien llamaba todos los días antes del almuerzo para comprobar si continuaba dormido y para contarle cómo había pasado la noche, qué había hecho antes de dormir, cuántas pastillas para la presión arterial había tomado y otras cosas que Juan detestaba. La maldijo en sus pensamientos y agarró el auricular. Oyó la voz de un hombre, quien sin saludarlo explicó el motivo de su llamada. En el tono de sus palabras se adivinada un dejo de indiferencia, era evidente que no era la primera vez que daba una noticia de ese calibre. Sin embargo, el rostro de Juan cambió: su gesto de aburrimiento se convirtió en una sonrisa, la mirada vacía tomó forma y un pequeño destello, como el de una estrella en plena oscuridad, se iluminó en sus pupilas. Juan estaba convencido de que aquella era la mejor noticia de su vida.

Juan colgó, preparó un café, miró el reloj y se sentó en el sofá. En su cabeza sonaba una frase repetida por el hombre varias veces: «No llegue tarde». Se sentía feliz y quiso llamar a Leila, pero se abstuvo. Entró a la ducha tarareando «Abre las ventanas al amor» de Roberto Carlos. Sintió que el agua lo purificaba; cerró los ojos e imaginó la expresión que Leila pondría cuando se enterara, la envidia que sentiría y la rabia que la carcomería por dentro. Había sucedido, ya no sería esclavo de horarios apretados y manipulado por un destino fabricado de atascos y posibles derrotas. Lo que le aguardaba era el éxito total en su vida. Dejaría atrás las mañanas llenas de ese desesperante tic-tac que le llevaba desde las cinco de la madrugada, con el termo de café en la espalda y las empanadas calientes, a través de los negocios que componían la extensa avenida hasta Puerto Rellena.

Se enjabonó. Imaginó a Leila otra vez, pero ahora como a una pequeña cucaracha que le gustaría pisar. El teléfono sonó de nuevo, se secó con prisa y salió casi resbalándose hasta sujetar el auricular.

—Aló.

—Hola huevón—. Era Robert, su hermano. Juan se alegró de escucharlo y, sin hacer caso de su voz interior que le advertía de los riesgos de contar la noticia, relató todo.

— ¿Cómo así? No señor, esto tenemos que celebrarlo.

Luego de colgar, Juan terminó de vestirse y mientras lo hacía pensó en las palabras que su hermano había dicho y en lo orgulloso que se había sentido. Echó un vistazo al gris polvoriento y triste de su habitación y salió. En vez de esperar la buseta, tomó un taxi. No podía escatimar en gastos ahora que todo se solucionaría, que el destino parecía ir a su favor; pegó el rostro a la ventana sucia del vehículo y miró al mundo con los ojos por primera vez alegres. No recordaba una felicidad como la que sentía; cada vez que en su cabeza se reproducían las palabras que el hombre había dicho al teléfono, los vellos de sus brazos se levantaban, su corazón daba saltos que sonaban como las estaciones de Vivaldi; no un ritmo preciso, pero sí complejo, armónico y lleno de significado.

Cuando llegó a la dirección que su hermano repitió y le hizo rectificar dos veces, Juan se encontró con que éste ya estaba borracho, cantaba a todo pulmón un vallenato, y paraba por instantes para contar, a los otros tres que lo acompañaban, detalles relacionados con la noticia. Robert lo abrazó. Juan pudo sentir el tufo amargo del aguardiente y la presión férrea de los brazos de su hermano alrededor de la espalda.

—Has llegado.

Juan asintió, saludó a los amigos de Robert con un movimiento de la cabeza y recibió la primera copa con alegría.

—Felicitaciones —dijo un hombre que estaba en los huesos —, yo soy Julio Ramón.

Julio se puso de pie y estiró una mano huesuda que Juan estrechó antes de sentarse. El hombre ubicado al lado de Julio miró ansioso la escena, deseando sumarse a ese saludo y complementarlo con un abrazo. Era el más borracho, porque bebía del pico de la botella con sorbos largos que muchas veces lo hacían toser, su nombre era Belisario y trabajaba como guardaespaldas.

—Robert nos contó todo. Felicitaciones… El deseo de todo hombre hecho realidad.

Belisario se apuró un trago. Juan, conmovido con las palabras del guardaespaldas, siguió su ejemplo y agarrando la botella se apuró un trago largo mientras los presentes contaban hasta diez. Julio, a su vez, no se dejó intimidar por este gesto, lo imitó y pasó la botella a Robert, quien superó el record de su hermano bebiendo casi la mitad de un solo sorbo y entregó la botella a Ernesto.

—Viva Juan, hijueputa —gritó Ernesto y los demás lo siguieron en coro.

Algunas personas, que pasaban frente al local, miraron con curiosidad a los cinco borrachos que gritaban y bebían con aires de superioridad. No pasaban desapercibidos y la gente los observaba desde varios puntos lejanos como esperando que algo terrible pasase.

Ernesto se puso de pie y, después de callar a los presentes con el movimiento de sus manos, pidió a Juan que relatase con detalles desde el momento de la llamada hasta la emoción que lo dejó con el aliento secó, pulverizado. Juan se apuró otro trago y gritó al cantinero que trajese otra botella, no podía contar algo tan importante sin ponerse a tono.

—Ahora sí —dijo Robert acariciando la cabeza de su hermano—, van a conocer la historia de la boca del afortunado, preparen esos oídos.

El cantinero no se afanó, se ocupaba de limpiar unos vasos de cristal y lo hizo con parsimonia; cuando llegó a la mesa, Juan ya iba por la mitad del relato y se había esforzado por contarlo sin omitir el más mínimo detalle; el viejo abandonó la botella y regresó al mostrador.

— La única que falta por saber es la puta de Leila.

— La ex esposa —aclaró Robert.

— ¿Y por qué no la llamas? —propuso Ernesto.

Juan llamó al cantinero de un grito que se escuchó hasta la iglesia de San Nicolás. El viejo apareció blandiendo un machete.

— ¿Cuál es la gritería?

— Guarda ese machete Jesús—. Robert sonrió.

—Yo te lo advertí, Robert.

Robert se puso de pie, tambaleándose y tocó el hombro del cantinero.

—Mi hermano.

Juan, quien estaba tan borracho como Belisario, no logró ponerse de pie, señaló con el índice la muñeca huesuda del cantinero, preguntando la hora.

—La una —dijo el cantinero, y abandonó el machete en un rincón del local—. Bueno, ¿qué quieren?

—Préstale un teléfono a este huevón—dijo Robert.

El cantinero se alejó hacia el mostrador y señaló un teléfono ubicado detrás de unas cajas de cerveza. Juan se levantó sonriendo, en una mezcla de miedo y felicidad, y convencido que por fin podría desquitarse de su ex mujer.

—Ya verán cómo se pone la muy…

No tuvo la fuerza para articular esa última palabra; llegó hasta el teléfono, levantó el auricular, escuchó un pito agudo y se sintió perdido.

—Pero, ¡marca pues! —gritó Ernesto antes de pedir otra botella al cantinero.

Juan marcó, escuchó el pito y sintió la angustia de la espera; recordó el lunes en que Leila lo abandonó. Era temprano, llovía a cántaros y los grillos cantaban en el patio. Ella preparó un café a las cinco de la madrugada y se sentó en el sofá con un Derby apretado en la boca. Él se levantó a orinar y la vio, pero no le dejó saber que la miraba y entró al baño. Sonó el teléfono. Ella agarró el auricular antes de que el pito chillara por segunda vez y después de intercambiar unas palabras que Juan no pudo escuchar encerrado en el sanitario, se marchó. Juan no había tenido tiempo de impedírselo, salió del baño y la observó alejarse en dirección a un carro aparcado en la esquina.

—Aló —era la voz de un hombre.

— ¿Leila?

— ¿Quién la llama?

— ¡Que te importa hijo de puta! ¡Ponla al teléfono!

Se escuchó un griterío al fondo. Leila contestó.

—Aló.

—Hola Leila.

—Juan, ¿qué mierda haces? Voy a colgar.

—Espera Leila… déjame contarte algo… Solo llamé para contarte lo que me ha pasado; según Belisario es lo mejor que le puede pasar a un hombre.

—Me haces perder tiempo, Juan. ¿Quién es Belisario? ¿Otro amigo de tu hermano? Y para colmo llamas para insultar a Mario. Debes acostumbrarte a que él es mi marido ahora. Ni que tuviéramos hijos.

Juan paró, no sabía si continuar, tomó un poco de aire y miró a los muchachos quienes sonreían y le hacían gestos con las manos; sintió como si mariposas negras revolotearan en su estómago y pronosticaran la desgracia.

—Sabes que… sos una puta Leila, la más p… de todas… yo…

Escuchó un pito lejano y siguió hablando como si ella aún estuviese al teléfono. Relató lo que había sucedido y lo hizo con el volumen bien alto para que todos pudieran oír lo que decía. Colgó y regresó hasta la mesa. Robert le aguardaba con un trago.

— ¿Qué dijo?

—Nada, la muy puta ni pudo hablar.

—Así se hace hombre.

Juan intentó descifrar la hora en un reloj de pared ubicado al fondo del local. Agarró la botella y bebió un trago hondo que le hizo enrojecer los ojos.

—Bueno señores —se levantó ayudándose de la silla—, no puedo llegar tarde.

Robert se puso de pie, lo abrazó y le ayudó a salir del local.

— ¿Tenés plata? Hay que pagar las dos botellas— le susurró.

— Claro, claro.

Juan pasó a Robert el dinero que tenía. Luego se alejó mientras trataba de recordar a dónde debía ir. Revisó los bolsillos, pero no encontró nada, ni un indicio. Al llegar a la esquina se quedó mirando los carros que transitaban en cuatro direcciones. Tuvo deseos de vomitar, volver a casa y dormir el resto de la tarde.

by Javier Zamudio

nació en Cali, Colombia, en 1983. Sus cuentos aparecen en revistas como El Malpensante, Número, Odradek y Luvina. Su libro de poesía El Infierno de los otros fue publicado por la Universidad del Valle, Cali, 2009. Su novela El Hotel de los difíciles será publicada durante el 2015 por la editorial AgeeBooks.

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