Piedad y metafísica

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Una ley injusta es un código impuesto a una minoría

por una mayoría que no está sometida a él.

Esto constituye una legalización de la diferencia

Martin Luther King [1. Martin Luther King, Carta desde una cárcel de Birmingham (1963)]

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Escribía en 2004 Studs Terkel, para el prólogo de Negro como yo (Capitán Swing, 2015) que mucho ha cambiado en el Sur de los Estados Unidos, pero que, sin embargo, el asunto blanco-negro sigue siendo “la Gran Obsesión norteamericana” [2. Este pasado sábado día 07 de marzo, Barack Obama dio un discurso en Selma, Alabama, para conmemorar el aniversario del Bloody Sunday, el día en el que los manifestantes a favor de los derechos civiles fueron golpeados brutalmente por la policía, cuando intentaban realizar una marcha en favor del derecho a votar de los negros. Si hacen click en el video podrán ver el discurso completo del presidente norteamericano, y aquí lo tiene íntegro, por escrito].

El libro, un proyecto del escritor norteamericano John H. Griffin, especialista en temas raciales, llevado a cabo en 1959, consistía en algo tan básico, revolucionario y salvaje como que un blanco se convertirse en negro.

Y a ver qué pasaba.

Griffin (1920-1980) no cambió de identidad ni de nombre, solo la pigmentación. Un dermatólogo de New Orleans le ayudó con medicación oral y recomendándole la exposición a los rayos ultravioletas. Y esto lo completó Griffin aplicándose un betún cuando le era necesario. Así, quedó listo para adentrase “en el olvido” (p. 20).

Griffin describe así de manera muy elocuente ese olvido; al mirarse al espejo, encuentra

“un negro fiero, calvo y muy oscuro, [que] me miraba furioso desde el espejo. No se parecía en nada a mí. La transformación era total y estremecedora […] Estaba apresado en la carne de un asbsoluto desconocido, un tipo antipático con el que no sentía ningún parentesco […] Hasta los sentidos experimentaron un cambio tan profundo que me sentí consternado” (p. 21).

Y, enseguida, comienza a sentir “la mirada del odio”, un odio tan descarado, una locura tan obscena que “su propia obscenidad aterroriza” (p. 60).

Pero había más, los apremios de índole práctico: apenas hay wáteres que puedan usar los negros, no se puede comprar en la mayoría de tiendas, se ha de dejar pasar siempre a los blancos, en el autobús se ha de sentar uno atrás del todo, no se puede quedar uno aislado, de noche, sin la compañía de otros, en una callejuela porque puede ser atacado por un blanco, etc, etc etc

En definitiva: que un negro ha de planear todo por adelantado. O dicho con otras palabras: que su libertad, pues, queda severamente restringida. Debe acatar el negro la norma de la invisibilidad suave, a base de aprender ese lenguaje silencioso: “la expresión de desaprobación y petulancia del blanco” (p. 52). Esto es, hablando en plata, no debe molestar.

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Por eso no es raro que no les negros se encomienden a su fe, pues su problema, como pronto descubre Griffin, es doble: de un lado, está la discriminación contra él, y en segundo lugar, su discriminación contra sí mismo. Desprecia su negritud, el negro, que le causa múltiples sufrimientos. Tiene el negro un “afán de sabotear a sus camaradas negros porque son parte de la negritud que a él le ha resultado tan dolorosa” (p. 51). Y es que un negro, nos cuenta Griffin, se siente (y le hacen sentir) un ciudadano de décima clase; su vida diaria es un recordatorio de su condición inferior.

Griffin decide irse para Misisipi, al infierno. y enseguida advierte una tensión que flotaba en el aire, “una amenaza constante, aunque no pudieses tocarla” (p. 69), “una tensión espesa como la niebla” (p. 74). Contra ello, los negros se consuelan recíprocamente, nos cuenta Griffin, y se buscan el apoyo mutuo. Pues, dice (y nótese como ya pronto adopta su identidad negra), “sentíamos profundamente la necesidad de establecer una relación de amistad como amortiguador frente a la amenaza invisible” (p. 71)

Llega a Hattiesburg a las ocho y media de la tarde, se adentra en Mobile Street y le recibe un grupo de blancos que le lanzan naranjas y le gritan obscenidades. Este es el recibimiento al Sur profundo, la famosa “cortesía sureña”.

Encuentra una habitación donde dormir y decide escribir a su mujer, quien no sabe nada de él desde hace un par de semanas. Y lo explica de esta manera:

“Saqué mi cuaderno, me tumbé en la cama boca abjo e intenté escribir… cualquier cosa para escapar a la danza de la muerte que seguí allí fuera en la noche de Misisisipi. Pero la satisfacción íntima no llegaba, Intenté escribir a mi mujer… Necesitaba escribirle, darle noticias mías…,  pero descubrí que no era capaz de decirle nada. Las palabras no llegaban. Ella no tenía nada que ver con aquella vida, nada que ver con la habitación de Hattiesburg ni con su habitante negro, Era enloquecedor. Todos mis instintos luchaban contra la enajenación. Empecé a entender el comentario de Lionel Trilling de que la cultura (pautas de comportamiento aprendidas tan profundamente grabadas que producen reacciones involuntarias) es una prisión. Mi condicionamiento como negro y las inmensas implicaciones sexuales con que los racistas de nuestra cultura nos bombardean, me impedían, incluso en mi yo más íntimo, cualquier conexión con mi esposa» (p. 76).

Sucede que las cadenas de la negritud le han atado tan fuerte, que era incapaz de seguir.
Un hombre atrapado en la raza, en el color de la piel.

Y aquí es donde se halla el más grande mérito de este libro de periodismo avanzado (recordemos que Griffin lo hizo en 1959): pues que Griffin trata de hacernos entender a través del sentimiento, de la experiencia personal, aquello a lo que no podemos llegar desde la razón pura. O dicho de otra manera: leyéndolo, sentimos esa cárcel, ese miedo, la impotencia de ser negro. Este es el gran valor del libro de Griffin: su subjetividad extrema, que huye de estadísticas, porcentajes y números. Una narración que se fija en el contexto y en el modo en el que las circunstancias de un ambiente determinado inciden en aquel que las sufre.

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El reportaje de Griffin apenas dura un mes y medio. De finales de octubre a mediados de diciembre de 1959. En su ir y venir por el sur, decide hacer autostop. Y algunos blancos se detienen, sí, y le llevan algunos tramos, pero solo después de oscurecer. Reflexiona Griffin: “en la oscuridad un hombre se muestra mucho más que a la luz del día, porque la oscuridad otorga la ilusión del anonimato” (p. 93). Y ello conduce a los blancos a intentar saciar su “cuiosidad mórbida por la vida sexual del negro” (p. 93). Pues piensa de ellos que son máquinas sexuales inagotables, con miembros desmesurados. Vaya, que no hacen más que preguntarle sobre las costumbres sexuales, las suyas y las de su raza. Al ver al negro emparentado con un animal, reflexiona Griffin, los blancos no sienten la necesidad de mantener una mínima dignidada humana. Uno de los conductores blancos que le recoge incluso le pide que se le exhiba frente a él, no con la intención de realizar ninguna práctica sexual, le matiza, sino meramente como un estudio etológico.

Y es este mismo conductor, uno que demuestra tener una cierta instrucción y delicadeza, quien le dice -respetuoso, eso sí-, que su raza es diferente. A lo que Griffin argumenta con suma tranquilidad que no, que no es una cuestión de blanquitud o negritud, sino de condicionamientos. Los hombres subyugados a una situación de subhumanidad, privados de los placeres del espíritu, de la educación, no tienen otra que entregarse de lleno a los placeres de la carne, dice Griffin. Que la ignorancia los mantiene pobres, y eso les conduce irremisiblemente al gueto. Tiene que trabajar, el negro, y deja a los niños sin amparo parental. No hace más que intentar sobrevivir, por lo que al final, su única salvación acaba siendo despreocuparse por completo de todo, so pena de caer en la más feroz desesperación. Pero todo es en vano, blancos y negros no se escuchan, no dialogan, ambos andan encarcelados en la prisión de sus prejuicios.

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La única solución a los problemas del hombre es el retorno a la caridad (en el viejo sentido global de caritas) y la metafísica.

Esto es lo que decía el filósofo francés Jacques Maritain.

Y así lo experimenta Griffin, quien recién llegado a Mobile, en Alabama, ve como un viejo negro, a quien no conoce de nada, le ofrece su propia cama, para que la compartan. Sin pedirle nada a cambio, solo ofreciéndole una cortesía “sencilla y tranquila” (p. 103), según la cual este hombre viejo razona así: “si les odiásemos [a los blancos], nos rebajaríamos a su propio nivel […] Cuando dejas de amarlos, es cuando ganan ellos” (p. 105). Idéntica cortesía encuentra Griffin en otro joven negro, que le recoge en la carretera, y le acomoda en su casa, junto a toda su familia. Y es este uno de esos momentos que reflejan perfectamente la disociación salvaje a la que se abocado Griffin, entre su vida real de blanco y su vida fingida de negro.

Lo describe de esta manera:

“entraban los aromas de la noche y del otoño y el pantano mezclándose con los aromas interiores de niños, queroseno, alubias frías, orina y el incienso muerto de las cenizas de pino. La podredumbre y el frescor se combinaban en una extraña fragancia: el olor de la pobreza” (p. 119).

Pues sucede que ese mismo día, Susie, la hija pequeña de Griffin, cumplía cinco años. Y Griffin siente la injusticia de esos niños negros con los que está compartiendo cobijo, a los que se les negará la educación, el trabajo digno, la libertad de movimientos, siendo este el más cruel crimen racial, pues mata el espíritu y la voluntad de vivir. En ese momento, Griffin se acuerda de su hija, que aquel día cumplía cinco años, y piensa

“en las velas, la tarta y el vestido de fiesta; y en mis hijos con sus mejores ropas. [En cómo] dormían ahora en camas limpias en una casa caliente, mientras su padre, un viejo negro calvo, estaba sentado en los pantanos y lloraba, conteniendo el llanto para no despertar a los niños negros” (p. 119).

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“La noche siempre era un alivio y un consuelo […] un negro se fundía discretamente con la oscuridad” (p. 125)

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La experiencia de Griffin es tan intensa que se le inmiscuye en los sueños, y comienza a sufrir graves pesadillas. Tanto es así que incluso su rostro había perdido toda animación: “en reposo, había adquirido esa expresión tensa y desconsolada que está escrita en la fisonomía de tantos negros sureños”, por la razón de que, igual que a aquellos, “la vida [le] resultaba demasiado agobiante” (p. 123). Digamos que Griffin ha tocado fondo en lo que a su aguante emocional se refiere. Y decide dejar de tomar pastillas, permite que su cuerpo le palidezca con la intención de retornar a su identidad blanca.

Pasa finalmente de nuevo “a la sociedad blanca”, unos días después, estando ya en la ciudad de Montgomery. Siente enseguida que es un ciudadano de primera clase y nos relata, sin el menor pudor, “su sensación exultante de liberación” (p. 128). A lo que añade:

«Montgomery parecía diferente aquella mañana. El rostro de la humanidad sonreía” (p. 129).

Otro punto a destacar de esta investigación periodística de Griffin: no se quiere denuncia, ni panfleto, ni busca cometer escarnio, tampoco pretende hacer proselistismo ni nuscar acólitos. Gracias al tono suave de su estilo, a la honestidad de su experiencia, Griffin busca la involucración emocional del lector: quiere que éste sienta en su propio ánimo la verdad de la raza negra, a través de su propio sufrimiento. Lo cual es inmensamente más efectivo que todas las proclamas y razonamientos que se quieran hacer.

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Comprobado el yugo negro, y no solo desde adentro de una piel negra, sino al volver a su condición blanca, esto es, por contraposición, se plantea Griffin si tiene sentido seguir con su experimento.

Lo que hará, a partir de entonces, será ocuparse en un ir y venir constante, de blanco a negro, como para coger un poco de aire, dándonos, de paso, información sobre la reversibilidad de esa transformación. Así, nos informa Griffin de que al volver a su condición natural de blanco, se sentía siempre desconcertado: “tenía que contener el lenguaje fácil, semiobsceno que utilizaban los negros entre ellos, porque procedente de un blanco es ofensivo” (p. 138). Y no solo eso, la ropa planteaba también un problema, pues la misma ropa le daba la impresión de ir bien vestido como negro, pero no como blanco. En tanto que hombre blanco, esa misma ropa le daba una apariencia un poco astrosa.

Hasta que llega un momento en el que Griffin no puede más, siente que algo muy adentro de sí mismo ha hecho crack. De pronto se siente harto, dice “no podía soportar más aquella degradación…., no de mí, sino de todos los negros como yo” (p. 137), y decide recluirse -aun como hombre negro- en el monasterio trapense de Conyers, en Georgia. Aquí concluye su investigación. Dedicará las dos semanas siguientes a realizar varios reportajes para la revista Sepia, yendo con el fotógrafo Don Rutledge [3. En esta edición de Capitán Swing se incluyen varias fotos inéditas de Rutledge].

En estos días se produce un momento que podría haber sido fabuloso, al menos para los que amamos la literatura sureña, y es que le invitan a visitar a la escritora Flannery O´Connor; visita que, por desgracia, no se produce, pues Griffin debía partir para Atlanta, donde encontrará -para su alivio- un clima intelectual de alto nivel. Los negros de Atlanta, además, habían conseguido muchos avances para resolver el “Problema”; en especial, gracias a tres factores: la unión (compartían los negros de Atlanta un propósito y un mismo objetivo), la ayuda de una administración ilustrada y la bendición de un periódico sin miedo a defender la legalidad, The Atlanta Journal-Constitution. Y es que uno de los mayores peligros del Sur, nos cuenta Griffin, es que el público no está informado. Los periódicos, en aquellos tiempos (pero tampoco en estos), sencillamente no querían meterse en problemas.

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Emancipación económica: buenas oportunidades de trabajo.

Derechos: vivienda, educación, voto.

Así saldrían los negros de su ostracismo.

Eso es lo que descubre Griffin en sus siete semanas de ser negro, ya recuperada su identida blanca.

Es el 14 de diciembre de 1951.

Al día siguiente coge un avión para volver a su casa, en Mansfield, Texas.

Ha concluido, ahora sí, su investigación sobre el terreno.

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Negro como yo no se publicaría como libro hasta 1961, pero en abril y octubre de 1960 comenzaron a publicarse algunas de las investigaciones de Griffin en formato de artículos, en la revista Sepia, con el título común de “Viaje por la vergüenza”. Por esta razón, a Griffin lo reclaman para entrevistarlo por todos lados, lo que desata(rá) la ira de los racistas y pronto su familia comienza a recibir amenazas. En el centro de Mansfield, el dos de abril de 1960, aparece un muñeco ahorcado con el nombre de Griffin, quien no aguantará más y mediado agosto se mudará (junto a sus padres, sus hijos y su mujer) a México, en un pueblecito de las montañas de la sierra Tarasca de Michoacán (a unos doscientos kms. del DF).

Griffin esperó por dos veces para confrontar las amenazas del Ku Klux Klan (le aseguraron que irían por él, en julio y en agosto), pero nadie aparece para buscarle en su casa. Será diez años después cuando finalmente lo capturen y le den una paliza (con cadenas) que le dejaría moribundo. De hecho, lo abandonaron porque lo pensaban muerto, pero Griffin sobrevivió.

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“La práctica del racismo daña a toda la comunidad en la que se practica, no solo al grupo que es víctima de ella” (p. 173)

Además, la practica del racismo no es solo una cuestión de moral o de actitud, es un problema porque detrás de él hay un poder que le permite realizar sus actos.

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Contaba en 1976 John H. Griffin que el experimento de su libro Negro como yo se produjo mucho antes de las “marchas de la libertad” o de cualquier otra manifestación de un interés nacional por la injusticia social. Fue un pionero. Que en aquel momento el sentimiento predominante era el de desesperanza y desesperación, nos cuenta Griffin, pero que todo cambió con las “marchas de la libertad”, gracias a la filosofía de la resistencia no violenta de Martin Luther King, que hizo que la desesperación mudase a esperanza. Pero no fue fácil, pues el racismo siempre se oculta bajo un disfraz respetable, y es capaz de mil argucias. Hubieron de luchar (Griffin y muchos otros activistas por los derechos civiles) contra el peligro, el acoso, el temor, la amenaza y el miedo, las palizas e incluso la muerte.

Llevaban vidas extrañas y ocultas, pero tenían claro que valía la pena morir por esas ideas.

Y muchos lo hicieron.

Pero era un momento lleno de paradojas: pues eran los blancos los que se ocupaban en resolver los problemas del racismo, sin consultar a los negros. Les mandaban este mensaje: trabajad firme y dejad que la capacidad superior de los blancos sea la que resuelva vuestros problemas. Así, en la superficie parecía que las cosas eran positivas y prometedoras, pero, sin embargo, entre los negros crecía el resentimiento, muy particularmente entre los negros ilustrados.

Tras un periodo de fuerte paranoia, se produce un punto de giro.

1968: asesinato de Martin Luther King. Un momento crucial, pues las comunidades negras acuerdan no dejar que los racistas empujaran a las comunidades negras a la revuelta. Se buscaron alternativas al enfrentamiento violento, y se llegó a una conclusión: “el viejo sueño y la esperanza constante de una solución (la de una sociedad integrada) no habían funcionado y había poca posibilidad de que funcionasen ya” (p. 196). Los negros consiguieron escapar del rol de “blanco de imitación”, esto es, renegaron de la ocultación de su identidad, de su negritud. Y desarrollaron el orgullo negro.

Entonces se produjo un cambio drástico en la lucha por los derechos civiles, una modificación que llenaría de gran amargura a muchos idealistas blancos. Y es que los negros se dieron cuenta de que su destino debía ser manejado por ellos mismos, y no gracias a la conducción del hombre blanco. Además, el niño negro necesitaba ver al varón negro adulto como algo en lo que valía la pena convertirse. Por el bien del niño negro, nos cuenta Griffin, “los varones negros deberían aparecer como los dirigentes y los que resolvían problemas y los blancos debían apartarse de la luz de los focos” (p. 198).

Esto es: los negros les pidieron a los activistas blancos que, por el bien de la raza negra, se apartasen de los focos y se hiciesen a un lafo.

Gracias a esta dolorosa iniciativa, se contrarrestó la idea de la individualidad fragmentada de los negros, proponiéndose modelos fuertes, orgullosos de su raza. Dignos y fuertes. Voluntariosos. Los negros habían dado un paso más: de la esperanza se había evolucionado al realismo.

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[«Más allá de la Otredad».

Esto es lo que declaraba Griffin en 1979, un año antes de morir:

  1. el Otro no es otro en absoluto

  2. todos los seres humanos se enfrentan a los mismos problemas fundamentales de amar y sufrir y esforzarse por lograr para ellos y para sus hijos las aspiraciones humanas

  3. solo hay un Nosotros universal

  4. el Otro es simplemente Uno Mismo]

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En Negro como yo, dice Roberto Bonazzi, el yo se precipita en el caos,

Griffin se encuentra con el Otro-como-Yo.

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Pero hay un antecedente, ya unos años antes nuestro periodista investigador había sufrido esa experiencia del Otro-como.Yo.

Griffin se alistó en las fuerzas aéreas estadounidenses en 1941. Estuvo destinado en el Pacífico. Los japoneses, en 1945, bombardearon la base de aterrizaje de Morotai, donde estaba Griffin, a resultas de lo cual, sufrió lesiones en la vista, que provocaron que dos años después quedase completamente ciego.

Fue el día del Viernes Santo.

Griffin decidió dedicar sus fuerzas a la escritura. En 1949 escribió una novela de seiscientas páginas en siete semanas (The Devil Rides Outside), que se convirtió en un éxito de ventas inesperado. Se casó en 1953 y tuvo cuatro hijos. En 1956 apareció Nuni, su segunda novela. Su tercera novela, una sátira sobre la pornografía, Street of Seven Angels, no aparecería sino cuarenta años después de haber sido escrita, en 2003.

Pero entonces, en 1957,  de improviso -tal y como suelen suceder estas cosas-, se produjo un milagro, el antecedente al que nos referíamos: el 9 de enero Griffin empezó “ a percibir brillos de luz rojizos que le asombraron y le asustaron” (p. 215). Su vista fue mejorando progresivamente y recibió, nos dice Bonazzi, “atónito el don glorioso de la visión”. Tal hecho crucial lo achacó Griffin a una curación mística. Y de esta dimensión espiritual nace su voluntad por demandar la justicia igualitaria como derecho humano. Por eso no tuve en cuenta el sacrificio personal al que le obligó la investigación de Negro como yo. Para él, era poco menos que un imperativo de orden moral, superior. Esta convicción fue la que le acompañó durante la década larga que seguiría a la publicación del libro, dedicada a dar más de mil doscientas conferencias por todo el Sur, jugándose literalmente la vida (viajaba solo, nunca quiso formar parte de ninguna asociación).

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En la década de 1970, Negro como yo fue retirado de los estantes de las bibliotecas.

En la década de 1980, Negro como yo se había convertido en parte del canon literario y hoy día es de lectura obligada desde la enseñanza media a la universitaria.

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Lo que animó siempre a Griffin fue “una vocación por la reconciliación de la humanidad”.

Por ello, afrontó su propio racismo con autocrítica, porque nadie queda exento del prejuicio.

Griffin, a través de la experiencia personal, aprendió a desprogramar la cultura de la cual estaba preso.

He aquí la lección que debemos aprender: hay que estar siempre atento, porque el prejuicio está ahí.

Hemos de esforzarnos en combatirlo.

Escuchemos, para finalizar, a Roberto Bonazzi:

“La cultura no es naturaleza humana, aunque conforme nuestra visión de la naturaleza humana” (p. 225)

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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