Los conflictos emocionales con el lenguaje de Agnés Desarthe

Agnès Desarthe (París, 1966) saltó a la palestra literaria (francesa) en 1993, con su novela Quelques minutes de bombeur absolu, libro que, a lo que parece, “la descubrió como una de las escritoras francesas más relevantes de su generación”. No podemos valorar tamaña afirmación, siendo que la novela no está traducida al castellano. Sí se han traducido dos de sus otras novelas posteriores: Un secreto sin importancia (1996) y Cinco fotos de mi mujer (2000), ambas publicadas por Mondadori (hoy Penguin Random House Mondadori). Desarthe es también autora numerosos libros para niños y ha sido también traductora.

Aquí, de momento, hoy, solamente podremos hablarles de Cómo aprendí a leer (Comment j´ai appris à lire), un libro que acaba de publicar la editorial Periférica y que es una especie de biografía de la lectura, lo que no ha de confundirse con la biografía de una lectora, esto es, aquí no se habla de los libros, aunque también, sino de los aspectos mecánicos de la lectura, la significación y la comprensión del lenguaje. Desarthe nos habla de cómo hay en ella una resistencia psicológica a esa mecanicidad y, cómo, más tarde (gracias al amparo del ejercicio de la traducción, pero también por el coraje que le da la escritura), consigue abandonarse al goce, y al placentero proceso intelectivo, de razonamiento posterior a la lectura. Este reflexionar sobre su experiencia lectora le permite conocerse y señalar las razones de su bloqueo lector. Y eso es lo que nos entramos en Cómo aprendí a leer, la manera en que uno acepta que es mejor “lo verdadero falso que lo falso verdadero” (p. 25), así como la idea de que la ficción prepara el acceso a la realidad, de que no la imita, sino que la precede, siendo su vanguardia.

Librofobia

Durante su infancia, Agnés Desarthe lee, pero dice que no lee. Dice que detesta leer, que no le gusta, le aburre o irrita. Teme incluso que leyendo se arriesga “a contraer una melancolía patológica” (p. 19) Pero lee. No deja de leer, de un modo u otro. No tiene ningún problema con la lectura, dice: “tengo un problema con los libros” (p. 17). Se resiste al contenido, “no tolero más que la forma” (p. 59), dice. Y por causa de esta “forma particular de dislexia” (p. 54) se hace un juramento a sí misma, el de repetir invariablemente el siguiente mantra falso: “no me gusta leer” (p. 55).

Desarthe lo explica así: “cuando leo yo, la máquina de imágenes, la que asocia las letras a sonidos y los sonidos a palabras, las palabras a referentes y los referentes a sentido, se queda bloqueada. Si soy yo quien produce el esfuerzo de lectura, no sale nada. Y, sin embargo, es un esfuerzo que no me cuesta mucho” (p. 21). Así, hay en ella un eslabón perdido entre las páginas y la imaginación.

A los once o doce años su padre intenta reparar el desaguisado. Quiere que su hija lea, pero no la amenaza, sencillamente quiere compartir con ella “el placer del texto” (p. 63). Le da libros de Carter Brown, de Chester Himes y ya ella sola, animada, coge de la biblioteca otros: James Hadley Chase, Raymond Chandler, Dashiell Hammett. Pero también Simenon. La lección que aprende: la novela negra se la lee una sin darse cuenta de que está leyendo (porque ahí, en ese francés, se nota que no está muerto el inglés, sino que retuerce al francés, le impide su corrección).

Muchas veces Desarthe no se entera de la intriga de las novelas, pero le gusta el ambiente. “Si entendía, o creía entender, un libro” -dice-, “no podía seguir con él. Lo escondía debajo de la cama. No quería ni verlo. Era, en mi opinión, ilegible” (p. 74). Esto implica que desconfíe del realismo, que no le guste lo ordinario, que prefiera su solipsismo. Dice Desarthes sobre esa época de su pre-adolescencia: “lo equívoco me tranquiliza y me alegra. La polisemia, la parodia, el falseamiento curan mis angustias. Los retruécanos no me hacen reír, me ayudan a respirar” (p. 34).

¿Desde dónde se lee?

Pronto Desarthe se da cuenta de que no puede (o no cree poder) leer desde Francia. Porque asocia la lectura a lo burgués, a lo francés, un terruño difícil de poseer, para ella. Más es consciente de la paradoja de que “la literatura no sólo anula las fronteras, sino que además ayuda a franquearlas” (p. 100). Pero no, ella se sigue negando. Hasta que se da cuenta de que se ha convertido en el sujeto de la acción de leer.

Y, ello, gracias a la obra de Isaac Bahevis Singer, que le funciona de talismán.

Apartir de ahí ya podrá leerlo todo, pues ha conseguido entender, liberarse. Singer, nos dice Desarthe, “me dio acceso a una nueva proposición, a una repartición diferente de los atributos y posibilidades relacionadas con el género” (p. 115). Y es que hay un dato importantísimo en la biografía de Desarthe, justo de la época de la educación primaria, que no se puede pasar por alto. Comienza Desarthe a estudiar en la escuela femenina de la calle Jenner del distrito 13 de París. Pero pasa allí un solo día. Al día siguiente, por alguna razón (y que ella desconoce), la llevan al colegio contiguo, de niños. Así, es Desarthe una de las cuatro niñas en las diez clases exclusivamente masculinas de toda la escuela. Y allí comienza a leer sin esfuerzo, pero se produce que “la revelación alfabética” del lenguaje coincide “con el fin de la indiferenciación sexual y la inocencia, el principio del cuerpo femenino como presa, el descubrimiento de la violencia masculina, del silencio que la rodea, de su absurdo” (p. 115). Esto es: vincula inconscientemente la lectura con la amenaza, el sometimiento; la inferioridad, el desvalimiento.

La lectura de Singer le ayudará a conocer de dónde procedía, “una inmersión en el mundo arcaico que me había precedido […] aquel donde las mujeres se mantenían alejadas del poder, donde no tenían la libertad para decidir por sí mismas, donde nunca dejaban de ser menores” (p. 116). Y es que aunque Desarthe creciese en la “Francia exuberante y floreciente de los años sesenta” (p. 111) tiene la impresión de proceder de un mundo arcaico, desaparecido.

Para entender esto hemos de reformular la pregunta: ¿desde dónde se lee?

Desarthe se siente incómoda con el francés. Ha nacido en Francia, pero no así su padre, cuya familia procede de El Líbano. Su padre privilegia el idioma árabe, el idioma de su infancia, y detesta el francés, contra el que echaba pestes todo el rato; esto es, privilegia el pasado frente al presente y el futuro. Por su parte, su madre ha nacido en París y es francófona, pero la familia de esta procede de Rusia, y hablaban también yiddish y rumano. El resultado es que el francés acabará siendo para Desarthe una lengua meta, de llegada: “una lengua paterna más que materna, una lengua mal considerada, una lengua a la que se llegaba sólo al precio de una traición “(p. 69). De ahí que fuese incapaz de crear un vínculo afectivo con la literatura leída en francés. Singer, concluye Desarthe, “consiguió enseñarme a leer porque me indicó, en cierto modo, desde dónde escribo” (p. 118).

La traducción y la teoría literaria

A Desarthes la traducción (que comenzará a ejercer poco después de su salida de la Escuela Superior Normal, en el instituto Henri IV, donde estudia literatura) le ayudará a recuperar el amor por el idioma francés. Porque ser traductora le permite ser sede del “alma del autor”, ausentarse de sí misma, y no dejar más que “la técnica, la sintaxis, el oído” (p. 125). Como traductora, se acostumbra “a acoger, aprender a reconocer, a respetar” (p. 126) el alma del escritor, aprende a rehacer la verdad literaria del autor, a comprenderla. Se deja, pues, habitar (sin ya el temor de la “penetración” mental, tan simbólica). Produciendo el menor esfuerzo intelectual posible, se toma unas vacaciones del yo. Así, la traducción le sirve como atajo, la libera del terror antiguo de verse poseída, dominada por el libro.

También le será útil en esta conquista la teoría literaria, para apropiarse y gozar de los textos, pues, de un lado la legitima, le da un nuevo estatus (el de lectora experta). De otro lado, la cientificidad de las armas teóricas le permite dejar de ser ella, de ser una chica, de ser judía. Ya no es más que “una lectora”, sin toda la carga de connotaciones negativas que su identidad problemática le adhiere.

Al final, Desarthe entenderá que sus problemas con la lectura pasan por re-apropiarse del francés. Encontrar una voz y un lugar desde el que enunciar. Así, se siente llamada a la vocación de la escritura, se siente elegida para re-encantar el francés, para “prestarle la música de la que mi oído de niña mestiza se vio estructural y precozmente privado” (p. 138). Recupera(rá) pues esa noción primigenia del lenguaje, la de un lenguaje neutro del que uno se adueña. Esto es, volverá a aprender a leer. A partir de entonces, su objetivo será el de “hacer llorar a la noche también en francés” (p. 138). La escritura como el remedio a un incidente “en la esfera de las palabras” (p. 163), la escritura como garantía para poder leer bien, para adentrase con seguridad en ese lugar “de la alteridad calmada y el de la resolución, nunca concluida, del enigma que constituye para cada uno su propia historia” (p. 163). En definitiva, la lectura como espacio en el que ser, por fin, una misma.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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