Tan lejos de Dios

Me encantan los coches, sentir el tacto de una rueda, comprobar el nivel del aceite, abrir el capó y observar detenidamente el motor con todas esas piezas necesarias para su funcionamiento…

 

Hace tres años estaba visitando a mi padre. Se había comprado una casa en Oaxaca, México, y recientemente me había mandado varias fotografías del salón comedor y del jardín comunitario que compartía con sus vecinos. La imagen de la piscina vacía me impresionó, en su interior, bebiendo de un pequeño charco, aparecía un cachorro Doberman. Lo que me impulsó a emprender aquel largo viaje, entre otras cosas, supongo que fue la imagen desolada del perro. Después de unas cuantas semanas llegué a Oaxaca desde el DF en autobús. Allí estaba mi padre: avejentado y encanecido con su habitual pose en plan vaquero del medio oeste; piernas separadas y amplia sonrisa. Hacía varios años que no nos veíamos y, antes de llevarme a su nueva casa o enseñarme la ciudad, había concertado una cita con una joven dentista de nombre María Azucena Tamayo Ramos. Desde nuestra infancia mi padre nos había aleccionado sobre la necesidad de mantener una dentadura sana, explicaba que se trataba de un seguro de vida, así que ahí estaba yo sentada en el anatómico sillón de la licenciada en estomatología por la Universidad de la UNAM mientras hurgaba con precisión entre mis dientes deseando encontrar una caries, algún defecto en la mandíbula, o una muela creciendo a destiempo. No descubrió ningún deterioro; sonrió y me mandó enjuagarme la boca con un antiséptico azul. También me aconsejó que mantuviera una correcta higiene bucal usando hilo dental antes del cepillado, y se despidió con una frase que no es fácil olvidar: “es evidente que usted se sirve mucha fruta”.

Oaxaca es el destino perfecto si uno busca placidez. Durante los meses de junio a septiembre llueve todos los días, exactamente a las 17:00 horas. No lo podía creer, pero así fue. Por esa época residían muchos norteamericanos que alquilaban casas coloniales recientemente restauradas. Vivían de la artesanía: compra venta de productos confeccionados a mano por las mujeres del Estado de Oaxaca (rebozos, pañuelos, manteles o colchas), que después los americanos vendían en su país por el doble de su precio original. Eso les permitía llevar una vida tranquila, como de retiro espiritual si no fuera por la cantidad de plantas psicotrópicas que consumían, imagino que iniciados a través del sagrado manual de lectura obligada Lasenseñanzas de don Juan, del famoso aprendiz en brujería yaqui Carlos Castaneda.

Después de una visita relámpago por el centro histórico de la ciudad, donde pude ver alguna iglesia barroca y la vivienda museo del famoso pintor oaxaqueño Rufino Tamayo, llegamos a su casa. Nada más entrar por el portón del patio nos encontramos con un grupo de niños que jugaban al balón. Y allí estaba el Doberman intentando inútilmente quitarles la pelota. Esta vez no parecía afligido sino más bien contrariado, sospechaba que lo querían atar a un árbol para evitar molestias: niños crueles también los niños mexicanos. El mayor, de unos 12 años, nos recibió con una sonrisa. Tenía un flequillo largo que le impedía mirarme directamente a los ojos, así que ladeaba continuamente la cabeza mientras preguntaba a mi padre si le había traído algún dulce.

Su casa no era muy grande; un par de habitaciones y en el salón un ventanal que daba directamente a la piscina vacía, ésa que había visto en la fotografía. La decoración austera y la suciedad visible en los suelos embaldosados. Cajas llenas de libros apiladas sobre la mesa y numerosos objetos decorativos esparcidos por el suelo a la espera de que alguien los depositara ordenadamente en las estanterías.

Supongo que a mi padre le hubiera gustado dejarse caer en el sofá, encender la televisión y adormecerse al compás de la programación de Televisa, al menos eso es lo que hacía cuando vivía con nosotras: entraba por la puerta y directamente conectaba el aparato a la espera de algún informativo. Nos llamaba a voces para que le trajéramos algo de queso de la nevera, o una lata de aceitunas. Daba por hecho que las tres estábamos a su servicio. Pero esas pequeñas comodidades finalizaron cuando cumplí catorce años. Esa semana mi madre nos comunicó a Clara y a mí que nos marchábamos de casa sin nuestro padre: nos vamos a vivir por nuestra cuenta, fueron sus palabras exactas. Desde entonces mi madre parece una nueva mujer; más contenta y preocupada por su imagen. También le ha dado por desarrollar inquietudes, antes desconocidas, como hacerse socia de un club de montaña. Ahora cada fin de semana madruga para ir de excursión, incluso se atreve a pernoctar en refugios a pesar del rigor del clima. Nos cuenta que juegan a las cartas antes de irse a la cama, o hablan sobre política local y comida sin aditivos: una de sus últimas obsesiones. Ha recuperado a sus amigas después de largo tiempo aislada, con ellas va de tiendas y compra ropa ajustada que se prueba al llegar a casa. Últimamente también le da por hacer footing con sus amigas del gimnasio, preparan entusiasmadas sus vacaciones con seis meses de antelación manteniendo reuniones previas para elegir la mejor oferta estival. A veces las oigo desde mi habitación reírse sin motivo aparente, deben de sentirse muy optimistas después de tantos años cuidando a los demás.

Una mañana, al llegar a casa después de clase, mi madre me entregó una carta certificada desde México, era de mi padre. Me mandaba unos billetes de avión para ir a visitarlo a Oaxaca, e incluía en el interior del sobre una guía turística México desconocido, aparecía escrito en la portada junto con una fotografía a todo color de una monumental catedral.

−Eres boba −dijo Clara nada más leer la carta−. ¿De verdad piensas ir?

−Lo único que sé es que no voy a tirar esos billetes a la basura −contesté molesta.

−Piensa bien dónde te metes y deja de hacer locuras −replicó Clara.

Mi hermana intentó convencerme para que no viajara, opinaba que la carta no era más que una forma de chantaje emocional, una oferta maliciosa propia de un padre excéntrico. Aunque a mí, sinceramente, me daba igual la clase de padre que tuviera; lo que quería era viajar, sobre todo salir de esta ciudad mortecina aunque solo fuera por unos meses.

Clara nunca hubiera aceptado esa invitación. Ella fue quien descubrió a mi padre, cuando todavía vivíamos los cuatro juntos, saliendo de una cafetería con otra mujer, o haciendo llamadas telefónicas a altas horas de la madrugada. Además Clara odia México, dice que es un país machista donde las mujeres son menospreciadas. Nunca hemos hablado con franqueza del tema pero creo que la separación de mis padres la alteró lo suficiente como para negarse a salir de casa durante varios meses. Se volvió retraída e irascible, incluso con sus mejores amigas que terminaron por distanciarse de ella. Durante los meses que duró su aislamiento se aficionó a tocar la armónica a fuerza de escuchar discos de Bob Dylan. Desde entonces practica diariamente siguiendo un orden preciso; comienza invariablemente con el tema Tombstone blues y se despide con One more cup of coffee.

Anochece en Oaxaca. Deshago la maleta con calma, evito entrar en la cocina y tener que ayudar a mi padre a preparar algún plato “exótico”. Lo escucho carraspear desde mi habitación, produce un sonido inconfundible. Viste con ropas holgadas; me contengo para no burlarme, parece ridículo con esa pinta.

−Van a venir a cenar unos vecinos −dice−, les he dicho que estás aquí.

−Estupendo.

−Has crecido tanto en estos tres años…

Entonces me pide que le cuente cómo van mis estudios o pregunta si tengo novio. Sonrío y le hablo de algún amigo especial, ningún compromiso. A continuación se me escapa un profundo suspiro que mi padre interpreta como un síntoma de aburrimiento. Me mira y exclama: ¡los jóvenes sois tan increíbles!

Los vecinos de mi padre Lupe, Amancio, y su hijo de 18 años Gustavo, aparecen con churipo y enchiladas placeras de pollo. Por lo visto se trata de un sabroso plato, esencial en las fiestas del Estado de Michoacán. Nos sentamos a la mesa. Después de interesarse por el viaje, Gustavo me pregunta por el nombre de algún grupo de música español. Le nombro a Glutamato Ye-Yé, Alaska y Dinarama y Siniestro Total. Me explica que en México no hay demasiados grupos de música pop, todo lo que se escucha es música gringa. Mi padre se levanta un instante y trae de la cocina la cubitera. Al posarla sobre la mesa se queda observando embobado el escote de la blusa de Lupe. Amancio descorcha ansioso el vino español y nos lo sirve. Con la copa en la mano y sin dejar de beber siquiera un instante, Lupe enumera, a modo de guía turística posesa, los lugares imprescindibles que debo visitar en Oaxaca. Describe el mercado de la ciudad, lleno de frutas exóticas, o me indica cómo llegar a Monte Albán, antigua capital de los zapotecas situada a 8 km de la ciudad. Enfrascada en las explicaciones me detalla, sin venir a cuento, la cantidad de niños limpiabotas que trabajan en las calles buscando una manera digna de ganarse la vida, y aprovecha la ocasión para mencionar la conocida cita de Porfirio Díaz: “¡Pobre México!, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”. Mareada, sigue charlando sin parar mientras apura otra copa más de vino español. Ahora le da por recordar sus orígenes: nació en Zitácuaro, en el Estado de Michoacán, que significa “lugar donde abunda el pescado”. Se trata, según nos cuenta, de una zona de gran riqueza artesanal donde existe alfarería, metalistería y cestería. Vuelve a servirse otra copa, esta vez para aclarar que Zitácuaro surgió de las cenizas, y que en 1812 el general Calleja la mandó quemar y destruir. Más tarde, en abril de 1855, por ser un reducto liberal las tropas de Santa Ana también la quemaron y destrozaron. Durante la intervención francesa, en 1865, nuevamente fue incendiada por las tropas belgas. Yo nací del fuego, de las cenizas, dice Lupe con chispa y medio pedo.

Lupe es una mujer atractiva. Conoce perfectamente su capacidad de seducción, hasta me atrevo a asegurar que es una fiera en la cama. Creo que mi padre tiene un lío con ella.

La habitación de huéspedes de la casa de mi padre no dispone de armario. Apilo la ropa sobre una silla con el tapizado gastado. Cuando me despierto la casa está en silencio. Voy a la cocina y encuentro en la mesa una nota de mi padre: llegaré tarde, aparece escrito. Fuera, el sol calienta hasta abrasarme la piel. Me pruebo una visera ultra moderna que adquirí recientemente, parezco distinta, con pinta de turista. Sonrío, aquí nadie me conoce. Llaman al timbre. Abro la puerta sorprendida por la inesperada visita de Gustavo, que toma asiento en un escalón del patio, junto a mí, y comienza a relatarme su llegada a Oaxaca. Hace poco que llegamos a esta ciudad, dice Gustavo, vivíamos en Morelia. Allí se conocieron Lupe y mi padre. Él era viudo, mi madre murió hace cuatro años. Cansado de tanta soledad, mi padre corteja a la primera mujer que sale a su encuentro, o a su monedero. Aparece Lupe, se casan y nos trasladamos a Oaxaca por el aire puro del valle; es cierto, bromea Gustavo, lo escuchas hasta en la radio. Nos instalamos. Mi padre monta su pequeña empresa de repuestos de automóviles, recibe cada vez más pedidos. Compra la casa, con muebles incluidos. Lupe no para de coquetear con el médico, con el frutero, con su profesor particular de inglés: la odio. Odio a Lupe. Mi padre trabaja cada vez más. Se gasta su dinero en Lupe: cremas para Lupe, salones de belleza, viajes, ropa y tratamientos: todo para Lupe. Yo sigo odiándola. Ella continúa flirteando, esta vez con el encargado del Museo Benito Juárez. Tu padre se muda a la colonia; juega a la amabilidad vecinal, ya lo conoces, expresa con humor Gustavo. Rápidamente entabla relación con Lupe, son tal para cual. Quedan en el centro de la ciudad, en el hotel Colonial, en la habitación número 13. Descubro sus encuentros secretos. No quiero contárselo a mi padre por si sufre un nuevo infarto, aún no. Entonces llegas tú desde España. No son buenas noticias. Menos tiempo para verse en el hotelito. Esta es la historia, ¿te das cuenta del lío? Sorprendida por el relato le pregunto a Gustavo qué piensa hacer. Justo en ese punto me propone su intención: ayúdame a pillarles, me pide. ¿Para qué?, me da igual su vida sexual, respondo. Eres la única que puede ayudarme, suplica Gustavo, no puedo hacerlo solo, si le cuento esto a mi padre, no me creerá. Está bien, contesto compadeciéndome de él. Gustavo me cae bien, parece sincero. Esperamos unos días, mientras tanto hacemos turismo por el casco histórico de Oaxaca. Me enseña la basílica de la Soledad, recorremos los puestos de frutas y comemos tortillas sentados en un banco del parque. Al tercer día nos acercamos al hotel. Situados delante de la puerta número 13 tocamos muertos de miedo. Esperamos unos minutos. Llamamos nuevamente. Sale mi padre. No da crédito ¿qué hacéis aquí?, grita. Intenta acobardarnos. Nos obliga a entrar en la habitación, por si hacemos ruido. Él es empresario. Mi padre es empresario y teme por sus clientes, evita cualquier escándalo. En la habitación Lupe está situada cerca de la ventana, con voz asustadiza pregunta ¿vas a decírselo a tu padre, Gustavo? ¿No te caigo bien, verdad? etcétera, etcétera. Mi padre se lava las manos con un jabón perfumado, a continuación y sin esperarlo me agarra de un brazo violentamente. Bajamos las escaleras. Gustavo y Lupe salen del hotel unos minutos más tarde, como en una película policiaca. Subimos al coche que está aparcado en el recinto del hotel. Mi padre arranca, sale disparado. Una vez en marcha comienza a vociferar cada vez más alto. Agarra fuertemente la palanca de cambios. Mete primera, segunda, tercera, cuarta y quinta. Me pregunta ¿Por qué lo hiciste? ¿Quién te crees que eres?, ¿qué intentas hacer, mocosa listilla? ¿Te ha mandado tu madre? Le contesto que es un adúltero, que ya ha destruido una familia y que está a punto de deshacer otra. Le pido que se ponga en la piel de Amancio, de Gustavo. Amancio es un imbécil, dice, y seguimos discutiendo acaloradamente mientras conduce por una carretera estrecha sin quitamiedos.

De pronto oigo a Clara que me habla tan tranquila desde el asiento de atrás: ¡ves!, dice, te lo advertí, es un crápula ¿Qué se te ha perdido en este país, dime? ¿No fue suficiente con lo que le hizo a mamá? Clara va tan feliz con su música en el asiento de atrás escuchando Rainy Day Women, de Dylan. No deja de increparme: ¡no te das cuenta, no pintamos nada en su vida! A todo esto mi padre maneja colérico por una carretera inhóspita. No nos dirigimos hacia su casa, como había pensado, desconozco a dónde vamos. Estoy asustada. De pronto nos adelanta una camioneta, se coloca justo delante de nosotros, mi padre intenta pasarla. Aparece un coche en sentido contrario, trata de esquivarlo y gira bruscamente el volante, derrapamos… Lo último que recuerdo es a mi hermana Clara tocando a la armónica One more cup of coffee.

 

Me encantan los coches, sentir el tacto de una rueda, comprobar el nivel del aceite, abrir el capó y observar detenidamente el motor con todas esas piezas necesarias para su funcionamiento. Cada una de ellas tiene asignada su precisa labor, como el cuerpo humano y sus vasos sanguíneos. No me olvido del tema del diseño; siempre he admirado el acabado de un Escarabajo, o la palanca de cambios de un Mil Quinientos…

by Roxana Popelka

nació en Gijón, España, en 1966. Ha publicado los libros de poesía Ciudad del Norte (1989), Simplemente nada común (1991) y la antología Cumpleaños Feliz (2010), así como los libros de relatos Tortugas acuáticas (2006), Tan lejos de Dios (2014), y la novela Todo es mentira en las películas (2009). Próximamente aparecerá su segunda novela Preparados, listos, ya. Dirigió la revista literaria Lunula y actualmente colabora en las revistas Calle 20, Madriz y Culturamas de Madrid. www.roxanapopelka.blogspot.com

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