El escritor displicente

vicent

Siempre ha habido (y lo sigue habiendo) un cierto posado de escritor que, en aras de un voluntario dandismo decadente (pero que también puede quererse actitud de bonne vivant), esgrima de seguido las razones de la negligencia, de una particular dejadez necesaria. Ese querer retratarse con el emblema de la fatalidad dichosa bien visible, el blasón que le distingue en su franco entendimiento de su destino inexcusable: no el de la escritura sino el de ser escritor. Solo escritor.

Sucede supongo que, sabiendo uno (o apenas sospechando) que no están los dineros en el ámbito de lo literario, quiere reclamar para sí un cierto pago y se trabaja la vanidad igual que el banquero se ufana en la usura. Pero esto no es sino egocentrismo inverso, una autocompasión que quiere (pero no consigue) disfrazar de acto generoso lo que no es más que desesperación, soledad, desventura.

Porque no se escribe en el convencimiento de ser un individuo de exteriores, feliz y en comunión con el mundo. Se escribe justamente por saberse un ser de interiores, infeliz y desvinculado de los aconteceres mundanos. Se escribe, pues, como forma de desilusión última, en un intento postrer por agarrase al último cabo que pudiera servirnos de ligazón con una cierta convincente normalidad.

Pues nadie, además, nos pide que publicitemos nuestras calamidades. De hecho, lo que sucede comúnmente es que se les suele reprochar a los escritores su sátiro envanecimiento. Y en dicha amonestación se halla implícito un recado: en el permiso (a regañadientes) que te otorgamos para dar publicidad a tus desdichas, amigo escritor, se halla tu pago. En esa permisividad laxa para con tus asuntos, dejándote que nos des la matraca con ellos, habrás de encontrar tu satisfacción, Ahí y en ningún otro sitio. Por eso llama la atención la actitud que tenían algunos escritores cuando sí había dinero en el negocio de los libros.

En esto pensaba mientras leía estos días Jardín de Villa Valeria, de Manuel Vicent. Una novela publicada en Alfaguara en 1996 y que yo compré hace varias semanas en una librería de segunda mano. En ella, Vicent rememora sus comienzos como escritor y los nubla de un aire de solapada adversidad (más impostada que real), al tiempo que nos dice que “antes de ser escritor me dediqué a parecerlo”. Y que solamente escribía bobadas, nos dice, pero que sentía que su destino era el de ser escritor. Un escritor superficial, eso sí.

En fin, que la cosa es que termina una novela de apenas un centenar de páginas y la manda a Alfaguara. Dice Vicent, con enfática grandilocuencia: “mi único patrimonio eran aquellos cien folios escritos a doble espacio que trataban de la muerte de un gordo amigo mío que se había matado en la moto”. Pero es mentira, porque su padre le acababa de comprar un piso cerca del Bernabeu y le pasaba mensualmente un cheque para sus gastos. Recién casado, también a su mujer su familia le mandaba un cheque desde México.

Sucede que un asesor de la editorial Alfaguara llama a Vicent a los pocos días de haber recibido el manuscrito, le recibe en su casa y le asegura que le va a publicar el libro. Al poco tiempo, encima, gana el Premio Alfaguara de novela. Y aparece en televisión. Como si tal cosa. Sin el menor aparente esfuerzo, como escribiendo en los ratos libres, casi a contra corazón; queriendo quizá demostrar que no se ambicionan prebendas.

No quiero aquí restar méritos a la suave prosa vicentiana, pero sí llamar la atención sobre una actitud que creo muy propia de sus contemporáneos. O, al menos, de esas varias generaciones que hicieron dinero con la literatura. Precisamente Vicent en este libro que nos traemos entre manos escribe que “toda caída moral dejaba una lesión en la piel”. Podemos argüir que las lesiones aquí se cifran en una semántica displicente, de un “pero sepan que que yo no quería”.

Para los escritores que sí que queremos, y que nos dejamos las pestañas en cada párrafo, en cada línea, en cada palabra, en cada coma (y todo ello aun a sabiendas de que lo único que conseguiremos será hacer más grande nuestra pobre desesperación) nos resultan estas actitudes extrañas, si no antipáticas. Porque ya lo dije, nosotros sí que queremos, pero no nos dejan. Se puede ser vanidoso en la riqueza y un dandi decadente en la pobreza, más lo que no se puede tolerar de ningún modo, en mi opinión, es el denuesto gravoso (y público) del empeño del escritor, del sudor de los dedos contra las teclas, del trabajo realizado de la mejor manera posible. Esto es, al menos, lo que piensa un escritor que sí desearía abiertamente algún beneficio o ventaja por su escritura, pero que sabe que no lo tendrá. Esto es lo que piensa un escritor que entiende la literatura como una actividad digna y esforzada, tal que un oficio como cualquier otro. Solo que mejor. Muchísimo mejor.

 

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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