Huellas

Las huellas dactilares se asocian con la culpabilidad, pero la tradición es que la huella del pie hable de inocencia. Piensen en el buen rey Wenceslao y su paje, cruzando la nieve iluminada por la luna para llevarles comida y leña a los pobres:

Observa mis huellas, fiel escudero,
Písalas con coraje.
Verás cómo la saña del invierno
Menos enfría tu sangre.

Dice la leyenda que el santo iba descalzo en estos viajes nocturnos. Se dice que el Papa Pío II caminaba descalzo por la nieve en reconocimiento al «milagro de las huellas» por el que Wenceslao transmitía su calor radiante a su seguidor. La huella habla de un sentido innato de los límites humanos, compartidos incluso por los ricos y poderosos, porque expresa una especie de cimentación literal, una conexión con la tierra marcada desde la niñez y que permanece intacta, sin que importen los medios más sofisticados a los que recurramos para desplazarnos de un lugar a otro.

Nunca olvidaré el momento de euforia en la playa de Glenelg, cuando me giré para ver el rastro de formas perfectamente perfiladas que iba dejando atrás en la arena. Por entonces tenía seis años, acababa de llegar a Adelaida, y la única playa que conocía hasta ese día era la de Hastings, en Inglaterra, donde tenía que ponerme náuticos de goma para protegerme los pies de los moretones que causaban los guijarros amontonados en la orilla del mar.

Cuando vuelvo ahora a Glenelg, apenas reconozco el lugar. Hay un puerto deportivo en el que están amarrados yates y motoras, la primera línea de playa está revestida de propiedades que valen muchos millones de dólares. Estas son huellas de otra clase. Las huellas están cambiando, perdiendo su inocencia a medida que se hacen más grandes, y su sentido se está expandiendo para adquirir nuevas inflexiones metafóricas que reflejan la relación cambiada y cambiante entre la tierra y sus cargas humanas.

Me atrae este terreno expandido de la metáfora. Mientras lo contemplo, todo tipo de historias parecen surgir ahí, historias de tiempos y hemisferios diferentes, pero que exigen una conexión con una insistencia la cual, lo tengo decidido, no puedo ignorar. Debo ejercer el papel de intermediario, si es que es eso lo que se me exige hacer. Pero primero tengo que hacer la tarea.

Verifico mi huella ecológica en internet, pero los resultados no son nada buenos. Al final del cuestionario, un lacónico mensaje me comunica que se necesitarían 4,6 planetas Tierra para mantenerme en mi modo de vida actual. Eso es más o menos el promedio para mi grupo demográfico, pero no es exactamente lo que llamaríamos una situación tranquilizadora, de modo que rediseño el avatar en la pantalla (selecciono un corte de pelo a lo Bobby y unos pantalones con parches), y me dispongo a crear un perfil que me encuadre dentro del presupuesto de un solo planeta Tierra.

Incluso haciendo trampas, lo intentaré tres veces antes de que me diera la luz verde. En mi primera tentativa, encojo el tamaño de mi coche y de mi casa, me pongo en una dieta de pollo y pescado, reduzco mis compras de ropa a unas cuantas camisetas y reduzco a la mitad el tiempo que paso viajando en aviones. Con eso apenas rebajo mi nota, que queda en tres planetas. Vuelvo a empezar, y ajusto mi estrategia desde una leve deshonestidad a la de mentir descaradamente.

Tras hacerme vegetariana, descartar el coche en favor del transporte público y eliminar los vuelos en su totalidad, todavía estoy en 2,1 planetas. Para poder encajarme en un solo planeta, tengo que reducir mi residencia a una casita pequeña con energía solar que he de compartir con otras tres personas, tengo que desplazarme en bicicleta y volverme vegana.[1. http://www.footprintnetwork.org/calculator]

Mi primera reacción es: ¿es necesario? ¿De verdad tengo que deshacerme de tanto mobiliario mental, por no hablar del mobiliario vital? ¿Quién va a obligarme a ello? ¿Mi conciencia? La conciencia te empuja a hacer y a no hacer todo tipo de cosas, pero no se le puede permitir llegar demasiado lejos.

Debe equilibrarse con el pragmatismo, y además, sin duda hay espacio para una medida de escepticismo. Hay que contar con márgenes de error —márgenes considerables—, y todavía hay voces que arguyen que puede que la crisis del planeta Tierra sea una falsa alarma. No es la primera vez que hemos recibido el anuncio de que se nos viene el-fin-del-mundo-tal-como-lo-conocemos. Los alarmistas no dejarán de sonar, como un acúfeno, en nuestros oídos, y no debemos permitir que su ruido atraiga nuestra atención continua ni ignorarlo por completo. Bueno, ese es el tipo de mezcla de mensajes que circulan en los medios de comunicación, pero lo que no deja de llamar mi atención es un cuento con moraleja, una historia que de algún modo me hace recordar la imagen del dibujo del avatar cuya marcha hacia adelante en la pantalla del PC va dibujando una línea alrededor de todos los recursos que está agotando.

Es un cuento de León Tolstoi. Solía leer a Tolstoi cuando era estudiante, pero ahora recelo un tanto de su escritura, en especial de esas narraciones breves que laten silenciosamente. Ábrelas, y antes que te des cuenta, el universo entero empieza a desempacarse. La primera vez que leí este cuento yo tenía unos dieciocho años, y ciertas imágenes en él han quedado alojadas de forma permanente en mi mente. James Joyce la llamó «la más grande historia que conoce la literatura del mundo». Su título, en una traducción literal, es «¿Cuánta tierra necesita un hombre?» No es ese un título muy bueno, en verdad, pienso mientras encuentro la página correspondiente. La ficción no debiera mostrar sus mensajes morales en la solapa, y aún más, debería escoger mensajes que sean sutiles, inusuales o incisivos, y no hacerle proposiciones al lector con sus eslóganes. Así y todo, la pregunta, fresca por la experiencia que he tenido en la web de Global Footprint Network (GFN), me viene como anillo al dedo. ¿Cuánta tierra necesita un hombre? La GFN podría responder a la pregunta de forma instantánea: 1,8 hectáreas de tierra bioproductiva. Bueno, eso es lo que hay, desde un punto de vista planetario, y desde un punto de vista biológico, una vida humana debiera ser sostenible con esa medida de los recursos terráqueos.

La narración de Tolstoi se inicia con la discusión que entablan dos hermanas. Una es la esposa de un campesino, que vive en tierras de pastoreo comunales; la otra se ha mudado a la ciudad y alardea de su vida entre una sociedad moderna. Se trata del viejo enfrentamiento entre la vida de la ciudad y la vida del campo, entre el mundo de la suficiencia tradicional y el mundo lleno de novedades, estilo y lujos. La esposa del campesino corta la discusión con un viejo proverbio. «Perder y ganar son como hermanos, tal para cual.» Entonces, su marido, un hombre llamado Pahom, que está descansando junto al hornillo de la cocina, hace su propio comentario por lo bajo. Vivir de la tierra está bien, si hay suficiente tierra. «Si tuviese bastante tierra, no le tendría miedo ni al mismísimo Diablo.»[2. Leon Tolstoi, «How Much Land Does a Man Need?» en The Raid and Other Stories, Oxford University Press, 1982, pp. 213-14] Mas el diablo, que por casualidad merodea en el aire caliente que sale de detrás del fogón, oye también el comentario, y la narración cambia de marcha. La creencia corriente de un trillado cuento popular está a punto de adoptar proporciones metafísicas, con un filo siniestro. Y es precisamente el tamaño de la huella humana el tema en cuestión. Con cuánta precisión es un asunto que solamente el diablo puede prever, y sus designios se desarrollan de forma gradual.

La familia del campesino forma parte de una comuna, que comparte un pequeño rebaño de bestias en una extensión inadecuada de tierra de pastoreo, pero unos cuantos meses después de la escena inicial de la narración, surge la oportunidad de comprar tierra de manera independiente cuando se liquida una finca local. Pahom puja con éxito, y su primera experiencia de la propiedad de la tierra se expresa en forma de epifanía de un hombre pobre. «Cuando iba a arar sus campos, o a mirar cómo crecía el trigo, su corazón rebosaba de dicha. La hierba que allí crecía y las flores que allí brotaban le parecían distintas de todas las que crecían en otros lugares.»

Son estos buenos sentimientos, y seguro que la gente de buen corazón los encuentra sugestivos, mas también lo hace el diablo, quien ya no se halla merodeando sino repleto de energía y en movimiento, provocando al vecindario. Surgen discusiones respecto a límites e invasiones de terrenos. Hay frustración, problemas que resolver, y como bien sabe el diablo, el camino al infierno está empedrado con personas empeñadas en resolver problemas. Le hace otra visita, bajo la apariencia de un agente inmobiliario ambulante de nuevo cuño. Hay un lugar río arriba, le dice, donde se está vendiendo la tierra muy barata. En realidad, es muy lejos río arriba. Pahom viaja en el vapor hasta donde éste le lleva, pero todavía tiene que caminar trescientas millas hasta su destino. Si uno quiere ampliar la huella, ¿acaso no es necesario irse al extranjero? ¿No es así cómo surgió la economía global en primer lugar, mediante la incursión geográfica de los capitalistas de empresa? Pero esta no es una historia de transformaciones repentinas. Tolstoi permite que tanto el tiempo como el espacio se dilaten en su narración. Es el típico caso de una cosa que lleva a otra, y por supuesto, el traslado a sus nuevas tierras de pastoreo no constituye el final del viaje de Pahom, ni de los afanes del diablo, que dan lugar a problemas en el vecindario del mismo tipo que los mencionados, de tal manera que, igual que antes, el propietario de tierras tiene que resolver sus problemas mudándose otra vez, o ganando más extensión y mejor control sobre la tierra.

La oportunidad en esta ocasión tiene un cierto aire romántico. Supone una aventura de frontera, en las remotas estepas cerca de la frontera meridional de Rusia, donde se les ha convencido a los bashkires de que vendan algunas de las vastas extensiones de excelente tierra de pastoreo, de las cuales han sido propietarios ancestrales. En su condición de nómadas, según dice el rumor, los bashkires no otorgan valor a la tierra, y les hace gracia que haya gente dispuesta a darles dinero o productos valiosos a cambio de ella.

El viaje de Pahom le lleva a remontar el río Samara, afluente del Volga, al interior de la región adonde fue el mismo Tolstoi, en estado de agitación y depresión en su vida madura, a comprar tierras a principios de la década de 1870. Los fantasmas de la conciencia del escritor se ciernen sobre esta fase de la historia, puesto que Tolstoi, a diferencia de su protagonista más sencillo, nunca le ganó la batalla a su conciencia, lo cual puede haber restringido su perspectiva sobre el proceso de negociación, para evitar las funestas consecuencias hacia las que se dirige Pahom, como un alter ego alegremente ignorante.

Durante su viaje, Pahom colecciona unos cuantos regalos lujosos del tipo que él piensa le resultará atractivo a los bashkires, y se prepara mentalmente para un proceso de negociación en el cual su objetivo es conseguir el máximo posible a cambio de lo mínimo. A su llegada, los bashkires lo entretienen con un excelente humor, y le dicen que el precio de su tierra es mil rublos al día. Él no lo entiende. Mil rublos, le explican, por tanta tierra como pueda un hombre rodear en un día, a pie, entre la aurora y el ocaso. Al amanecer, los ancianos bashkires se reunirán en el punto de partida acordado y permanecerán allí hasta que el sol se ponga en la línea opuesta del horizonte, para sellar el trato. El comprador deja marcas a medida que avanza, y un labrador le sigue para ir creando el surco del límite entre ellos. Durante la inquieta noche que precede al día crucial, Pahom calcula que puede caminar unas treinta y cinco millas entre la salida y la puesta del sol, lo cual debiera equivaler a unos 40.000 acres. Esa es una gran huella. Para Pahom, será por fin suficiente.

A la salida del sol, se pone en marcha desde la línea de partida a un ritmo vigoroso y firme, mas a medida que el sol se alza más alto, permitiéndole hacerse una idea de la configuración del terreno, se motiva para caminar con más brío.

Hay una colina boscosa que puede abarcar, y un valle, perfecto para cultivar lino. Desde todas las perspectivas, en su mente surgen visiones de la abundancia futura que crecerá en ese lugar, pero su cuerpo le envía otro tipo de mensajes. Empieza a hacer calor. Apenas ha llevado consigo algo de comer y de beber, y le duelen los pies. Deteniéndose para un breve descanso en la pendiente de la colina, puede ver a los viejos reunidos alrededor de la meta, su punto de destino, tan lejos que le parecen hormigas.

La carrera final de Pahom es una pesadilla en aumento, a medida que la distancia hasta el poste de la meta se va extendiendo delante de él, mientras el sol poniente va hundiéndose sobre la línea de colinas a un ritmo que él no puede igualar. Empapado de sudor, sus pulmones «trabajan como los fuelles de un herrero», y sufre un infarto agudo de corazón. El jefe de los bashkires toma una pala y comienza a marcar toda la tierra que su ambicioso cliente va a necesitar ahora: una parcela de apenas dos metros, para su tumba.

Hay algo fundamental acerca del tema de extralimitarse en kamagra uk legal nuestras demandas correctamente delimitadas sobre la tierra. ¿Pero, cómo establecemos el límite? La extensión que como objetivo en su última carrera serviría, en la economía actual, para mantener a los residentes de uno de los barrios más pudientes de Sydney en el estilo de vida al que están acostumbrados, pero es difícil medir la distancia entre estas dos situaciones en la conciencia y en el conocimiento. En el paisaje urbano, rara vez tenemos los pies en el suelo en el verdadero sentido literal de

la expresión, puesto que la configuración del terreno ha quedado transformado por la arquitectura y la ingeniería. Tal y como lo expresa Paul Carter, «se interponen muchas capas entre nosotros y la tierra granular».[3. Paul Carter, The Lie of the Land (London: Faber and Faber, 1996), p. 2.] Pahom se halla justo ahí, en el espacio fundamental, atrapado entre el alba y el ocaso, entre los límites del cuerpo y el alcance de su imaginación.

Entre otras cosas, su historia ilustra la génesis del conocimiento económico, el cual resulta frustrado por los principios mismos de medición de los cuales surge. Al tomar la medida de las cosas, entran en juego los sistemas de cálculo, pero puede haber extrañas inconmensurabilidades entre un sistema y otro. Los bashkires tenían evidentemente un conocimiento perspicaz del principio de inconmensurabilidad. Mil rublos al día. Es una ecuación que pone a prueba a la mente económicamente instruida, al crear confusión en los principios primarios de tiempo y espacio. El dinero es lo que los junta, pero no únicamente el dinero. No se trata de un contrato de arrendamiento. Hay algo más que dinero en juego, y en este caso es una vida humana: un corazón que bombea y hace circular la sangre, unos pulmones que aspiran y exhalan, unos pies en el suelo. La mirada clavada en el blanco. El movimiento y la motivación crean otra ecuación que cruza entre dimensiones. Que hayan de entrar en colisión con tal irrevocabilidad, y que la fisiología animal del movimiento decida el asunto por encima de las determinaciones más altamente cargadas de la voluntad, supone un shock al sistema. ¿Pero el sistema de quién? Desde luego, no el de los propietarios ancestrales, aunque su estrategia de negociación puede muy bien haberles salvado de un intercambio con consecuencias letales para su modo de vida.

Esta es una visión de la adquisición económica y la ocupación indígena como dos formas de relación con la tierra radicalmente incompatibles. En este caso, los bashkires logran girar la cultura de adquisición, con todo su ímpetu letal, contra sí misma. Estos nómadas, perplejos ante las obsesiones de los extranjeros obstinados con los límites, tienen evidentemente algún indicio pícaro de cómo el límite puede ser un arma de doble filo, y han encontrado un táctica para controlar su despliegue. Han ideado un truco para delimitar la huella del hombre económico, aunque hay que decir que el truco solamente puede funcionar en situaciones en las que se adopte un enfoque de negociación de alguna clase.

En Australia, bajo el principio de terra nullius, las historias de propiedad ancestral y adquisición económica se rematan de un modo bastante diferente. Podemos señalar con todo detalle el día en que la conciencia económica entró en la relación de esta tierra y la especie humana: el 29 de abril de 1770, el día del primer desembarco de James Cook en Bahía Botánica. Los diarios de Cook son testimonio de un mundo conocido por números y cantidades. Él apunta la longitud y la latitud de las posiciones del Endeavour, las profundidades del mar que lo rodea, la distancia a vadear hasta la orilla, el meridiano del sol, la hora a la que sale la luna. Los detalles sobre el peso, con o sin entrañas, de dos rayas que ha atrapado la tripulación le interesan evidentemente menos. Tacha el apunte, y deja las cifras en blanco. Es tarea de Joseph Banks conocer los detalles sobre qué vive y crece en el medio ambiente; la responsabilidad de Cook es la orientación técnica. Instruido en las disciplinas más avanzadas de la medición disponibles en su tiempo, las medidas que necesita tomar son las de la tierra misma, en su mayor entorno global, y al hacerlo posibilita su posesión como un todo, dentro del sistema del imperio. En sus aventuras, Cook estableció los límites del imperio más amplios que ningún otro ser humano lo había hecho anteriormente. Tal como lo expresa un reciente biógrafo suyo, «le puso una faja a la tierra dos veces».[4. John Gascoigne, Captain Cook: Voyager Between Worlds, Hambledon Continuum, 2007, p. xiv.]

Una vez se inicia la colonización, la escala de la historia se ralentiza y son las narrativas las que comienzan a multiplicarse. La ficción explota la licencia de la memoria, individual y cultural; a través de líneas argumentales cada vez más profundas, la memoria se remonta a un estado de inocencia, luego se vuelve pesada con su pérdida. En el extremo inocente del espectro está la semiautobiográfica We of the Never Never (1908), que relata la vida de la comunidad de colonos en Elsey, una de las más grandes explotaciones de ganado vacuno en el Territorio del Norte. Los recuerdos son los de la Sra. de Aeneas Gunn (Jeannie Gunn), modelo de valentía, a cuyos ojos los negros que rodean la casa de la hacienda son una comunidad jovial de ayudantes serviciales. Ella expresa una opinión ingenuamente razonable de sus derechos: el hombre blanco ha tomado su tierra —para la cual se asume discretamente la justificación, sin apenas elaborar— pero ellos deberían tener libertad para ir y venir sobre ella, y llevarse lo imprescindible que sean necesario para su sencillo estilo de vida. Los ganaderos blancos tienen suerte de tener cubiertas sus necesidades. Cuesta conseguir alimento, combustible y refugio, y su situación es una inversión irónica de la ecuación convencional entre extensión y opulencia. Esta hacienda ganadera se extiende por más de medio millón de hectáreas, de modo que el proceso de trabajarla implica arduos viajes que se adentran «en llanuras inhóspitas, quemadas por el sol y repletas de agujeros». La puerta de entrada está a cuarenta y cinco millas de la casa y a 130 millas del siguiente paraje habitado por humanos. En estas circunstancias, la contención de una modesta casa es bienvenida y en última instancia, tal como hace constar Jeannie Gunn (sin necesidad de asociarse con Tolstoi), «todo lo que estos hombres de los días del pastoreo le han pedido a su nación es…’suficiente tierra para enterrar a un hombre'».[5. Aeneas Gunn, We of the Never Never, Random House, 2000, pp. 38, 107.]

En febrero de 2000 se resolvió una reclamación de título de propiedad nativo sobre la hacienda Elsey en nombre de los propietarios ancestrales, los Maharri, y el área, junto con el casco urbano de Mataranka está ahora bajo la gerencia de la comunidad local. No es que su historia no haya estado libre de disputas, pero la web de Mataranka invita a los visitantes a Never Never, como «tierra fronteriza de verdad, un área de tierra salvaje e intacta, que no ha ajado el desarrollo».[6. http://www.mataranka.nt.gov.au/council/]

We of the Never Never ha adquirido un estatus de cuento cuasi-popular, y cuenta con un contrapunto en la novela A Town Like Alice (1950) de Nevil Shute, situada en un lugar similarmente remoto al otro lado de la frontera con Queensland y que también concierne las experiencias de una joven mujer blanca que enfrenta el reto de la vida en una gran hacienda ganadera. Los dos libros se hacen compañía en las estanterías de la librería del aeropuerto de Alice Springs, desplegados como lecturas esenciales para los que se lanzan a hacer el circuito de los tours del outback australiano. De hecho, fue allí donde compré mis copias, y las leí en las cafeterías con aire acondicionado de Alice Springs, entre chapuzón y chapuzón en la piscina del hotel. No le estaba haciendo ningún bien a mi huella ecológica, pero ¿quién no querría pasar así el tiempo, en un lugar así? Es la vida que soñaba con crear Jean Paget en la narración de Shute para las mujeres blancas del outback australiano, y ella le habría añadido unos cuantos extras a mi escena de lujo: una gaseosa con helado, una visita al peluquero, lociones para refrescarme la piel, y un par de zapatos nuevos de piel de cocodrilo, de la más fina que haya. En la agenda de Jean Paget no había lugar para las restricciones.

Su historia comienza dos generaciones después de la de Jeannie Gunn, cuando arriba en avión a las tierras del golfo de Carpentaria, en el norte de Queensland, trayendo consigo un legado heredado recientemente y varios años de experiencia como secretaria en un negocio de fabricantes de zapatos de Londres. No estando dispuesta a resignarse a una vida de trabajo duro y privaciones materiales, se lanza de inmediato a reformar las condiciones que ve alrededor suyo, especialmente las de la población local. Willstown (un lugar ficticio basado en Burketown) es un antiguo asentamiento de la época de la fiebre del oro que se ha ido vaciando a un ritmo constante. Cuando escribe a casa, Jena informa del conjunto de cosas negativas: no hay un cine, no hay una tienda de ropa, no hay ningún sitio donde comprar un diario o un helado, no hay ni siquiera una radio que poder escuchar, no hay suministro de alimentos frescos. En la tienda de comestibles venden guisantes, herramientas y líquido limpiador multiusos, y el único entretenimiento es el encendido del fanal de gas alrededor del chorro que sale del pozo artesiano en la calle principal. Las mujeres no quieren quedarse en un lugar así, y los hombres llevan áridas vidas de solterones.

Jean tiene la visión de convertir Willstown en una ciudad floreciente como Alice Springs. Abrirá un pequeño negocio de manufactura de calzado para explotar la disponibilidad de buenas pieles de cocodrilo, dándoles empleo a media docena de mujeres jóvenes. Y tiene que haber una heladería para que tengan un lugar donde relajarse y gastarse sus ingresos. Sagaz empresaria que es, a Jean no le supone ningún problema convertir estas visiones en realidad. En poco tiempo, la fábrica de calzado ha doblado su plantilla y la heladería se ha diversificado para convertirse en un centro multiusos dedicado al lujo femenil, vendiendo cosméticos y ropas de moda además de las delicias que se sirven en las mesas de cristal. Se instalan aparatos de aire acondicionado, y grandes refrigeradores. Prolifera la maquinaria en la fábrica. A estas alturas, Jean decide que necesitan también una piscina, una que tenga trampolines y vestuarios, rodeada de hierba verde, fresca. Si le saca «un chelín a cada bañista», no puede sino ser una empresa solvente.[7. Nevil Shute, A Town Like Alice, Gecko Books, 2006, p. 411.]

En A Town Like Alice, la cultura de la mercancía brota con una resplandeciente inocencia, como una forma de beneficio para la comunidad. La novela es asimismo, sin darse cuenta, una crónica de la progresiva huella ecológica, impulsada por las necesidades y deseos de las mujeres blancas. Una visión así es por supuesto parcial, y en cierto modo un tanto sentimental. Como representación de la cultura colonizadora, es ajena en su relación con el más amplio contexto, el cual empieza pronto a mostrarse en una ciudad como Alice Springs.

No toma mucho tiempo darse cuenta de que la ciudad alberga dos economías, y su separación viene marcada por las líneas paralelas del Centro Comercial (Todd Mall) y el Río Todd. El río baja seco la mayor parte del año, y su lecho arenoso es el lugar donde duermen y pasan el tiempo docenas de aborígenes. Las cafeterías son los puntos de reunión de los blancos —los negros no entran en ellas. Sentada en una de esas cafeterías, con el libro delante y mientras me iba comiendo la espuma de mi capuchino con la cucharilla entre párrafo y párrafo, miraba a través del ventanal polarizado hacia el mall, mientras un grupo de aborígenes pasaba rápido acompañado de sus perros, y me inundó una sensación que no pude identificar.

Una etiqueta obvia para ella sería la culpa, pero era algo más físico, una sensación de estar corporalmente fuera de lugar, o más que eso, casi me sentía como si no estuviera allí en absoluto, no era una presencia en aquel lugar, simplemente una proyección al azar, como teletransportada en una cápsula de cristal, con los accesorios del libro y la cucharilla.

Al atardecer salí y crucé el lecho del río, quitándome los zapatos para poder sentir la arena bajo mis pies. No estaba segura de que fuera una buena idea estar paseándome por allí. Era un lugar del tiempo de los sueños ancestrales, y si una va a pisar los sueños, ¿no sería mejor ir al menos acompañada de un Wenceslao que haga de guía, un anciano que sepa acerca del cruce entre un mundo humano y otro? Mas la cultura a la que pertenezco ya no tiene ancianos así. Tenía que mirar bien donde plantaba los pies, porque había cosas en la arena. Paquetes de cigarrillos, latas, botellas hechas añicos, envases de comida, algún zapato que otro: objetos esparcidos desde las líneas de abastecimiento que acceden a la economía de la ciudad. Un derrame de una herida abierta, donde otra clase de cuerda salvavidas ha quedado partida.

Había una mujer aborigen sentada en la hierba mirándome mientras yo me aproximaba a la otra orilla del cauce. Me hizo un gesto para que me acercara a ella, obviamente relajada ante mi presencia allí. Quería venderme una pintura, por $15 dólares.

Es el precio habitual de los lienzos recién pintados que se venden en las calles de la ciudad. «Esto. Río. Tiempos de sueños de mujeres. Esto, aquí. Las mujeres.» Señaló una fila de formas que semejaban orugas semiarqueadas, dispuestas junto a la línea ondulada del río. Esos perfiles contenidos de la presencia de las mujeres, uno de los símbolos más familiares del arte aborigen, dicen algo acerca de cómo los seres humanos se mantienen en su escala en la tradición aborigen.

Para los australianos que no formamos parte de esta tradición, el nuestro es un país de contornos confusos. La novela The Secret River (2005) de Kate Grenville se inicia con una escena nocturna de los principios de la vida colonial cerca de Sydney. Un hombre plantado a la puerta de su choza, una estructura que cuenta con «apenas una puerta, escasamente una pared,» y observa atentamente la oscuridad y sus relieves. Tiene miedo de la invasión de sus silenciosos nativos, que tienen la habilidad de camuflarse en casi cualesquiera condiciones de luz y de oscuridad.[8. Kate Grenville, The Secret River, Text, 2005, p. 3. (N. del T.: Publicado en español por Almuzara en 2008 con el título de El río secreto, trad. Susana de la Higuera Glynne-Jones).]

William Thornhill es un convicto liberado, quien en un futuro tiene planes de trasladar a su familia a una parcela de terreno en las orillas del río Hawkesbury, donde es su intención ganarse el sustento. Al final de la novela y tras el paso de muchos años, este mismo hombre está en la veranda de su bonita casa al atardecer, inspeccionando la tierra con un catalejo. Es ahora propietario de unas 120 hectáreas, y cuenta con un pedazo de papel que lo demuestra. Los límites de su propiedad están bien marcados, y delimitados por una valla. La nueva casa está construida sólidamente siguiendo el modelo europeo, y cuenta con puertas que pueden cerrarse con llave. El jardín está rodeado de muros altos y tiene un par de magníficas puertas que guardan un par de leones de piedra, importados. Y no obstante, la tierra que le rodea se niega todavía a acomodarse en alguna clase de perspectiva. A través del telescopio, su escala es engañosa, y tiembla como un espejismo bajo la luz angulosa. Thornhill sabe que hay algo no anda bien entre él y la tierra. Ella le pertenece a él, pero él no pertenece a ella.

El hecho de que la tierra sea el socio mayoritario en cualquier transacción de propiedad es un principio que los que se hallan en la economía de colonización no pueden permitirse comprender, pero tiene modos de afectarles. Con The Secret River, regresamos a la escena primordial de la propiedad de la tierra, una escena en la cual se repiten los ingredientes psíquicos de la experiencia de Pahom. Los hemisferios del globo no mantienen estas experiencias separadas. Es como si siempre estuvieran ahí, pasando inadvertidas en el paisaje, esperando a cobrarse a algún humano lo bastante incauto como para adentrarse ahí en kamagra gel cijena busca de una propiedad.

Todo comienza de una manera bastante inocente –en apariencia–, espoleado por el aliento de la libre empresa, impulsado por los imperativos de resolución de problemas que acompañan a toda tentativa de ganarse la vida de forma sostenible desde cero. En este caso, el comienzo es simplemente arar la tierra para poder plantar grano, y las marcas de la labranza son las primeras señales de la reivindicación de la tierra en los términos del hombre blanco. A falta de vallas u otras marcas de delimitación, uno de los problemas iniciales es la dificultad de distinguir si una determinada extensión de tierra junto al río está libre para ser «ocupada».

Una vez que ha establecido que la propiedad de la parcela que ha escogido está vacante, Thornhill comienza las transacciones necesarias para ocuparla: consigue dinero mediante un préstamo, firma un título de compra de cien acres, se negocia un préstamo aún mayor para cubrir la compra de un barco comercial. Todo esto tendrá que ser devuelto, mediante el trabajo y la laboriosidad. La línea de adquisición está siendo alimentada a medida que la visión se engrandece, pero debe mantenerse siempre a la vista el punto de cierre. Thornhill tiene un marco temporal limitado para cerrar el trato, de manera que el reloj avanza y él debe trabajar a destajo para devolver la suma dentro del periodo marcado por el acuerdo.

Puede que Tolstoi lo hubiera considerado ya vendido al diablo, pero durante las primeras veinticuatro horas Thornhill se siente igual que Adán antes de la Caída, otra vez rociado por la inocencia del mundo mismo. Este lugar es el suyo, se da cuenta, ‘en virtud de haberle puesto los pies encima’. En su momento de epifanía, repite la luminosa sensación de conexión de Pahom con todo lo que ve: la hierba, el mirlo, la luz del sol, incluso los mosquitos. Más tarde, cuando se echa a dormir, la sensación de júbilo se expresa en forma de una nueva calma. «Estando tendido sobre su propia tierra, sintiendo su cuerpo echado en un terreno que era suyo, sintió que durante toda su vida se había estado dando prisa, y que por fin había llegado a un lugar donde podía parar.» Aquí, «parar» significa varias cosas distintas del proceso físico de detenerse. Significa la cesación de las ansias y los anhelos, de esas insatisfacciones y privaciones que dan lugar al trabajo fatigado y persistente de cuerpo y mente.

Pararse de tal modo –deteniendo ese ímpetu acelerado que, en última instancia, lleva a Pahom a la muerte– es para Thornhill una experiencia fugaz, un momento de equilibrio que no es sostenible. Sobre esta idea quisiera yo también hacer una parada, entre las dos historias, el tiempo suficiente para aprehender otro pensamiento que debe abordarlo desde una dirección particular: un pensamiento acerca de la «sostenibilidad», la cual es una palabra tan manida en el actual debate sobre cambio climático que amenaza con borrársenos. Es una palabra de política, relacionada con estrategias, recursos y tecnologías, y conlleva un enfoque corporativo de la conciencia y la gestión de comportamientos.

Aquí falta algo. La búsqueda de la sostenibilidad tiene que apartarse de la dinámica de la resolución de problemas si es que tiene que evitar derrotarse a sí misma en un desorden de intenciones apuradas. Uno no tiene que creer en el diablo como el intruso doméstico que tiene la marca de Satanás para llegar a la carga de profundidad que está plantada en el cuento sobre cuánta tierra necesita un hombre. La malicia en acción en las escenas de la perdición de Pahom es un afanado principio, que también cuenta con un rostro secular. Desde un punto de vista social y económico, no es en absoluto malicia, sino un buen comportamiento. Como dice Thoreau, tras dejar caer las cargas de la vida de clase media para retirarse a una cabaña de cuatro por tres metros junto a Walden Pond: «¿Qué se apoderó de mí para haberme portado tan bien?»[9. Henry David Thoreau, Walden and Civil Disobedience, Penguin, 1986, p. 53.] Durante las dos últimas décadas, la mayoría de nosotros nos hemos estado comportando demasiado bien a medida que ‘la economía’ ha exigido más y más de nosotros, promoviendo los imperativos del crecimiento, el beneficio, y de crecientes ritmos de trabajo hasta un nuevo pico de intensidad, y describiendo a quien no se subiera abordo como a alguien «que se resiste a cambiar». Se necesita un orden muy especial de estupidez consensual para permitir que eslóganes como ése gobiernen los canales de la comunicación pública, y digo yo que tenemos que recuperarnos de la estupidez consensual antes de que podamos de verdad empezar a recuperarnos de la delincuencia ecológica.

La pregunta crudamente sencilla que subyace en el candente asunto de la sostenibilidad es: ¿podemos parar? No es: ¿podemos hacer que dure esto o aquello en nuestros sistemas de abastecimiento de energía y materias primas? sino ¿podemos parar, nosotros la raza humana, con todas nuestras necesidades y deseos y ansiedades y problemas? Tal proposición está más allá del alcance del diseño de políticas y sirve, quizás, como recordatorio de por qué necesitamos la literatura. O al menos, historias.

Volvamos a The Secret River. La narrativa de Grenville coloca la dinámica de la adquisición en un mundo social, en donde la motivación del individuo se enmaraña con las decisiones de otros, que es como Thornhill resulta arrancado de su breve experiencia de equilibrio. No hay un marco claro para la cuota de responsabilidad de Thornhill por la horripilante debacle a la que lleva su empresa. Por un lado están los otros colonos, con los cuales puede establecer los cimientos de una red de comercio. Tener buenas relaciones con ellos es vital para la supervivencia de su economía, mas entre ellos se encuentran algunos temperamentos inestables. Por el otro lado están los habitantes indígenas. Aunque la propiedad indígena de la tierra no es tenida en consideración por los nuevos colonos, la presencia de los aborígenes suscita cuestiones de demarcaciones de varias clases. Primero, aparece la ansiedad por quienes han estado escarbando el terreno en medio de la parcela escogida por Thornhill, y es aquí donde la resolución de problemas empieza a dejar su rastro letal. Tanto él como su esposa Sal intentan entablar un diálogo a través de la separación racial, ella con más eficacia que él, cuando un grupo de mujeres aborígenes establecen una zona de tranquila actividad cerca de la cabaña, y empiezan a ofrecerles sus cuencos y palos para cavar a cambio de raciones de azúcar. Sin embargo, son los hombres blancos los que deciden los términos de la relación. Entre los colonos corren historias acerca del canibalismo sangriento de los negros, y de los atroces actos que son propensos a cometer a la menor oportunidad.

Allí donde haya lugar para la interpretación, habrá ámbito para la paranoia, y ésta tiene una relación extrañamente esencial con la mentalidad adquisitiva. «Perder y ganar son como hermanos, tal para cual,» como dice la esposa de Pahom al comienzo de la mortal aventura. Ganar inevitablemente va acompañado de una persistente sensación de que hay una deuda de pérdida con el mundo –y éste puede estar confabulando para cobrársela, por medio de alguien o algo que esté, convenientemente, disponible. Grenville es particularmente brillante en seguir las acciones de la paranoia en el entorno colonial temprano, en el cual la adquisición de tierras va acompañado de violentas representaciones que son avivadas en todas las conversaciones acerca de «los negros». A falta de límites físicos, sus angustias por la intrusión o la invasión son incesantes; la interpretación de los movimientos de los aborígenes se convierte en un proceso cada vez más tenso. Se alcanza un punto de crisis cuando los aborígenes se reúnen para celebrar un corroboree y empiezan a golpear la tierra en sus danzas. Esto ocurre en una sección de la novela que Grenville titula «Fijando los límites.»

Hay que construir una valla alrededor de la cabaña –más que una valla, una barricada– pero no hay modo de evitar que penetre la paranoia, sin duda el más peligroso de todos los demonios humanos, y las líneas de la determinación personal convergen en la inevitable catástrofe. Se produce una matanza, tan brutal como cualquiera de las que figuren en los anales de la brutalidad humana. Después, se establece una especie de calma, versión sintética del equilibrio que Thornhill conoció de forma tan breve. Su futuro se extiende a través de fases de creciente prosperidad, pero hay ahora cicatrices en esa línea vital, que se expanden hacia futuras vidas en la economía en desarrollo de la colonia. En la última escena de la novela, antes de tomar el catalejo para contemplar el entorno, Thornhill observa a un viejo aborigen que está alisando el suelo con la palma de la mano y, en la segunda epifanía de la naturaleza caída en desgracia, se da cuenta de que ha perdido su propia conexión con la tierra.

La Australia blanca ha pedido por fin disculpas por los abusos de su historia, ¿pero dónde buscamos un modelo de coexistencia sostenible entre las economías indígenas y las del comercio industrializado? Las mismas medidas que toman las naciones devoradoras de combustibles a fin de reducir su huella de carbono han sido directamente decisivas para la reducción del abastecimiento de alimentos y en incrementar el precio de los granos básicos en partes del planeta donde todo lo que la gente puede permitirse es la comida. La sostenibilidad es uno de los distintivos de muchas economías indígenas, pero no puede resistir las dinámicas del crecimiento económico y el desarrollo industrial. En su libro Blessed Unrest (2007), Paul Hawken hace un inventario de de las economías locales indígenas a las que empresas industriales específicas han puesto en peligro, citando ejemplos de Borneo, Nigeria, Colombia, Guayana, Honduras, Chad, Botsuana, Chile, Marruecos, Brasil, Noruega y Australia.[10. Paul Hawken, Blessed Unrest, Viking, 2007.] El daño secundario no conoce límites, a medida que el cambio climático esparce el impacto de la empresa global por todo el mundo natural.

Si bien la línea del límite es uno de los gestos fundacionales de una cultura de la adquisición, esta cultura en sus formas más avanzadas se ha vuelto ferozmente intolerante de los límites, nuevamente concebidos como «barreras al comercio» para enclaves proteccionistas. La vida adquisitiva a la larga lleva más allá de todos los límites. No hay modo de pararla. Las nociones del comercio libre global se han apoderado de las ondas con un aura embriagadora de posibilidad ilimitada, aunque el propio planeta es un círculo, la más antigua y la más potente de las líneas demarcadoras. Pongan un pie en su interior, y estarán encallados en la materialidad de un mundo físico que es inconmensurable con el espacio figurativo de la economía.

Cuando William Rees introdujo el concepto de huella ecológica en un libro escrito en 1996 conjuntamente con su alumno investigador Mathis Wackernagel, debió haber sabido que lo que estaba intentando no era otra cosa que reunir dos órdenes de realidad en un marco analítico común.[11. William Rees and Mathis Wackernagel, Our Ecological Footprint: Reducing Human Impact on the Earth (1996)] Rees, profesor de planificación medioambiental y de recursos en la Universidad de British Columbia, había estado modelando la huella ecológica en sus clases, a fin de ilustrar el principio de «capacidad de carga»: el número de individuos humanos que puede soportar un área específica de tierra. Extrapólese dicho principio a un escenario del planeta en su totalidad, y se tendrá una cruda imagen del presupuesto primordial.

Un brusco cambio cognitivo se está activando aquí, aunque la lógica sea de una sencillez que desarma. Si se calcula la huella humana promedio en términos de cuánta tierra bioproductiva se requiere para soportar los patrones de consumo individuales, y luego se multiplica esta cifra por el número de personas en una ciudad o un país en particular, se puede ver lo lejos que se extiende su base de soporte terrestre fuera de su zona de residencia real. Los Países Bajos (uno de los ejemplos clásicos de Rees) presumen de un superávit agrícola, a pesar de la densidad de su población, pero aquél se sostiene mediante la importación de piensos para el ganado. El pienso es cultivado en un área varias veces más grande que la base terrestre bioproductiva dentro del país, lo cual se emplea para convertir las existencias alimentarias animales de bajo valor en artículos de consumo humano de alto valor, como quesos y carnes procesadas. En palabras de Rees: «los holandeses no viven en Holanda».[12. W.E Rees, 2004, «Is Humanity Fatally Successful?», en Journal of Business Administration and Policy Analysis, pp. 30-31: 67-100 (2002-03), 90.] De pronto, la imagen del economista de éxito vertiginoso se invierte y se convierte en modelo de déficit.

Por el mismo principio, los centros neurálgicos de las principales economías industriales del mundo se hallan todas en un profundo déficit ecológico. Las ciudades son corrales de engorde humanos, cuyas necesidades de mantenimiento ocupan vastas extensiones de tierra que la mayoría de sus habitantes ni siquiera llegarán a ver nunca. En una sociedad urbana, las culturas del consumo están gobernadas por el intercambio monetario. El consumidor urbano es consciente de forma inmediata, y a veces exclusiva, de haber consumido dinero, y los «presupuestos» significan desembolsos financieros dentro de límites de financiamiento. Sin embargo, en una economía que se expande indefinidamente, los presupuestos pueden siempre expandirse. La crisis hipotecaria en los Estados Unidos fue creada por la falsa ilusión consensual de que cuando se agota el dinero, las deudas pueden convertirse en activos y venderse en bolsa, donde son anunciados como beneficios.

En el hiperespacio económico no hay huellas, únicamente un incesante movimiento por todo el globo que reta a la fuerza de la gravedad del cuerpo terrestre. Es nuestro dinero el que huye con nosotros, liberando una vertiginosa gama de ausencias manufacturadas que sufren una rápida conversión cultural en necesidades y cosas imprescindibles. En el ámbito del individuo, existe la carga de la deuda, que empieza como una aventura de expansión, en la cual las etapas progresivas tienen como hitos el juego de sofás de cuero, el televisor plasma, el coche y la hipoteca. A medida que el plan de pagos obliga a un ritmo cada vez más acelerado de trabajo, la ansiedad comienza a perseguir a la euforia, y el punto de cierre con el que una vez se soñó se convierte en punto de ejecución hipotecaria. En el ámbito corporativo, la compañía forja su valor mediante un programa de estrategias de préstamos estratégicos, los cuales permiten una sucesión de ofertas públicas de adquisición y un plan creciente de informes de ganancias, hasta que el plan de rendimientos empieza a fallar, implosiona la superestructura de deudas negociadas, se derrumban las acciones y el desastre generalizado se hace inevitable. El mismo patrón esencial se está mostrando ahora en el ámbito de la especie: los hábitos adquisitivos nos empujan a crear una huella cada vez más grande en la tierra, pero la tierra tiene sus propios cálculos y nosotros hemos asumido con excesiva despreocupación que podríamos negociarlos. De repente somos conscientes de un punto de inflexión, y nuestra casi segura incapacidad para evitarlo mediante una contención en la línea de demarcación. ¿Cuánto consumo cabrá en un planeta? La finitud debe retornar a la economía.

Los «recortes» o la reestructuración son una respuesta a esta necesidad, mas comparados con los imperativos de superación integrados en nuestras principales economías nacionales, recortar seguirá siendo una dinámica débil e incierta a menos que esté inculcada de una nueva clase de energía cultural. A Rees le preocupa cómo podría obtenerse esa energía, y sugiere que el meollo del problema «es el hecho de que la gente hoy en día rara vez piensa en ella misma como seres biológicos». Quizás si tuviéramos que realizar de forma física el recorrido alrededor de los límites de nuestra huella ecológica, puede que nos lo recordaran, mas la clase de recorrido que tenemos que hacer para mantener las líneas de abastecimiento de nuestros gastos nos someten a una clase de presión diferente. El estrés mental tiene repercusiones físicas que, normalmente, no vemos venir.

La euforia psicológica de la adquisición es contrarrestada por estados de disforia corporal. Perder y ganar, como hermanos, tal para cual. Pero mientras que la euforia se apodera de ciertas áreas localizadas del cerebro, la ansiedad domina al ser entero, generando síntomas que son sencillamente una receta tan cierta para el infarto como una carrera enloquecida por el paisaje en estado de deshidratación aguda. La adquisición es una droga, y existen predisposiciones sociales y personales que nos hacen ansiarla, pero hay una paradoja: en tanto que seres físicos, no nos gusta.

La evolución cultural en el mundo desarrollado no nos ha hecho tan listos para negociar los términos de nuestra existencia física. ¿Cuánto hemos ganado al cambiar hambre por trastornos de la alimentación, trabajo pesado por responsabilidad enorme, agotamiento muscular por hipertensión, una vivienda inadecuada por un abrumador estrés hipotecario? Puede que el balance general esté a nuestro favor en el extremo negativo del espectro -no subestimemos el privilegio de estar en una economía que hace de la muerte por inanición o congelación un fenómeno raro– pero, ¿y el extremo positivo? La persistente atracción del Walden de Thoreau tiene mucho que ver con su contagiosa euforia, puesto que Thoreau invoca los placeres de observar los cambios de luz, de una cena hecha con pescado recién capturado o de verduras cultivadas a mano, de un cálido fuego tras un paseo helado, de dejar que pase el tiempo en una calma meditativa. Tras releer este libro, se me ocurre que la creciente preocupación con el cambio climático entre el público en general puede que tenga algo que ver con un componente profundamente arraigado de la naturaleza humana que en realidad ansía el desmantelamiento de gran parte de la superestructura económica de nuestras vidas, y que se resiste al cambio de un modo nunca previsto por los vendedores de eslóganes del mundo comercial. Nuestras propias mentes no siempre disciernen de forma coherente lo que nos gusta y lo que no nos gusta, en especial cuando dichas mentes no están en sintonía con nuestros cuerpos.

A finales de la década de 1980, un joven estudiante de la Universidad de Emory en Atlanta estaba leyendo un fascinante cóctel de cuentos: narraciones de Tolstoi, Melville, Gogol, Jack London, Pasternak, aderezado con tragos de Thoreau. Sus amigos comenzaron a alarmarse cuando notaron cambios espartanos en su estilo de vida. El mobiliario de su habitación quedó reducido a un fino colchón y un par de cajones de embalaje de leche. Tras pasar la ceremonia de graduación en mayo de 1990, Christopher Johnson McCandless le extendió un cheque a Oxfam por una cifra de unos $24,000 dólares (lo que le quedaba del dinero que le habían legado para su educación) y se puso en camino.

Lo que McCandless quería era, en términos económicos, prácticamente nada –una huella lo suficientemente grande para mantener cuerpo y alma en uno, en alguna parte de las salvajes tierras de Alaska. Llegó a su destino a finales de abril de 1992, después de hacer autostop en Fairbanks, y encontró refugio al pie de las colinas, en un autobús abandonado, estacionado allí por la Yutan Construction Company como refugio temporal para los trabajadores contratados para realizar obras de acondicionamiento del camino. McCandless limpió el interior, se hizo una cama y un escritorio, y sobrevivió en aquel lugar por espacio de 112 días con una dieta de bayas y pequeños animales salvajes, escribiendo un diario en el cual anotaba los estados de ánimo, los desafíos e inspiraciones de estar vivo en la naturaleza. La última entrada fue una desesperada súplica de ayuda, mientras sucumbía a las fases finales de la inanición.

La noticia del hallazgo de su cuerpo dos semanas y media después apareció en el periódico en un breve artículo, que contenía los suficientes detalles como para capturar la atención de Jon Krakauer, él mismo un aventurero, y un periodista. Krakauer investigó un poco más la historia para la revista Outside, que publicó su artículo sobre McCandless, de unas 9000 palabras, en su número de enero de 1993. La reacción fue inaudita, y extremadamente dividida. De un modo o de otro, este fue un relato que atrapó al público, y no parecía haber una posición intermedia en el espectro de reacciones. En un extremo había lectores –muchos de ellos de Alaska– que fustigaron al joven aventurero por sus delirios narcisistas acerca de la experiencia en la naturaleza salvaje; en el otro estaban los que encontraban inspiración en la historia. El mismo Krakauer admite un tanto de obsesión en el caso McCandless, y trocó el artículo en libro, Into the Wild, que fue publicado en 1996, y que posteriormente Sean Penn convirtió en película.[13. Jon Krakauer, Into the Wild, Random House, 2007.]

El film cuenta la historia con ambivalencia madura, como romance del espíritu y una tragedia fisiológica. En la secuencia inicial, McCandless se baja del automóvil en el que ha hecho autostop hasta el comienzo de Stampede Trail, que piensa seguir hasta adentrarse en los parajes remotos de al otro lado del río Teklanika. El chofer del automóvil le regala un par de botas de goma, que él acepta, y la cámara vuelve a mostrárnoslo caminando a grandes zancadas por la prístina superficie de la nieve, dejando tras de sí un rastro de huellas.[14. Into the Wild, dirigida por Sean Penn, Paramount Pictures, 2007. (N. del T.: Traducida al español como Hacia rutas salvajes)]

La tragedia de McCandless consistió en que no pudo hacer una huella lo bastante grande. Día tras día, de manera angustiantemente paulatina, su cuerpo iba perdiendo peso y músculo a medida que no lograba suministrarle el nivel de nutrición necesario para la subsistencia. Luchó muchísimo por sobrevivir, haciendo uso de todas sus destrezas e ingenios, y al mismo tiempo pugnando por sostener el gozo vital de estar vivo. La sostenibilidad le eludió. Había encontrado un lugar donde parar, pero no podía parar el proceso de desgaste natural que pudo con él en carne propia.

En cualquier caso, nos dejó su historia, y ésta parece seguir extendiéndose. Señal, sin duda, de que pone el dedo en la llaga. La conciencia se despierta. ¿No deberíamos todos hacer algo así con nuestras vidas? Si no lo hacemos, ¿podemos de verdad decir que hemos estado vivos, que nos hemos enfrentado al mundo, medido nuestro ser frente a la vitalidad del planeta? Por otra parte, ¿debería haber tenido más interés McCandless por su familia y amigos, haber sido más realista acerca de la dependencia social, más competente y práctico respecto al asunto de la supervivencia, en la que la conciencia poética puede convertirse en una distracción peligrosa?

«Debería» y «no debería» dan lugar a una caída en picado, y la conciencia empieza a roer sus propias entrañas. ¿Qué se apoderó de mí para haberme portado tan bien? La discusión en la cabeza es tan incesante como la que tiene lugar en el ámbito público, y con tanto ruido como se produce, ¿cómo vamos a concentrarnos en el asunto de hacerlo bien con la huella? Después de todo, eso es lo que Tolstoi y Thoreau, y su discípulo McCandless, estaban realmente intentando hacer. Ninguno de ellos nos ofrece un modelo que podamos copiar.

Tolstoi se volvió un recluso criticón. Thoreau hizo trampa, al realizar su experimento de subsistencia en lo que era, ecológicamente hablando, un alojamiento de cinco estrellas, con suelo fértil, agua dulce, madera en abundancia y suficiente pescado y caza menor que le proporcionaban unos buenos menús para la cena durante todo el año. McCandless se murió de hambre social y biológicamente, y si el segundo de estos resultados fue un error trágico, el primero fue consecuencia de su negativa, totalmente deliberada, a la co-dependencia.

Aún así, sus historias nos llaman, y es esa llamada lo que cuenta. Los modelos pueden llevar a la imposición, y la humanidad tiene un pobre historial a la hora de imponer formas obligatorias de equidad y de limitación económica. ¿Cómo podríamos siquiera contemplarlo, después de lo que ocurrió en Rusia y China bajo el comunismo? Por no hablar de Checoslovaquia, donde la estatua de San Wenceslao en la Plaza del mismo nombre en Praga ha sido testigo de demasiadas escenas de imposición, y demasiados horrores que han surgido de los intentos por protestar contra ellas.

Lo que se necesita, según Vaclav Havel en su extraordinaria alocución inaugural dirigida a los delegados internacionales del Forum 2000 en Praga, «es que algo cambie en el ámbito del espíritu». El único modo de «parar ese ciego movimiento perpetuo que nos arrastra al infierno» es «una revolución existencial.»[15. Vaclav Havel, Declaración ante el Foro 2000, Castillo de Praga, 4 de septiembre de 1997, 3, 5. Online en http://www.cts.cuni.cz/conf98/vhavel.htm] Havel es una de las pocas voces en el actual debate que insiste en las dimensiones metafísicas del pensamiento ecológico. Habla desde la tradición de la filosofía checa que exige un regreso al mundo natural como mundo de experiencia primaria, a través de la cual la humanidad puede volver a conectarse con «un sentido vital del bien y del mal».[16. Walter H.Capp, ‘Interpreting Vaclav Havel’, Cross Currents, Fall 1997, Vol.47 Issue 3, 6. On line en http://www.crosscurrents.org/capps.htm] Con el fin de esquivar sildenafil citrate 100mg la devastación planetaria, alguna autoridad que no sea la del orden político o social debe entrar en juego. «Debemos revisar, no nuestros procedimientos, sino nuestra visión de la realidad. Debemos someternos a una autoridad ahora ignorada –de personas reales en el mundo de su vida.»[17. Vaclav Havel,»The Politics of Hope» en Disturbing the Peace: A Conversation with Karel Hvizdala, trans. Paul Wilson, Vintage Books, 1990, p. 189.] No hay maquinaria política ni tecnología verde que asista en promover este llamamiento.

La estatua de San Wenceslao está montada en un caballo al galope, muy por encima de la plaza en el centro de Praga. No es éste el viejo descalzo y caminante que celebra el villancico inglés. Desde su mirador ha visto el desarrollo de capital que sildenafil online ha convertido la Plaza en sede principal de bancos, hoteles y tiendas; el bombardeo que destruyó muchos de ellos durante la Segunda Guerra Mundial; el golpe comunista de 1948; las festividades de la Primavera de Praga, en 1968, cuando se relajaron las restricciones de la censura comunista; la entrada de los tanques soviéticos para reinstaurar sus controles con ganas. Y un día, en lo más profundo del siguiente invierno, prácticamente a los pies de esa escultura, el estudiante de veintiún años Jan Palach se prendió fuego a lo bonzo en una protesta suicida contra la ocupación. Este fue un joven a quien no le valió la protección mágica del santo. Wenceslao ha perdido la inocencia, y el único anciano cuya voz puede oírse es el vetusto demonio de la vieja conciencia, la cual, tal y como Havel proclamó ante el Congreso de los EE.UU., está a cargo de nuestras relaciones con el «orden de Ser» global.[18. Vaclav Havel, Alocución a una sesión conjunta del Congreso de los EE.UU., en Washington DC, 21 de febrero de 1990. Texto íntegro disponible online en http://www.vaclavhavel.cz/showtrans.php?cat=projevy&val=322_aj_projevy.html&typ=HTML]

William Rees piensa que a la conciencia le hace falta ayuda, y pide una nueva clase de creación de mitos, la creación de historias que unifiquen, para promover los aspectos de la naturaleza humana que están en sintonía tanto biológica como ecológicamente. Sería, dice, ‘una acción audaz de ingeniería social’.[19. Havel, «The Politics of Hope», p. 96.] En otras palabras, otro tipo de creación de modelos. Sin embargo, las historias no funcionan así. Las buenas historias –y ninguna lo es más que las escritas en la prosa descalza de Tolstoi– se asemejan más a las ecologías que a las tecnologías. Funcionan a través de redes vivas de interdependencia, y laten en ellas energías demasiado nerviosas como para resolverse en cualquier paquete de mensajes. En cambio, generan imágenes y asociaciones que se transmiten vertiginosamente de un lado a otro, con una complicidad extraordinaria, entre los hemisferios del globo terráqueo, desde una era a otra como si, por medio de ellos, estuviéramos intentando contarnos algo a nosotros mismos.

Agradecimientos

Gracias a Helena Grehan, Sylvia Lawson y Stephanie Dowrick por su generosidad en comentar los borradores de este ensayo.

Nota de HermanoCerdo

«Huellas» apareció publicado por primera vez en la revista Australian Book Review, y fue galardonado con el Premio Calibre de Ensayo de 2009. Agradecemos a la autora el permiso para su traducción y publicación en HermanoCerdo.

by Jane Goodall

es profesora en el Writing and Society Research Group de la Universidad de Western Sydney y autora de Artaud and the Gnostic Drama, Performance and Evolution in the Age of Darwin, y de las novelas: The Walker (2004), The Visitor (2005) y The Calling (2007). Ver más

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