Tierra en la boca

Es agosto y tocan la puerta. Mi madre se levanta del sillón y se acerca a la entrada. Está unos segundos indagando por la mirilla hasta que escuchamos la voz de un hombre. Dice que encontró a mi padre. Mi madre no le cree y le pide una prueba. El hombre le muestra algo pero ella, aún dudosa, no quiere abrir. El hombre le dice que dejará a mi padre en la puerta y se va corriendo. Escucho su carrera nerviosa. Estamos un rato, indecisos, mirándonos en silencio. Es peligroso salir y asomarse a la calle. Los balazos son cosa de todos los días. Sin embargo, puede más la curiosidad, así que abrimos con mucho cuidado y, casi al instante, cae el cuerpo ensangrentado de mi padre. Aún tiene la gabardina con la que salió en la mañana. Su camisa amarilla está roja y llena de agujeros por donde entraron las balas. El pantalón hecho pedazos y la pierna derecha, medio descoyuntada, indican que fue arrastrado. Imagino sus piernas atadas por una gruesa cuerda a la defensa de una camioneta. Imagino, también, las sordas risas de sus ejecutores. Mi padre salió muy temprano en dirección al pueblo vecino. Le dijimos que no lo hiciera. Salir, caminar o asomarse por una ventana son, desde hace mucho, actos muy peligrosos. Pero a él se le metió la idea de ir con su madre. Soñó varias noches que ella agonizaba y, ante la imposibilidad de comunicarse por el corte de las líneas telefónicas, decidió visitarla.
Lo arrastramos por el pasillo y lo llevamos a la cocina. Resoplamos por el esfuerzo. Mi madre siente alivio cuando comprueba que el reguero de sangre no ha llegado al tapete que está en el centro de la sala. Ese tapete, dice con frecuencia, es uno de los pocos regalos de bodas que aún conserva. Recupera el aliento, su pecho se estremece y me dice que no podremos enterrarlo. Me encojo de hombros. Después mira las baldosas blancas de la cocina y se sienta en una silla de madera. Me acerco al cuerpo de mi padre. Aún sale un leve flujo de sangre; pequeños borbotones en el estómago, coágulos que ceden y comienzan a vaciarse. Pienso en los autos viejos, que siempre tienen fugas de aceite o de anticongelante. Hay que limpiar este desastre, sin embargo, no tenemos cloro y el agua que queda hay que racionarla. Así que, quizás para no verlo y suponer que no ha pasado nada, subimos las escaleras y nos metemos en nuestros cuartos. Me tumbo en la cama y escucho las detonaciones que retumban en las calles aledañas. Es tan natural como escuchar el agua hervir o los truenos que anteceden a una larga tormenta. Explosiones grandes y pequeñas. Oscuros fuegos artificiales.
No puedo dormir. El insomnio me atenaza la cabeza. Me pregunto si la abuela ha muerto. Mi madre dice que no existe el pueblo vecino. Está segura. Todos, animales y personas, han ardido. Quizás somos el único lugar habitado del mundo. Recuerdo la necedad de mi padre y las palabras que le dijimos para disuadirlo de su empresa. Pero él nos miró, se puso la gabardina y enfiló por la calle desierta. Trato de recordar más cosas, detalles que hagan vívida la escena. La noche gana en temperatura y en balazos. A veces se oye el motor de un auto. A veces un alarido. No sé de dónde salen tantas balas. Es como si hubiera, en algún lugar del pueblo, una bodega inmensa con armas de todo tipo. No me explico de dónde salen tantos muertos. Tal vez muchos habitantes han sido reciclados y ahora son pólvora que flota sobre los tejados de las casas. Sus voces son humo. Sus almas, quizás, están atrapadas en el olor a carne quemada. Tal vez los muertos recientes, aquellos que aún están de una sola pieza, son apilados como sacos de arena y fusilados una y otra vez, para que nosotros, escondidos bajo nuestras camas, creamos que sigue la fiesta.
Renuncio a dormir. La única ventana del cuarto está clausurada con unas tablas de madera. No hay electricidad desde hace varios meses. Hemos aprendido a movernos en la penumbra. Mi madre y yo tenemos un mapa mental detallado de la casa. Sabemos la disposición de las sillas, de la mesa del comedor y los pasos que hay que dar desde la cocina hasta el pequeño escalón que conduce a la puerta de la entrada. Ahora tendremos que añadir a mi padre como una nueva referencia. En verano, cuando se desplazan por el cielo nubes pesadas, cargadas de lluvia, pienso en que dejarán de arder los esqueletos que se apilan, como llantas viejas, en las esquinas.
Salgo de mi cuarto y trato de averiguar si mi madre duerme. A veces la escucho sollozar, a veces su voz se sumerge en monólogos agrios que parecen retar a los que se solazan con la sangre. Me acerco a su puerta pero no escucho nada. Bajo por las escaleras y me dirijo a la cocina. La luna apenas deshace la penumbra; boquea entre las nubes como un pez que está muriendo. Aprovecho para inspeccionar: aún se percibe el rastro de sangre en el pasillo. Es como un brochazo que se ramifica hasta desaparecer. Miro a mi padre: tiene los brazos rígidos y la cabeza echada hacia adelante. Sus cabellos parecen húmedos. Supongo que seguirá engarrotándose hasta quedar en una posición definitiva e imposible de modificar. Será muy difícil enterrarlo pues son pocos los momentos en que menguan las balas. Lo arrimo un poco más hacia la esquina. Me siento observado por él a pesar de que no pueda verle los ojos. Las calles están oscuras y la luna apenas sirve como referencia. Bebo un poco de agua. Desde hace mucho recolectamos la lluvia en cubetas que dejamos en el patio. Salimos por ellas a pesar del riesgo que entraña alguna bala perdida. Después llenamos un par de garrafones de plástico. El agua está tibia. Bebo sin dejar de mirar a mi padre. El sabor del agua es metálico y pienso que, en este momento, estoy probando la sangre de innumerables muertos. Afuera regresan los tiros dispersos, las granadas y el fuego. La cadena de estruendos es tan cotidiana que, cuando llega el silencio, parece algo ajeno, impostado. Una sustancia artificial. Me asomo por la ventana. Algunos árboles son iluminados por la luna. En la parte superior izquierda, muy cerca del marco, está el agujero dejado por un balazo. Por alguna razón desconocida –mi madre dice que es un milagro– el impacto no ha estrellado la superficie. Ahora tenemos un agujero por el que se cuela el viento. Por las noches se puede escuchar una especie de silbido que se mete en la cocina, sube por las escaleras y llega a los cuartos.
Me siento en la silla de madera. En una pequeña mesa, amontonados, están nuestros últimos bastimentos: un par de latas de atún y un paquete de galletas. No hay nada más. Salimos de casa cuando pierden intensidad las balaceras para buscar comida con algún vecino. Llevamos cosas para intercambiar. Mi madre primero se deshizo de sus aretes de perlas y de algunos electrodomésticos que habían sido obsequios en su boda. Después fueron muebles y algunas herramientas. El último sobreviviente que podrían codiciar es el tapete de la sala. Es color verde y sus contornos ya están deshilachados. Me pregunto para qué querrán los electrodomésticos. Supongo que los guardan por avaricia y que piensan venderlos cuando acabe la violencia. También me gusta pensar que los desmontan para tratar, inútilmente, de fabricar aparatos nuevos, máquinas que no necesiten electricidad. Por eso, en las noches, intento descubrir si hay algún fogonazo de luz en las ventanas de los vecinos. Pero las probabilidades son escasas. Cada vez quedamos menos y es frecuente que, atrás de cada puerta, haya un montón de cuerpos endurecidos, aún calientes.
Me acerco a mi padre. Los arroyos de sangre ya se han secado. Algunas partes de su camisa amarilla se han fundido con la piel. Huele a chamuscado y a una incipiente descomposición. ¿Qué haremos con él? Con el tiempo llenamos el patio con fosas improvisadas en las que enterramos a tíos, primos y a cualquier transeúnte que fuera abatido cerca de casa. Pero conforme se agudizó el intercambio de balas optamos por prenderles fuego y dejar que se consumieran. A veces las personas alcanzadas por la metralla tardaban en morir. Las veíamos retorcerse en el piso, con las bocas llenas de polvo. A veces perdían el conocimiento y quedaban varadas a la orilla de la muerte. Cuando anochecía arrastrábamos a algún caído a la parte trasera de la casa, pero ya no era posible quedarnos mucho tiempo. Simplemente encendíamos un pedazo de cartón y lo metíamos entre sus ropas con la esperanza de que el fuego contagiara todo el cuerpo. Después ya no nos quisimos arriesgar y ahí estaban, náufragos en la calle, mientras nosotros espiábamos.

Me sirvo otro vaso con agua. Por un instante creo que mi padre está dormitando o que ha sucumbido a una espesa borrachera. A veces sueño con una máquina que llora a los muertos. Una caja metálica que activa una grabación de gente gimiendo y lamentándose. En las noches le cuento a mi madre de una máquina aún más sofisticada que proyecte hombres y mujeres artificiales. Le digo que ellos irán vestidos de negro y que enterrarán a los que mueren todos los días. Subo a mi recámara. El agua dejó un latido en mi lengua. Un aire metálico se mete en mi garganta. Me acuesto e imagino que en los próximos días lloverá tanto que el suelo del pueblo se reblandecerá. Entonces saldremos a escondidas, sin llamar la atención, a dejar a mi padre en el patio. Quizás, con un poco de suerte, comenzará a hundirse. Parecerá un barco atrapado por corrientes lentas, algas pegajosas, raíces submarinas que lo llevarán, después de varias jornadas, entre el fuego que nos rodea, a la profundidad de la tierra.

by Alejandro Badillo

(México DF, 1977) es narrador y reseñista. Ha publicado los libros de cuentos Ella sigue dormida, La herrumbre y las huellas, Vidas volátiles, Tolvaneras y la novela La mujer de los macacos. Ganó en 2015 el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela por su libro El clan de los Estetas.

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