La norteña ciudad mexicana de Monterrey, en el estado de Nuevo León, fue una de las ciudades más asediadas durante los así conocidos como “años de plomo”, período que tuvo lugar bajo el mandato del ex presidente Felipe Calderón (2006-2012), quien decidió emprender una batalla frontal contra los carteles de la droga, poco después de iniciado su gobierno y por razones aún no esclarecidas del todo.
Es de esa época de la que se sirve la escritora Vanessa Garza (Los Mochis, Sinaloa, 1977) para ambientar su novela distópica Canto al fin del mundo. En ella, retrata con tintes apocalípticos esos años de violencia extrema, en los que la ciudad se cubrió de balas y muertos en las calles, y en las no calles y en todos lados. Unos días en los que la sensación de extinción comunitaria, de fin, de clausura de la misma ciudad que contenía a la comunidad de Monterrey, era tan real que parecía ficción.
Y, a veces, ciencia ficción. Pero no nos adelantemos.
Contar a grandes rasgos la trama de una novela como Canto al fin del mundo es no hacerle justicia del todo.
Decir que en esta novela hay una historia de amor (que, como toda historia de amor que amerite contarse, termina en tragedia) es más bien decir poco. Decir que hay un héroe y posterior villano: Juan el moro, que procrea una hija con Beatriz, -Carolina, narradora omnisciente (¿Está muerta? ¿Aún no ha nacido? ¿Convalece inconsciente en el hospital de la ciudad?) de algunos capítulos de la novela (entre ellos el que narra la tarde en que sus futuros padres se conocen), un personaje sobre el cual recae un peso importante de la historia-, decir todo esto es decir algo, pero aún nada que sorprenda.
Decir que hay un rancho –la Yuca Vieja, que es metáfora de todos los ranchos del norte de México en ese momento, donde miles de personas eran llevadas para ser torturadas, secuestradas, asesinadas- es decir entonces ya la realidad y es decir bastante, pero se corre el riesgo de identificar Canto al fin del mundo en tanto que novela realista –o, en su defecto, literatura del narco-. Pero no, porque Canto al fin del mundo no es, por fortuna, ninguna de las dos cosas.
Es ahí, sin embargo, en la Yuca Vieja, donde Juan el moro vivirá un cautiverio infrahumano, como todos esos miles de secuestrados y torturados lo vivieron. Un cautiverio que culminará con la violenta y literal metamorfosis en otro ser: mitad humano y mitad sobrehumano (no puede haber metáfora más acertada para los que sobreviven a una experiencia así). Es en este punto, en los bordes de la ficción misma (y es que la novela entonces adquiere tintes de literatura fantástica), donde las cosas van a comenzar a sufrir perturbaciones interesantes.
La narración se desarrolla en una ciudad donde hordas de seres enojados salen por las noches a destrozarla. Donde hay un ejército en las calles para contenerlos (un ejército, sí, como el que Felipe Calderón desplegó por todo el país durante su mandato). Un lugar donde suceden catastróficos fenómenos ambientales: bandadas de pájaros que caen muertos de forma inexplicable; una extraña marea roja que llena de ceniza caliente y piedras volcánicas la ciudad –guiños al calor agobiante de los veranos en el norte-.
Pero hay, sobre todo, una sensación de fin, de muerte de una época. Acaso uno de los elementos más logrados de la novela: la capacidad de la autora para, desde dentro de una orbe crepuscular, comunicar la inminencia de un colapso. Una ciudad que sucumbe.
Para transmitir ese ambiente de terror irreal, Canto al fin del mundo echa mano de estrategias narrativas y estéticas poco vistas en la literatura de la región. La ciencia ficción, por ejemplo, cuyos elementos están muy presentes en la novela: robots con piel como los humanos, tan avanzados que poseen una gama amplia de emociones (300 por lo menos, en su más reciente actualización, según los comerciales que los promocionan en la tv, y que Carolina, la hija de Juan y Beatriz, mira con atención y cierto mesurado asombro); hay soldados 2.7, fuerzas de seguridad penitenciaria, que también son máquinas, creadas por el propio gobierno (en un principio servían a la perfección para contener motines, luego, en algún momento y no se sabe muy bien por qué –incluso se insinúa un defecto de fábrica, aunque las hipótesis son miles-, se revelaron y comenzaron los ataques contra la población civil. “Descerebrados”, les terminaran llamando y son una clara metáfora del Cartel de los Zetas, la organización criminal más sanguinaria que haya tenido el país).
Es también muy destacable el estilo del que se sirve Canto al fin del mundo: un estilo marcado, que huye del lenguaje directo y llano característico de los escritores de la región (Daniel Sada es una excepción). Garza utiliza, en algunos capítulos, un lirismo exacerbado –cierta prosa poética que, por momentos, no deja ver lo que narra o largas parrafadas surrealistas y que se corresponden con el flujo de conciencia del hospital de la ciudad, que vocifera alucinantemente una lista de lamentos que se escuchan durante el día, por parte de los enfermos y heridos-. A ello se le han de sumar ciertas escenas de una violencia estilizada –como la masacre de la boda, casi al final de la novela, o como la del pacto con el jabalí, mediante el cual el protagonista escapa de su cautiverio y muta en bestia para desatar su ira–, escenas que denotan una imaginación expansiva. Un riesgo.
De haber optado Garza exclusivamente por la mera denuncia social –aspecto del que, sin embargo, no está exento la novela (véase el epígrafe al capítulo «Canto de los hombres enojados») [1. “Estaba tan enojada que empecé a ahogarme gritando, la voz no me salía y por más que gritaba menos me escuchaban. Y cuando aventé el primer botellazo, ya estaban disolviendo la protesta”. Testimonio del 1° de diciembre. (Primer día del gobierno de Enrique Peña Nieto. En las calles los disturbios cobraron la vida de una persona)], queriendo retratar la violencia en el norte de México de manera fidedigna (esto es, buscando ser registro veraz de los acontecimientos), la novela habría adolecido de su necesaria función artística. Afortunadamente no ha sido así y Canto al fin del mundo consigue sortear con éxito la dificultad de contar unos hechos bien conocidos en la región, pero con un estilo propio. Al arriesgarse a no hablar igual que todos para contar una historia que nos fue impuesta -la historia del dolor y las balas-, el libro de Vanessa Garza acomete el mayor de los aciertos.
Es fascinante observar a una autora comprometiéndose con una estética, y acertando. Es por ello que celebro encontrar una escritora con una postura ante esta dimensión, la del estilo y la forma, en la literatura de la norteña región mexicana de Nuevo León.
(1988) Nacido en Monterrey, Nuevo León. Actualmente estudia el 9° semestre de la licenciatura en Bibliotecología y Ciencias de la información, de la Facultad de Filosofía y Letras de UANL. Trabaja en bibliotecas y ha sido vagabundo por las calles de la cd. de Monterrey. Escribe cuento y poesía
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