Esta remembranza quisiera ser como un cuerpo dibujado por Luis Caballero con un libro de poemas de Luis Cernuda en sus piernas: ¡el precio de un cuerpo! Una somera y postrera invocación de sí mismo, de Cernuda y de Caballero. Dos Luises que valen lo que hicieron sus cuerpos: Cuerpos en-trance, cuerpos expectantes, cuerpos entregados al elixir del erotismo más mudo, más hiriente y más liberador. Cuerpos escondidos en cuartos oscuros, develadores de otras tierras prometidas donde el deseo es definido por un oscuro judío (casi errante) que pule lentes en una buhardilla de La Haya.
Veo a Luis Caballero recostado en una silla del Jardín de Luxembourg o en un café de la calle Champo en París con su libro de Poemas para un cuerpo de Cernuda en la mesa y con su libreta de bocetos. Cernuda leído por poetas futuros que se pasan sus libros de mano en mano, o mejor sea decir, de boca en boca: “…Y yo, este Luis Cernuda/ Incógnito, que dura/ Tan solo un breve espacio/ De amor esperanzado,/ Antes que el plazo acabe”. Un tal Luis Cernuda que se nombra a sí mismo por única vez en sus poemas, un Cernuda que se invoca para tener la fe de uno, un uno que sea uno-mismo, en las horas más tardías, en las calles más sombrías y en la cuesta final de la vida. Un Cernuda que busca en la oscuridad de sus destiempos, otros poetas, otras voces y en este caso, un pintor.
Luis Caballero dibuja y una desconocida toca la guitarra en la calle. Un Caballero aún joven y una guitarrista en sus últimas horas, tocando viejas canciones de la Guerra Civil Española. Un Luis Cernuda fantasmal entre los dos. El pulso de Caballero tiembla, o mejor, tremola. El pulso de la guitarrista tremola también. La sombra de García Lorca sale de su voz. La noche cubre una primavera menos de París. En la escena, un par de bohemios curiosos, se toman el último trago de la noche, fuman distraídos, ignorando deliberadamente los cuerpos que se estrellan en el silencio de ese viento de abril. Y Juana, la guitarrista, se va por la calle Champo, la más iluminada de París, hacia el sur y Caballero vuelve a su cuarto, no lejos de allí, tarareando una de las canciones que acaba de escuchar: Anda, Jaleo. En la madrugada, mientras sigue dibujando, vuelven ciertas imágenes de su infancia: el recuerdo de su primera profesora, Eva Pineda, leyéndole en las tardes los poemas de Lorca y mostrándole en una Enciclopedia dibujos de Picasso.
es escritor de cuentos, doctor en filosofía de París 8 (tesis sobre bolaño) y profesor universitario en Bogotá.
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