A todos los rockeros tristes
El domingo 16 de septiembre de 1990, el periódico El Espectador de Bogotá publicó en la edición número 386 de su revista cultural Magazín dominical una recopilación de textos de Sylvia Duzán, la joven periodista y economista asesinada el 26 de febrero de ese mismo año por, para decirlo de algún modo acorde con un país cuya lengua oficial es el eufemismo, gente que no coincidía con sus puntos de vista y tenía una opinión desfavorable acerca del modo en que ejercía el periodismo.
Guardo un ejemplar de la revista desde esa época, aunque estoy seguro de que no llegó a mis manos ese domingo, sino algunas semanas después, poco antes de que yo cumpliera quince años, esa edad que para algunos de nosotros fue más bien una grieta en la existencia. En realidad no recuerdo cómo la conseguí, sobre todo porque en mi casa nunca se compraba ese periódico sino El Tiempo, cuya edición dominical (la única que mi papá compraba) venía acompañada por una selección de cómics a todo color que muchos domingos encendió las luces en el cuarto oscuro de mi niñez. A veces hojeo ese Magazín de cabo a rabo y no puedo evitar sentir tristeza por Sylvia Duzán, por las revistas que mueren como bellos animales abandonados, por esos años que para mí distaron mucho de ser dorados o maravillosos, por un país que parecía no saber hacer otra cosa que devorar a sus hijos y, sin duda, por los Progressive Death.
Antes de contar qué demonios eran los Progressive Death, debo decir que en el dossier dedicado a la Duzán hay un texto que siempre me ha inquietado y hasta molestado un poco. Se trata de una crónica titulada «La desgracia de ser del sur», un viaje al mundo de las pandillas, la desolación y el sinsentido de los jóvenes de barrios bogotanos como Santa Librada, Monte Blanco y Santa Marta, en los límites australes de la ciudad. Aun desde aquel tiempo me pareció que el hecho de que alguien, la guapa y valiente Sylvia Duzán, qué mejor ejemplo, dedicara unas páginas a hablar de esas calles y esas esquinas, de la sangre que regaba esas aceras, ya, de alguna manera tenue y frágil pero cierta, domesticaba un poco la desgracia.
En cambio, con excepción quizá de las canciones de los grupos de rap que surgieron del sector, y fueron exitosos, ellos sí, y cumplieron algunos sueños, ellos sí, no recuerdo un texto que hable de la desgracia de ser del centro-oriente, esa horrible porción de urbe que comienza en Las Cruces, que permanece como un vampiro aferrado a La Candelaria y que sin embargo resulta casi invisible para el resto de ‘La Capital’. El centro-oriente de Bogotá, el rincón amargo donde nací y crecí, cuyos barrios llevan nombres y apellidos como Girardot, Los Laches, La peña, El dorado, Belén, El Guavio, El parejo y Santa Rosa de Lima, es una especie de excrecencia que se va extendiendo hacia los cerros y se nutre de sangre día y noche. Aunque supongo que muchos de sus vecinos son gente solidaria, desinteresada y bondadosa, la verdad –mi verdad, que soy el que pretende contar esta historia– es que no recuerdo una sola persona con esas características. Lo que sí recuerdo es que más de una vez, de camino al colegio, muy temprano, intentaron arrancarme un reloj inexistente en mi muñeca o arrebatarme la calculadora con funciones trigonométricas que mis papás nunca me compraron; lo que sí recuerdo es que cortaba camino para la escuela en la que hice la primaria atravesando una quebrada donde decían que habían violado a varias niñas; lo que sí recuerdo es que tuve que correr en varias ocasiones, perseguido por pelados de mi edad armados con patecabras.
Para quien no sepa qué es una patecabra, tendré que hacer otra digresión y contarle que una mañana de sábado, quizá a principios de 1989, a mi amigo el Flaco y a mí, que íbamos camino a casa de JotaGé en el Girardot, nos cercaron media docena de tipos (ellos tenían al menos 18 años, navajas y pistolas; nosotros, 13 y kilométricos de tinta azul), nos hicieron acostar bocabajo en un pastizal y, después de patearnos a conciencia durante un rato, nos piquetearon con sus patecabras en las pantorrillas y en los muslos, sólo como advertencia, por si acaso, sin mala intención. A mí, que intenté mirarlos a la cara y preguntarles qué putas les habíamos hecho para que nos agredieran así, me apuñalaron en las nalgas, me rompieron el pantalón, un jean con muchos bolsillos que me había regalado mi hermana Eme, y también la boca a patadas. Así supe en carne propia, literalmente, lo que es una patecabra, ese tipo de navaja que recibe el nombre de la forma de la empuñadura, usualmente con revestimiento de madera. Aleccionadora vida de barrio, supongo. Que nadie diga después que no se aprende nada nuevo un sábado en la mañana cuando se tienen 13 años.
También recuerdo que a dos cuadras de mi casa mataron una noche a un carabinero de la Policía de un disparo en la nuca, que además salió de su arma de dotación. Como recuerdo también que uno de mis vecinos, un carpintero y albañil llamado, lo juro, Severo, mató a golpes a su mujer, después de que ya le había hecho perder el ojo izquierdo a fuerza de continuos puñetazos en la cara. Y recuerdo que una madrugada cuando yo tenía como cinco años, a unos cuantos metros del parque donde jugaba de tarde en tarde, asesinaron a dos hombres, padre e hijo, que habían salido a defender su casa de tres agresores borrachos o drogados que clavaban sus puñales en la puerta. Además, recuerdo que en el lugar donde cayeron estos dos hombres quedó una mancha de sangre que cada vez es más grande, más espesa y más oscura en mi memoria. Y claro, recuerdo, aunque daría cualquier cosa por no recordarlo, que uno de esos tres agresores, borrachos o drogados, era también uno de mis hermanos.
Pero no es eso lo que quiero contar, y ya que mencioné a JotaGé y al Flaco, es necesario aclarar de una vez por todas que los tres conformábamos Progressive Death, una banda de rock nacida en el centro-oriente, una banda de rock que no sólo nunca dio un concierto sino que nunca ensayó, que no grabó uno solo de sus aullidos, que nunca compuso una canción y que justamente por ello es cabeza de cartel en la tarima de esta historia. El nombre se me ocurrió a mí, aunque creo que jamás me pregunté qué significaba. Surgió de los rayones y dibujos fallidos trazados en las últimas hojas de un cuaderno cuadriculado sin márgenes en plenas clases del bachillerato, cuando JotaGé, el Flaco y yo, que nos habíamos hecho amigos en segundo año, decíamos a todo el que quisiera escucharnos, es decir, a nosotros mismos, que formaríamos una banda de rock que se movería por los terrenos del hardcore, el punk, el trash y el death metal. Seríamos pesados, seríamos rudos, pero nunca descartaríamos llegar a sonar en la radio si eso significaba tener nuestros enormes camerinos llenos de groupies juguetonas y desmelenadas, a lo Kiss. Teníamos hambre a toda hora, éramos flacos, desgarbados y tan pobres como una rata estéril y sarnosa que hubiera perdido la cola en una riña con un gato salvaje. Bueno, no es que estuviéramos como los niños africanos, tirados en el piso con las moscas volando alrededor, pero supongo que hay muchas maneras de no tener nada, de estar siempre afuera. Por lo menos así nos sentíamos. Intentábamos crecer entre golpes reales e imaginarios y aunque ninguno sabía cantar, llevar el ritmo golpeando con los pies o tocar siquiera la pandereta, creíamos que los Progressive Death serían la próxima revelación en el universo del Metal, los nuevos dueños del martillo de los dioses.
Soñábamos con estar sobre un escenario aullando y gruñendo toda nuestra rabia y desolación ante millares de melenas explosivas que nos adorarían sin importarles de qué barrio veníamos. JotaGé sería el bajista y vocalista líder, yo tocaría la guitarra y me encargaría de las segundas voces, y el Flaco, el más alto, sí, pero el más enclenque, el mismo que difícilmente podía aplaudir y caminar en forma simultánea, tocaría, claro está, la batería. Ninguno tomaba clases, ni tenía alguien que le enseñara, ni estaba ahorrando para comprar su instrumento; pero en una dimensión que sólo existía cuando estábamos los tres a solas, era un hecho que formábamos una de las bandas más revolucionarias de los últimos tiempos. Los viernes caminábamos por el centro de una Bogotá que abandonaba poco a poco los 80, con su flamante radio juvenil, con sus balaceras y sus magnicidios, y nos quedábamos durante horas en las vitrinas de las discotiendas de la Calle 19, babeando ante calaveras, camisetas negras, taches, parches y discos que casi nunca pudimos comprar, con excepción quizá del Seasons in the Abyss de Slayer, muchos demos en casete y LP de bandas locales y poco más. Como tantos pelados por esos años, los domingos bien tarde en la noche grabábamos una y otra vez sobre las mismas cintas mei-din-tai-wan los dos programas radiales que nos interesaban. Ninguno de los tres tenía dónde escuchar un disco compacto, en caso tal de que pudiéramos comprarlo, pero sabíamos que ese formato se estaba imponiendo en el mundo y que debíamos tenerlo muy en cuenta para nuestros propios álbumes. A veces, dado que un par de revistas costaban la cuarta parte de lo que valía un acetato, casi que preferíamos llevarnos a casa algunos números atrasados de las ediciones españolas de Metal Hammer, RIP o Kerrang!; al fin y al cabo, estábamos acostumbrados a soñar la música a partir de fotografías y palabras que no siempre entendíamos, de modo que si leíamos en una reseña algo como ‘este segundo álbum de Obituary parece venir de las mismísimas entrañas del mismísimo infierno’, eso ya nos bastaba para convertir a Obituary en una de nuestras bandas favoritas y, porque seguramente alguna rubia sonriente y dispuesta nos lo preguntaría algún día en una entrevista, de las que más habían influido en nuestro propio sonido.
Tratábamos de ir a todos los conciertos que podíamos, sobre todo los que no cobraban la entrada, y nuestro contacto más directo con la escena fue una vez que en los orinales de algún bar le dimos la mano a Dilson, el vocalista de La Pestilencia (él iba de salida, sin lavarse las manos). Poco a poco, con bastante miedo dada nuestra carencia de estatura y corpulencia, nos atrevíamos a lanzarnos dentro del pogo, única danza posible para los tipos duros como nosotros, que, como bien se sabe, no bailan. O no saben bailar, que era más bien nuestro caso. Nunca nos reuníamos en mi casa, pues allí siempre había alguien gritando, llorando o golpeando a otro, con frecuencia las tres cosas a la vez. A veces dormíamos los tres en casa de JotaGé, que hacía poco había perdido a su mamá y cuyo padre alcohólico rara vez aparecía por allá. Pasábamos la noche hablando de la banda, de nuestro sonido y nuestro futuro y luego nos desviábamos hacia los problemas de nuestras familias rotas y nos preguntábamos cómo sería vivir en un barrio distinto a esos, donde te miraban con odio porque querías tener el pelo largo y podían apuñalarte sólo por ir caminando y no estar interesado en parecerte a Tupac Shakur sino a Jimi Hendrix; cómo sería vivir en un lugar donde ser aspirante a músico fuera más valioso que ser muy macho y saber pelear a las puñaladas; cómo sería tener mucha plata y poder comprar todos los discos, casetes, revistas, guitarras, banderines y demás chucherías de la Calle 19; cómo sería acostarse con una mujer como Lita Ford (nunca oímos un álbum suyo, es más, creo que la única de sus canciones que conocíamos es esa balada que canta a dúo con Ozzy Osbourne, pero salía mucho en las revistas que leíamos y se veía exactamente como la fantasía que nos dibujaban las hormonas en los sueños, para atormentarnos).
Luego, volvíamos a hablar del cuerpo de Lita Ford o el de cualquier otra mujer, con frecuencia nuestra profesora de Biología –y en ese cuerpo de mamífero muy superior nos deteníamos bastante–. Claro, si no queríamos mentir, teníamos que limitarnos a relatar nuestras experiencias masturbatorias y las fantasías que las habían incubado, a menudo con actrices de telenovela o alguna que otra vecina inalcanzable. A veces era preferible mentir. En nuestro caso, el de mayor bagaje sexual era el Flaco, que una noche había ayudado a doña Flor, una cincuentona muy propensa a emborracharse, a llegar hasta su habitación, escaleras arriba, en el último piso de la laberíntica casa de inquilinato donde vivían, y luego se había quedado hasta que doña Flor le demostró que una botella de cerveza no era lo único que ella podía beberse de un solo trago.
Doña Flor era casi tan fea como las bestias infernales que aparecían en las portadas de los discos que queríamos oír; pero aunque nos burláramos de él, en secreto, tanto JotaGé como yo envidiábamos la suerte y atrevimiento del Flaco, tan decidido, tan audaz como debe serlo un buen baterista de trashcorepunkdeathmetal. JotaGé y yo éramos los menores de una larga y desafortunada serie de hermanos y hermanas que intentaron protegernos al mismo tiempo que nos maltrataron, cosa que no sé si sirva para explicar de algún modo nuestra timidez, nuestra bobería, o ambas cosas. De modo que el Flaco era el atrevido, el hombre de experiencia, JotaGé era el simpático, el ocurrente, y yo era el lector, el intelectual. Es verdad que mis calificaciones eran destacadas, pero en un colegio público donde a veces pasaban más de tres meses sin que llegara el profesor de alguna asignatura y buena parte de los estudiantes sólo quería terminar la secundaria para conseguir un trabajo rutinario e insignificante, irse a vivir con alguien, tener hijos y ser viejo antes de cumplir 20 años, aquello de lector e intelectual hay que ubicarlo estrictamente en su contexto. Cierto, tenía unos cien libros en mi cuarto, un exiguo remedo de biblioteca formado al azar, heredado en parte de mis hermanos mayores, donde un tratado psicológico sobre la bisexualidad estaba al lado de algún número viejísimo de Selecciones del Reader’s Digest o una edición jibarizada de La Odisea. A menudo intentaba leer algo y no entendía nada, entonces me sentía estúpido y quería destruirlo todo, empezando por esa casa húmeda y triste donde mi mamá y mis tres hermanas lloraban o gritaban todo el día. A veces, sin embargo, algún texto me acogía por un rato y me olvidaba de los llantos y los gritos, y me sentía casi tan bien como cuando estaba con el Flaco y JotaGé escuchando a 33 y un tercio de revoluciones por minuto esas voces guturales que aunque jamás entendíamos, seguro relataban nuestro propio infierno.
Recuerdo, con ese afecto triste con que se recuerdan las cosas que están muriendo, una ocasión en que hacíamos una fila sinfín para entrar a un coliseo donde esa noche tocaban unas diez bandas de punk y de metal. Era un sábado con llovizna, oscurecía y aún no abrían las malditas puertas del lugar y todos teníamos hambre y frío y queríamos saltar, gritar, mover la cabeza como si no hubiera un mañana porque de hecho todos allí parecíamos dudar de que hubiera un mañana. Entonces, cuánto me gusta creer que fue alguno de nosotros, uno de los Progressive Death, una voz comenzó a cantar una canción que todo el que estuviera haciendo esa fila tenía que conocer. Cómo me calmo yo, todo rechaaazo. De inmediato los gritos aquí y allá se fueron uniendo al coro. Ya no consigo más… satisfacción. Un coro de perros rabiosos y feroces, en el fondo inofensivos. Ya ni con drogas, ni con alcohol. Un coro donde no importaba de qué barrio eras, porque la única cartografía posible consistía en escapar a través del grito. Un coro hermanado por la desazón y el rústico cuero de las botas. Ya no consiiigo ninguna reaccióóón. Por las ganas de gritar en un país donde los peores asesinos, los verdaderos demonios, tenían el prestigio de las estrellas de rock. Un coro que siguió gritando canción tras canción. Podredumbre y corrupción; todo es caos en la nación. Hasta que las puertas de la noche se abrieron. Burocracia y ambición; anarquía es la solución. Hasta que vino el ruido amplificado con sus guitarras y baterías para curar las heridas del desamor y el frío. ¡Fango, fango, fango, fango!
Esa noche regresamos felices a casa de JotaGé, aunque tuvimos que caminar casi diez kilómetros, aunque nuestras botas de obrero, marca Grulla y con puntera de acero, no eran el calzado más propicio para un recorrido tan largo, aunque nos doliera el cuello de tanto mover la cabeza, los brazos de tanto empujar en el pogo, las pantorrillas de tanto recibir patadas, el estómago del hambre y el oído de tantos decibeles albergados. Felices porque cuando estábamos en medio de esos cuerpos forrados en índigo, cuero y metal, cada uno de nosotros era simplemente otro más de la manada.
Sin embargo, ese sábado constatamos hechos ineludibles: estábamos creciendo y eso implicaba comenzar a aceptar que algunos sueños se descomponían lentamente. Esa noche, para no ir más lejos, supimos al verlo que el baterista de Eskizofrenia tenía uno o dos años menos que nosotros, lo que sin duda nos enviaba un mensaje: tal vez los Progressive Death ya nunca seríamos Progressive Death. Ese pensamiento resultaba tan oscuro que no lo comentamos siquiera, y preferimos caminar contándonos una y otra vez lo que todos habíamos visto en el concierto, riendo (reíamos mucho, que nadie piense que este relato sólo se viste de negro, gris y taches doliendo en la piel), rememorando las curvas de las rockeras que habíamos rozado amparados por la música, la muchedumbre y la fuerza centrífuga del pogo.
Eso éramos. El mundo seguía girando mientras las suelas de nuestras botas se desgastaban hasta romperse y aunque algún muro había caído, otros más fuertes y más altos se estaban levantando. La tormenta no estaba sólo en el desierto. Algún demonio moría y cien más se levantaban de entre sus restos. Las leyes y constituciones podían cambiar, pero los muertos seguían cayendo, sobre todo los muertos con sueños estúpidos como el de un país sin guerras. El Flaco, JotaGé y yo nos acercábamos al final del bachillerato, quizá tendríamos que prestar el servicio militar y cortarnos por centésima vez el pelo contra nuestra voluntad, quizá tendríamos que buscar un trabajo cualquiera, esperando que nos sirviera también para empezar a estudiar, quizá, después de todo, íbamos a ser viejos antes de cumplir 20 años.
El Flaco, por esos días, había convencido al dueño del inquilinato de que lo dejara dormir, a cambio de una mensualidad irrisoria que siempre terminaba pagando su mamá, en una especie de bodega de un metro por dos ubicada en el hueco de una de esas escaleras por donde no hacía mucho tiempo había casi arrastrado a la tambaleante y fogosa y gargantúa doña Flor. Ese cuartucho fue el último cuartel de los Progressive Death y al caer la tarde nos encerrábamos allí, echados en un espacio donde apenas cabíamos, apoyando la cabeza en las piernas de otro, sin encender la luz porque a lo mejor el Flaco había vuelto a enfrentarse a los puños con su padrastro y su cara delataba quién había llevado la peor parte, o a lo mejor mi hermano, el agresor borracho o drogado, estaba de nuevo en la cárcel, o quizá el cuñado de JotaGé le había vuelto a pegar a su hermana y a los niños. A medida que las horas pasaban, la música que poníamos era menos brutal y ya no oíamos a Sepultura sino el tercer disco de Led Zeppelin, el volumen bajaba y no necesitábamos hablar para entendernos. Cada uno movía los brazos, tocando su instrumento hecho de aire y coordinábamos como máquinas perfectas que no fallaban una sola nota. La música nos entraba en el cuerpo y se quedaba, y era lo único que teníamos, lo único que de verdad espantaba las ganas de ir hasta el edificio más alto de la ciudad, subir hasta el último piso engañando con cualquier pretexto a la portera y atravesar la ventana, el miedo y el silencio con todo el peso de la rabia y el cuerpo. La música, a ese volumen mínimo, era suficiente para acallar por una noche los disparos. La música sonaba y estábamos juntos, los Progressive Death, tres ramas frágiles que creían que unidas eran inquebrantables, y no nos importaban las nuevas desgracias que vendrían, ni que a la vuelta de unos años ni siquiera volveríamos a hablarnos, y se nos olvidaba por unas horas el olor a mierda y a miseria de ese cuarto, de ese inquilinato, de ese barrio, de esa ciudad…
(Bogotá, 1975) es profesor de literatura. En 2011 fue uno de los ganadores del Concurso Nacional de Poesía (Colombia), auspiciado por la Casa de Poesía Silva de Bogotá.
Duele, a veces duele tanta verdad. Pero es y será verdad al fin y al cabo.
Hola,Trujillo, te envío una felicitación super inmenso, leímos el artículo con mi esposo y confirma parte de tu historia y yo un poquito de la otra. un abrazo.Dios te siga bendiciendo.
Una historia devastadora como los riffs de Venom y Anihilator. Gracias, más de una generación sacude la melena en esas páginas.
¡¡Gracias por ese comentario, y muchas más gracias por leer!!
Hoy es sábado 21-11-2015 ¡Tengo que registrarlo en mi historia!
Eres el segundo autor que me ha conmovido, porque muestran un tiempo desde su tiempo, su ciudad (que no es la mía) y sus almas superiores a las circunstancias.
Sin temor te digo: Eres el segundo, porque el primero fue Dostoyevski.
Tan real tan fuerte como transportas al momento mismo sintiendo el frío el miedo el hambre la frustración y las de vivir.. Tus letras atrapan ,llenan y se hacen sentir.
¡Mil gracias por tus palabras, Mónica!
Gracias a la fuerza narrativa de Trujillo, los Progressive Death derriban con su metal pesado los muros de un cuarto, un barrio, una ciudad, un mundo sumergido en la oscuridad, la soledad, la angustia, el miedo, la violencia, la guerra… las tres ramas sonoras se transforman, por la fuerza poética del relato, en viento, canto, aire… la escritura es aquí un poderoso pogo con la muerte… una chuma con el universo… una danza en el Aleph…
Torres, tan generoso y exagerado como (casi) siempre.
Tu narrativa es tan detallada, que me trasladaste cual Gabo a recorrer las calles contigo, con jotage y el flaco, a compartir tus tardes en ese pequeño cuarto de inquilinato…. felicitaciones..I.A.
¡Muchas gracias!