Pájaros

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A mi padre, a mis abuelos

 

 

1

Los niños están debajo de la cama. La neblina helada que cubre el pueblo se cuela por los resquicios de las ventanas y enfría las baldosas. Isaura y Rosalba lloran, no saben exactamente qué ocurre pero el pánico que invade la casa las hace llorar. Ígneo las abraza. Desde el escondite escuchan los susurros de su madre.

Alguien toca a la puerta. Lúcida se incorpora del asiento en donde ha permanecido rezando desde que escuchó los camiones entrando al pueblo. Va hasta el cuarto, se agacha debajo de la cama, abre bien los ojos y se lleva su dedo índice a la boca en señal de silencio. Luego camina lentamente hasta la puerta y pega su oído derecho al tablón de madera. Vuelven a tocar.

—Soy yo, ábreme rápido —le dicen del otro lado.

Lúcida lanza un suspiro de tranquilidad y entreabre la puerta para que Pórfido pueda entrar.

—Ya se fueron —le dice su marido una vez adentro, caminando hasta la sala, buscando una silla donde sentarse.

—¿Dónde estuviste? —le pregunta Lúcida, de pie, frente a su esposo.

—Me escondí en el billar. Cuando vimos los camiones no nos dio tiempo de movernos. Si hubiesen entrado ahí me agarran.

—Pero por qué dices eso… no sabes si vendrán por ti…

—Nadie sabe que vendrán por él hasta que vienen.

—¿A quién se llevaron esta vez?

—A don Carlos, el de la botica. Tumbaron la puerta a culatazos y lo sacaron a rastras por el pelo.

—¡Y qué tiene que ver un simple boticario con toda esta locura!-exclama Lúcida, sin dejar de masajear las pelotitas del rosario que tiene entre sus manos.

—Ellos se llevan al que quieren, Lúcida, sin explicar nada, sin que les importe nada.

—Tenemos que irnos de aquí, Pórfido, tenemos que irnos ¡ya!.

—Estoy arreglando las cosas para irnos, no podemos hacerlo así no más. Por ahora tienes que calmarte.

Lúcida le hace caso, jala otra silla y se sienta en ella.

—¿Tú familia te ayudará?

—Es lo que me han dicho… Están buscando posibilidades de trabajo en Kalamarí.

—¿En Kalamarí?

En la calle, los perros siguen ladrando a la oscuridad. Lúcida recuerda que los niños aún permanecen bajo la cama y va hasta el cuarto.

—Niños, ya pueden salir, su papá regresó.

Isaura y Rosalba dejan de lloran, se toman de las manos y siguen a Ígneo, el mayor de los tres. En la sala se detienen a varios metros del sillón donde Pórfido continúa sentado, pensativo.

—Les he dicho mil veces que cuando esos camiones lleguen no pueden llorar, no pueden hacer ningún ruido.

—¡Isaura fue la que lloró primero!—grita Ígneo.

Pórfido está cansado y no quiere seguir la discusión.

—Vayan a dormir—les ordena—, mañana no hay escuela.

 

Mompoy

 

2

A las doce en punto, Lúcida escucha el ruido de un motor aproximarse. Con algo de miedo se asoma a la ventana. En la oscuridad de la esquina, al lado de su casa, las luces del vehículo se encienden y apagan tal como lo acordaron. Rápidamente va hasta la habitación donde duermen los niños. Esa noche los acostó antes de tiempo, los metió vestidos bajo las cobijas y les advirtió que deberían despertarse temprano porque se irían de viaje.

—¿A dónde?—le preguntó Ígneo.

—Nos vamos para el mar—le respondió Lúcida y los niños se pusieron felices.

Así que al momento de levantarlos ninguno puso problemas.

—Apúrense—les dice Pórfido en voz baja mientras agarra las maletas que han estado esperando junto a la puerta. Lúcida carga a la pequeña Rosalba, que sigue entre dormida, y le ordena a Ígneo que agarre a Isaura de la mano. Así lo hace y salen de la casa.

El conductor no ha apagado el motor del viejo Chevrolet, se mantiene alerta viendo la negrura fría de la calle. La frente le suda, sabe que si lo detienen puede meterse en problemas. Pero Pórfido es amigo de los buenos y desde hace mucho. En todo caso, le pide que se apresure. Pórfido deja el equipaje en el amplio maletero y ayuda a Lúcida con los niños en el puesto trasero, luego le da un beso en la frente a su esposa, alcanza a sonreírle y se sube al puesto del copiloto.

—Vámonos—le pide al conductor, y se internan en la noche buscando la salida del pueblo.

—¿A qué hora llegaremos?—le pregunta Lúcida a su esposo.

—Son doce días en río hasta Kalamarí. El viaje es largo.

Lúcida arropa a los niños que ya se han quedado dormidos, luego mira por la ventana y piensa con miedo en todo lo que puede suceder en doce días. A pesar de que se conoce el trayecto de memoria desde la noche en que Pórfido le contó que todo estaba listo, Lúcida sigue preguntando por la duración del viaje y repasando en su cabeza el itinerario. “Doce días se pasan rápido”, piensa para tranquilizarse.

—¿Qué haremos cuando estemos allá?

—Conoceremos el mar, Lúcida. Ya te dije que la casa queda cerca del mar.

—¿Pero después de eso qué haremos?

—¡No te preocupes más, mujer! Trata de dormir un poco.

—No puedo dormir.

—Lo peor ya pasó, Lúcida. Todas las noches me preguntabas cuándo nos íbamos a ir y ahora que nos vamos…

—No es eso… es que de todas formas me da miedo.

—Trata de dormir.

Lúcida vuelve a mirar a través de la ventana. La vegetación a cada lado del camino es un manto negro, inhóspito y amenazante.

—Y el dinero, ¿nos alcanzará?

—No te preocupes. Con lo que me prestó la familia alcanza.

—Hay que pagarles hasta el último centavo…

—Sí, hasta el último.

La pequeña Rosalba, que descansa sobre el regazo de su madre, entreabre los ojos.

—¿Ya llegamos, mamá?

—No. Primero hay que cruzar un río—le explica.

—¿Un río? ¿Y cuánto mide el río?—le pregunta Rosalba y cierra los ojos.

Lúcida no le responde, vuelve a mirar la carretera oscura abriéndose entre las luces del carro, luego extiende su mano y toca el hombro de su marido. Pórfido gira el torso hasta quedar de frente a su mujer.

—¿Cuánto mide el río?—le pregunta Lúcida con los ojos acuosos.

Pórfido le sonríe sin saber qué responder; el silencio puede ser un espejo de horrores. Están aterrados, temblorosos, como si acabaran de darse cuenta que la carretera negra por la que viajan no terminará nunca. Pórfido no soporta la mirada de su esposa y le vuelve a dar la espalda. Desde allí le responde lo primero que se le ocurre:

—Cuando lleguemos a Kalamarí se olvidarán de todo.

Lúcida se relaja. Ella sabe que el río mide lo que miden todos los muertos que llevan sus aguas. Así que le hace caso a su esposo y cierra los ojos para descansar. “Cuando lleguemos se olvidará todo”, piensa, y vuelve repetir la frase en su cabeza hasta quedarse dormida.

 

archipiélago

 

3

Lo primero que piensa Lúcida es que no podrán ponerla en pie. La casa está rota, a medio construir, igual que el barrio. Las paredes de ladrillos sin pintar están dobladas y endebles, a punto de venirse abajo con el más mínimo ventarrón. Las habitaciones están vacías. El suelo es de tierra y baldosines rotos. Los vidrios de las ventanas están manchados por el salitre. La maleza de las calles rodea la casa. Lúcida está cansada y le tiemblan las piernas.

—La iremos levantando poco a poco, como todos los de por aquí—promete Pórfido.

Sólo unas pocas casas, apenas en mejor estado que la de ellos, se levantan en los alrededores. Las calles están cubiertas por una fina capa de arena que brilla como diminutos espejuelos. El cielo está despejado. El calor es sofocante. Un enmarañado sistema de vegetación que mezcla matarratones, almendros, laureles y enredaderas de verdolaga, crece a lo largo y ancho de las calles. El barrio es un territorio salvaje, recién descubierto.

—¿Qué es eso que huele así, mamá?—pregunta Rosalba.

Un intenso olor a algas podridas invade el aire. Pero ni Lúcida, ni Pórfido saben a qué huelen las algas podridas.

—No sé, debe ser el mar—responde Lúcida—, debe ser el olor del mar.

Así que todos recuerdan que el mar está cerca, que el río murió en el mar que añoraban, que ese sonido que escuchan a lo lejos, como un bramido que se repite, deben ser las olas. Así que dejan las maletas sobre el suelo y salen a la terraza. Ígneo se aventura un poco más y camina hasta la mitad de la calle.

—¡Vengan, desde aquí se ve el mar!—les grita.

El resto de la familia camina hasta donde está Ígneo. En efecto, la ausencia de casas permite verlo desde cualquier punto del barrio. El mar es de un verde profundo, y es inmenso y es hermoso.

—¿Ese es el mar, mamá?—pregunta Isaura.

—Imagino que sí—responde Lúcida, encogiéndose de hombros.

En ese momento se dan cuenta que están solos; no hay nadie más por las calles arenosas del barrio.

—Ígneo, mira si hay alguien en las casas—le ordena Pórfido a su hijo.

El niño se asoma por una ventana.

—No veo a nadie, papá.

Luego corre hasta otra casa que se levanta unos metros más adelante, se empina sobre la ventana y mira al interior.

—¡Aquí tampoco!

La familia permanece estática. El hecho de ser los únicos que están en el barrio los llena de una sensación de vacío, como si estuvieran allí pero al mismo tiempo no estuvieran, como si aún siguieran viajando por esa carretera en tinieblas, como si las aguas del río se los siguieran llevando.

—¡En esta casa tampoco hay nadie, papá! ¿Dónde están todos?

—Deben estar en el mar—dice Pórfido mirando el oleaje que se percibe a lo lejos, sin mirar a Lúcida, aunque la mirada de su esposa le esté quemando la nuca.

—¿En el mar?—pregunta ella.

—Sí, en el mar, ¿dónde más podrían estar?

Así que Ígneo, que ha escuchado la conversación, avanza por la calle de tierra en dirección al mar. Los demás hacen lo mismo. Atraviesan las enredaderas de verdolaga y los palos de laurel hasta llegar a la playa. El mar es interminable y es fuerte. Millones de diminutas caracuchas forman una alfombra crujiente; sobre la arena se amontonan pilas enormes de algas podridas, ya secas por el sol. Pórfido tenía razón. Los vecinos están diseminados por la playa, caminando entre las dunas, o simplemente estáticos al lado de las montañas de algas rojas observando el movimiento monótono de las olas. En la orilla, Ígneo observa a un niño de su edad que lanza piedras al mar. La pequeña Rosalba deja de corretear mariamulatas y se dirige hasta donde están sus padres. Una bandada de pájaros cubre el cielo.

—Mira, mamá, son pájaros, muchos pájaros—le dice Rosalba.

—Sí, son pájaros…

—¿Aquí también vendrán ellos?—le pregunta la niña.

—No—le responde Lúcida mirándola. Luego dirige la mirada hacia su esposo.

—Ya verás, dentro de poco olvidarán todo—le dice Pórfido.

—Es la segunda vez que lo dices—le recuerda Lúcida.

Pórfido no soporta la mirada húmeda de su esposa y se concentra en el océano. Lúcida hace lo mismo.

—¿El mar siempre es así de grande, mamá?—pregunta Rosalba.

—Sí, así de grande—responde Lúcida sin dejar de mirar los pájaros que vuelan en el cielo.

—¿Cuánto mide el mar, mamá?—vuelve a preguntar la niña.

—No sé—le responde.

Pero Lúcida sí sabe. El mar mide lo que miden los sueños.

by Gerardo Ferro

(Cartagena-Colombia, 1979). Escritor y periodista independiente. Ha publicado los libros de cuentos Cadáveres exquisitos (2003), Antropofobia (2006), y la novela Las Escribanas (2012). Su libro de cuentos Historias sencillas (inédito) fue finalista del reciente Premio Nacional de Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín.

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