Vivir (d)el arte

1.

Es matemático, predecible y seguro, no falla: siempre que hay una reunión de artistas, un seminario, una charla, un taller, un curso, un workshop artístico… siempre aparece alguien que, sin el menor rubor, exige su derecho a que el estado le pague el alquiler, en virtud de la naturaleza artística de su voluntad (que no de su trabajo). Quieren subvenciones, ayudas, becas. Dinero. Y, así, comienzan su discurso de esta manera: “nosotros, los artistas…”. A lo que yo respondo -mentalmente, pues harto estoy ya de pelearme con esta gente- “no en mi nombre”.

Casos en los que “el desfase entre [las] aspiraciones y la realidad es tan grande que es para volverse loco”. La cita procede del libro Sin presente (Periférica, 2015), de Lionel Tran (Lyon, 1971), que trata precisamente de este tema, pero también de algunos más. Siendo justos, el acercamiento más juicioso al libro habría de venir desde una postura marxista (centrada en el tema de la lucha de clases, en particular el desclasamiento artístico); y es que, en realidad, la novela lo pide a gritos, en virtud de su naturaleza colectivista, de disclaimer generacional (de la así llamada «generación Mitterand»). Pero aquí, sin embargo, nos interesa más hablar de la idea del artista -y lo artístico- que en ella se representa (no el artista como sujeto económico, sino aquel cuya existencia representa una cierta idea del arte: postromántica).

Sin presente es un libro que se expresa en un grado de autoconsciencia muy alto, aunque ésta no proviene de los hechos, sino del tiempo de la escritura. El grueso del relato se construye en un falso presente que tiene vocación de estampa quasi-costumbrista (a la manera de Javier Pérez Andújar, por buscarle una equivalencia en español), con una clara función historiográfica. Así, tiene un código testimonial, casi sociológico, postulándose como documento anónimo, parte mínima de ese gran archivo de vidas que es la sociedad en un momento determinado.  Al efecto de aquilatar este efecto de registro, se introduce en la novela un yo intermitente, así como cinco páginas no numeradas (que se corresponderían con las siguientes: 29, 47, 65, 97 y 127) en las que se da cuenta de dos momentos catárticos y se mencionan tres anécdotas de una especie de -en apariencia- ficticio programa televisivo sobre niños.

2.

Es importante comenzar delimitando el marco temporal de los hechos narrados en Sin presente: entre los ocho y los treinta años del narrador protagonista (a quien llaman Chong, por sus orígenes vietnamitas), distribuidos en seis partes -o capítulos- (“El fin de la historia”, “La isla de los niños”, “Los niños que no querían crecer”, “Al otro lado del espejo”, “El pueblo en las nubes”, “El país que no existía”), más una especie de coda o alegato final (“Una sociedad sin clases”). No es descabellado tratar el material narrativo en términos jurídicos, pues en la narración se da un cierto tono confesional, de asumida culpabilidad (una culpa que proviene de la inacción, del abandono, de la falta de disciplina).

Por ello, la noción artística que se maneja en este texto es una inoperativa, circunstancial, en el sentido que se percibe como un efecto determinista de la educación heredada de los padres, basada en buscar justificaciones ideológicas para todos los actos, consistente en obligar a los hijos a tomar decisiones razonadas (pero no siempre razonables) sobre la vida. De ahí que, al crecer, los hijos quieran hacer las cosas porque sí, por el puro placer de hacerlas. La base para esta desobediencia de los hijos (lo que en los padres fue experimentación personal, vital, aquí es puro hedonismo) se ha de buscar en la forzada libertad que dieron los padres a los hijos, a los que ni protegieron ni ocultaron nada, sino que les dejaron a su aire (y es la responsabilidad de esta libertad -ese precipitarse «en el vacío sin paracaídas»- la que no saben manejar el protagonista de la novela y sus amigos). Unos padres, los de Chong (y los de sus amigos) orgullosos de sus hijos, “pues pensaban que dejarnos crecer como flores salvajes haría de nosotros la primera generación del después”, dice Chong.

Y, así, en ese contexto, sin ton ni son, el narrador decide hacerse escritor. No hay vocación solitaria (como en Fante), aunque sí habrá más tarde un realismo desesperado (una precariedad abatida, por culpa de la elección de la escritura, como en Fante). Se diría que es el contexto el que empuja a que el protagonista y algunos de sus amigos monten una especie de taller de creación artística, donde se dedican -en verdad- a fumar porros y a hablar de arte. De hacer arte. Un arte que, paradójicamente, apenas practican. La casa parece más un piso de estudiantes ociosos que un lugar dedicado al trabajo.

Y allá hablan, porque hablar hablan mucho. Y se drogan (y venden drogas a terceros), también. Aparece entonces la retahíla habitual de tópicos de quien quiere dedicarse al arte (pero no se dedica): que si hay que ser libres, que si se ha de vivir el momento presente, el consumo de droga como una experiencia personal, etc. Se saben peones “de la economía de subsistencia paralela”. Esto es: venden costo, están obsesionados con la espiritualidad y se creen embarcados en una investigación artística (unos son pintores, otros escultores, los más vagos indolentes; el narrador: un proyecto de escritor, o mejor, la idea de un proyecto de escritor). Pero, ya se dijo, no. Fuman porros y hablan de arte. También dicen estar en contra de la tecnología y se interesan apenas “por la cultura cuyo valor ha sido confirmado por el paso del tiempo”, a resultas de lo cual se van encerrando progresivamente sobre sí mismos, pensando que todo lo que viene del exterior es impuro, está contaminado. Ah, y citan a Cioran sin descanso. Pero la evidencia es incontestable:

«la página del procesador de textos permanece desesperadamente vacía”, dice el narrador, que asimismo confiesa “La escritura me aterroriza […] no sé por dónde empezar”.

El sentimiento (la sospecha) de no tener nada que decir subyuga al narrador. Ha elegido ser escritor; dejó la universidad y se lanzó al vacío, pero ahora no sabe qué hacer con esa opción de vida que tomó, el ser artista, y que ya no consiste en algo vocacional sino en una toma de posiciones ideológica (o contra-ideológica, en el sentido de que confronta la ideología de los padres: trata de neutralizarla). Se trata de vivir afuera de la sociedad, apartado, pero no recluido. No se trata del eremita culto, puro y en plena comunión consigo mismo. No. Es otra cosa. Es la de aquel que se pone a un costado, pero no corta irremediablemente los lazos con la sociedad.

3.

El narrador no abandona el escritorio durante toda la mañana, pero no escribe nada. Tenaz es; eso sí que no puede negársele.

Dice:

“me paso horas hablando de lo que querría escribir, de las ideas que tengo, de los escasos autores cuya escritura me dice algo. Uso mucho las palabras trabajo, trabajar, volver a trabajar”.

Pero no trabaja. Simula que trabaja.

Y más o menos lo mismo puede decirse del colectivo al completo que forman Chong y sus amigos. Un hombre que los visita de vez en cuando -y que les compra algún cuadro- se lo recrimina así:

“parecéis ángeles, estáis demasiado intactos para hacer cosas tan torturadas, aún sois jóvenes, los estigmas no han tenido tiempo todavía de marchitar vuestros cuerpos”.

La simulación: todo es un como si. Escribe Tran en uno de los párrafos que mejor define esta novela:

“Si nos lo propusiéramos, seríamos capaces de transformar el arte, si quisiéramos, seríamos capaces de crear un nuevo lenguaje, una nueva filosofía, porque todo es posible, porque el poder de nuestro espíritu y de nuestra imaginación no tiene límites”.

Las mismas palabras (no solo las dichas, sino también las escritas) son una coartada: están vacías. Chong se da cuenta cuando se relee, dice “tenía la impresión de que [las palabras] estaban llenas de vida”. Pero es imposible que lo estén, pues no vive sino en una lógica de simulación, pretende escapar de la alienación del liberalismo mercantil, conformando una suerte de comuna de artistas, pero, al fin, cae en la simulación del “niño salvaje”, en la ilusión de la disidencia (Ricoeur). Pues aquí, en Sin presente, la cosa no va de vivir equívocas representaciones de lo real a través de la imaginación, de la dualidad de mundos, ni acaso tiene que ver con un modo de escapar de la decandencia del yo (de su disolución).

Se trata, más bien, de aquello que Alfred Sauvy llamaba “el mito de lo simple”: un intento por regresar a una especie de sociedad neo-arcaica, institucionaliada al nivel de la economía de subsistencia y trueque. No se trata de buscar en el arte una esperanza de pureza y/o salvación, sino que la idea del arte que aquí se maneja es simulacral: el arte como un modelo antiutópico y posibilista, pero que, en términos semióticos, carece de significado lingüístico.

El arte es, al fin, el argumento para tensionar la guerra mental contra el establishment.

Nada más -y nada menos-.

4.

Chong y sus amigos se dedican al arte porque pueden. Se han borrado por completo los rastros de la vocación, pero tampoco hay una idea laboriosa, artesanal del arte, en supuesta consonancia con un ideario pre-moderno. El arte se ve aquí como una consecuencia de la debilidad y la holgazanería en la que se han instalado esos privilegiados beneficiarios de la sociedad del bienestar. Jóvenes tristes, sin razón, ahogados en una subjetividad lejana, borrosa e improductiva. Un vivir sin comprender. Un no ser (o no querer ser) consciente de la cobardía, de la debilidad, de la arrogancia. Un esperar sin buscar experiencias otras, ni queriendo colonizar el tiempo propio. El arte (la escritura) entendido como algo que vacía el tiempo y se niega a permear lo invisible. Dicho de otra manera: una idea del arte como instrumento sin guía, de movimiento errático y sin propósito, de personalidad aniñada y desfasado de sus pretensiones.

Una cierta idea del arte que conduce irremediablemente a la paranoia, al cataclismo: al moho. La ilusión del arte de quienes no tienen “ni inspiración ni talento” y no son más que unos impostores que pretenden que se les financie su indolencia (de hecho, Chong y un amigo, en un momento determinado, van a pedirle una subvención al gobierno).

5.

Pero sucede que un buen día Chong se da cuenta de que ya no tiene nada que hacer en el colectivo de artistas y se larga. Okupa una buhardilla, fuerza la cerradura con un destornillador y, de nuevo, se enclaustra.

Aparece, al fin, el miedo (la conciencia del propio destino). Y se pregunta: ¿cómo he llegado hasta aquí?

En este punto del libro, que se corresponde con el epílogo (o capítulo 7: “Una sociedad sin clases”) el texto cambia, de alguna manera, de registro, y el yo individualista se impone férreo. Un yo a la deriva, que acaba recogiendo verduras por el suelo, en los comedores sociales y abandonado a una delirante neurosis pesadillesca. De ella emergerá -ya sí- con la determinación de la escritura.

Esta voluntad germina asociada a la idea de consumo, trabajo y sociedad. En definitiva, que Chong, ya sin sus amigos, se incorpora al orden social establecido. Entiende y asimila, por vez primera, el uso y regulación de las instancias de poder, se adecúa, pues, a la norma. Es sintomático que, en su primer día de trabajo (lo contratan en una imprenta estatal), los zapatos que utiliza son los del anterior trabajador. Esa idea de la sustitución (de equiparabilidad de lo igual, en un sentido de clase) es interesante, ya que pone fin a la ilusión del desclasamiento -a través del arte y la vida en la comuna- e instaura en la conciencia de Chong un sentimiento de fracaso e impotencia, una violencia que se manifiesta en lo que él llama su ira fría. El narrador, en la última página del libro, como advertencia para el futuro, se escribe a sí mismo:

“Vas a cumplir treinta años. Has vivido diez años sin estatus social […] No has muerto. No te has vuelto loco. Has sobrevivido. ¿Cuántos habéis pasado por eso?” .

Así las cosas, Sin presente permite dos lecturas que se hibridan: una que tiene que ver con el tiempo malgastado, indolente y vacío de la adolescencia, y con una idea vaporosa e inútil del arte, en tanto que inefectiva postura radical (ya que no tiene consecuencias -no interpela a nadie-, pues está vacío de contenido, ese arte). La segunda lectura es más feliz y está relacionada con la toma de conciencia de la inutilidad pretérita, la de la juventud, y que se materializa en este libro. O sea, Sin presente, la novela, como una recusación de aquel presente hueco que se nos narra en el propio libro. Sin presente, la novela, como un modo de construir, de una vez, un presente con sentido y finalidad, un servirse del arte para, ahora sí, incorporar de manera satisfactoria el pasado al hoy, para hacer del ayer herencia conectada al presente actual del novelista.

 

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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