Como ya he dejado dicho en otro sitio, me impresionó Vacaciones permanentes (Tropo editores, 2012), el primer libro de la escritora boliviana Liliana Colanzi (Santa Cruz, 1981), y hace ya varios años que sigo con interés las noticias que van surgiendo sobre su nuevo segundo libro de relatos, Mordor; libro que, a lo que parece, no acaba de concretarse.
Pues no es aquí en La Ola (Montacerdos, 2014) donde encontramos ese segundo libro, ya que se trata, en verdad de una particular edición para el lector chileno. Con esto quiero decir que no se trata de material nuevo, o no en su totalidad. Vacaciones permanentes circuló primero en Bolivia (2010, editado por El Cuervo), luego en Argentina (2011, editado por Reina Negra) y más tarde en España (2012, editado por Tropo); pero no en Chile. Por esta razón, los editores de Montacerdos han decidido [1. Un poco como lo que hicieran los editores de Demipage con el último libro de Rodrigo Hasbún editado en España, Nueve] ofrecer al lector chileno una suerte de híbrido: tres cuentos de Vacaciones Permanentes («Retrato de familia», «Vacaciones permanentes» y «Banbury Road») y sumarles cuatro nuevos («Alfredito», «El ojo», «Meteorito» y «La ola»). Por haber hablado ya en otro sitio de Vacaciones permanentes, aquí nos centraremos en los cuentos nuevos.
Hay algo que, no obstante, une a las dos series de cuentos: la fuerza atávica de la herencia y la irreparable personalidad (entendido el ethos como algo trunco). Solo que en Vacaciones permanentes se trataba de explorar la ambigüedad moral y se tenía una voluntad polifónica, la batalla se producía en el territorio de la cultura, de los códigos sociales y los personajes del libro eran incapaces de dar el salto a la edad adulta: estaban atrapados en un presente al que, paradójicamente, eran incapaces de aprehender. También comparten ambas series de cuentos la brutalidad con la que se manifiesta el deseo, pero no la melancolía de la huida, que marcaba el ánimo y las voluntades de los personajes de Vacaciones Permanentes.
En esta serie nueva de cuentos («Alfredito», «El ojo», «Meteorito» y «La Ola»), proyecto de libro futuro, el tema central es la maldad y el cuerpo corrompido (en el sentido de que es un cuerpo impuro: ya que, de alguna manera, se relaciona con los cuerpos muertos). Colanzi transita espacios más bien hiperreales (aunque en su apariencia externa simulen ser territorios donde desgajaduras fantasiosas se introducen en la realidad, espacios para el terror). Porque la naturaleza formal de lo narrado tiene que ver con el símbolo, la señal funérea, el arquetipo (lo esotérico): contenidos abstractos que reflejan un acto de preterición, de negar algo antiguo que ya no existe, pero que existió alguna vez.
Digamos que en ellos vibra la realidad incandescente, con un magnetismo energético que se niega a desaparecer (la marca del destino funesto). O dicho de otra manera: hay algo que trasciende la psicología y se adentra en el terreno de lo paranormal; son así, todos ellos, cuentos liminales, donde las fuerzas telúricas (manifestándose de manera sombría, esto es: como formas aun vivas, pero espectrales) arrastran a los personajes a la catástrofe (una catástrofe que es, a la vez, una liberación, ya que los personajes son capaces de sobreponerse a su maldad inherente, ancestral). En este sentido, los cuentos tienen algo de apocalipsis, pero no de fin del mundo, sino de fin del sufrimiento, de la hostilidad de la vida adversa. No resulta extraño, así, que un tema central sea la muerte, presente -de una u otra forma- en todos los cuatro cuentos nuevos. Muertes que no marcan un final, pues significan, a su vez, una resurrección. Y se trata de un revivir que se proyecta en dos direcciones: en el renacer personal (y que tiene que ver con el desvelamiento de un «misterio» de la personalidad individual) o bien en un personaje de ultratumba, que reaparece para acechar a los otros, en tanto que alma en pena, ser incompleto.
Donde en Vacaciones permanentes había una cierta melancolía, aquí se ha transformado ya en pura nostalgia. De una Katherinne Mansfield algo trastocada hemos pasado a una Flannery O´Connor en puro delirio. Se mantiene, empero, la referencia a Junot Diaz (especialmente en «La Ola», que puede verse como un hipertexto de «Invierno») y seguimos viendo a Shakespeare, solo que aquí a través de los ojos de Denis Johnson, en particular en lo que se refiere a los temas del amor y la personalidad, pero también las inquietantes visiones del sentimiento de culpa.
En «Alfredito» (la historia de una niña que asiste al entierro de un compañero de escuela), el primero de los cuentos del libro, todavía pueden percibirse con claridad elementos de Vacaciones…, en particular en lo que se refiere a los desplazamientos de la voz narrativa, de primera persona del singular al plural; esto es, todavía resiste la idea de las relaciones afectivas duraderas, familiares. Todavía queda una posible oportunidad para el aprendizaje y la fructífera vida en común. En los otros tres relatos, sin embargo, los personajes ya están condenados cuando la acción comienza: sobre sus frentes está inscrito en fuego el signo de la vileza y la depravación, y el reto al que se enfrentan es el de sobreponerse a esa maldición originaria.
En el caso de «El Ojo» nos encontramos con una chica universitaria a la que su madre, sabedora de que ésta porta el pecado sobre sí, controla férreamente. Una chica sin iniciativa, obediente y sumisa que será capaz de liberarse del terrorífico autoritarismo materno a través del sexo (oral) feroz con un ex-compañero de la universidad. Pero el trasfondo de ese pecado no es, a mi modo de ver, algo bíblico, sino más bien espiritual y que se emparenta con la alquimia, con la idea de llegar a ser: una búsqueda fuerte de la individuación y que también está muy presente en el último de los relatos («La Ola»).
«Meteorito» es una historia rural que narra la historia de Ruddy, un gordo de ciento setenta kilos que detesta a su mujer, Dayana. Ruddy teme que le vean como un hombre débil y quiere ser magnánimo, pero en el fondo es un déspota y una persona jactanciosa. Sufre insomnio, dolores de cabeza y náuseas por culpa de las pastillas que toma para adelgazar. Un día acoge bajo su protección a un chaval que tiene un don («mi hijo puede hablar con seres superiores», le confía su madre, cuando lo deja a su cuidado), pero no le hace caso, se ríe de él (es incapaz de establecer vínculos afectivos; he aquí su falencia -y su condena-). El chaval acabará teniendo un accidente con un caballo que lo deja al borde de la muerte. A partir de aquí a Ruddy, un hombre que no quiere creer en las supersticiones, pronto comenzarán a sucederle cosas extrañas y acabará invadido por unas voces que le susurran y que le conducirán a un final desastroso.
El último de los relatos, «La Ola», es, con mucho, el mejor de todo el libro (y prueba del nivel altísimo en el que ya se halla la escritura de Colanzi). Es un texto que tiene mucho trasfondo de verdad: sucede en Cornell (Ithaca) y la protagonista es una escritora, estudiante de literatura, como la propia autora. «La ciudad estaba poseída por una vibración extraña», nos dice la protagonista, a la que afecta esa misma vibración, encerrándola adentro de sí misma (y viéndose forzada a mantener una dura pugna con sus personajes de ficción, que se le vuelven reales y se le rebelan), viéndose en la tesitura de tener que manejarse de nuevo con sus fantasmas («El viejo Sueño», lo llama la protagonista) y con una amenaza no del todo explicitada que procede del exterior («la Ola»). En un momento determinado recibe una llamada de su madre, diciéndole que su padre, en Bolivia, está a punto de morir. La protagonista regresa a casa en lo que es, al mismo tiempo, una huida y una liberación.
Es el cuento que mejor condensa todos los temas anteriormente tratados, en los relatos previos (pero también en el libro Vacaciones Permanentes): la maldición del cuerpo, las visiones o clarividencias, los vínculos familiares rotos, los estados liminares (la protagonista delira en noches de insomnio, igual que Ruddy, el protagonista de «Meteorito»), los deslizamientos espacio-temporales y que suceden en algún lugar de la inconsciencia, el intento por fugarse del pasado, de la herencia (huyendo, asimismo, de una maldición originaria, pero incierta), también la resurrección y el misterio. Y, lo más importante, el estremecimiento, que aquí entraña una suerte de revelación y abre la posibilidad para el amor verdadero: puro, incontaminado, individual y libre.
Así, el libro, como para soliviantar -y restituir- todo el tránsito funéreo por el que nos ha conducido, termina con un rebrotar de la esperanza.
En un punto algido, sublime.
Y que nos deja con una congoja momentáneamente plácida.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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[…] Fuente: hermano-cerdo.com/ […]