La enfermedad era su vida

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I

Como casi cualquier profesión, la de los escritores también otorga a quienes la practican la capacidad de ser reconocidos casi inmediatamente a partir de ciertos accesorios o rasgos físicos. Basta con ver a un hombre de nariz afilada y rostro delgado que luce con elegancia un traje completo, sombrero y bastón para saber que se trata de Tom Wolfe, el padre del Nuevo Periodismo. Otras figuras icónicas son Mario Bellatin y su brazo prostético; Roberto Bolaño y sus lentes redondos; Jean-Paul Sartre y su mirada con estrabismo; Amélie Nothomb y sus extravagantes sombreros. Para ser popular no hace falta que a uno lo lean, ni siquiera ser especialmente atractivo.

Cuando se piensa en David Foster Wallace, poco importa que se trate de uno de los escritores estadounidenses más importantes de los últimos años, ganador de la única distinción otorgada en su país a la genialidad, y autor de un libro de mil páginas considerado como un clásico contemporáneo. La imagen que perdura de este autor es la de un hombre de apariencia desaliñada, el pelo largo asomándole del eterno pañuelo sobre la cabeza y los pies enfundados en botas de trabajo. Por este look y por su actitud lo calificaron de grunge, pero Wallace nada más prefería la comodidad. Y si bien la honestidad fue uno de sus principios fundamentales, la fama lo separó en diferentes versiones de sí mismo, que acabaron habitando un solo cuerpo.

Las siglas DFW, tan famosas como la figura antes descrita, responden al autor; luego está David Wallace, el ciudadano cuyo nombre aún no incluía el apellido de soltera de su madre, adoptado para diferenciarse de un escritor homónimo; para sus amigos, él siempre fue Dave (hay una anécdota relatada por una de sus novias en la que explica que Wallace le escribió una larga carta explicando las razones por las que prefería ser llamado Dave y no David); y, finalmente, está el joven deportista sabelotodo apodado “The Waller” por sus compañeros de universidad. No hace falta conocer las distintas encarnaciones de Wallace para leer su obra, así como tampoco hay que buscar en ella claves o piezas para reconstruir su vida. Bucear entre el anecdotario personal de Wallace es hacerlo bajo la premisa del “texto y contexto” abanderada por el crítico argentino David Viñas. Se revisa la biografía del autor no para leer su obra, sino para ubicarla en una época y distinguir la modificación del sistema literario.

 

II

Wallace nació en la costa este de Estados Unidos, pero vivió casi toda su vida en Illinois, uno de los estados del Medio Oeste estadounidense, considerada una de las regiones más típicas del país y básicamente dedicada a la agricultura y la industria pesada. Wallace, que se suicidó en 2008 a la edad de 46 años, nunca dejó de verse a sí mismo como un habitante del Medio Oeste. Su deseo de ser una persona común tuvo que competir con la depresión que lo aquejó toda su vida y el sufrimiento que le trajo la fama.

La cantidad de material disponible en la web acerca de Wallace es abrumadora. Pueden encontrarse, incluso, los breves discursos leídos por sus familiares y amigos en la ceremonia realizada en Nueva York, a un mes de su muerte. Sin embargo, son dos libros publicados en papel los que mejor detallan la vida de Wallace con todos sus matices, desde la infancia de jugador de tenis y fumador de marihuana hasta la pasión por la filosofía, el lenguaje y el humor, pasando por la enfermedad, la amistad y la dificultad de ser honesto en un mundo consumido por la ironía:

A finales de 2013 la editorial Debate presentó Todas las historias de amor son historias de fantasmas, una biografía escrita por D.T. Max; y un poco antes la novel editorial Pálido Fuego lanzó Conversaciones con David Foster Wallace, un volumen de veinte entrevistas y semblanzas compiladas por Stephen J. Burn.

 

III

En el blog de la editorial y librería argentina Eterna Cadencia, el escritor Luciano Lamberti publicó una columna sobre la no ficción de Wallace. Allí, explica Lamberti, es donde sale el mejor Wallace, el que ve, experimenta y comprende todo. Autor de su propio personaje, Wallace destaca por su ingenuidad ambigua y por desplegar su estilo inagotable al servicio de la empatía con el lector. Hay un video en YouTube del autor leyendo su famosa crónica sobre la Feria Estatal de Illinois ante un auditorio que no para de reír. Cada tanto, Wallace interrumpe la lectura para insistir en que “nada de esto es inventado”.

Consciente y deseoso a la vez de ser un provinciano sofisticado y tremendamente inteligente, Wallace llenó sus ensayos y artículos de no ficción con invenciones y elaboraciones propias de la literatura. Lo mismo hizo en las entrevistas que dio a regañadientes. “Me siento fatal en las entrevistas y solo las concedo bajo una fuerte coacción”, le escribió a Burn.

Nunca dejó de sentirse incómodo cuando hablaba con periodistas. No podía evitar darlo todo de sí y estuvo siempre vulnerable a los conflictos que aquello podía ocasionar. En una ocasión, un reportero lo detuvo a la mitad de una entrevista para explicarle que estaba siendo demasiado indiscreto y que había temas que no debía contar. Aun así, Wallace nunca dejó de ser bondadoso con su sabiduría ni de reconstruir su biografía de acuerdo a una ligera idealización de su infancia. En ese sentido, no sería apresurado decir que Conversaciones con David Foster Wallace puede leerse como una autoficción.

 

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El editor Marco Cassini y David Foster Wallace

 

IV

Wallace creció en un hogar liberal y académico. Su padre enseñaba filosofía y su madre, lengua inglesa. “Recuerdo a mis padres leyéndose el Ulises en voz alta el uno al otro en la cama, cogidos de la mano y ambos disfrutando de ello apasionadamente”, le comentó al periodista de Rolling Stone, David Lipsky. En contraste, a Wallace le encantaba la televisión y era capaz de memorizar diálogos completos de sus programas favoritos y predecir los giros de la trama.

En la escuela Wallace jugó fútbol americano pero lo dejó porque no le gustaba demasiado golpear a la gente. Luego descubrió el tenis en una clase pública y lo entrenó durante años. “Iba encaminado a convertirme en jugador profesional. No es que yo pareciera tan bueno, pero era imposible de derrotar”, dijo en una entrevista. Antes de cada partido, Wallace agradecía a sus oponentes por haber ido y se disculpaba por ser mal jugador. La misma actitud está también en el Wallace escritor, exagerando su modestia hasta el punto de volverse pretencioso y luego disculparse por ello.

“Empecé a fumar un montón de porros cuando tenía 15 o 16 años, y así es difícil entrenar”. Era inevitable estar drogado en los setenta, pero el joven Wallace no lo hacía solamente para escuchar a Pink Floyd en ese estado. “Cuanto más asustado estás, peor juegas”. En realidad, fue por esta época cuando aparecieron los primeros síntomas de la depresión. Tenía ataques de ansiedad en el colegio y en la pared de su cuarto había pegado un artículo sobre Kafka en el que se leía con claridad la frase LA ENFERMEDAD ERA SU VIDA. “Yo odiaba ver esas palabras. Parecían resumir su existencia”, recuerda su hermana Amy. Sin embargo, nadie reparó en que detrás del extraño comportamiento de David había una enfermedad que no tardaría en consumirlo por dentro.

 

V

En 1980 Wallace ingresó al Amherts College, donde conoció a Mark Costello, con quien después escribió un libro sobre el rap. Allí descubrió la obra de dos autores fundamentales, Don DeLillo y Manuel Puig. Leyéndolos, Wallace decía escuchar “el clic”, refiriéndose a la sensación de epifanía que notaba en la precisión de cada línea.

Wallace todavía fumaba marihuana; Costello ni siquiera bebía y planeaba convertirse en sacerdote. David se unió al Club Glee, donde estaba también el príncipe Alberto de Mónaco. A estas alturas, la literatura todavía no ocupaba un lugar predominante en su vida. David veía a los poetas de su universidad como “estetas presumidos”.

Durante el segundo año en Amherst, David abandonó los estudios por un tiempo. “Sentía que no estaba a la altura”, explicó Wallace después de unos años. El suicidio nunca fue para él una solución sino un escape; en lugar de dañarse a sí mismo, Wallace prefirió buscar ayuda profesional. Fue hospitalizado y luego trabajó por unos meses como conductor de bus escolar. Un día Costello recibió una carta en la que Wallace se mostraba indignado de que hayan permitido que una persona con sus antecedentes clínicos maneje un bus lleno de niños.

Cuando volvió a la universidad, Wallace se impuso una rutina rigurosa y la meta de graduarse con dos tesis, tal como había hecho Costello. Había encontrado en Wittgenstein a alguien que decía lo que él pensaba y en Thomas Pynchon a alguien que lo escribía. Su tesis de filosofía se basó en el trabajo de Richard Taylor y su fatalismo, mientras que la tesis en lengua inglesa consistió en una novela de setecientas páginas, La escoba del sistema.

 

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Jonathan Franzen y Davod Foster Wallace en Capri © Agencia EFE

 

VI

Bonnie Nadell tenía veinticinco años cuando obtuvo su empleo en la Frederick Hill Agency, de San Francisco. Allí recibió un día una carta de Wallace y un capítulo de la novela que había escrito en Amherst. Lo leyó, le fascinó y se convirtió en la agente de Wallace por el resto de su carrera. Ella fue para él “lo más parecido a una madre judía”, como solía bromear.

En esos años, Wallace fue a la Universidad de Arizona para hacer un Máster en Bellas Artes. A pesar de que creía haberse librado de los “realistas de línea dura” que reinaban desde la Universidad de Iowa, en Arizona nadie fue particularmente condescendiente con Wallace y su manera divertida, sobrecargada y fragmentaria de escribir.

A fines de los ochenta publicó su segundo libro, La niña del pelo raro; comenzó su tratamiento con un antidepresivo llamado Nardil; y dio una de sus primeras lecturas, a la que solo asistieron trece personas, incluida una mujer esquizofrénica que estuvo chillando todo el rato.

Enseguida comenzó el largo trabajo en lo que sería el mágnum opus de Wallace, La broma infinita. Mientras tanto, trabajó como guardia de seguridad y entabló una importante relación de amistad con Jonathan Franzen.

La política cultural hace ver a la literatura como segura e inocua. Wallace y Franzen optaron por lo contrario. Más que destreza técnica y una forma impecable, ellos buscaron la emoción y la empatía. Recurrieron a las inquietudes morales del siglo XIX para pensar el siglo XXI. La diferencia entre ambos está en los recursos narrativos, Franzen se quedó en el diagnóstico del siglo XX mientras que Wallace alcanzó a esbozar la redención en el lenguaje.

Pero el padecimiento de creer ser un impostor pudo más que el afecto de quienes estuvieron siempre a su lado. La biografía de David Foster Wallace seguirá creciendo mientras las personas se junten a recordarlo. Su historia personal, por otro lado, bien podría terminar con una frase terriblemente triste contada por Amy Wallace sobre el día que murió su hermano:

“No puedo sacarme la imagen de la cabeza. David y sus perros; está oscuro. Estoy segura de que les besó en la boca, y de que les dijo que lo sentía”.

by Miguel Muñoz

(Quito, 1990) Estudió literatura y periodismo. Dirige la revista literaria Matavilela. Ha publicado cuentos, reseñas, ensayos, artículos y traducciones en varios medios de Latinoamérica. Casi todos los días escribe y recomienda cosas en su cuenta de Twitter: @migueldixit.

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