Hombres callados

bakery

 

Era un poeta que trabajaba con formas intrincadas- vilanelas y pantoums -, pero durante el mes que estuvimos juntos se expresó de una manera bastante simple. Su ceceo era notorio, una delgada brisa húmeda corría a través de sus palabras.

Lo conocí en la panadería a la que acudo regularmente, el pasado mayo. Mientras pagaba en la caja lo vi cogiendo trozos de pan recién hecho de una bandeja de muestras gratuitas. Dejó caer puñados en sus bolsillos. Lanzaban espirales de vapor.
Unos minutos después vino a la mesa en la que estaba yo sentada, cerca de la ventana.

«Gracias por distraerlos mientras pillaba el pan» me dijo.

«No estaba intentando distraer a nadie», le respondí. «¿No se supone que puedes coger muestras, de todas formas?»

«No de esa manera».

Pensé que iba a vaciarse los bolsillos ahí mismo, en la mesa, para enseñarme su botín. Pero sólo sacó una rebanada, con cautela, metiendo dos dedos largos en los bolsillos, y se la comió despacio, de pie. Tenía el pelo negro y despeinado, y hoyuelos tan grandes que le modificaban el rostro cuando sonreía.

«¿Ese pan lleva nueces?» le pregunté. Sonó como un inspector de aduanas.

«Ni idea» respondió. «Pero está bueno.»

Nos quedamos en silencio por un momento. Se mantuvo ahí en pie, masticando. Imaginé que lo perseguía hasta su casa, siguiendo un rastro serpenteante de migas de pan por todo el distrito de Mission.

Le dio la vuelta a uno de los bolsillos y dejó que los trozos se desparramaran por encima de la mesa.

«Serían útiles en el bosque», dijo.

«Así podríamos encontrar el camino de vuelta a casa».

«¡Eso mismo estaba pensando!» le respondí. Aunque no era verdad, exactamente.

Aquella noche vino a mi casa a ver la escalera de incendios. Se lo anuncié a mi compañera de piso, casi sin aliento:

«He conocido a un tío y va a venir a ver mi escalera de incendios».

Ella contestó: “Me suena a eufemismo.”

Negué con la cabeza. “No se trata de eso. Escribe poemas sobre las escaleras de incendios.” Me lo había dicho aquella mañana. Me pregunté cómo serían sus poemas. Quizás, para él, escalera de incendios sí que era una especie de clave para el sexo. Quizás todas sus metáforas sonaran a remates de frases.

Treinta minutos después de la hora a la que habíamos quedado escuché unos golpes en la ventana de mi dormitorio. Había escalado hasta ella. Llevaba una caja de palitos congelados de pescado en una mano, y una bolsa de ositos de gominola en la otra. Abrí la ventana y le ayudé con los palitos y las gominolas mientras él entraba a gatas. Le pregunté cómo había sabido cuál era mi habitación.

«Lo he adivinado», dijo.

Podría haber sido una situación incómoda.

Le devolví la caja: “No como palitos de pescado desde la guardería.”

«Ya verás como te gustan.»

«Los recuerdo riquísimos.»

«Te gustarán más ahora. Confía en mí.»

Se nos quemaron en el horno y nos quitamos el sabor de sus bordes abrasados con una botella de Shiraz barato, compartiendo mi única copa de vino. Nos sentamos juntos en mi pequeño sofá negro, picoteando y viendo dibujos animados de madrugada sobre personajes mitológicos. En un episodio, un niño pastor partía en busca de los dioses. Estaba enfadado por algo que le había sucedido antes de que pusiéramos ese canal. Gritó desde el borde de un acantilado: “¡No sabes lo que es ser humano!”

Un viejo con barba blanca aparecía en la cima de unas rocas. Puede que fuera Zeus, puede que no. Su voz retumbó: “Tuve un corazón humano, pero se rompió.”

El poeta acercó su cara a la mía y dijo: “Este programa es fantástico.”

Asentí y le dejé besarme. Su cuerpo se sentía pesado encima del mío. Me gustó notar sus manos detrás de mi espalda. Esa noche dormimos juntos, solo dormimos, y fue precioso despertarse al lado de ese bulto tan sólido a mi lado, casi el de un extraño, que se hinchaba al respirar. Al rozarle el cuello con los labios noté su piel afiebrada.

Unas horas después de que se fuera deambulé hasta la cocina y encontré la bandeja del horno en el fregadero. Arranqué algunos colgajos chamuscados y me quedé de pie un minuto, chupándome las migas que se me habían quedado en los dedos.

Pasamos los siguientes cuatro días juntos, leyendo en el Tartine durante el día y paseando por distintos barrios al anochecer. En el barrio chino me compró ciruelas saladas, arrugadas como piel mojada, y me enseñó una bañera llena de ranas. Nos sentamos en un bordillo de Stockton y compartimos una fruta cuyo nombre no conocíamos, que tenía pequeños bulbos de carne blanca cubriendo la piel amarga. En Fillmore compramos un plato de pollo con canela y nos sacamos hebras de pasta filo de entre los dientes. El pollo estaba dulce, tan tierno que se desprendía de los huesos.

«Me encanta cuando la cena se alarga»  dije. «Cuando se convierte en postre.»

«Dices cosas geniales» me aseguró. «Pero no debes sentirte obligada a decirlas.»

«No lo hago» contesté.

Con cualquier otra persona hubiera sido mentira.

Pasamos juntos todas las noches de aquel mes de mayo. No hablábamos de lo nuestro, era lo que ambos queríamos, así de sencillo. Empecé a tener sueños terribles: una voz masculina decía “cáncer” en la oscuridad, pero yo no le veía la cara, sólo los dientes relucientes. O mi piel se convertía en peladuras a tiras irregulares, se desprendía de los huesos y se retorcía como un gusano. Nunca antes había tenido sueños de ese tipo. Era la compensación por mi felicidad excesiva. Una noche me desperté de repente, con sudores fríos y temblorosa. El poeta alargó la mano para acariciarme el brazo. “¿Qué pasa?”

«Son estos sueños» le expliqué. «No estoy segura de su origen. Aparecen gusanos y la piel se me cae a tiras.»

Él dijo: “Lo soñaremos los dos juntos.”

«Buena suerte.»

«En algunas lenguas», dijo «no se dice soñar sobre algo. En lugar de eso, dicen soñar con. Como si tus sueños tuviesen su mundo aparte, y la gente pudiese decidir si se incorpora o no a él.»

«Antes soñaba con serpientes» le dije. «Ahora con gusanos, ¿qué será lo próximo?»

«El mismísimo falo» respondió él. «Soñarás con el mismísimo falo.»

Pero estaba mascullando, ya se estaba quedando dormido. Yo aún no estaba lista para volverme a dormir. Me di cuenta de que en realidad prefería mi vida consciente. Eso no había sido siempre así, era algo de lo que me sentía orgullosa.

Cuando el poeta se iba a trabajar cada mañana, dejaba una nota en la almohada. Normalmente estaban salpicadas de signos de exclamación, a menudo varios en la misma frase. A veces eran citas de poemas. A veces eran citas estúpidas, cosas tontas: Marianne Mendez, me encanta cuando tu nombre aparece en mi móvil. Me dijo que lo había abreviado al apuntar mi número: MariMe.

«Cada vez que llamas» dijo «es como si estuvieras sugiriendo una boda.»

«Lo que no estaría tan mal» respondí.

Asintió: «Lo que no estaría tan mal».

 

Cal-Highway-coast

 

Decidimos conducir hasta Los Ángeles en mi coche para pasar el fin de semana, pero avanzábamos por la costa con lentitud. Todo nos parecía interesante, los bordes de la carretera, llenos de posibilidades. Nos maravillaban los letreros de cartón anunciando verdura cultivada en granjas: ¿y si estas fresas son las mejores que probaremos nunca?

Nos detuvimos junto a un puesto de madera combada y cogimos unos capazos endebles. Elegimos nuestra propia fruta y la lavamos con una manguera que tenía la boca sucia. Él se inclinó para beber del extremo herrumbroso. Quería estar sintiendo todo lo que nos pasaba, pero me notaba deslizándome hacia fuera, tomando notas: la manguera era verde militar, nuestros dedos del color de la sangre y pegajosos por el zumo. El hombre al que pagamos tenía un solo pulgar. Mirara donde mirara había algo extraordinario. Parecía imposible que pudiéramos durar e imposible que no lo hiciéramos, y mientras tanto el agua de la manguera goteaba desde su barbilla áspera, me rozó los labios cuando me incliné a besarle el cuello.

De vuelta en el coche, con los capazos sujetos en el regazo descubrimos que las fresas se rompían demasiado fácilmente entre los dientes y que tenían un sabor ligeramente metálico. Pero me sentía agradecida por ello, porque hubiese una textura que habría de recordar con precisión. Neil Young nos hizo compañía durante el viaje: “Think I’ll pack it in and buy a pick up, take it down to LA…”

Tomamos una habitación en un motel en Pismo Beach y encontramos un bar cerca del océano, The Big Bluff, aunque no había ningún farol a la vista. Cuando entramos, la camarera, de mediana edad, flaca como un alambre y rubia, nos avisó de que la máquina de discos tenía algo en contra de las baladas épicas.

“Parece que siempre se atasca con Poison”, dijo. “No hay ningún motivo, simplemente se bloquea.”

Aunque no tenía pensado poner ninguna canción, usé mis últimas monedas para elegir tres canciones de rock. Quería que la máquina funcionara y verla romperse, las dos cosas.

La camarera me sonrió: “Eres una mujer peligrosa, se te nota.”

Asentí. “Pero me gusta el licor dulce.”

Pedí un vodka con zumo de arándanos, y esto la hizo sonreír. Resultaba raro mirarla, tenía los labios más pálidos que jamás había visto, delgados y rosáceos.

Hice un gesto hacia el poeta, que estaba inspeccionando una pared llena de trofeos. Tenía la sudadera atada con un abultado nudo alrededor de la cintura. “Y un bourbon con hielo.”

Ella le echó un vistazo y me miró alzando las cejas. “¿Le va bien el bourbon de la casa?”

Le sonreí. “Claro.”

La camarera se giró hacia las botellas, mostrando una coletilla de pelo quemado sobre su nuca. El poeta se me acercó por detrás, colocó la barbilla sobre mi hombro y me besó en la parte posterior de la mandíbula.

“¿Sabes que dan premios por avistar ballenas?” Me susurró.

“¿Se trata solo de mirarlas?”

Sonreí. Sabía que su cara estaba lo suficientemente cerca como para notar el movimiento de mi piel. “Se necesita una cierta autoconfianza para ello,” respondí. “O a lo mejor es sólo un premio por contar cuentos.”

Él dijo: “Lo que no estaría tan mal.”

Yo asentí: “Lo que no estaría tan mal.”

Fui al baño mientras él sacaba las bebidas al patio. Ni siquiera me sequé las manos. Sentía cada momento de su ausencia como algo perdido, lo que habría sonado estúpido si lo hubiera admitido ante otra persona. Pero de eso se trataba, de que no se lo tenía que decir a nadie. Sonaba November Rain cuando salí, una música que venía de un mundo violento y se deslizaba hasta el patio.

El atardecer estaba empezando a iluminar los ángulos del horizonte.

El océano era enorme y perfecto más allá del enrejado del patio, espumando a través de salientes de arena del color de la piel. El aire salado era tempestuoso y en los brazos se me ponía la piel de gallina. El deseo de tocarle parecía humedad en el aire. Pensé en un ensayo que había leído sobre un tío que creció viendo el Mediterráneo en atisbos, desde el tren en marcha solo podía ver los destellos de azul entre los edificios. Cuando finalmente vio el mar entero desde el balcón de un hotel, años después, ya adulto, no supo qué hacer con la imagen. Ahora me sucedía a mí lo mismo con Pacífico. Siempre había sido un océano mítico, parte de la felicidad de otra persona.

Me volví hacia el poeta:

“Desearía que hubiera más palabras para lo que siento contigo.”

Me besó. “Es verdad,” contestó. “Puede que por esa razón digamos tantas tonterías… Como una especie de idioma con el que parlotear sobre la felicidad.” Hizo una pausa. “Además, he pedido una cesta de coliflor frita.”

De la gramola surgió el solo de Slash. Una pequeña, secreta parte de mí siempre había deseado que este trozo pudiera durar eternamente, que la letra de la canción no volviera nunca.

“Slash es el dueño del corazón de esta canción,” dijo él.

Asentí. “Y del mío también.” Respondí: “¿Qué tipo de tontería usaríamos para esto?”

Me cogió de la mano. “¿Y cómo cambiaría con una palabra que significara algo? ¿Fa la la guitarra? ¿Fa la la Slash?”

Me encantaba ver su mente virando de un pensamiento a otro, cada uno un momento original. Sentí algo abrirse en mí. Era posible ver todo el Pacífico de una vez, el condenado océano entero. No podías verlo en absoluto sin que se extendiera más allá del alcance de tu mirada.

La camarera vino con una cesta de plástico rojo llena de trozos empanados, de un marrón dorado, rezumando queso y grasa sobre el papel de cera que tenían debajo.

“Esto acabará con vuestras jóvenes vidas,” dijo, “Tienen tanta grasa que ya casi no son ni verduras.”

Cuando se marchó, él dijo: “Vamos a contar su vida. Empiezas tú.” Era un juego al que a veces jugábamos, intentábamos adivinar los secretos de las vidas de seres desconocidos.

Dije: “Su madre quería que fuera bailarina de striptease.”

Él siguió: “Cuando era pequeña, se escapaba para esconderse en un horno roto que había en el callejón detrás de su casa. Dormía allí toda la noche.”

Dije: “Le encanta coleccionar secretos de viejos a los que nunca volverá a ver.”

Él dijo: “Desmenuza tortillas para tacos y las mete en los bocadillos. Come sola.”

Mis invenciones eran apenas esbozos, puntos dispersos que había que unir para dar forma a esas vidas inventadas. ¡Pero lo que inventaba él! Era diferente, como si hubiese tomado la vasta superficie de una infancia, una soledad completa, y la hubiese condensado en un solo objeto: algo nimio. Algo inevitablemente triste.

Llevé al poeta a mi museo favorito de Los Ángeles, un lugar desordenado y con una iluminación pésima donde los objetos expuestos no guardaban ninguna relación entre sí. Deambulamos por entre vitrinas de objetos robados de distintos parques de caravanas: viejas jarras de leche, condones usados, una alzaprima con verrugas de herrumbre.

“Dos conceptos, salvar o rescatar”, preguntó: “¿Cuál prefieres?”

“No lo sé,” contesté. “Es la diferencia entre salvar algo del contexto y salvarlo de sí mismo.”

“Me gusta cuando dices cosas inteligentes,” comentó. “Pero también cuando dices tonterías.”

 

caseta socorrista

© Adrián García Pérez

 

Aquella noche encontramos una antigua caseta de socorrista de madera y dejamos que nuestros pies colgaran desde el borde. Nuestras sombras se extendían sobre el cemento salpicado por la arena del arroyo de drenaje que quedaba debajo, largas y temblorosas se veían nuestras sombras por el efecto del resplandor lejano de la noria del muelle. La brisa venía cargada de sal, húmeda sobre nuestras lenguas. Vimos dos siluetas que fueron a sentarse en la plataforma de otra caseta. Sus perfiles se recortaban afilados contra las luces que parpadeaban en la distancia y cuando el hombre se levantó, nos dimos cuenta de lo que iba a suceder a continuación: la mujer se arrodilló frente a él, le desabrochó los pantalones y se inclinó hacia delante. La vimos doblarse sobre la barandilla cuando acabó, asintiendo con la cabeza mientras escupía en la arena.

“Pasé por una fase durante la que no tragaba,” musité. Había algo elaborándose dentro de mí.

“¿Tenía que ver con ser feminista?” preguntó. “¿O con que no te gustaba?”

“Más bien no me gustaba. No tenía nada que ver con ser feminista,” contesté. “Tenía problemas con tragar cualquier cosa.”

“¿Estabas enferma?”

Asentí. Había esperado este momento desde mi trastorno: la oportunidad de mostrar mi yo herido a un hombre y sentir cómo lo contemplaba, me contemplaba, sin acobardarse.

“Tuve anorexia,” expliqué. “Durante un tiempo.”

Le conté cómo era mi cuerpo antes: las costillas como una carrera en mis camisetas sin mangas, las muñecas donde el hueso sobresalía de forma tan exagerada que parecían estar rotas. Le hablé de los lugares en los que caí desmayada: el vestíbulo de mi casa, la bañera de mi madre, una antigua área de descanso de una carretera interestatal. Usé expresiones como “apetito por estar enferma” y “hambre que hiela los huesos”. Me sentía como si lo hubiera vivido todo, la debilidad, los dolores de barriga palpitantes y las sesiones de llanto con el rostro demacrado, para poder contárselo a él ahora.

Me tomó de la mano. Asintió algunas veces. Cuando me quedé sin nada más que decir sobre el pasado de mi cuerpo, nos quedamos sentados en silencio. Pero fue diferente a nuestros primeros silencios, esas largas mañanas inmersas en la fría luz del sol, leyendo cada uno un libro mientras sus dedos me rozaban la rodilla.

Quería seguir hablando para siempre, evitando así tener que confrontar lo que no decíamos. Odiaba mi voz, pero de todas formas le hablé: de mi ridículo amor por los sándwiches de mantequilla de cacahuete y beicon; del curso fallido, del matrimonio abierto de mi madre. Le hablé de juguetes tontos que sólo se pueden comprar en Japón. Enumeré los nombres de las mascotas de mi infancia y le expliqué sus significados secretos.

Había un ritmo familiar en todo esto, colmado de comentarios que yo consideraba inteligentes, pero que se parecían a ponerse ropa sucia, algo con olor a humedad y manchado de sudor, desechado hace mucho tiempo, con el olor nauseabundo de mi propio cuerpo. Gracias a él yo ahora era otra persona: tenía menor propensión a contar anécdotas, era una persona capaz de decir, sin pensarlo,  “siento esto profundamente”, y no ponerme a reír como una tonta o mirar hacia otro lado. Lloré la muerte de ese yo recién conquistado, lo sentí como una costilla fantasmal atravesándome tensa el corazón.

Rompió conmigo dos días después. Esto ocurrió en mi apartamento, cuando ya habíamos regresado de Los Ángeles.

“Siento que me vuelvo menos complicado en este tipo de intimidad”, dijo. “Mis otras facetas se disuelven, sólo queda algo que resulta demasiado simple.”

“Siento que me has perfilado,” dije yo. “Como si estuviera en relieve contra otra persona, como si tuviera que hacerme más simple para el resto de cosas.”

Parecía estar más y más decidido según iba transcurriendo la noche. Mi propio pánico, el tono en aumento de mi dolor evidente, eran cosas que le hacían comprender aquello en lo que no quería convertirse. “Me siento arrastrado a una falta de apego ahora mismo”, explicó, y esto hizo que lo anhelase con más fuerza, no sólo el poder estar con él, sino ser capaz de cumplir sus deseos. Quería estar completa, lejos. Pero por contra me sentía vacía, con punzadas en cada uno de los lugares donde le había permitido hechizarme.

Todo quedo en silencio tras su marcha.

Esperé por ver si mi cuerpo dejaba de existir o acaso reaccionaba. Cogí su vaso de vino y lo lancé contra el lateral de la nevera. Alcancé un trozo de cristal roto y lo apreté contra la piel de mi tobillo, de la misma forma en que lo había hecho tantas veces en el instituto, pero no logré reunir la energía para cortarme. Dije “hola” en voz alta, para comprobar si aún era capaz de emitir sonidos. Pasé la lengua por las vetas rojas que goteaban desde la nevera para probar el vino que él había bebido. Estuve despierta hasta que amaneció.

Durante dos semanas no pude dormir sin estar borracha, así que bebía cada noche. Le conté a todo aquel que quiso escucharme que no estaba bien. “No lo entiendes,” les explicaba. “Yo no soy así normalmente.”¿Pero eso importaba? Esto era en lo que me había convertido.

Pasaba las horas sentada en mi escalera de incendios, escuchando el solo de Slash una y otra vez. Dividí los días en secciones, marcadas por los cigarrillos. A menudo bebía sola, tomando sorbitos de Shiraz en tazas de té. Me susurraba frases optimistas: “Tu dolor puede convertirse en algo hermoso,” e intentaba creerlas.

Se me ocurrían ideas todo el rato y las escribía en trozos de papel. A veces se trataba de hechos: Me bebí un vaso de vino y se rompió. A veces eran frases que no podía acabar: Tuve un corazón mortal, pero. Las guardé junto con las notas del poeta;  le pedí a mi hermana que se las llevara a su apartamento para no leerlas cada noche. Quise meter todo lo que me recordaba a él en una caja, pero luego me di cuenta de que había demasiadas cosas: mis cortinas manchadas de semen, mi mando a distancia, mi nevera al completo. De haberme puesto realmente a ello, hubiese llegado a rastrear hasta el suelo en busca de migas de pescado y guardado cada una de ellas.

 

pacific heights

 

KEVIN era un instructor de tenis dispuesto por fin a darle una oportunidad a los libros.

“Leer,” dijo, “Es algo que siempre he querido hacer.”

Le había dicho que yo era una lectora ávida. Estábamos en una fiesta por el solsticio de verano en Pacific Heights, y el ambiente parecía demandar este tipo de expresiones. Había una pirámide de vasos de champagne del bueno en la cocina y un perro pequeño merodeando con una camiseta de Credit Suisse colgando de su diminuta caja torácica en forma de barril. Nadie parecía hacerle caso. Pasó mucho rato rascando las piernas de Kevin con las patas, oliéndole los bolsillos. Me pregunté si Kevin era el tipo de tío que llevaba un par de bombones escondidos. Lo deseé.

“Cálmate, amigo suizo.” Kevin empujó al perro con la palma de la mano. Se volvió hacia mí: “¿Qué te gusta leer?”

Me pareció importante no hablar de nada sustancial.

“He estado leyendo sobre palomas,”contesté. “Palomas héroes de guerra.”

“¿De verdad? Preguntó. “¿De qué va el asunto?”

“De llevar mensajes. Secretos estratégicos y todo eso.”

“No sé mucho de pájaros,” dijo él. “Ni de guerras.”

Asentí y le besé en los labios. Percibí que esto sería una habilidad importante si es que quería pasar la noche con Kevin, el ser capaz de acabar cada una de nuestras conversaciones.

A medianoche Kevin comenzó a sentirse inquieto. Habíamos andado persiguiéndonos el uno al otro durante la mayor parte de la fiesta, dando vueltas también, pero siempre volviendo a encontrarnos para un momento más de charla trivial incómoda y amplias sonrisas. “He oído que desde el tejado las vistas son geniales.”

Yo asentí. “Vamos.”

Otra cosa importante acerca de Kevin: parecía un instructor de tenis de verdad, sus ojos azules, aunque suene difícil de creer, no parpadeaban nunca y tenía unos hombros anchos, sólidos, lo comprobé con los dedos al pasar por su lado camino el baño. Me empolvé la nariz y me incliné acercándome al espejo para ver los ojos relucientes y febriles detrás de mis párpados cubiertos de sombras aterciopeladas. Por sobre todo, era innegable mi inquietud.

Tuvimos que subir una escalera de pie desde el patio para alcanzar al tejado. Kevin me llevó la copa y me dijo que era preciosa antes de desabrocharse el cinturón al llegar arriba.

Me hice rasguños al arrodillarme y eché una última mirada a las luces de la ciudad antes de inclinarme. Sentía el rubor en mis rodillas sangrantes, los pequeños cortes cubiertos por una costra de guijarros de alquitrán. La mano de Kevin reposaba sobre mi cabeza. Separé los dientes cuanto pude.

Al tragar no noté ninguna diferencia en el sabor, lo único es que fue más rápido que la mayoría de tíos.

Cuando terminamos, Kevin extendió su chaqueta y dio una palmadita en el suelo, a su lado, como invitándome a un un picnic. Sacó dos cigarrillos y fumamos juntos, sacudiendo frágiles copos de ceniza que iban cayendo sobre la tela. Inclinó la cabeza. “¿En qué estás pensando ahora mismo?”

Durante toda mi vida me he propuesto no hacer esta pregunta. Hice una pausa momentánea y finalmente contesté: “Traicionada por la perfección, busco su opuesto.”

“Pareces lista,” dijo. ¿Puedo llamarte alguna vez?”

Supe que se trataba sólo de un gesto en el que ambos participaríamos. “Claro.”

Escribió mi número en su móvil y se quedó mirando fijamente la pantalla un momento, con los dedos suspendidos sobre las teclas.

“¿Quieres mi nombre otra vez?” pregunté.

Dijo: “Sí.”

Dijo: “Espero que sepas que esto no cambia lo que siento por ti.”

Yo dije: “Claro.”

 

Union Square SF

 

VICTOR era un bromista y el poseedor de unas miradas largas e ininterrumpidas. Era mi jefe en un centro de enseñanza para personas con dislexia.

“Personas con tendencias disléxicas,” me aclaró en la entrevista.

“Yo tengo de ésas,” le contesté. Pero no sonrió. Le gustaba hacer sus propias bromas.

Era un hombre bajo con la cabeza afeitada. Tenía unos maravillosos ojos penetrantes y un cuerpo que parecía fiero e impredecible, como si en cualquier momento hubiese de echar a correr a toda velocidad.

Me miró fijamente durante mucho tiempo, golpeando el escritorio con los nudillos. Pensé que quizás tenía algo en la cara.

Había desayunado a toda prisa por la manaña, un cruasán con almendras y me pregunté si tendría algunos restos en la barbilla.

“¿Tengo migas por la cara?”

“No,” respondió. “Sólo es que te encuentro atractiva.”

Me estiré las mangas sobre las manos, hago eso cuando estoy nerviosa.

“Eso que haces con las mangas,” dijo. “Es signo de baja autoestima.”

“Bueno, yo tengo de eso,” contesté. “Baja autoestima, quiero decir.” Me hubiera gustado añadir que mi deseo siempre había sido el de construirme un casco de malla resistente y un nido de bufandas de lana, para guardarlos en un bolso diminuto y sacarlos cuando fuese necesario esconderme, pero que no sé cómo se hace. Además, ¿cómo le explicas eso a un extraño?

Él dijo: “Creí que ibas a decir lenta cuerpo-estima . ¿Lo pillas?”

¡Oh, Víctor! Como dije, era un bromista.

Los martes trabajaba con Raz, mi cliente más joven y mi favorito. Tenía seis años y se negaba a reconocer la letra “g” en ciertas fuentes, como si se tratara de un país con el que no tuviera relaciones diplomáticas. No le gustaba cuando la letra descendía en su segunda curva, la de más abajo. Pronunciaba palabras como “guante” o “gato” correctamente y luego se detenía a mitad de frase para decirlas de nuevo mal: “uante” y “ato”.

Yo lo dejaba hablar como quería, me gustaba que tuviera su propia versión de las cosas.

Víctor no opinaba de la misma manera. “Se supone que tienes que corregirlos cuando hacen algo mal,” me dijo. “Cada corrección es una pequeña victoria.”

“Me esforzaré más,” contesté. “Lo prometo.”

Pero no pude hacerlo. O no quise. Al día siguiente Raz apartó su lista de palabras para leer y se volvió hacia mí para preguntarme directamente: “Si encontraras un animal medio vaca, medio caballo, ¿daría leche bebible?”

¿Qué podía hacer? Respondí: “Claro.” Dije: “¿A qué crees que sabría?”

“A queso agrio,” contestó. “A las camisetas viejas de gimnasia de mi padre.”

Entonces fue cuando Víctor asomó la cabeza. “¿Qué sonidos vocálicos estáis trabajando hoy, chicos?” preguntó.

A Raz no le avergonzó responder: “Ninguno.”

Víctor me echó una larga mirada. “Si no te importa, me gustaría verte en mi despacho cuando hayáis acabado.”

“Claro,” respondí. Estaba garabateando algo en el dorso de mi mano. Había empezado con un pico sólo, curvado y gigantesco, pero le añadí unos diminutos pies de cuervo y unas pequeñas crestas de olas entintadas como paisaje.

Giré mi mano para enseñárselo a Raz: “¿Y si cruzaras a un gorrión con un pelícano?”

Bizqueó. “Parece como si te hubiera atacado otro niño con un boli,” dijo. Su voz no dejaba lugar a dudas: conocía este tipo de herida, había pasado horas en privado en algún fregadero, borrando atrocidades a boli.

Sacó un folio en blanco y empezó a trazar letras muy grandes y cuidadosas. Cuando giró la hoja hacia mí, vi qué había escrito: Gorricano.

Ahí estaba: la “g”. Su doble curva, sus varios rizos.

Entré corriendo al despacho de Víctor media hora más tarde. “¡Mira!” Le puse la hoja delante de la cara. “¡Es una “g” de verdad!”

“¿Gorricano?” preguntó. “¿De qué va eso?”

“Da igual,” respondí. “Lo que importa es la pequeña victoria, ¿verdad? ¿El progreso?

Enarcó las cejas para lanzar otra mirada: “Tendrás que repensar tus métodos,” dijo finalmente. “O si no tendremos que empezar a pensar si eres apropiada para este puesto.”

“No tenía ni idea,” contesté, “de que habíamos llegado al punto de—”

“¡Estaba bromeando!” exclamó. “Tienes que relajarte, en serio.”

Me reí. Pero débilmente, como si me picara la parte posterior la garganta y estuviera intentando rascarme.

Él siguió sonriendo. “¿Qué tal si en lugar de eso pensamos en tomarnos algo?”

“Ja, ja,” contesté. “Siempre tan bromista.”

“No estoy de broma,” dijo él. Y era verdad.

Aquel viernes fuimos a un bar hortera junto a Union Square. Un bar que alguna vez se había soñado vintage, pero al que la realidad del turismo se le había echado encima tal que un montón de ropa sucia. Los visitantes bebían chupitos reflectantes de Goldschlager a sorbos bajo las sombras moteadas de sus enormes sombreros de paja, intercambiando sin aliento informes sobre la sopa de pescado servida en cuencos de pan ácimo y los vagabundos de Market.

“Mira a toda esta gente,” dijo Víctor, escudriñando su Miller Light. Pero cuando imaginé pasar toda mi vida con Víctor, algo que hacía casi con cualquiera a quien besara, sólo podía pensar en nosotros como en turistas perpetuos, guardando nuestros mapas satinados y riéndonos de los acentos de otras personas.

Después de la segunda ronda, le dije que probablemente debería irme a casa. Me dejó en mi apartamento. “Ha sido divertido,” dijo.

“Repitamos alguna vez.”

“No estoy segura…” Dejé que mi voz se apagara.

Levantó los brazos. “¡Eh! ¡No pasa nada! ¡No te preocupes!” Alargó la mano: “¿Amigos?”

“No, quería decir que no estoy segura… No estoy segura de querer seguir en el trabajo.”

Sonrió. “¿Por qué no dejas que yo me ocupe de los chistes?” Hizo una pausa. “No se te da muy bien ser sarcástica.”

“En eso tienes razón,” respondí. “Pero no estaba siendo sarcástica.”

No dijo nada.

“No estoy de broma,” dije. Y era verdad.

 

a-relaxing-weekend-in-san-francisco-19

 

GUILLERMO era un chocolatero colombiano a quien le gustaba hablar de su trabajo. Con él descubrí el sabor oscuro del cacao sin azúcar, sus surcos definidos contra mis dedos. La profecía de otro hombre hizo que me detuviera en su umbral. Fue el vagabundo junto al que pasé en la calle, apoyado en un mural lleno de dibujos de chihuahuas contorsionándose en todo tipo de posiciones aéreas. Las letras pintadas con spray detrás de él preguntaban: ¿Es tu perro bulímico?

“¡Ahora estás triste!” Gritó el tipo. “Pero lo veo en tu futuro…las cosas se van a poner buenas de verdad.”

Me acerqué y me agaché a su lado. “Sigue,” le dije. “¿Cuándo?”

Echó un vistazo a una hilera de botellas antiguas de Coca-Cola que había alineadas delante de él, cada una llena con una cantidad distinta de agua del color del óxido. “Uso esto,” explicó. “Cada vez que llueve sacó una para ver cuánto se llena. Siguen un patrón, crean mensajes.”

“Si pudieras darme algún consejo práctico,” seguí. “¿Cuál es mi cruce de la suerte, mi gasolinera de la suerte?”
Las posibilidades de los signos y las señales me habían fascinado. Cada día conducía hasta un aparcamiento caro en North Beach, con profecías sacadas de galletitas de la suerte pintadas en cada espacio, sólo para ver qué espacio libre encontraba antes, con palabras reconfortantes o de cautela.

“Sólo puedo decirte una cosa,” contestó. “Va a ser genial.”

Una hora después me detuve junto a un cartel que anunciaba la Fábrica de chocolate de San Francisco. Nunca antes había oído hablar de ella, imaginé un almacén lleno de diminutas habitaciones donde se fabricaban objetos extraordinarios a cada momento.

Guillermo trabajaba solo en la pequeña tienda del segundo piso. Vestía tejanos negros y zapatillas grandes de las que tienen lucecitas rojas brillantes. Llevaba sus rastas recogidas en un nudo lacio sobre la nuca. Tenía rasgos afilados y un rostro que parecía esculpido, como si sus contornos menos precisos, las virutas de más, estuvieran desparramados sobre las mesas de trabajo de un cuarto trasero en algún lugar.

Estaba ansioso por mostrarme el tipo de chocolate que le encantaba: sesenta, setenta, ochenta por ciento de cacao. “No esa basura rebajada con leche,” dijo, indicando con un gesto los productos a su alrededor, en su mayoría tabletas de especialidades con monumentos conocidos de San Francisco en el envoltorio.

¿Rebajada? Me gustó su forma de hablar.

“Prueba esto,” me dijo. Quitó el envoltorio de un cuadrado de chocolate y me lo acercó a la boca. El sabor me llegó en punzadas ahumadas mientras se deshacía entre mis dientes apretados. Me pregunté si sus dedos habrían dejado un rastro de su sabor en él.

“Salgamos un momento.” Me condujo a un patio detrás de la tienda lleno de helechos y frágiles orquídeas blancas.

Tomó mis dos manos en las suyas: “¿Cómo te llamas?”

“Marianne,” respondí.

Se inclinó para besarme la frente. “Vuelvo en un momento.”

Me encontré a solas con sus plantas. La niebla cuajaba alrededor de mis hombros en corrientes, húmedas bufandas de aire más denso.

Al cabo de unos minutos Guillermo me dio un toque en el hombro. “Quiero enseñarte una cosa.” Me llevó a un rincón del patio donde las hojas daban sombra a una amplia vitrina de cristal como las que se encuentran en los museos. Dentro había un paisaje en miniatura: montículos de tierra con parches de hierba verde y diminutas lápidas de chocolate que sobresalían de las pendientes. Miré más de cerca. En una de las losas ponía Greta. En otra, Molly.

Guillermo estaba de pie detrás de mí, rodeó mi cintura con sus brazos. “Mujeres que podría haber amado,” deslizó en mi mano una lápida curvada y noté la forma del grabado de mi propio nombre, los bordes fríos de la “M”.

“Nunca te pedí que me amaras,” le dije.

“Lo sé,” respondió. “Pero una parte de mí quería hacerlo.”

 

los-angeles

 

TREAT Skylord McPherson era actor. Se presentaba con su nombre completo porque era memorable y él quería ser recordado. A veces bromeaba: “Tengo un amigo que se llama Snack .” Nos acostamos durante una semana.

Pasamos la mayoría de las noches comiendo fideos Pho baratos en un café sin nombre de la parte este de Sunset. Después, bebíamos ginebra con tónica en el Silverlake Lounge, donde los grupos que tocaban versiones a todo volumen hacían innecesaria la conversación.

Me estaba tomando un descanso de San Francisco. Por primera vez en mi vida, Los Ángeles parecía llena del tipo de gente de la que todo el mundo suponía debía estarlo: profesionales atractivos que no eran particularmente amables pero que buscaban un polvo.

Treat fue un experimento, quería ver de cerca cómo eran los hombres crueles.

Nuestra primera noche juntos le dije: “No quiero estar con alguien que quiera oír hablar de mis emociones.”

“Bien,” respondió. “Yo no quiero.”

Acabábamos de acostarnos. Estábamos fumando en su cama.

“Perfecto,” contesté, pero secretamente quería preguntarle cosas. Quería hablar de por qué no queríamos hablar de nuestras emociones, lo que significaría, y cómo sería.

Tenía unos letreros de metal sobre su escritorio que parecían placas, pero en lugar de nombres de calles tenían frases grabadas: Puta, ponía en una. En otra ponía ¿Y? A Treat le gustaba usarlos como marionetas.

“Normalmente no me acuesto con desconocidos,” le dije.

Asintió, y me pasó Slut.

“Qué monada,” dije yo.

Se encogió de hombros. “Tú no lo eres.”

“¿Perdona?”

“No eres tan mona. Al principio pensaba que sí: con pinta de empollona, pelo castaño y soso, todo ese rollo de la bibliotecaria. Te crees que tienes una especie de atractivo solapado, pero no es así.”

Me giró hasta que estuve tumbada boca abajo y tomó la parte de detrás de mi sujetador.

“Se abre por delante,” le dije. Pero la almohada apagó mi voz.

“A la mierda,” contestó. Lo arrancó en un solo movimiento, rápido y brusco, de forma que los tirantes quedaron enredados sobre el puente de mi nariz, atravesados casi sobre mis pupilas. Me bajó los pantalones de un tirón y me dio un cachete en el culo desnudo antes de tirar de mi tanga con los dedos. Me susurró al oído: “Ponte de rodillas.”

Me giré hacia él: “¿Quieres que te la chupe?”

“Quiero que te pongas a cuatro patas,” respondió. “Date la vuelta.”

Agité los pies para empujar los vaqueros que se me habían quedado estancados en los tobillos. Después le dejé follarme por detrás. Oía el ritmo irregular de su respiración, apagada como si su boca entera se hubiera empapado. Y sentía el sudor de las palmas de sus manos, que me agarraban los pechos. Imaginé varias expresiones en su cara, los ojos entreabiertos por el placer, los dientes apretados como si estuviera furioso, pero no pude decidir cuál era la más probable.

Me gustaba pensar que se excitaba con una mujer a la que no encontraba atractiva. Me recordaba a mis jóvenes fantasías en las que me follaban hombres feos que luego me pagaban por ello. Los imaginaba sudorosos y a punto de quedarse calvos, tipos corporativos permanentemente solitarios cuya soledad yo curaría de algún modo. Los imaginaba recorriendo los nudos de mi columna con sus dedos gruesos y susurrando: “Nena, ha merecido la pena gastar cada penique.”

Me giré hacia Treat cuando terminó. “Creo que mucho de esto tiene que ver con mi padre.”

“¿Mucho de qué?”

“El estar aquí, haciendo esto contigo.”

“Ah.”

Puede que otro hombre hubiera dicho ¿Ah?

Pero Treat contestó: “Ah.”

“Mi padre siempre me alababa, pero nunca parecía decirlo de verdad. Esto al menos parece real, él sólo prestaba atención a medias.”

Levantó el ¿Y? Era el letrero que más usaba.

“Te trato como a una puta y tú lo aceptas,” dijo. “Hablas sobre tu padre y es tedioso, hablas sobre ti misma y es peor.”

Después de unas pocas noches decidí contar a Treat todo lo que no quería oír. Sería como presionar un cardenal para producir una sensación concreta y predecible. Me daba tanto asco a mí misma. Quería que otra persona me lo dijera a la cara: “A mí también me das asco”, y sabía que Treat me daría eso, con letreros y suspiros y con toda seguridad, dentro de poco, no contestando a mis llamadas.

Agitaba su cuerpo en el momento en el que trataba de quedarse dormido. “Es difícil, romper con alguien importante,” le susurré una noche. “Todas las estúpidas tragedias cotidianas, ya sabes a qué tipo me refiero, ya no te gusta estar solo porque solamente puedes pensar en las mismas diez cosas, una y otra vez. Miras a las mujeres en el pasillo de la comida para gatos y piensas: ¡Yo podría ser así! ¡Yo seré así! ¡Tendré muchos gatos y nada de sexo nunca más!»

“Acabas de tener sexo,” contestó. “Conmigo.”

“Sí,” respondí. “Pero.”

Tenía un corazón mortal, pero.

Seguí hablando sólo para oír cómo la irritación iba aumentando en sus esporádicas toses roncas. Me encontraba una persona aburrida, porque así era yo. Y eso me consolaba, la sensación de ser transparente.

“Me atraen letras diferentes de las mismas canciones,” expliqué. “Como cuando Axl Rose se enfada: «¡No eres la de verdad! ¡No eres la de verdad!” Lo repite, pero siempre deseo que siguiera para siempre. En realidad creo que podría estar con él para siempre.”

Treat se quedó en silencio durante un rato. Pensé que se había dormido, hasta que me dijo: “Quizás el tío que te plantó era el de verdad. ¿Lo has pensado alguna vez?”

Me reí. Si hubiera preguntado: “¿Qué te hace tanta gracia?” habría respondido: “¡Como si no!” Puede que lo hubiera repetido para impresionar: “¡Como si no lo pensara cada día!”

Durante nuestra primera y única cita un sábado noté que Treat quería estar en otro sitio. En cualquier lugar donde yo no estuviese. Nuestra choza de los tallarines estaba muerta esa noche, las polillas atestaban la hilera de luces que iluminaban las mesas vacías. Estuvo agitado toda la cena, Treat, acusándome sin parar: “Usas demasiada salsa picante. Siempre coges todas las judías.”

“Lo siento,” le contesté. “Tengo algo con los nidos. Creo que las judías hacen que la sopa parezca una creación arquitectónica natural, igual que las aves de emparrado de Nueva Zelanda que construyen esos elaborados-»

“¿Sabes qué?” dijo. “Seguramente te gustan los nidos de los pájaros porque te hacen sentir segura o porque tienes problemas con que te vean o con irte de casa, o por algún miedo a volar que de verdad jodió tu primera relación a distancia. Pero no me importa nada de eso. Puede que hables sobre lo de los nidos porque te da miedo admitir que tienes problemas con la comida igual que casi todas las chicas de esta ciudad. Pero eso tampoco me importa. No me importa.”

Treat no era estúpido. Simplemente no le interesaban demasiadas cosas.

Cuando nos imaginaba juntos, pensaba en una historia que había leído sobre una pitón del zoológico de Tokio. Se negaba a comer su ración de roedores congelados, así que, en su lugar, los adiestradores metieron un hámster vivo en su jaula, un animalito llamado Gohan, almuerzo. Pero la serpiente tampoco se lo comió. En vez de eso se hicieron compañeros. A veces dormían juntos enroscados entre las virutas de cedro.

Imaginaba que yo era una especie de Gohan, un almuerzo que pertenecía a Treat.

“¿Matabas insectos para divertirte?” pregunté a Treat. “¿Eras de ese tipo de niños?”

“No,” respondió. “Pero podría matar un insecto si me apeteciera.”

Como si lo hubiera desafiado. Como si no pudiera cualquiera.

Alzó los brazos y ahuecó las manos alrededor de nuestra bombilla desnuda, atrapando una polilla entre ellas. Apretó la mano contra la mesa, aplastando a la polilla y levantó los dedos hasta que se hizo visible, luchando bajo el extremo de su pulgar.

“Remátala,” dijo. “A que no te atreves.”

Siguió presionando el ala con el pulgar mientras yo tomaba una hoja de lechuga marchita de nuestro plato de rollitos de primavera. Miré hacia otro lado, apreté y la restregué contra la mesa. La lechuga estaba fresca y viscosa bajo mis dedos y notaba las partes de la polilla debajo, granulosas como arena.

“Ya está,” dije. “¿Contento?”

Negó con la cabeza. “La verdad es que esto no va bien.”

Esa noche Treat pagó la cena, algo que no había hecho nunca antes. Me acompañó hasta el coche y me besó delicadamente en las mejillas. “Siento no haber sido más agradable,” dijo. De alguna forma, eso lo empeoró todo.

 

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MAURICE era un mecánico de coches de pocas, pero sorprendentes palabras. Lo primero que me dijo fue una advertencia: “¡Aléjate de la esquina de Post con Van Ness!”

Me lo gritó desde la caverna de su taller de reparaciones en Harrison con la Quinta, donde se ocupaba de todas las llamadas a la grúa del turno de noche. No estábamos en absoluto cerca de Van Ness y apenas un poco más cerca de Post. Yo volvía caminando a casa desde una tienda de donuts que estaba abierta toda la noche.

Volvió a gritar: “¡Han matado a un tío allí esta noche!”

Lo vi salir de las sombras: su sonrisa fruncida, su mono rojo.

Se acercó a mi oído y susurró: “De un tiro.”

“No iba hacia Post con Van Ness,” le contesté. “Iba hacia casa.”

“Bien,” dijo. “Te acompaño.”

Era un hombre atractivo y lo sabía: con el pelo corto y rizado, y ojos de un azul brumoso. Vivía en Treasure Island, hacia la mitad de Bay Bridge. Yo no sabía que allí vivía gente, pero resulta que sí. Él vivía allí. ¿Quién podría adivinar sus muchos mundos? Llevaba puesta una chaqueta con letras en rojo ladrillo que decían “Cuerpo de bomberos de San Francisco.”

“¿Eres bombero?”

“No,” respondió. “Pero hice unos cursos de paramedicina con ellos.” Otro hombre, un Víctor que fuera bombero, podría haber seguido la frase: Y lo único que me dieron fue esta maldita chaqueta. Pero Maurice simplemente lo dijo tal cual.

“¿Así que reparas a la gente?” Pregunté.

“Sé reparar algunas cosas.” Se giró y me acarició la mejilla con tres dedos. “Podría reparar tu corazón roto.”

“Vaya,” hice una pausa. “¿Has dicho eso de verdad?”

“Sí,” contestó. “Lo he dicho.”

Me escribió su número de teléfono en el dorso de una tarjeta de visita donde ponía Taller mecánico Fleming. Para no perderla, la guardé en las primeras páginas de mi agenda.

Varias noches después de habernos conocido, pasé por su taller con un plato de pastelillos de chocolate envuelto en servilletas de papel. Me gustaba la forma en que las manchas de grasa traspasaban el papel, cual fantasmas. Su jefe estaba trabajando en la parte delantera, un tío hispano de mediana edad, alto y chupado, y le expliqué que estaba buscando a Maurice. Sonrió: “Claro que sí.” Se agachó detrás del mostrador y volvió con un puñado de cacahuetes.

Maurice salió de detrás de una grúa naranja y blanca y con sus dedos aceitosos cogió los pastelillos. De las uñas se le deslizaban unas vetas oscuras, como si la piel bajo ellas se estuviera oxidando. Me gustó que comiera antes de hablar.

“¿Quieres ocuparte de unas cuantas llamadas a la grúa?”

Asentí.

“Será divertido,” me prometió. “Te enseñaré cómo se usa la grúa.”

Rescatamos a cuatro niños ricos en Inner Subset, un área que aseguraban no haber visto nunca antes, y ayudamos al supervisor del bar Hyde-Out a cambiar un neumático pinchado en la manzana más empinada de California. Nos prometió que nos invitaría a cerveza después de cerrar si queríamos volver. Para cenar, compramos unas pequeñas empanadas saladas que nos quemaron la lengua con el vapor de las verduras. En la caja, Maurice buscó cambio en su bolsillo.

“Vivo de paga en paga,” explicó.

“Yo invito,” le dije.

Pidió una Coca-Cola y otra empanada de maíz para los dos.

“Cobro el jueves,” dijo. “Quizá podríamos irnos a Reno.”

“Quizás.” Imaginé mañanas en las que nos levantaríamos pronto, pensé en dinero perdido y en sexo tierno. Probablemente él querría llamarlo “hacer el amor”, lo cual no me importaría. Parecía esa clase de tío.

Pero el único lugar al que fuimos aquella noche fue a Treasure Island. Me llevó a su apartamento, una inhóspita unidad en unos búnkeres de la Marina reconvertidos, y me enseñó su gato ciego, de color gris, su máquina de escribir, su sofá de travesti.

“¿Por qué lo llamas así?” Le pregunté. El sofá era rosa con estampados de cebra.

“Me lo regaló un travesti,” explicó. “Le gusté.”

“Es agradable,” respondí. “Cuando a la gente le gustas.” Estaba intentando practicar el decir cosas que fueran sencillas y verdaderas.

“Sí que lo es,” respondió. “Pero siempre he querido un sofá negro” hizo una pausa. “Me gusta pensar en el tipo de apartamento que quiero, con cristaleras enormes, muebles de cuero negro y esos cuadros que son de un solo color.”

Asentí. Me sonaba como el palacio de recreo de un traficante de cocaína en 1989, pero aun así me gustaba la imagen: Maurice disfrutando de una taza de chocolate mientras el gato Boris chocaba con varios Rothkos.

“A veces llego a casa muy nervioso, a las tres o las cuatro de la madrugada, y me quedo despierto toda la noche pensando en la manera en la que me gustaría poder vivir. A veces lo escribo, golpeando las teclas de la vieja máquina de escribir que encontré en el patio.” Levantó las manos y pulsó unas teclas en el aire. “Clac, clac, clac.”

Por sus movimientos me di cuenta de que no sabía mecanografiar.

“A mí también me gusta escribir,” contesté.

“¿Sobre qué?”

“No sé… sobre el amor. Sobre lo horrible que acaba siendo.”

“No tiene por qué.”

“Pero es lo que sucede casi siempre. Hay un poema que me gusta sobre un cura borracho en mitad de la nada que va por ahí diciendo: ‘¡El amor es una cosa terrible, terrible!’ Lo dice incluso cuando no hay nadie escuchando.”

“A lo mejor se hizo cura porque le rompieron el corazón.”

“Puede ser, pero vive en una isla que mola mucho. Tiene estrellas brillantes y lagartos de cristal.”

“No suena muy realista.”

“Y no lo es, pero el amor sigue siendo una cosa terrible. Esa es la parte realista.”

“Terrible,” contestó. “Es una de esas palabras que suenan raras si la repites muchas veces. Terrible, terrible, terrible.”

Me uní a él: “Terrible, terrible, terrible, terrible.”

Él siguió: “Terrible, terrible, terrible, terrible.”

¿Quién pararía antes? Por un momento, fue difícil saberlo.

Después, puso su dedo sobre mis labios. “¿Dime algo que te parezca romántico?” me preguntó.

“Poder estar en silencio. Y que no importe.”

“¿Qué te gusta hacer en las citas?”

“Todo eso de tu grúa… fue bastante divertido.”

Se encogió de hombros. “Vamos a dar otro paseo.”

Conducía un Ford Explorer con un reproductor de seis CD dentro del maletero. Me preguntó: “¿Te gusta el sonido Seattle?”

“No sé a qué te refieres.”

“El grunge, todo ese rollo de Kurt Cobain.”

“Apenas lo he escuchado.”

“Te vas a llevar una agradable sorpresa, entonces.”

Tengo un amigo que se llama Snack…

“No quiero escuchar más” le dije. “Y ojalá ese Snack sea un tío detestable.”

Tocó unos botones brillantes del tablero de mandos. Cambiaron de rojo a naranja a amarillo y me recordaron a una gramola. Me pregunté cómo un tío que no podía permitirse pagar sus propias empanadas se había hecho con un todoterreno con un equipo estéreo del tipo nave espacial.

Le dije: “Bonito coche.”

“Gracias,” respondió. “Viví una temporada en él, antes de mudarme a Treasure Island.”

Nos detuvimos en un área de merenderos con vistas al mar. El perfil de la ciudad estaba formado por diminutas luces en la bahía que parecían solitarias y cinemáticas.

Empecé a ponerme nerviosa. ¿Nos íbamos a enrollar? ¿Sería como en el instituto?

“¿Cómo fue?” le pregunté. “Lo de vivir en tu coche» Mis preguntas siempre parecían delatar mi poca experiencia de la vida.

“Estuvo bien. Aprendes a aparcar bajo los árboles para que el sol no te despierte por la mañana. Encuentras el sitio perfecto en Marin y de repente tienes las mejores vistas de la ciudad.”

Hice un gesto hacia el parabrisas. “Me gusta más la ciudad cuando no estoy en ella.”

“Sé lo que quieres decir.” Me tomó de la mano. “Me gustas.”

“Es agradable,” respondí. “Cuando a la gente le gustas.”

“Pareces amable.”

“No lo soy,” dije. “Sólo soy pasiva.” Quise confesarle que quedaba con él porque así podría contarle a la gente que estaba saliendo con un mecánico, llamar a mis amigos y decir: “¡Mirad qué trastornada estoy! ¡Estoy tan destrozada que me estoy volviendo loca!”

Pero ya no estaba segura de creer en todo eso, ni siquiera en parte de eso.

“No te menosprecies. Escuchas que te cagas.”

“Gracias.”

“Dime algo que te motive.”

Noté cómo mis ojos se inundaban de calor: “Lo que me motiva es un tío que me vio una vez, que me vio completamente, ¿sabes?, y apartó la mirada.”

“¿Te plantó?”

Odiaba esas palabras. Hacían que sonara como si hubiera entrado bajo la concha del caracol de la vida de otra persona.

“Supongo que eso fue lo que pasó.”

“Lo siento, de verdad.” Acarició los tendones de mi mano, duros como raíces bajo la piel. Quería darle las gracias por tomarme de la mano, pero no se me ocurría qué decir. Me desabroché el cinturón de seguridad y me incliné hacia él. Le besé en el cuello, en los labios, luego en el cuello de nuevo.

 

19th street

 

Me llamó el jueves: “Vamos a celebrar que he cobrado.”

Sugerí un sitio cubano cerca de Mission con la 19, le dije que me gustaban los plátanos que servían allí. Esto era cierto, pero no lo era menos el hecho de que el poeta vivía a una manzana de distancia y que comía ahí varias veces a la semana. Quería que me viera, aunque no sabía qué quería que pasase después. Quería que algo cambiara, cualquier cosa. No podía evitar recordarle, pero pensé que quizás…quizás si lo viera, ese recuerdo sería distinto, resultaría difícil de alguna manera nueva. Incluso eso sería un alivio.

Recogí a Maurice en Fleming y conduje mi coche hasta el restaurante, encontré un hueco para aparcar delante del edificio del poeta. Miré hacia la ventana de su casa que daba a la calle, que estaba oscura.

Nos sentamos en la barra, desde donde veía toda la sala. Pedí una jarra de sangría y propuse un brindis: “¡Por tu paga!” Demasiado tarde, me di cuenta de que sonaba como si le estuviera pidiendo que pagase la cuenta.

“Pidamos plátanos” dijo. “¡Pidamos un montón de plátanos!”

Así que pedimos tres platos humeantes y comimos hasta que mi garganta parecía estar cubierta de una capa de aceite y cargada de almidón. Pedimos una ensalada de beicon con tanta sal que noté cómo los bordes agrietados de mis labios empezaban a escocer.

Cuando me serví las últimas gotas cargadas de fruta de nuestra tercera jarra, Maurice me puso la mano sobre la muñeca, con suavidad. “Eh,” me dijo. “Con calma.”

“No te preocupes,” contesté. “Bebo alcohol como quien bebe zumo de naranja.”

Lo que no quería decir: todo está bajo control. Quería decir: bebo sin parar.

Agarré un trozo de manzana empapada en vino de mi vaso. Traté de sonreír.

De vuelta en el coche, apreté a Maurice contra la puerta del pasajero y le besé con fuerza, envolviendo con mis dedos su nuca para que no se moviese. La ventana del poeta seguía estando oscura.

Después de habernos besado un rato, Maurice me apartó con suavidad. “Lo estoy pasando bien,” explicó. “Pero hace un poco de fresco.” Me balanceé hacia atrás y la parte posterior de mi tacón tropezó con el bordillo. Noté cómo las arcadas iban en aumento. Sentí algo pesado apretándome en la parte posterior de la garganta, como lana que se hubiera mojado. El dulzor de la saliva me punzaba la lengua. Me aparté, me agaché hasta la altura de la acera e intenté sacar un cigarrillo. Tiré demasiado fuerte del paquete y se dobló en forma de uve, lo encendí de todas formas.

“Te llevo a casa.” Maurice alargó la mano para ayudarme a levantarme, pero la aparté.

“Sólo quiero sentarme un segundo.” Respiré hondo aire ahumado. Tras unas cuantas caladas empecé a sentir náuseas. “Dios.” Me dejé caer de rodillas en la calle y empecé a vomitar. Maurice seguía teniendo la mano en la parte inferior de mi espalda. Eché una mirada hacia la ventana del poeta, que todavía estaba oscura. “¿Acaso vives aquí aún?” susurré. Quizás ahora tenía un trabajo con otro horario, quizás estaba durmiendo en otro sitio.

“¿Cómo dices?” Maurice se arrodilló a mi lado. Me dio un pañuelo para que me limpiara la saliva de la boca. Colgaba en hilos brillantes como pedazos de una tela de araña.

“Nada,” contesté. “Lo siento.” Giré su cara hacia la mía y le acaricié el contorno del ojo. Había una lágrima en su mejilla, la sequé deslizándola por los poros. “Creamos casas en el aire,” seguí. “En las que con estar juntos basta.” Estaba borracha, sabía que no lo estaba haciendo demasiado bien.

“Él vive ahí arriba, ¿verdad?”

“Sí.”

“Pensé que lo nuestro podía funcionar.”

“A lo mejor puede.” No quería que se marchara.

“No creo… No creo que me importe tanto como para seguir con esto, de esta forma.” Negó con la cabeza. “¿Te parece horrible lo que acabo de decir?”

Asentí. Me hizo sentir fatal. Yo seguiría con lo nuestro de cualquier forma, era él quien podía elegir.

“Pensaba que podría arreglarlo,” dijo. “Lo siento.” Me besó en la mejilla. Supe que había olido el vomito en mi aliento.

“Adiós,” me dijo, de pie. Me volví a sentar sobre el bordillo y alcé la mirada. Vi su soledad, cómo ésta hacía que los brazos le colgaran de los hombros. Lo imaginé volviendo a su isla y escribiendo a máquina frases simples en folios en blanco: Esta noche me siento triste. El amor es una cosa terrible, terrible. Imaginé a Boris contemplando su oscuridad acostumbrada.

Quería decir: “Lo siento si te he hecho daño.” Pero no pude.

Me encogí de hombros, él se encogió de hombros. Se alejó caminando.

Me fumé cinco cigarrillos más esperando que el poeta volviera a casa, pero nunca llegó. Por primera vez, no estaba segura de querer que regresara, el deseo se había vuelto tan familiar que resultaba difícil saber si aún seguía ahí.

 

Naz Hamid

© Naz Hamid

 

La tarde siguiente le pedí a mi compañera de piso un favor. “¿Puedes ayudarme a llevar una cosa?”

“¿Adónde?”

“Al campo, pero solo es necesario que me acompañes un trecho.”

Puso los ojos en blanco, acostumbrada a mi manera de hablar.

Juntas arrastramos mi pequeño sofá negro escaleras abajo y hasta la mitad de la calle. Me detuve unas cuantas veces para asegurarme de que no estaba arrastrando arenilla. Lo encajamos en la parte de atrás de mi coche, apretándonos contra el parachoques de un coche de policía en cuyos laterales se leía: Brigada del sexo.

A medianoche subí en mi coche y conduje por Market hasta que sus curvas desembocaron en las colinas. Al llegar a la cima, me topé repentinamente con una espesa capa de niebla. Parecía como si las afueras de la ciudad tuviesen un ecosistema propio.

Durante todo el camino de subida, notaba las sombras de piel falsa que arrojaba el sofá en mi coche. Tomé las curvas cerradas en la subida de Twin Peaks, con las palmas de las manos planas sobre el volante mientras me imaginaba llamando. ¿Iba a simular ser otra persona o no? Resultaba absurdo, de cualquier de las dos formas.

Me daba miedo que el mirador estuviera lleno de chicos borrachos y parejas protegiendo su territorio, pero sólo estábamos yo y una pareja de amantes avergonzados, rollizos y con vaqueros apretados, que habían traído a su bebé, que dormía. Parecían más jóvenes que yo. Alcé dos dedos en un brusco saludo, el chico se tocó la gorra de los Giants como respuesta.

Me senté en mi coche y encontré un especial de Rod Stewart en la radio. Saqué mi agenda, pero, por una vez, no pensaba escribir. Rebusqué hasta encontrar la tarjeta de Maurice.

Marqué el número y colgué. Después marqué el número y no colgué.

El supervisor nocturno contestó. “Taller Fleming, ¿en qué puedo ayudarle?” Me imaginé su cara huesuda, sus bolsas de cacahuetes escondidas.

“Se me ha pinchado una rueda y no tengo de repuesto,” respondí. “Necesito una grúa.”

“Nuestro chico está respondiendo a una llamada en Russian Hill,” dijo. “Pero puede ir a por ti cuando haya acabado. ¿Dónde estás?”

“En Twin Peaks, arriba del todo.”

Se rió entre dientes. “No estás sola, ¿no?”

“La verdad es que sí lo estoy”, respondí. “Sólo yo y mi rueda pinchada.”

Encendí la calefacción del coche y esperé. Observé a la pareja sentada cerca de los telescopios, robándose besos sobre la forma envuelta entre ellos. De vez en cuando se volvían a mirar.

Cuando Broken Arrow hubo llegado a su desconsolado final, giré el coche para que quedase de espaldas al mirador. Abrí el maletero y saqué el sofá a rastras. No fue difícil. El sofá era más bien un futón, estaba hecho de cosas que no pesaban demasiado.

Lo moví unas cuantas veces, girándolo en diversos ángulos para que encarara distintas partes de la ciudad, pero al final lo enderecé, un armatoste oscuro entre dos telescopios aún más oscuros. La pareja me observaba desde su mesa de picnic, pero no parecían especialmente sorprendidos o curiosos. La mujer me sonreía cada vez que nuestras miradas se cruzaban. El hombre me hizo un gesto de asentimiento, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo, después me levantó el pulgar, en señal de aprobación.

Una vez hube colocado el sofá, me senté y encendí un cigarrillo. Esperé a que la luz de unos faros me iluminara desde atrás.

Maurice aparcó la grúa unas cuantas plazas más allá y bajó de la cabina de un salto, con una caja de herramientas. Yo estaba apoyada en el capó de mi coche, esperando.

“Oh,” dijo. “Hola.”

“Hola.”

Hizo una pausa, bajó la mirada al suelo. “Siento, ya sabes, lo de tu pinchazo… quiero decir. Y todo eso.”

“No se me ha pinchado una rueda,” contesté. “Sólo quería enseñarte una cosa.”

“¿Ah?”

“Es un regalo.”

Miró más allá de mí: “Recuerdo lo que me dijiste de la ciudad,” dijo. “Que te gustaba más cuando tú no estabas en ella.” Se detuvo.

“Pienso mucho en eso.”

Yo no quería hablar sobre la ciudad o su lejanía, el residuo de mis propias palabras estúpidas.

Le pregunté: “¿Quieres verlo, el regalo?”

Contestó: “Claro.”

Al doblar la esquina del coche, exclamó: “¡La hostia, es un sofá!”

Le dije: “Siéntate.”

Nos sentamos como niños de primaria, tocándonos apenas. Ninguno de los dos habló. Señalé a la pareja y los observamos mientras cambiaban de pañales a su bebé frente a las luces del anochecer de la ciudad. Noté cómo el verano se descomponía en objetos que me cabían en la palma de una mano: un cigarrillo doblado y un pastel humeante de maíz dulce, mi propia lápida tallada en chocolate frío desprendiendo vaho. Una nota donde ponía Puta, una nota donde ponía ¿Y? Hubo chaquetas moteadas de cenizas en todos aquellos días, y botellas de Coca-Cola recogiendo lluvia. Tuve un vaso y se rompió. Aplasté una polilla y murió. Tuve un mes, pero terminó. Tuve un corazón. Todavía está.

by Leslie Jamison

Leslie Jamison es autora de la novela The Gin Closet (recientemente publicada por Sexto Piso bajo el título El clóset de la ginebra) y de la colección de ensayos The Empathy Exams

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