Copias

chester carlsson

***

La vida es una serie de repeticiones imperfectas.

Eso es lo que me dijo el terapeuta de mi madre – y yo lo repito aquí y ahora, de manera imperfecta – la única vez que hablamos. Eso fue antes de que yo conociera a Sarah, antes de que fuera a la universidad, antes, cuando los sueños eran todavía nuevos. Puede que le mencionara la palabra evocadores al terapeuta, no estoy seguro. Recuerdo que la sala de espera no tenía revistas, solamente una antología de las tiras cómicas de Calvin y Hobbes, y que él apenas habló. Cuando lo hizo, fue para decir algo oblicuo, que dejaba como colgando, dejando que el silencio me empujara otra vez a hablar. Pero cuando dijo «la vida es una serie de repeticiones imperfectas», en voz baja, como si supusiera que iba a tranquilizarme, me di cuenta de que la única persona con la que quería hablar era la única persona con la que ya no podía hablar.

Mi padre el artista.

En el punto álgido de su carrera, las herramientas de mi padre eran un montón de papel para fotocopiadora y una vieja máquina Xerox que había comprado en una subasta de la policía. Compraba muchas cosas en las subastas que realizaba la policía. Comenzó a fotocopiar grandes obras de arte de libros de la biblioteca. Reproducir las reproducciones. Yo por entonces rondaba los seis años.

Uno de sus primeros proyectos fue una fotocopia de la foto de la Mona Lisa de Los maestros del Renacimiento italiano. La primera copia hizo que la imagen fuera en blanco y negro – ya estaba convirtiéndose en otra cosa diferente – y luego tomó la copia y puso boca abajo en el vidrio, y copió eso. Continuó fotocopiando las copias, y cada vez la imagen se hacía más borrosa, un poco menos parecida al original. Después de unas diez copias, apareció una línea horizontal justo debajo de las manos de la mujer. Para cuando la fotocopiadora pasó a ser propiedad de mi padre, ya estaba un bastante usada, por lo que tenía cierta tendencia a añadir sabores propios a las reproducciones. Después de otras diez copias más, la difusa línea se había extendido a otras partes del cuadro, y parecía tan auténtica como la modelo o el puente en segundo plano, que era ya completamente negro. Empezaban a aparecer dibujos donde antes no los había. El rebozo de la Mona Lisa, o lo que fuera, empezaba a semejar un poncho azteca. Mi padre siguió haciendo copias de las copias hasta agotar la resma de papel. Quinientas copias. La copia final se parecía al original solamente porque ya sabías qué buscar. Se podía distinguir un triángulo oscuro en el centro de la página, que era la cara, además de una puntita más clara en una de las esquinas superiores. Pero era solo una cara del mismo modo que la luna tiene cara.

El primer recuerdo que tengo de mi padre es probablemente igual que esas copias: una serie de recuerdos, desplazándose del momento original – si es que llegó a suceder alguna vez – a mi actual remembranza, como en el juego del teléfono descompuesto, cambiando levemente cada vez que lo saco a la superficie. El recuerdo es simplemente un primer plano de su tatuaje. Debía de estar tumbado boca abajo, conmigo subido a sus espaldas, pues en mi recuerdo las letras del tatuaje ocupan mi campo entero de visión. En realidad, las letras eran pequeñas: podía hacer desaparecer el tatuaje completo entre los omóplatos cuando estiraba los brazos hacia atrás, como si se dispusiera a darle un abrazo a un gigantesco totara. Sé que no puedo haber leído y entendido las palabras en la espalda de mi padre cuando todavía estaba aprendiendo a gatear, pero mi primer recuerdo está contaminado por el conocimiento que adquirí mucho más tarde. De manera que, en el primer recuerdo que conservo de mi padre, el niño que yo era lee: ¿Qué lazos mortales?

Aunque conozco esta frase de toda la vida – o eso me parece – no sé qué significa ni, para ser más precisos, lo que significaba para mi padre. Ha quedado ahí, como si fuera el remate de un chiste ya olvidado.

Mi padre tomaba la copia número quinientos de obras de arte famosas y se la enseñaba a la gente. Les preguntaba qué pensaban que era, y a veces utilizaba la mejor respuesta como título de su copia final. La gente veía toda clase de cosas en la Mona Lisa. La imagen pasaba a tratar mucho más del espectador que de lo contemplado. Ahora estoy citando a mi padre, o para ser correctos, el catálogo de una exposición de sus fotocopias en una galería de arte en 1994. Dudo que mi padre hubiera dicho ni la mitad de las cosas que se le atribuyen en ese folleto, pero es lo más cercano que conservo a una conversación adulta con él en torno a su arte.

En los inicios de su proyecto de copiado me permitió ser su ayudante. Yo le abría los paquetes de folios, desgarrando el envoltorio, enderezaba los montones de copias, le rellenaba el vaso de agua, cualquier cosa que él me pidiese, pero la mayor parte del tiempo me quedaba sentado en una de las cajas de papel de fotocopiadora y le miraba mientras trabajaba.

Una y otra vez copió y copió Las señoritas de Avignon hasta que semejaba un dibujo infantil de un estegosaurio.

Una y otra vez copió y copió Noctámbulos hasta que parecía un zaguán abierto a la luz del día.

Una y otra vez copió y copió y copió El grito hasta que dejó de gritar, pero nunca llegó a sonreír.

Estas son, por supuesto, mis impresiones solamente. Mis impresiones contaminadas, de un adulto.

Soy el mayor de dos hermanos. Si mi padre se hubiera salido con la suya, probablemente tendría cuatrocientos noventa y nueve hermanos, cada uno de ellos una variación suya. Pero solamente estamos yo y Sebastián. Para lo que valga, soy yo el que más me parezco a mi padre. Tengo su tez morena, su pelo lacio y su nariz (a la cual él solía llamar su “pista de aterrizaje para moscas” pero que mi abuela dice que es “la nariz de los Kirby”). Sebastián es una versión mía más pálida, sus manos son un poco más delicadas, y tiene el pelo rizado, como el de mi madre.

Desde bien joven me han dicho que también tengo el malhumor de mi padre. Cuando yo contaba con seis años de edad, quería decir que tenía tendencia a ponerme melancólico en lugar de darme pataletas, que no me gustaba conocer a gente nueva, prefería esconderme detrás de mi madre, e incluso mostraba cierto desdén por mi abuela porque, según cuenta ella misma, la vinculaba con el hecho de que mi madre volviera a ponerse a trabajar.

Aunque solamente exponía la copia número quinientos, mi padre guardaba todas las copias que hacía de una imagen. Su intención era hacer cortometrajes animados de las copias, mostrar cómo se distorsionaban bajo el foco de la fotocopiadora, tan pronto como pudiera hacerse con una cámara de Súper 8 que estuviese en condiciones decentes en una subasta de la policía. Entretanto, alrededor de la Xerox se iban apilando cajas y cajas de papel de fotocopia ya usado.

Cuando se cansó de copiar pinturas empezó a copiar fotos de su niñez.

Una y otra vez copió la fotografía de la boda de sus padres hasta que parecía la imagen de dos personas que estuvieran dándose la espalda.

Una y otra vez copió la foto de su quinto cumpleaños, hasta que aparentaba que una nube en forma de hongo estuviera explotando en el centro de la mesa en el espacio donde había estado la tarta, y alrededor de esta, en lugar de los invitados a la fiesta, aparecían lápidas sepulcrales.

Después de las fotos de la familia, a mi padre le dio por copiar cosas que no eran del todo planas. Su mano, una piedra, mi monopatín. El problema era que todo se volvía plano después de una copia. Para él se convirtió en un juego, supongo, buscar nuevos objetos que funcionarían mejor en una Xerox. Cosas que contarían la mejor historia al pasar a dos dimensiones, y que luego palidecían en direcciones imprevistas. Esa fijación significó descuidar la búsqueda de una cámara Súper 8, aunque él siguió acumulando cajas de papel usado en el taller. Incluso si hubiera decidido no utilizar nunca las copias intermedias, no creo que las hubiera tirado. En buena medida, la fuerza de la copia número quinientos provenía de la noción de que en algún otro sitio había cuatrocientas noventa y nueve copias, de que aquellas podían reconciliar el original con la copia final.

 

Marisa González - La descarga (1975)

María González, La descarga (1975)

El taller terminó tan lleno de copias que tenía que pasar por encima de las cajas para poder entrar. Se sentaba encima de ellas mientras fotocopiaba. A veces trepaba por encima de las cajas apiladas y se tumbaba a dormir en el hueco que quedó, demasiado pequeño para poner otra caja más bajo el techo, pero él cabía si se tumbaba cabeza arriba y con los pies extendidos hacia afuera.

En esa época, para que yo pudiera verlo mientras copiaba, tenía que alzarme en vilo por encima de las cajas que bloqueaban la puerta y sentarme encima de otras tres cajas apiladas al otro lado de la Xerox, aunque yo ya era lo bastante alto para ver la barra de luz verdosa que pasaba por encima de otra copia más, la cual se convertía a su vez en otro original. A veces yo hojeaba rápidamente una resma y veía cómo un pájaro muerto se iba descomponiendo ante mis ojos y se convertía en una forma borrosa similar a una T, o cómo una carta escrita a mano se desintegraba hasta que no era otra cosa que una mancha gris.

Aunque estaba ya alcanzando el mayor éxito de su carrera con sus copias de copias, parecía que mi padre caía con cada vez más frecuencia en su estado malhumorado. Algunas noches se comía la cena sin hablar, como si estar en compañía nuestra supusiera un esfuerzo. Así me lo parecía, o así lo recuerdo, pues cada vez que traigo a mi memoria uno de estos recuerdos, le paso por encima la luz verdosa y lo distorsiono un poco más.

Otras veces mi padre ni siquiera se presentaba en la mesa a la hora de cenar, y se quedaba en el taller días enteros con la puerta cerrada, aunque no estuviera fotocopiando. Eso lo sé porque me esperaba a que anocheciera y bajaba a hurtadillas la escalera para mirar por debajo de la rendija debajo de la puerta, y veía que no había ninguna luz encendida, ni no se veía el flash de la fotocopiadora. Pero sí podía oírle a él, respirando con fuerza.

De vez en cuando observo el sonido de mi propia respiración (jadeando sería un término más exacto), y me recuerda a mi padre. A la versión oscura. El sonido de mi propia respiración siempre viene acompañado de la pregunta: ¿Por qué ha vuelto a suceder esto? ¿Por qué caigo yo en los mismos episodios de malhumor que él, tan impotentemente como le pasaba a él, sabiendo que probablemente le pasaré este rasgo a mi hijo, y que él a su hijo, etcétera? Y podría también hacerme la siguiente pregunta: ¿Por qué copiar una y otra vez la portada del disco blanco de los Beatles? O también: ¿Por qué sueño, una y otra y otra vez, con una sortija de matrimonio que encuentro dentro de una col?

Una vez, durante uno de los encierros de mi padre, me encontraba sentado en las escaleras que conducían a su taller y oí lo que parecía el aullido de un animal procedente de detrás de la puerta. Fue breve y agudo, como el sonido que hace un perro cuando le pisas el rabo, antes de que gimotee, suplicándote que no le pises en ninguna otra parte. Mi madre debió de oír el grito desde la cocina: bajó las escaleras y me ofreció pastel de ruibarbo con helado para alejarme de la puerta.

Poco tiempo después, mi padre perdió su alianza de casado. No estaba de mal humor por aquellos días: había estado fotocopiando con la puerta abierta, otra vez entusiasmado con los incontables originales que podía copiar. Cuando se reunió con los demás en la mesa del comedor para la cena, sonrió y empezó a servirnos puré de patatas a todos. Se estaba comiendo una panoja de maíz, del que cultivábamos en el jardín de la casa cuando mi madre le preguntó dónde estaba su alianza de casado. Se miró la mano izquierda como si esperase que la sortija estuviese allí, con la boca todavía llena de granos de maíz y los labios relucientes de mantequilla derretida.

Mi madre se puso a llorar incluso antes de que él terminara lo que estaba engullendo. Yo nunca antes la había visto llorar. Mi padre dijo que la alianza estaba seguramente en el taller, que pudiera ser que se la hubiera quitado por un instante mientras cambiaba el cartucho de tinta, y que lo había olvidado. Eso la hizo llorar más todavía. Entonces él le dijo que estaba bien, que miraría en las cajas, que casi seguro habría caído en la caja que había abierto la última vez. Dejó la panoja de maíz a medio comer y se fue al piso de abajo, pero cuando miró en las cajas sólo encontró copias de copias. Mientras hojeaba en la caja de copias más recientes – se trataba de cosas procedentes del jardín: judías verdes, calabacines amarillos, hojas de col – dejó escapar otro grito. Yo estaba sentado en las escaleras, igual que la última vez que le había oído gritar, pero esta vez la puerta estaba abierta y el sonido fue más profundo y más fácil de explicar.

«Me he cortado con el papel», exclamó mi padre, dirigiéndose en parte a mí y en parte a sí mismo. Se chupó la sangre del dedo índice y entonces añadió: «Yo nunca me corto con el papel.»

Cuando abrió otra caja – una que contenía las copias de mis Madelman – y metió la mano por el lado de los folios, dejó escapar un gruñido al volver a cortarse, apartó la caja con un empujón y abrió otra. No estoy seguro si se estaba desesperando porque de repente se había cortado el dedo o si era porque había hecho llorar a mi madre y no podía arreglarlo.

No encontró la alianza en ninguna de las cajas, y se cortó los dedos tantas veces que se vio obligado a parar de hacer copias durante una semana mientras se le curaban las manos. Cuando desaparecieron los cortes de los dedos acudió a una joyería a que le hicieran una alianza de repuesto. Parecía justamente igual que la anterior, excepto que ésta era de un mismo ancho en todo el anillo. La original se había estrechado en la parte inferior después de muchos años de desgaste. Años de aplaudir, apretar los puños, meterse las manos en los bolsillos. A veces me pregunto dónde fue a parar ese oro perdido. ¿Lo absorbió el dedo anular de mi padre? ¿O fue dejando un rastro diminuto e imperceptible de oro tras él?

 

homas Hirschhorn's Cavemanman

Thomas Hirschborn, «Cavemanman» (2002)

 

Cuando murió mi padre, yo no llegué a ver su cuerpo. Dicen que una noche se levantó a hurtadillas de la cama sin despertar a mi madre y se fue a la ciudad en pijama. Esa noche hacía viento, pero se las arregló para subirse a un edificio de ocho plantas en construcción. Imagino que la mayoría de la gente piensa que estaba allí para tirarse, o como mínimo para pensar en tirarse. Para ensayarlo. Todo lo que tengo son los retazos de testimonios que puedo recordar de la investigación judicial, cuyo dictamen fue que se trató de un accidente. Estos son los hechos: cuando un guarda de seguridad enfocó con su linterna el lugar donde estaba mi padre, él cayó por un hueco de ascensor y se mató. Me desperté a la mañana siguiente y mi padre estaba muerto, aunque le correspondió a un joven oficial de policía – quien no paraba de sorberse los mocos por la nariz, aunque no parecía estar resfriado – relatarle una versión primitiva de esta historia a mi madre, a Sebastián y a mí. Cinco días después estaba sujetando yo uno de los seis tiradores de un ataúd que decididamente tenía un cuerpo en su interior, ¿pero el cuerpo de quién? Se trataba de un ataúd cerrado debido al estado del cuerpo de mi padre tras la caída, pero podría haber sido el cuerpo de cualquiera.

Si bien la muerte de mi padre me parecía algo irreal mientras llevaba el ataúd hasta el coche fúnebre, por alguna razón me daban ganas de llorar. En vez de hacerlo, me dio por sonreírle a la gente que estaba en las hileras del fondo, pues uno de los portadores del féretro me había dicho que era la mejor manera de impedirme llorar. Todos me sonrieron también. Fue un momento de confusión.

Y es aquí donde debo sumergirme en los sueños. Ya lo sé, se supone que uno no debe hablar de sus sueños, que parecen artificiosos cuando uno intenta relatarlos, pero para mí los sueños son solamente copias de copias de copias de la vigilia. Y además, para esta parte de la historia todo lo que tengo son sueños.

Unos pocos meses después del funeral estaba teniendo sueños en los que mi padre reaparecía en mi vida. Al principio esos sueños funcionaron como una mala película hecha para la TV: lo vislumbraba a él en la calle, puede que de vacaciones en algún lugar, y entonces me ponía a ubicarlo. Cuando lo encontraba, estaba casado con otra mujer, era parte de otra familia. A veces negaba ser mi padre, pero yo le arrancaba a jirones la camisa (la cual era cada vez más fácil de arrancar – cada vez más parecía papel de seda – en cada sueño) y le obligaba a darse la vuelta y señalaba el tatuaje en la espalda entre sus omóplatos y decía: «Sí lo eres, sí lo eres». Si tenía suerte, en los últimos instantes antes de despertarme, me las arreglaba para mantener una conversación con él, pero solamente en torno a cosas triviales, como el partido de cricket del fin de semana, o que había sacado buena nota en un examen de matemáticas.

Poco a poco mis empeños por localizarlo fueron diluyéndose y todo lo que quedó era la reaparición de mi padre por voluntad propia para disculparse por fingir su muerte. Luego quedó eliminado el asunto del fingimiento de su muerte, y simplemente regresaba a la casa en la que habíamos estado viviendo cuando él murió, y se producía una disculpa sin palabras. Una mirada avergonzada.

Al tiempo dedicado a buscar a mi padre en los sueños lo reemplazó en mi dormitorio mi soñadora personalidad con la insistente fantasía de enfrentarme a mi padre, de preguntarle en qué carajos había estado metido todos esos años desde que nos dejó. ¿Todavía era artista? ¿Tenía más hijos? Había regresado, pero yo todavía lo extrañaba, todavía estaba enfadado.

Con el tiempo, todos mis sueños tenían lugar en este universo en el que mi padre había fingido su muerte solamente para reaparecer y mudarse de nuevo a casa – salvo que ya no hacía falta que apareciera en todos los sueños, podían tratarse de otra cosa.

En uno de estos otros sueños, estoy regando el huertecillo y las coles son del tamaño de una pecera, de modo que decido llevarme una dentro de casa para que mi madre la prepare en una ensalada con cebolla, zanahoria y mayonesa. Sebastián y yo estamos allí, mirando fijamente por encima de sus hombros, cuando ella la corta por la mitad: y ahí, en el corazón de la col, está la alianza de mi padre. No brilla ni es dorada como en un cuento de hadas. Es más bien gris y mugrienta, parece una arandela que hiciera falta reemplazar. Pero cuando mi madre la saca de la col, la cual ha moldeado sus hojas en torno al anillo como si envolviese a un bebé, y la alza a contraluz, puedo ver que es más delgada en un lado que en el otro. Es el anillo de mi padre, sin duda. Ha vuelto el original. Pero porque mi padre sigue vivo en este sueño, mi madre se limita a poner el anillo a un lado, y Sebastián y yo reanudamos nuestra tarea escolar hasta que él regresa a casa de su trabajo a tiempo parcial – y entonces le contamos la historia. Vemos su cara de sorpresa. Pensamos en cómo fue que terminó la alianza en el interior de una col – en el viaje desde el recipiente de helado para los desechos que estaba junto al fregadero al montón de estiércol para el jardín, y de ahí al suelo del jardín…

 

SusyGomez_2012_SoloObjects_ArcoMadrid2013

Susy Gómez, Lejos de expresiones completamente automáticas (2012)

 

Mientras mis sueños se repetían de manera imperfecta, en una evolución, mi madre volvió a casarse. La primera vez fue con un compañero de instituto de mi padre, que había perdido el contacto con el paso de los años pero que reapareció por el funeral y decidió encargarse de ayudar a mi madre en su duelo. En muchos aspectos se parecía a mi padre: callado, resuelto hasta el extremo del descuido, irascible. Mi madre se divorció de él a causa de su negligencia e irascibilidad – solamente consiguió el arrojo para hacerse algo así después de la muerte de mi padre.

Se ha vuelto a casar hace poco (nunca he reunido el coraje para preguntarle si repara en la ironía de su desfile de maridos), esta vez con un hombre que vende pescado desde la parte trasera de un camión pero que es, sorprendentemente, acaudalado.

Cada vez que se casa, mi madre se muda a la casa de su nuevo marido. Fue difícil mudarse la primera vez, dejar atrás la casa de mi niñez, la última casa en la que vivió mi padre, empapelada con sus recuerdos – pero todos mis sueños tienen lugar en esa casa, de manera que en realidad nunca me marché de allí. Después me fui a Hamilton para asistir a la universidad, y mi madre se divorció y se mudó a una nueva casa, por poco tiempo, antes de irse a vivir con el pescadero.

Mi madre se lleva el anillo sustituto de mi padre allí donde vaya. Sea cual sea la casa, sé que podré encontrar el anillo en el cajón superior de su mesilla de noche en un estuche rosado para pendientes. Pero esta es la copia solamente. No llegó a tener tiempo de desgastarse en la parte inferior, antes de que se lo arrancaran del dedo y se lo devolvieran a mi padre junto con el resto de sus efectos personales. El anillo con el que sueño es el original, el que nunca volverá – o incluso peor, el que creo que volverá, pero yo no estaré allí para encontrarlo.

A veces me parece que me he pasado tanto tiempo soñando con el universo alternativo en el que todavía está vivo mi padre, que se está fundiendo con mi vida real, haciendo que sea más difícil poder distinguir entre los sueños y los recuerdos. Mi padre, cortándose con el papel mientras busca el anillo, y yo, encontrándome el anillo en el interior de una col: ambas cosas semejan proceder de un mismo lugar. Pero una de ellas sucedió, la otra no. Es como si mi cerebro hubiese derribado los muros que separan lo real de lo imaginado y convertido en un espacio abierto.

Y luego, hace apenas dos días, Sarah me dijo que voy a ser padre.

Todavía me da la sensación de que es un rumor. La única prueba que tengo es la promesa de Sarah de que leyó la prueba de embarazo correctamente, y de que ella lo sabe. Ya llegarán las pruebas – le crecerá la barriga y habrá ecografías y podré sentir las pataditas del bebé – pero ahora mismo la existencia de un feto en mi primera y única relación de larga duración me parece lo mismo que el hecho de que mi padre no exista.

Incluso cuando Sarah me estaba diciendo que íbamos a tener un bebé, me dio la sensación de que no se trataba de mí. Como si fuese una escena diferente en la historia de mi padre. La historia que estoy escribiendo sin él. Es por eso que rastreo en los recuerdos y en los sueños en su búsqueda. Es por eso que lo extraño más que nunca en los últimos cinco, diez años. Por eso me planto frente al espejo y busco el rostro de mi padre, tal como era en las fotos de mi infancia. Me siento más cercano a él ahora que en ningún otro momento desde de su muerte. Más cercano que cuando llevaba su féretro o he soñado con él o he estado hojeando los álbumes de fotos. Siento como si estuviera en mi interior. Que la última cascarilla de mi niñez se soltará muy pronto y revelará a mi padre, igual que una muñequita rusa pero al revés.

He tenido dos días para acostumbrarme a la idea de ser padre, y en esos breves momentos en que creo entenderlo, siento temor. Por el bien de mi hijo, temo convertirme en una copia demasiado perfecta de mi padre. Que mis ataques depresivos se volverán más frecuentes, cada uno de ellos una copia del anterior, distorsionando, oscureciendo y perdiendo detalles, y que sea más y más difícil cada vez recuperarme hasta un punto sin retorno. Esto es lo que más temo. Pero él era también el padre que atrapaba insectos palo y los guardaba en tarros vacíos de Nocilla con agujeros perforados en la tapa, y me los daba, pero solamente durante una hora, después de la cual el insecto palo era devuelto a la misma rama de donde había venido. El padre que sabía tocar en la armónica cualquier canción de la radio, pero que se negaba a tocar nada de los Dire Straits porque decía que todas sus canciones sonaban igual. El padre que me levantaba por encima de las cajas de fotocopias y me dejaba ser su ayudante.

Pero entonces me pregunto sobre la historia de su muerte – lo extraordinariamente prosaico de todo esto. ¿Qué estaba haciendo en pijama en la octava planta de un edificio en construcción? No se puede uno fiar de la investigación: el guarda de seguridad era el marido de la maestra de Sebastián; y el juez de instrucción que supervisó las pesquisas era amigo de mis abuelos. Con mi padre, nada podía estar claro nunca.

Cuando me encuentro en un cierto estado de ánimo, no me faltan cosas por las que estar enojado con él. Esas cosas que nunca hará por mí y las cosas que nunca entenderé porque me hallo a un tiempo demasiado cerca y demasiado lejos de él. No puedo leer ¿Qué lazos mortales? sin tener conciencia de su muerte, una conciencia que él no tuvo cuando hizo que le grabaran esas palabras en la espalda. Pero sigue estando ahí, como una pulla del padre que regresa en mis sueños.

Sin respuesta alguna, mi destino es oscilar entre el enojo y el afecto. Y no hay final en esta historia – ¿cómo podría haberla, con otra copia en camino? – pero sigo queriendo ver todos estos misterios sin resolver, estas penas, como pistas que puedo organizar e interpretar como un todo. Quiero señalar que la vida de mi padre fue una serie de repeticiones imperfectas, y que el tatuaje y su muerte son simplemente copias diferentes de una misma cosa. Perlas diferentes en un mismo collar. Quiero demostrar que la Vida – el curso de la existencia de una especie entera – es también una serie de repeticiones imperfectas. Quiero que me paren en la calle y me confundan con mi padre. Quiero ser la continuación natural de su vida acortada contra natura. Quiero un tatuaje en el mismo sitio que lo tenía él. Quiero ponerme a mi hijo en la espalda y dejar que lea el mismo mensaje que leí yo. Quiero ponerme la segunda alianza de mi padre – la copia – dejar que adelgace por debajo de mi dedo. Dejar el rastro de oro que él debería haber dejado, pero dejarlo para mi hijo.

Porque cuando me hago eco de mi padre es cuando más cerca me siento de él.

Interiorizar esos ecos es el único modo en que puedo expresar mi amor por él, y la única esperanza que albergo de volver a conocerlo.

 

 

***

Título original: «Copies», de A Man Melting  © 2010 Craig Cliff. Reprinted with permission of Random House New Zealand

by Craig Cliff

es escritor, columnista y funcionario. Radica en Wellington, Nueva Zelanda. Su colección de cuentos A Man Melting recibió el Premio al Mejor Primer Libro en la edición del Commonwealth Writers’ Prize de 2011. Su primera novela, The Mannequin Makers, se publicó en 2013.. www.craigcliff.com

0 Replies to “Copias”