Hostal Antún

To understand is to tremble.

Harold Brodkey

 

Boston skyline at dusk

Bahía de Boston, Massachusetts

***

Allí se sentó él, frente a esa muchacha. No se veían en muchos años.

A sus amigos –y a ellos mismos– les gustaba decir que no habían cambiado en nada, pero ambos sabían que aquello no tenía sentido. En lo físico, se parecían a las fotos descoloridas que él había conservado de ambos: algún paseo a las montañas, viajes a la playa, reuniones nocturnas en las que a ella se le veía al lado de su enamorado y a él siempre sin pareja. Sin embargo, al sentarse en el bar La Máquina de la calle Alcanfores, los ojos de los dos supieron, de inmediato, que habían pasado 15 años.

Ricardo se había casado, Celeste se recuperaba del divorcio. Habían intentando verse: cuando él llegó a Lima en visitas familiares o buscando información para su tesis. Nunca encontraron el tiempo. Ese verano en Lima, había sucedido el milagro: Celeste lo había llamado (en realidad él la llamó una mañana y al no encontrarla le dejó un mensaje. Se fue a pasar la tarde con amigos y al regresar a la casa de sus padres, ya de noche, le dijeron que Celeste lo habia llamado tres veces). Además de su padre, que se paseaba por la casa en calzoncillos agobiado por el calor de febrero, no habia nadie más: su madre, su esposa y sus hijos se habían ido esa mañana a la playa San Antonio, él y su padre habían ofrecido alcanzarlas al día siguiente. Ricardo le devolvió la llamada a Celeste.

Timbró una vez y Celeste contestó. Tenía la misma voz, fue lo primero que pensó Ricardo. Entre otras cosas (que le gustaron) dijo tener muchas ganas de verlo. Seguía trabajando de fotógrafa. Desde que se separó de Sebastián casi no se veía con sus amigos comunes. Sugirió salir a Miraflores. Preguntó si sería mucho problema pasarla a buscar. Ricardo, que siempre prefería no conducir, le dijo que le daba pavor manejar en Lima. Antes de colgar, quedaron en que él tomaría un taxi hasta su casa, y desde allí ella manejaría en el viejo carro de sus padres: Celeste y sus hijos se habían mudado con ellos después del divorcio.

Tocó el timbre a la hora exacta y Celeste salió. Se abrazaron, se dejó mirar por ella, hizo un chiste sobre el tiempo transcurrido. Celeste sugirió tomar un taxi para no tener que manejar de regreso. Conversaron durante todo el camino, sin que Ricardo sintiera ninguna tensión: hablaron de los amigos comunes, de la vida de él en Boston, de la vida de ella en Lima, de sus hijos. Ricardo escuchaba su risa, miraba su nariz, sus ojos, sus manos que movía tanto y que él aún recordaba con detalle, y le pareció mentira que hubiera cometido tantas locuras por aquella mujer. Ricardo pensó entonces que de lo único que tenía necesidad esa noche era de conversar con Celeste, durante muchísimas horas, como lo había hecho antes de dejar de verla. Decía no sentir nada de aquella incómoda atracción que alguna vez los separó.

“Como amigos, sin miradas al pasado, sin dolor. Así será nuestra relación de ahora en adelante”, pensó Ricardo durante su última visita al baño de La Máquina, con tres chilcanos de pisco encima. Antes de marcharse a Boston, Ricardo le había comprado a Celeste tres de sus fotos de gran formato. Nunca se había atrevido a colgarlas en los lugares en donde vivió, por miedo a empezar a llorar. Mientras meaba, Ricardo decidió que al llegar a Boston colgaría las tres fotografías (la foto de una escultura de una Venus dormida, rota en tres partes, borrosa, en tres colores distintos), en la sala de su nuevo departamento de casado, frente a las ventanas que miraban a la Bahía de Massachusetts. Ricardo y su esposa contemplarían aquella obra de arte, después de contarle la historia completa de su amor frustrado por Celeste, la tragedia, ya superada, de sus veintitantos años.

A las 12 de la noche los echaron de La Máquina poniéndoles sobre la mesa una tarjeta que decía: “Paga pé”. Caminaron hacia un bar de la calle Porta, pero ya estaba cerrando. Siguieron hacia el malecón, entraron a Larcomar y descubrieron un local abierto con vista al océano. La brisa de la bahía refrescaba la noche. Él pidió dos chilcanos más y ella dos cervezas. Siguieron conversando durante mucho rato, mientras los mozos ponían de cabeza las sillas de las otras mesas. Por fin les entregaron la cuenta y apagaron las luces. Entonces Ricardo miró a Celeste y, de súbito, se encontró con la urgencia de besarla. Lo hizo. Por unos segundos creyó que era un error, hasta que sintió la mano de ella posándose sobre su cuello y sus dedos acariciándole el cabello. Dejó el dinero de la cuenta sobre la mesa y pidió permiso para ir al baño. Caminó hacia los lavatorios con una erección que le dolía y que apenas le permitió mear, con la orina haciendo una parábola irritada antes de caer sobre el urinario. Regresó y la volvió a besar con los dedos aferrados a ese cuello en los que ya no reconocía ninguno de los olores que lo habían vuelto loco alguna vez, 15 años atrás.

Mientras caminaban a tomar un taxi (había tres, estacionados uno detrás de otro al borde de la vereda, y los tres conductores les hacían señas con la mano, como si una línea ordenada de taxis en Lima no significara nada, probándole que, a pesar de ciertas apariencias, las costumbres salvajes de la ciudad no habían cambiado), Ricardo le apretaba la mano y le susurraba las ganas que tenía de penetrarla.

–Jefe ¿un hostal por acá cerca? -susurró Ricardo, metiendo la cabeza en el taxi.

–El hostal Antún. Acá, en la Vía Expresa.

Se subieron al auto. Besándose, él metió una mano entre las piernas de Celeste. Ella puso la suya encima de él.

 

Ricardo me contaría lo que pasó esa noche, unos meses después. Fue la única vez que lo vi en Boston, tras aceptar una invitación que me había repetido durante años. Mi esposa y la suya se habían hecho amigas cuando Ricardo y ella manejaron hasta Nueva York, en medio del huracán Hanna, para ser nuestros padrinos de boda. Tenían dos hijos pequeños. Su esposa era una mujer muy alta, un poco rolliza y muy blanca, una americana de ancestros eslovenos que Ricardo conoció durante sus estudios de Doctorado.

Después de almorzar –Ricardo preparó un delicioso arroz con pollo que demoró más de la cuenta–, nuestras esposas se pusieron a conversar en el comedor. Los niños estaban en la sala jugando videos. Me llevó a la terraza y nos sentamos alrededor de una mesa de fierro blanco, al lado de unas macetas con un ramillete de flores que, me explicó, estaban sobreviviendo de milagro a la crueldad de una primavera con temperaturas en los 40 grados. Preparó los chilcanos con un pisco especial que su familia cosechaba en un fundo cerca de Camaná. No se había tomado ni el segundo sorbo cuando, de la nada, me preguntó si me acordaba de Celeste.

El nombre de Celeste, tanto como el de Ricardo, evocaba los años más felices de mi vida en Lima: aquellos en los que tenía poco más de 20 años y asistía a la universidad. Siempre he estudiado mucho. Sin embargo, aparte de algunas tardes leyendo los libros para un curso de Historia con el Profesor Palacios, y algunos textos complicados de fenomenología de la ciencia y estadística de las comunicaciones, casi no tengo memorias estudiando. Más bien me veo bebiendo, jugando fútbol, pasando noches enteras con mis amigos, emborrachándome en alguna plaza o bar, viajando hacia alguna fiesta apretado en un pequeño escarabajo o regresando ya de día en la tolva de una camioneta, dejando a los borrachos en sus casas, desde La Castellana hasta El Sol de la Molina.

A mis mejores amigos, entre ellos Ricardo, los encontré en la última fila de la clase de un curso de literatura peruana. Siguiendo mi consejo, escribimos un ensayo sobre Alfredo Bryce Echenique. El Mudo, que se había cambiado a la Universidad de Lima porque lo botaron de la Universidad Católica, siempre me sacaba en cara la pobreza de aquella elección. El Mudo y nuestros amigos, entre ellos Sebastián, jugaban fútbol dos noches por semana y los sábados por la mañana. Celeste ya era la enamorada de Sebastián. Ella trajo al grupo a sus amigas y empezamos a salir todos en mancha. Hubo uno que otro encontrón entre nosotros y ellas antes de graduarnos, pero solo Sebastián y Celeste terminaron siendo pareja.

Hubieran sido muchos años felices los del grupo, de no haber pasado lo de Ricardo. Tal vez fue mi culpa por malentender las pistas que me dio alguna vez en que se emborrachó y me dijo cosas inapropiadas sobre Celeste. O fue culpa de todos, porque la vez en que barrió con exageración a Sebastián en una pichanga, preferimos aminorar la salvajada de la falta, burlándonos de Ricardo por machetero. La situación explotó durante un cumpleaños en la casa de El Mudo, al que no fueron Celeste ni Sebastián. Después de haber tomado demasiado, Ricardo la llamó.

Hablaban –él estaba borracho pero sus amigos nos acordamos– como si hubieran sido pareja. Ricardo le recordaba haber viajado a Chiclayo para buscarla en la casa de sus padres y haber caminado abrazados por el malecón de Miraflores hacia Barranco. Ricardo empezó a rogarle que lo quisiera, después le gritó que era una puta y le colgó. Se puso a llorar y, sin aviso, vomitó. Entre sus amigos lo metimos a la ducha, lo pusimos en una cama y allí despertó Ricardo, a la mañana siguiente, acordándose vagamente de que la había cagado.

Durante los siguientes años, Celeste y Sebastián tuvieron suficientes rupturas y regresos como para que sus amigos permaneciéramos siempre en vilo, obligados a aceptarlos separados o abrazados, sin saber qué hacer. Finalmente decidieron casarse. Ricardo ya estaba viviendo en Boston y yo me había venido a vivir a Nueva York. Nuestros amigos en Lima se veían una vez a la semana para jugar fútbol. Celeste tuvo dos hijos. Empezó a vender sus fotografías a empresas constructoras y llegó a exponer en alguna galería. Sebastián se convirtió en editor general de una revista de fútbol. De un momento a otro, sin que nadie supiera a ciencia cierta por qué, se separaron. “Sebastián se tiraba a la prima de Celeste”, me dijo El Mudo. Al parecer ella era una estudiante de periodismo que llegó desde Chiclayo para cubrir un puesto de practicante.

“Claro que me acuerdo de Celeste”, le dije a Ricardo, esa tarde en Boston. “A mí también me gustaba”, como a todos los amigos de nuestro grupo, amigos también de su marido. “Pero el único imbécil que se enamoró de ella fuiste tú”.

Entonces fue que Ricardo empezó a contarme lo de aquella noche en Miraflores y el hostal Antún.

Dijo que desde que regresó de Lima lo atormentaba el remordimiento. Dijo debatirse entre la canallada por traicionar a su esposa y el placer por haberse arrancado un clavo que le dolía desde la juventud. Se demoró mucho en darme los detalles previos: las llamadas, la llegada a su casa, la convicción de que nunca iba a pasar nada entre ellos, hasta que llegaron a ese bar de Miraflores. Me miraba todo el tiempo. Le brillaban los ojos mientras me contaba los detalles. Supongo que muy pronto se dio cuenta de que tenía un auditorio atento: yo, el sentimental que lloraba al leer las novelas de Bryce Echenique y que, por supuesto, se moría de ganas de escucharlo.

 

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El hostal Antún ya estaba cerrado.

Las grandes mamparas de vidrio de la entrada dejaban ver al vigilante y al encargado, ambos dormidos, tumbados sobre los muebles de la recepción. Ricardo golpeó el vidrio, se despertaron y le abrieron. Hubo un procedimiento rápido en que se le decía el precio, firmaba un papel y le entregaban una llave. Llegaron en el ascensor hasta el cuarto piso, la oscuridad no permitía ver los números de las puertas. Él le agarraba una mano a Celeste mientras con la otra tanteaba los números y presionaba la llave contra la cerradura. Celeste empezó a desanimarse, sugirió que podrían dejarlo para otra noche. Ricardo insistió, fue hacia una puerta, metió la llave y puso la mano contra uno de los números. Ese era el cuarto.

Celeste se echó sobre la cama. Ricardo la desvistió. Los pechos eran como los imaginaba, la corona de un marrón muy claro, el vientre era plano y duro. Su piel tenía un precioso color canela. Se metió con la boca abierta entre las piernas de Celeste. Hubiera querido continuar durante mucho rato porque le fascinaba el olor suave y dulzón que acariciaba la punta de su lengua. Sin embargo, temía que algo frustrara la oportunidad de entrar en ella. Entró, varias veces. La sacó y se vino sobre su estómago duro, sobre la piel canela con la que había soñado tantas veces.

Ricardo se echó de espaldas, ella agarró su pene y se lo metió en la boca. Él le acariciaba el cabello. Después la tuvo otra vez dándole la espalda, le tomó la cintura y le mordió el cuello. Celeste dijo algo acerca del tiempo que había pasado desde la última vez en que hizo el amor, y Ricardo pensó en ese instante que ella no lo estaba haciendo por él, sino por ella, que de alguna manera Celeste lo estaba utilizando porque sabía que lo que sucediera entre ellos aquella noche jamás los conduciría a nada serio. Se vino sobre su espalda y el semen resbaló por sus nalgas, mezclado con las gotas de sudor que empezaban a brotar del cuerpo de Ricardo. Ella no sudaba: su piel tenía el mismo color y la misma temperatura todo el tiempo, como si conociera el truco para mantenerla siempre así, pasara lo que pasara.

–Tal vez ése sea el secreto de la dieta vegetariana -me dijo Ricardo, y sonrió.

Cuando Ricardo hizo ese comentario, el sol caía sobre Boston. Yo sentía como si él escarbara mi mirada con la suya, como si buscara la complicidad de un amigo que, si bien conocía las horas más vergonzosas de su vida, aún no había olvidado que, cuando íbamos a comer todos a cualquier restaurante, Celeste empezaba a criticar el trato salvaje hacia los animales cuya carne íbamos a devorar, intentando convencer de las bondades del vegetarianismo, a la banda de carnívoros de sus amigos. Ricardo se contuvo de soltar una carcajada, puso las manos sobre la mesa blanca de fierro, se paró, se llevó los vasos al bar y preparó dos chilcanos más.

No había perdido el vigor, comprobó sorprendido. Miró la curva de la espalda de Celeste y presionó, con alguna duda, sobre los bordes de una entrada que consideraba que estaría vetada para él. Sin embargo, desde la almohada que abrazaba, Celeste le pidió que siguiera. Entró en ella como si fuera una nueva especie de superhéroe. Se vino adentro.

Tomó una ducha. Sudaba demasiado. Cuando regresó, Celeste había destapado una cerveza del frigobar, estaba arrodillada sobre la cama, y se tomaba la botella apoyando la espalda contra la cabecera. La pinga de Ricardo seguía parada, como si supiera que aquella noche se esperaba un mundo de ella. Celeste se colocó encima. Tiró su cabello para atrás. Ricardo recordaba haber visto la botellita de cerveza vacía sobre la mesa de noche mientras sentía el cuerpo de ella sobre él y los dedos de Celeste tocándole el rostro. Sintió la boca de Celeste sobre su barbilla, los labios que resbalaban y de pronto los dientes que le querían marcar el cuello. Ricardo empujó la cabeza de Celeste con un solo movimiento brusco, que ella no pareció sentir, porque siguió moviéndose igual que antes, mirándolo con los mismos ojos de trance, hasta que Ricardo se vino por última vez dentro de ella.

“Lo más importante de aquella noche fue descubrir que ya no la amo, que pude tener una relación sexual con Celeste sin ningún sentimiento adicional. Que la puedo empujar como empujas a una chica que no quieres que te deje marcas, no a una mujer por la cual te vuelves loco. Lo cual no significa que no crea que es hermosa: lo es. Ni que la considere una mujer excepcional”, me dijo Ricardo.

 

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Vista nocturna de la ciudad de Lima

Se fueron en taxi. Estaba amaneciendo en Miraflores y la neblina pasaba sobre las letras del nombre del hotel, cubiertas de polvo. Guardaron silencio durante el camino de regreso. Ni siquiera intentaron besarse antes de que ella se bajara del auto. Frente a la casa de los padres de Celeste, donde dormían sus hijos, se despidieron con un gesto de manos. Ricardo pensaba dormir hasta que su padre lo despertara para irse juntos a San Antonio. Ricardo creía, me lo dijo él, que lo que pasó con Celeste aquella noche se podía sellar junto con el pasado, y que hacer otra cosa –como volver a verla o enamorarse– sería demasiado estúpido.

Nuestras esposas estaban en la cocina y sus niños seguían jugando videos en la sala. El más pequeño había asomado la cara por el balcón algunas veces a la mitad de la historia, y Ricardo lo había mandado de vuelta, mientras yo le sonreía, rogando en silencio que se fuera.

Me llevé aquella historia a Nueva York. Ricardo no me había pedido discreción, sin embargo sabía que no tenía a nadie a quién contársela. Llegué a creer que en el futuro volveríamos al tema, en Boston o en Nueva York, que tal vez nos juntaríamos para hablarlo con El Mudo. Incluso llegué a pensar que encontraría a Ricardo y a Celeste juntos, alguna vez en Lima. Me preguntaba si alguna vez él me contaría, otra vez de improviso, un nuevo capítulo de aquella relación. Dos años después, en el verano, cuando mi esposa y yo nos escapábamos del calor de la ciudad en casa de unos amigos en Bridgehampton, en Long Island, me llegó un mensaje al teléfono anunciándome la muerte de Ricardo.

Salió en los diarios de Lima. Un camión que venía por el carril contrario de la Carretera Central perdió el control, cruzó y embistió su auto. Ricardo había hecho el intento de manejar en Lima: pidió prestado el auto de su padre para llevar a su familia a pasar el día en Chosica. Murió en la pista, entre los fierros del carro, antes de que llegara la ambulancia. Su esposa quedó herida, los dos niños, amarrados en sus sillas, salieron ilesos. Regresaron a Boston unas semanas después y sentí que era necesario visitarlos.

En la sala de su departamento, la esposa de Ricardo nos contó los detalles de la desgracia: el funeral en Lima, las pesadillas de los niños. Luego, hablamos de otras cosas banales. Yo la miraba y de pronto se me quedaba la vista sobre la mesa blanca de la terraza. Las ventanas estaban cerradas y las macetas vacías. Se podía ver la nieve amontonada sobre la bahía.

Mirando la nieve, escuchando lo que nos decimos las personas que estamos destinadas a olvidarnos, recordé las fotografías de Celeste y observé que ninguna de ellas estaba colgada en esas paredes casi desnudas. Escuché, como en un murmullo, que me invitaban a la cocina a prepararnos un café. Murmuré que no me importaba quedarme solo. Cuando ellas se alejaron, me levanté y con paso lento, me acerqué hasta que pude pegar mi nariz contra el vidrio frío de la ventana de la terraza.

Estando allí, mirando las aguas semicongeladas de la Bahía de Massachusetts, se me ocurrió pensar que la historia de Ricardo y Celeste sería una más de las tantas historias similares que han sucedido en aquella ciudad que se sostiene sobre unos acantilados que miran al Pacífico. Supuse también que lo que le sucedió a mis amigos en la habitación de aquel hostal cuyas letras cubriría la neblina noche tras noche, representaba a tantos otros: a quienes emigraron como Ricardo, y que en algún momento de su vida se reencontraron, como en un acto de magia conjurado por la ciudad de su juventud, con los fantasmas, quien sabe inmortales, de sus amores pasados.

 

by Ulises Gonzales

vive en Nueva York donde fundó en 2014 la revista Los Bárbaros. Ha publicado la novela Pais de hartos ( Estruendomudo, 2010) y narrativa en Revista de Occidente, Luvina, Renacimiento y FronteraD.

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