¿Es la creación artística un misterio?

Sí, y no.

Esto es, en fin de cuentas, lo que acaba respondiendo Stefan Zweig a la pregunta sobre el misterio de la creación artística. Pero, también, matizando que existen múltiples misterios en la creación artística.

De un lado, nos dice Zweig (1881-1942) está la inspiración divina, la facilidad genial con la que artistas como Mozart, por ejemplo, “juega[n] con su arte como el viento con las hojas” (p. 30), lo que que estaría en las antípodas de la esforzada creación de digamos un Poe, que compuso su poema El cuervo, tal que un problema matemático: palabra por palabra, “vocal por vocal, consonante por consonante, todo a fuerza de trabajo, fatigoso, frío, lógico” (p. 32). Una actitud pasiva (y divina), pues, en virtud de la cual el artista deja que algo trabaje “dentro de él y en su lugar” (p. 27), frente a una actitud activa (y humana), que obliga al artista a fatigosos y persistentes trabajos; el ejemplo más salvaje de esto sería el de Goethe, que comenzó a escribir Fausto cuando tenía dieciocho años y “estampó los últimos versos a la edad de ochenta y dos” (p. 34). Así, el acto de creación artística es enormemente distinto según cada caso, e igualmente distinto es el estado en el que dos creadores se hallan durante el rapto creador.

Camino de perfección

Lo que sí se produce siempre, sin embargo, es que “toda creación verdadera sólo acontece mientras el artista se halla hasta cierto grado fuera de sí mismo” (p. 20), nos dice Zweig. El artista, para crear, debe entrar en un período de ekstasis, esto es, hallándose afuera de sí mismo, olvidándose de sí, y de su entorno. A esto Zweig también lo llama concentración. Y, en ella, inexcusablemente, se ha de incluir uno u otro de estos dos elementos: lo inconsciente o lo consciente, la inspiración divina o el trabajo humano.

Para Zweig la inspiración es una suerte de rayo divino, que resplandece por un instante y se apaga enseguida. A partir de ahí comenzaría la tarea del artista: reproducir “esa visión interior, única”, para que esa ida de un solo hombre genial llegue “a la conciencia de la humanidad entera” (p. 33). Este proceso exige que el artista cree su tiempo propio.

Pero, de nuevo, las preguntas: ¿la inspiración demanda un estado de ánimo especial o, por contra, el artista es capaz de regularla? ¿La creación es un estado permanente o no?

Pues lo mismo de antes, sí y no. Esta es la respuesta de Zweig, quien zanja la cuestión diciendo que “todo camino que conduce a la perfección es acertado, y cada artista no debe ir más que por uno de esos caminos, el suyo propio” (p. 37).

Del lado del receptor, y para que el fruto de la ya mentada inspiración nos resulte comprensible, el artista debe ser capaz de que su idea genial tome formas materiales. Y el deleite de esas formas materiales (una canción, una pintura, un poema, etc), para ser perfecto, nos dice Zweig, no puede ser pasivo, puesto que “ninguna obra de arte se manifiesta a primera vita en toda su grandeza y profundidad” (p. 39). Así, la admiración no es suficiente, la obra demanda comprensión. Y si el artista dio lo mejor de sí para que su visión nos resulte inteligible, también nosotros debemos brindar lo mejor para comprenderle.

Seis ejemplos

Todo lo dicho hasta el momento procede de un texto que conferenció en 1940 Stefan Zweig, en Buenos Aires, y que da título al libro. Es, digamos, la parte más retórica -y general-, a la que luego se le añaden seis textos, digámoslo así, prácticos, dedicados a Hugo Von Hofmannsthal (de 1929), al director de orquesta Arturo Toscanini (de 1936), a Rodin (de 1943), a Dante (de 1921), a Arthur Rimbaud (de 1907) y a James Joyce (de 1928). Son muy diferentes entre sí, los textos, pues también cumplen funciones diferentes: son desde artículos de revistas, hasta prólogos de libros, instancias autobiográficas e incluso una oración conmemorativa para un funeral (el de Hofmannsthal). Siendo que recorren unos cuarenta años de la producción de Zweig, también el estilo varía.

Del ardor juvenil de un Zweig de treinta años que escribe sobre ese “desesperado del instinto” (p. 96) que es Arthur Rimbaud, pasando por un juguetón autor de cuarenta y siete años que celebra la “orgía psicológica” del Ulysses de Joyce, hasta la solemnidad pomposa de un hombre ya mediada la cincuentena que rinde homenaje a un amigo (el dedicado a Toscanini).

Todos los textos, sin excepción, se constituyen en tanto que investigaciones estéticas en dos frentes: a lo largo del trazado biográfico del artista (buscan ver el modo en el que las circunstancias han afectado a la obra) y como bosquejos de la naturaleza última de la propia creación (busca Zweig explicar y comprender sus beldades, pues).

Personalmente, prefiero los textos donde la emoción del sentimiento enfebrecido vuelve loca la sintaxis (Rimbaud), hace trizas la retórica (Joyce) o busca en la propia experiencia personal las lecciones aprendidas del arte (“La lección de Rodin”).

De cualquier modo, una lección primordial se saca de los mismos, y que viene a añadirse a lo planteado en la conferencia bonaerense, es esta: “todo trabajo humano debe realizarse en el momento en que promete resultar bueno” (p. 76). Porque no hay fórmulas mágicas, y:

“sólo un hombre capaz de entregarse íntegramente a su labor, ya sea ésta grande o insignificante, puede cumplirla cabalmente” (p. 75).

Vale.

by J.S. de Montfort

es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.

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