Me gustaría comenzar con una cita:
«Era evidente que lo que allí contaba de verdad no era tanto lo que se decía o la defensa de lo que se decía cuanto el poder decirlo y poder ser escuchado, que lo que contaba era la comparía que hacen las palabras. ¡Cuántas veces, pensó, con las palabras se ataca o se defiende como si fueran armas, pero qué pocas nos dejamos acompañar por ellas, ir con ellas como se va con las personas o estar con ellas» (p. 41)
Este extracto podría servir como instancia hermenéutica del libro al completo, hablamos de El viento en las hojas (Anagrama, 2014), de J.A. González Sainz. Un libro de relatos que no basan su fuerza en la escena, pero que se centran en ella (en muchos casos). Relatos que no buscan su evocación poética, pero son líricos. Relatos cuyo goce se halla justamente en las palabras, en el rumor de las palabras. Y no tanto en lo que dicen, ni siquiera es importante el estilo que las susurra (aunque este es notable), sino que su belleza se halla en el incierto crepitar abstruso mismo de su bisbiseo.
Así, más que relatos, se trata de acompañamientos.
Son siete los relatos -o armonías- que J.A. González Sainz (Soria, 1956) incluye en este libro, y que significa su regreso al cuento corto después de veinticinco años (su anterior libro de relatos es Los encuentros). En su opinión, estos textos son como fragmentos, esto es, trozos de un edificio que ha preexistido, «la idea imposible de restituir con fragmentos algo anterior a la ruptura» [1. Matías Néspolo, «Vivimos un tiempo de abdicaciones», El Mundo, 19-06-2014].
Se trata asimismo de relatos citables, de esos que se subrayan con denuedo. Esto es, prima en ellos un cierto estilo reflexivo, están a rebosar de pensamientos literarios. Relatos cuya mirada se construye gracias a «los ojos de la imaginación» (p. 102) y que, en sus mejores realizaciones (pienso en el relato «La amplitud de la sonrisa (La dirección de la corriente)», pero también en «Los ojos de la cara», por ejemplo) tienen un extraño efecto boomerang. Pero más como un latigazo inverso, pues la conclusión del relato no procede al modo circular, sino que se revierte un eco que ya estaba anunciado al principio (pero era de signo contrario).
Expliquémoslo mejor: hay dos líneas expresivas (melódicas, por decirlo así) en el relato y que son vectores de fuerzas contrarias, ambas empujando en direcciones opuestas. En el transcurso del cuento, se va produciendo una fricción (pues la superposición de los campos de energía en ocasiones se roza y molesta), y se sostiene la tensión en el vértigo de una confrontación plausible (pero que, empero, no se produce nunca). Lo que sí sucede -y es esto lo que da solución al relato- es una permuta, un segundo apenas en el que esas dos fuerzas intercambian los objetos sobre los que ejercen su presión. Es nada más que un instante fugaz, en el que el mundo da un vuelco y rejuvenece lo viejo y la lozanía de lo nuevo se vuelve decrepitud y rutina.
Esta estructura queda, además, explicitada en el libro, pues escribe González Sainz que «no se puede contar sin haber caído previamente en algo […] caer en la cuenta, darse cuenta, caer en el abismo y darse abismo. Caer y darse, una cuenta y un cuento, darse cuenta y abismo, relato» (p. 85). Podríamos decir que estos relatos son una cierta reintegración del vacío. Y ese proceso de suspensión, este desvanecimiento lingüístico, se produce: «por que no se tiene más remedio, porque estamos faltos y carecemos» (p. 83). De ahí la necesidad de que las palabras acompañen ese mínimo tránsito.
Un tráfago que es tanto el de un niño incapaz de decidirse por el sabor de un helado (pero que, al final, siempre escoge el de limón), el de un hombre que se demora hasta el último segundo en despedirse de sus amigos (le han detectado una enfermedad terminal y no hay ya -para él- solución posible), el de un viejo que ve en la calamidad de unas sillas de plástico el desastre del mundo o el de otro hombre que queda fascinado (embelesado) por el maniquí perfecto que ve en un escaparate cada día camino del trabajo.
Relatos que encuentran su magia en el misterio cotidiano, en esas presunciones indescifrables que transmiten un mensaje incognoscible. Pero no con palabras, sino con ese rumor del que hablábamos antes. El de las hojas de los árboles y que aquí funciona como ritornello. Una especie de interludio en el que González Sainz diríamos que se cuela en el texto interpretando su solo. Este recurso unifica el libro y le da un carácter unitario, cohesionando los relatos que -sin él- funcionarían al modo de las secuencias musicales más de naturaleza autónoma.
Esta voluntad compositiva se percibe claramente en los dos últimos relatos: «La ligereza del pecíolo» y «Como más tarde tuve ocasión de comprobar», que son quizá los más benetianos. Pero también hay en ellos una cierta sombra schopenhaueriana y solipsista. Hermética, pues. Y no es raro que nos los encontremos ya hacia el final, pues aquí ya todo atisbo de historia o trama ha desaparecido y no queda más que la melodía sola, sin acompañamiento de la orquesta (del mundo), por decirlo así. Es como una coda que se le ofrece al iniciado (al cómplice, al compañero), a aquel que ha recorrido todo el trayecto del libro -aquel que ha acompañado con su presencia, con su lectura, al narrador- y que conoce y tiene en mente todo el camino andado, todas las diferentes sendas trazadas previamente.
Huelga decir, me parece, que se trata de un libro que, a pesar de ser de relatos que funcionan con independencia unos de otros, se debería leer de una sola vez, de corrido, porque se fundamenta en la idea de que «No hay nada sin su brevedad» (p. 89). Esto es, que para aprehender el concepto global de El viento de las hojas (el suspiro) uno habría de sentirlo igualmente en la lectura, leyendo sin parar un relato tras otro (y se puede hacer, pues su diseño así lo permite y sugiere).
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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