Mil tsukis y mil palabras

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Paloma Fabrykant

Son las siete de la tarde de un domingo. No estoy jugando con mis hijos ni como un asado con amigos. No estoy en la cama con mi mujer, tampoco. No trabajo en la novela que estoy escribiendo.

No.

Estoy en un tatami con la guardia en alto. Por los próximos minutos lo único que existe es mi rival. Tiene más experiencia, mayor alcance y es III Dan. Yo, apenas I.

Pero, como señalara Borges, hasta el peor poeta le es dado escribir un gran verso. Así que respiro y espero.

En movimiento, pero en el lugar.

Paciencia. Concentración.

Respiro. Espero.

Concentración.

Respiro. Espero.

Cuando creo que va a lanzarse al ataque, meto un yop chagui (patada de costado) profundo por debajo de su guardia. Pero a último momento mi rival hace valer su experiencia y categoría –espera más y mejor que yo–, cambia el ataque y saca un giro sorprendente y explosivo que me pega con el talón sobre la oreja izquierda.

Intercambiamos puños. Uno impacta en una de mis cejas.

Salimos.

Esperamos.

Concentración. Paciencia. Sorpresa. Explosión.

Cuando termina el combate –que pierdo– con la oreja dolorida y el ojo un poco hinchado, voy a saludar y a agradecerles a mi rival y su instructor por el combate.

No estoy jugando con mis hijos ni como un asado con amigos. No estoy en la cama con mi mujer, tampoco. No estoy escribiendo.

No estoy escribiendo, me repito.

Pienso cuanto se parecen las artes marciales y la literatura: concentración, paciencia, sorpresa, explosión. Y dolor, pienso, mientras siento latir mi oreja.

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Kike Ferrari, en combate

“Dolor”, sonríe Rashid Santaki, escritor francés de origen marroquí, cuyas novelas, callejeras y criminales, transcurren en el mundo del rap francés (es editor de un fanzine de cultura hip-hop) y los gimnasios de boxeo tailandés, en los que el mismo entrenaba en los 90: “por cierto, después de una novela tienes la impresión de que recibiste puñetazos en la cara dado que encarnas tus personajes.”

Algo de dolor entiende Paloma Frabrykant, quien el sábado pasado se rompió una mano en una pelea de MMA (artes marciales mixtas, la pelea de jaula también conocida como vale todo). Ya la operaron y le pusieron un par de fierros. Ahora no puede entrenar. Ni escribir.

Paloma es hija de la escritora Ana María Shua. Es periodista. Publicó también un par de libros infantiles y uno humorístico. El suyo fue un camino de las letras a las artes marciales:

Al principio le chocó mucho a mi familia. En mi casa no había nadie de este palo. Se suponía que yo iba a ser escritora. Mi mamá me había hecho entrar a Planeta pero cuando empecé karate descubrí que, a través del cuerpo, me sentía yo misma. A los 21 empecé a entrenar en serio. Y desde ahí el corazón me empezó a latir más fuerte. Mi laburo era escribir y mi cable a tierra era el karate.

Fabián Casas es acaso la mejor noticia que dio la literatura argentina en los últimos veinte años. Llegó al arte japonés de la mano vacía por recomendación de Paloma. Cuenta que fue a practicar para que su mente no se le escape y para parar el diálogo interno.

Cuando hago karate sólo pienso en los movimientos que se requieren para un kata o en cómo dejar llevar la respiración acompañando el golpe y siento que, como escribió T. S. Eliot, tal vez el pasado y el presente estén en el futuro. Pero, como hago karate, el futuro no me importa.

Para él, hay poesía en el karate:

Yo me hago un montón de problemas que para mi Sensei ni existen. El tipo es un poeta, aunque no lo sepa. Está todo el tiempo en estado de pregunta. Para mí, eso es un estado poético.

Y resume:

A lo largo de mi vida, muchas veces estuve perdiendo el tiempo, tomando opciones que no me interesaban, hablando y sosteniendo cosas en las que no creía; pero en el dojo tengo la seguridad de estar en el lugar indicado, haciendo lo correcto para mi espíritu.

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Fabián Casas en el dojo

Algo similar señala el dibujante y escritor mexicano Bernardo Fernández, mejor conocido como Bef. “Los años que llevo practicando han sido los mejores de mi vida”, dice.

Bef –autor de la novela policial Tiempo de alacranes, ganadora del Premio Memorial Silverio Cañadas en la Semana Negra de Gijón, y uno de los más reconocidos escritores de ciencia ficción de México– es practicante de taekwondo (el le dice taekwondó, acentuando la o).

Es raro pensar que sus años taekwondistícos hayan sido los mejores de su vida. De hecho, cuesta imaginarlo tirando patadas. Es más fácil imaginarlo como el miembro chicano de la banda de “The Big Bang Theory”.

Claro, siempre fui el gordo nerd que dibujaba cómics. Pero cuando tenía 37 años y mi hija estaba recién nacida, abrieron un dojang de taekwondó frente a casa.

Todavía no sabe muy bien por qué se acercó.

Me recibió un hombre pequeñito. Me preguntó a qué me dedicaba, le dije que era escritor y nunca había hecho deporte. ‘Aquí le vamos a dar ideas para sus libros’, me dijo.

¿Y?, pregunto, ¿Te dio tales ideas? ¿Es posible llevarse algo de las Artes Marciales a las Letras?

Santaki piensa en el brutal entrenamiento del muay thai como una suerte de escuela.

Todo el rigor que aprendí en el gimnasio lo aplico en mi trabajo. Cuando empiezo a escribir vuelvo a encontrar esta voluntad de los footing matutinos, en las sesiones de trabajo  con sparring, del cuerpo a cuerpo, de refuerzo muscular. Toda la preparación que se hace antes de una competición o en la práctica del muay thai se aplica naturalmente en la escritura de una novela y trabajo con ese objetivo. Para pelear, tenés que estar listo, afilado. Y tu novela tiene que ser filosa también.

Casas sugiere otra forma de apropiación: el Kata Literario.

El kata es una combinación de posturas del karate de defensa y ataque. Es meditación en movimiento. Yo me armé un kata literario: está compuesta por estos manifiestos a los que veo como movimientos para meditar y crecer, para producir vida: La Carta a la Dictadura Militar, de Walsh, ‘El Escritor argentino’ y la tradición, de Borges, El prólogo de Gombrowicz a la edición del Ferdidurke argentino y El prólogo a Los Lanzallamas, de Arlt.

Para Javier Sinay

hay algo muy digno en la rutina y en la retórica del arte marcial, y eso se derrama a lo largo de las horas, de los días. Hay un momento mágico sobre el final de la clase. Ya muy cansados, nos ponemos en ronda todos, unos diez tipos, y comenzamos a tirar tsukis (golpes de puño rectos). Somos una ronda de hombres golpeando al vacío sin pausa, un tsuki detrás de otro, respirando agitados, mirándonos y alimentándonos de la energía colectiva del círculo virtuoso. Cada uno cuenta en silencio hasta que completa cien tsukis y luego le pasa la posta al de al lado. Así, hacemos mil tsukis sin parar. Mil tsukis fuertes repercuten en mil palabras mejores.

Javier es un periodista y escritor de no-ficción criminal argentino. También practica karate. Estilo kyudokan. Casas, en cambio, como Paloma, shotokan.

Explico esto porque, como en el mundo de la izquierda, en el de las artes marciales, las distintas corrientes hacen para quienes las practican una enorme diferencia incomprensibles para el lego: es muy difícil imaginar dos disciplinas más disímiles que el taekwon-do (estilo Chan Hung o ITF) que practico yo –que en cambio se parece bastante a algunas variantes de karate– y  el taekwondó (WTF, el que viste en la olimpíadas) que hace Bef, quien, ante la pregunta del principio–¿se puede llevar algo de las Artes Marciales a las Letras?– responde, pragmático: “Yo aprendí a escribir bien una escena de pelea.”

¿Y al revés?, intento entonces, ¿hay algo que pueda aprenderse en el mundo de las letras que sirva a la hora de ponerse a tirar patadas y puñetazos?

“Ni mis lecturas ni mi oficio me han servido adentro del dojo”, contesta Javier después de pensarlo un poco.

Santaki cree que no pueden hacerse las dos cosas al mismo tiempo.

“Escribir o boxear, hay que elegir”, sentencia.

Yo no soy de la misma idea. Creo que los mundos se cruzan y se alimentan. Que las artes marciales nos ayudan a escribir y el oficio de narrar nos hace mejores en el tatami.

Pensemos en los tules. Los katas. Las formas.

«El karate se divide en kumite y kata. El primero es pelea”, explica Casas, “el segundo es forma, meditación en movimiento.»

En taekwon-do, a los katas se los llaman tules. O, como en la definición de Fabián, formas. Como sea que las llamemos, las Formas son un relato. Cuentan la historia de una batalla ideal e invisible. Tienen distintos ritmos y respiraciones, hay en ellas momentos de mayor intensidad y otros de calma; ráfagas de velocidad, pausas y estallidos de violencia ante diversos rivales hipotéticos.

Yo creo que un buen narrador, alguien que aprendió a contar una historia, tiene una parte del camino hecho a la hora de habitar una Forma. Sabrá dónde acentuar y qué. Y esa Forma hablará y entonces la batalla ser hará visible.

Porque las artes marciales son, como dice Paloma, una lengua.

“Así como Chomsky buscó las reglas universales de la gramática, aplicables a cualquier lengua”, compara, “existen leyes universales para el combate, aplicables a cualquier estilo”.

Concentración.

Paciencia.

Sorpresa.

Explosión.

Dolor.

Estar afilado y mantenerse en estado de pregunta.

Para librar una batalla ideal y hacerla visible.

 

by Kike Ferrari

tiene 42 años. Es cinturón negro de Taekwon-do. Nació y vive en Buenos Aires. Ha publicado siete libros, entre novela, cuentos y ensayos. En marzo de 2015 estuvo en México en las ferias del libro de Nezahuacóyotl y Atzcapotzalco, invitado por la Brigada para Leer en Libertad, y en la Universidad de Toluca, presentando sus novela Que de lejos parecen moscas, elegida mejor primera novela de género negro del 2012 en la Semana y finalista de dos premios en Francia, y Punto ciego, co-escrita con Juan Mattio.

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