El encuentro

luna noche

 

 

(Sucedió cuando teníamos dieciséis años e íbamos al colegio. Una de esas mañanas con Cartier).

Cartier cierra la puerta de la casa y se cuelga la mochila al hombro.

(Uno de esos días nublados de invierno).

Llega tarde al colegio, pero no va apurado: esa mañana tiene clase de física.

Cartier no soporta a la profesora. Los días que tiene física, se toma antes un vaso de vodka. Se lo sirve en el baño y brinda frente al espejo. Después esconde la petaca en el botiquín, detrás del papel higiénico. Su madre rara vez mira ahí: su madre rara vez mira nada.

(Porque no había nada que mirar; porque todo era pobre, chato y vacío, porque los días se estiraban como una sustancia pegajosa y adentro de mí sólo había ese silencio hueco).

Cartier sube al colectivo. Se encuentra con su amigo Dupré, que está sentado en la última fila.

—Hola.

—Hola.

Dupré es el mejor amigo de Cartier.

Durante un rato ninguno de los dos habla. Cartier mira por la ventana con los ojos entornados porque hoy no tomó un vaso, sino dos: el sueño que tuvo durante la noche le trajo a la mente los peores recuerdos.

—El alcohol me relaja —dice Cartier después de un rato.

Dupré lo mira.

—Estás loco —se ríe con la voz ronca.

Dupré es el mayor admirador de Cartier. Cartier, el mayor admirador de Dupré.

En la puerta del colegio, Dupré toca el hombro de Cartier que se acaba de quedar dormido.

Cartier abre los ojos.

—Vamos —dice el otro.

Bajan del colectivo frotándose las manos. Afuera hace un frío seco y cortante. Los amigos avanzan encorvados.

Van hacia la entrada. Hacen todo el camino hasta el aula.

Como siempre, se sientan uno detrás del otro. Saludan con un gesto a los compañeros que van entrando.

(Y yo pensando en el sueño, con mi padre en la escalera; la cara demudada del día que se fue. Mi padre en la escalera con el gesto duro:)

Cinco minutos más tarde entra la profesora de física. Es una mujer arrugada y enérgica, con un pelo chato y escaso de un extraño color amarillo verdoso por el efecto de las tinturas.

Se pone los anteojos y mira a Cartier, que le sonríe estúpidamente desde el banco.

(Siempre esa cara de idiota, los ojos perdidos. El peor alumno de la clase, la desgracia de todos los profesores).

Se odian. Sólo que Cartier está demasiado borracho como para decir nada en ese momento.

Como de costumbre, pasa la primera hora de clase dormido y la segunda mareado.

A las diez de la mañana la profesora se saca los anteojos, recoge las carpetas y le dirige a Cartier una última mirada recelosa.

Hace tiempo que Cartier asiste a las clases como ausente, pero ella permanece a la defensiva.

(Porque nunca se sabía cómo podían llegar a reaccionar todos esos chicos que eran como animales, como bestias en una jaula de cuatro paredes).

Intuye que Cartier toma algo desde hace tiempo, pero en el fondo lo agradece. Todavía recuerda los primeros meses del año (las discusiones absurdas e imposibles, Cartier vaya a hablar con el rector, Cartier se lo digo por última vez; si no me hubiera jubilado al año siguiente me hubiera muerto).

Después del timbre del recreo, en el aula sólo quedan Cartier y Dupré.

A Cartier se le acaba de pasar el efecto del alcohol.

—Vámonos —dice.

—Adónde —pregunta Dupré.

—Adonde sea.

En dos minutos los amigos recogen las cosas y salen del edificio.

La ciudad es una aglomeración de casas y cemento. La zona que rodea al colegio sólo tiene edificios altos y espaciados, ennegrecidos por la contaminación.

Cartier y Dupré atraviesan el jardín donde sólo hay tilos de ramas peladas. Siguen caminando y pasan sin dificultades por la reja abierta.

—Qué insoportable es esta mina —dice Cartier.

—Yo creo que le gustás a la vieja.

Cartier se ríe.

—Te la podrías coger.

—Qué asco.

—¿Te la imaginás cogiendo? —pregunta Dupré.

Se ríen. Cruzan la calle corriendo, con el semáforo en verde. Cartier escucha las bocinas como de lejos. Empieza a estar nervioso.

La razón principal por la que Cartier toma es la necesidad de tranquilizarse.

(Era esa euforia, esa necesidad constante de hacer algo, de tener que ir siempre a otro lado. No estar bien nunca en ningún lugar: eso era).

Cartier y Dupré caminan hasta un banco en una plaza en medio de los edificios. Dos nenes de unos cuatro o cinco años juegan en los toboganes, bajo la mirada atenta de las madres.

Sacan una caja de cigarrillos. Encienden uno cada uno. Durante un rato no tienen nada que decirse. Cartier tose. Vuelve a fumar. Vuelve a toser. Finalmente apaga el cigarrillo contra el cemento del banco.

Mira el suelo de piedras diminutas.

—Tengo una idea —dice.

—Qué.

—Vámonos de viaje. Lejos. Desaparezcamos.

Dupré se ríe.

—De verdad que estás loco.

—Lo digo en serio.

Cartier levanta la vista hacia los edificios. Ve el cielo nublado y las antenas de televisión en las terrazas. Se frota una mano contra la otra.

—De dónde sacamos la guita.

—Yo sé de dónde —responde Cartier.

(Y se me ocurrió aquella idea ridícula de ir a ver a mi padre).

 

(Y se le ocurrió aquella idea espantosa de ir a ver a su padre).

Se para. Dupré lo sigue. Los dos empiezan a caminar con rumbo incierto. Unos metros más adelante se detienen en la parada del colectivo.

—Mirá el que nos lleve a Villa Nueva —dice Cartier.

—Para qué.

—Vos mirá.

(Villa Nueva adonde mi padre se fue a vivir después del divorcio).

(Yo iba y me sentaba horas en la puerta para verlo entrar, para verla entrar a ella e insultarla. Miraba si estaba su auto. No era capaz de entender cómo había podido arruinar veinte años en un solo gesto, dejarme sola en esa cama gigante donde nunca encontraba la posición).

—Podemos ir a la costa, tomar un barco.

—De dónde vamos a sacar la guita —insiste Dupré.

—Se la vamos a pedir a mi viejo.

(Yo con esa necesidad, esa euforia de salir corriendo detrás de los pájaros, o avenida abajo, o ver la sangre de las liebres como cuando íbamos a cazar con él, con mi padre, cuando yo tenía diez años).

Dupré no pregunta. Llega el colectivo y se suben. A través del vidrio miran la extensión de la avenida.

No hablan.

Dupré está nervioso.

Avanzan a lo largo de la avenida. Pasan las fábricas y las villas miseria. Mendigos y chicos semidesnudos están parados en las veredas de tierra. Dupré cree ver piedras y palos en sus manos. Cartier está mirando al otro lado y sólo ve terrenos baldíos.

Unos metros más allá empieza el barrio residencial.

—Nos bajamos acá —dice Cartier.

Dupré se levanta. Tocan el timbre y salen.

Una vez abajo, Dupré se anima a preguntar.

—Pensaba que no lo veías a tu viejo —dice.

—No —responde Cartier.

Avanzan por la calle delante de casas iguales, de arbustos de hojas iguales recortados de la misma forma prolija, de ventanas con macetas idénticas sembradas de flores amarillas.

Dupré quiere irse, volver atrás. Tiene un presentimiento horrible, pero no se anima a decirle nada a Cartier.

(Era como si fuera a pasar algo malo. Hasta pareció que el cielo se ponía más negro).

Cartier se detiene frente a una de las puertas idénticas y toca el timbre. Espera. Nadie abre. Vuelve a tocar. Entonces aparece un hombre alto. Una gran panza le asoma por entre los pliegues de la bata a cuadros.

—Félix —dice.

Padre e hijo se miran como dos desconocidos. Cartier está a punto de extender la mano para saludarlo,

(como a un gerente, como a un director de un banco)

pero no lo hace.

(Me miraba con los ojos duros; mi hijo que no me había perdonado).

Dupré le toca el hombro.

—Te espero afuera.

Cartier lo arrastra hacia adentro:

—No.

Se sientan en el sillón.

—¿Un café? —pregunta el hombre.

Se toca el pelo escaso tratando de ponerlo en orden. Hace esfuerzos por taparse las piernas flacas con la bata a cuadros.

(Y ese era mi padre. Un hombre triste, con cara de anciano y unas piernas como de palo, con la boca fina y estirada y el rictus hacia abajo).

—¿Estás solo? —pregunta Cartier.

—Está Pablo —dice el hombre.

(Porque Mabel ya no estaba nunca, porque todo en mi vida había salido errado).

Cartier lo mira confuso. Le cuesta unos segundos recordar que tiene un hermano. Entonces, por un momento, se siente indefenso, herido. La sola existencia del chico que duerme en alguna de las habitaciones de la casa le resulta ofensiva.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta el hombre

Cartier levanta la cabeza.

—¿Qué?

—Digo que qué estás haciendo —repite el hombre—. ¿No estás estudiando?

 

—Sí. Como siempre.

El hombre sabe que su hijo debería estar en el colegio en ese momento, pero no dice nada.

Cartier va recuperando el dominio de la situación. Los ojos se le ponen rígidos, duros como dos bolas negras incrustadas en la piel clara.

Entonces, por fin, habla:

—Necesito plata.

El hombre lo mira.

—¿No alcanza lo que le doy a tu madre? —pregunta tímidamente.

—A mí nunca me das nada —dice Cartier.

Dupré se sorprende de la enorme frialdad de su amigo. Le gustaría correr. Irse.

El hombre sigue sentado. Se defiende. Cartier sabe que sólo tiene que quedarse ahí quieto para que ceda. Sabe que no tiene que hacer nada más.

Se recuesta en el sillón y espera. Dupré pide saber dónde está el baño. El hombre se lo dice.

El hombre y el chico se quedan solos.

En el living, en el silencio, se escucha el tic-tac de un reloj.

Cartier espera. Tiene los ojos turbios, pero lo ve todo con una claridad asombrosa.

(Vi que mi padre me tenía miedo. Vi que estaba solo; intuí que no era feliz. Por un momento lo vi todo como ahora lo veo en la distancia. Me fue dado el don supremo de la comprensión. Entonces él se levantó).

Entonces el hombre se levanta. Desaparece detrás de una puerta. Dupré vuelve del baño. Ninguno de los dos habla.

Cartier mira alrededor como si no viera. No quiere tocar ni uno solo de los objetos de la casa. No quiere recordar después.

(Pero recordé. Recordé la lámpara y la mesa de tres patas, la alfombra árabe, así como recordé esas piernas como de palo y el rictus de la boca hacia abajo).

El hombre vuelve. Trae unos billetes en la mano. Se los da a Cartier, que los guarda sin mirarlos. Se queda expectante.

Cartier entiende que tiene miedo de que el hijo se despierte, que al darle los billetes supone que se irá rápido. No quiere entender nada más.

Cuando Cartier acepta el dinero de las manos del padre, sabe que ya no volverá a verlo nunca.

(Porque lo hubiera respetado sólo si me hubiera negado hasta el último centavo; porque nunca le perdoné que aceptara el chantaje).

Ahora toca el hombro de Dupré y salen sin decir palabra, sin haberse dirigido ni siquiera una última mirada.

Caminan en silencio, tristes, vencidos.

(Porque la victoria que obtuve fue únicamente una forma de la derrota).

Van pateando latas y piedras hasta la parada del colectivo. Se sientan.

—No sabía que tenías un hermano —dice Dupré.

Cartier no le responde. Está contando el dinero, los quinientos dólares que el padre le acaba de dar. Después separa la mitad y se la ofrece a Dupré.

—¿Por qué? —pregunta Dupré.

—Es justo —dice Cartier.

Llega el colectivo. Ambos se suben y vuelven sin hablar. Pasan la villa miseria; entran de nuevo en el barrio de edificios grises. Sólo cuando están a punto de llegar a la puerta del colegio, Dupré pregunta:

—¿Adónde vamos?

—A cualquier lado —dice Cartier.

De pronto ya no tiene ganas de viajar. Solamente quiere llorar tirado en la cama.

Tocan el timbre del colectivo. Cartier se baja primero y Dupré lo sigue.

El cambio de espacio y la caminata les hace olvidarse un poco del barrio residencial, del hombre, de las villas miseria y de los terrenos baldíos. Pero no consigue borrar la sensación de malestar.

Ninguno de los dos quiere volver a su casa.

Se está haciendo de noche y van caminando con rumbo a ningún lugar. Cartier parece ciego mientras avanza por las calles donde empiezan a encenderse las luces. En el aire flota una humedad que lo deja todo brillante, vidrioso.

—¿Adónde vamos? —pregunta Dupré.

—No sé —dice Cartier.

(Todo parecía equivocado. Las calles tenían un aspecto vacío y deprimente).

Dupré saca los cigarrillos y fuma uno. Se lo pasa a Cartier.

—Ya es de noche —dice él.

—Hace frío —dice Dupré.

Caminan hasta un parque cercano y se sientan en uno de los bancos de piedra. Encienden los cigarrillos. Fuman.

Cartier piensa en el dinero que tiene metido en el bolsillo.

Hay un atardecer sin colores, que es sólo un oscurecimiento paulatino y sin matices.

Cartier piensa en su casa. Le gustaría colarse silenciosamente por la ventana. Alcanzar la cama. Masturbarse. Llorar.

Dupré no piensa en nada. Está callado. Tiene los ojos brillantes y las articulaciones entumecidas por el frío y la humedad.

Una mujer renga pasa a su lado y les pide un cigarrillo. Cartier se lo da. Se lo enciende. La mujer lleva una manta agujereada bajo el brazo y tiene puesto un tapado viejo, gastado en los codos y en los puños.

Se aleja caminando lento, con el cigarrillo entre los labios.

Cartier y Dupré se miran. Ninguno de los dos hace un gesto para moverse. Por entre las construcciones, en el cielo negro, aparece el perfil blanco de la luna.

by Mercedes Álvarez

nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años y entre 1998 y 2006 residió en España. Es autora de Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010) e Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013). Recientemente ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano con el relato "Grow a lover."

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