Desenterrando el pasado

El 7 de julio de 1989 hacía un calor bochornoso en el distrito de Toyama, en Tokio. La época de las lluvias, tsuyu, recién había terminado, dejando tras de sí un ambiente espeso. En el lugar donde se hallaba el antiguo edificio gubernamental del Ministerio de Salud estaban excavando un profundo hoyo destinado a albergar el nuevo Centro Nacional de Investigación para la Higiene y la Prevención de Enfermedades. Los trabajadores se afanaban bajo un sol que relucía en sus frentes. La pala mecánica se hundía en las profundidades de la tierra, arañando la roca cada vez que extraía un montón de tierra. Algo pálido brilló entre la tierra. Al principio, parecía que se trataba de unos trozos de cerámica. Al examinarlos más de cerca, los trabajadores se dieron cuenta de que eran huesos humanos.

Veinticinco años después, sigue sin conocerse a quiénes corresponden.

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Una de las víctimas de la Unidad 731. Fuente: Wikicommons Images

En el interior de una ciudad famosa por sus rascacielos y sus luces de neón, Toyama supone un pequeño reducto de sosiego en mitad de la jungla urbana. Situada en el corazón de Tokio, a solamente treinta minutos a pie de la estación ferroviaria más ajetreada del mundo, Shinjuku, delimita con el tráfico de la calle Meiji en un extremo y la prestigiosa Universidad de Waseda en el otro. En medio hay viviendas, varias escuelas, una biblioteca pública, un templo budista, el Centro Nacional de Salud Global y Medicina, y un parque espacioso y arbolado. Hace cientos de años ocupaba el lugar un frondoso jardín que mandó construir un señor feudal. Hoy en día, una media docena de torres para vivienda pública circundan los confines del parque.

Al igual que la mayoría del Japón metropolitano, Toyama está plagado de contradicciones. Es un sitio donde cohabitan los indigentes y la clase media alta. En este barrio se encuentra un viejo templo sintoísta consagrado a los dioses de la guerra, a muy corta distancia del cual se halla el Museo de las Mujeres sobre la Guerra y la Paz, comprometido con la denuncia de la violencia y la facilitación de la justicia para sus víctimas.

Mi primera visita a Toyama fue el 1 de marzo de 2013. La hierba tenía un color rojizo y las hojas secas cubrían la tierra, aunque en ocasiones podían adivinarse minúsculos brotes verdes en las ramas de los árboles. Las madres cruzaban el parque empujando los cochecitos de sus niños y subían las callejuelas adyacentes pobladas de viviendas. De vez en cuando se oía el crujido de una puerta, o el murmullo de una televisión detrás de ella.

Esta imagen idílica de la vida suburbana está muy lejos de la antigua identidad de Toyama como centro  de operaciones militares durante la guerra en Asia y el Pacífico. Hace setenta años, este vecindario acogía un regimiento de caballería, la Academia Militar de Toyama, y el Colegio Médico del Ejército en Tokio. Este último lo componían una serie de edificios dentro de un recinto vallado de alta seguridad, en el que las élites médicas del Ejército Imperial, académicos y políticos se reunían con el objeto de compartir los resultados de sus investigaciones y mantener conversaciones secretas acerca de la expansión de Japón en el este de Asia.

Quedan pocos restos de ese pasado. Cuando Japón perdió la guerra, los edificios quedaron abandonados, y muchos de ellos fueron finalmente demolidos. La única estructura que queda en pie es un edificio de piedra que en su tiempo fue sala de reuniones de la Academia Militar de Toyama. Hoy es el sótano de la Iglesia Unida de Cristo.

Este inusual pasado bien pudiera haber quedado relativamente oculto si no fuera por el hallazgo accidental de aquellos huesos en 1989. La noticia del descubrimiento de al menos treinta y cinco cráneos humanos dio lugar a la especulación. Algunos se preguntaban si eran las víctimas de asesinatos no resueltos, mientras que otros pensaban que sus muertes fueron consecuencia de los ataques ocurridos en la guerra o en el gran sismo de Kanto en 1923. Keiichi Tsuneishi, catedrático de historia de la Universidad de Kanagawa, fue uno de los primeros en sugerir conexiones con el programa encubierto de armas biológicas japonés durante la Segunda Guerra Mundial. Tsuneishi, cuya primera obra sobre este tema se publicó en 1981, sabía de la existencia de un departamento especial, conocido como el Laboratorio de Investigación para la Prevención de Epidemias situado en el interior del Colegio Médico del Ejército. No tardó en establecer vínculos con la Unidad 731, el equipo secreto del Colegio Médico del Ejército que desarrolló armas biológicas y experimentó con seres humanos vivos, comenzando en 1932 en la colonia japonesa de Manchuria, y más tarde en Guangzhou, Beijing y Singapur. La unidad realizaba pruebas en torno a la peste bubónica, ántrax, cólera, tifus, viruela,  botulismo y gases tóxicos. Las víctimas infectadas eran sometidas a vivisección con el fin de observar el progreso de la enfermedad – a veces sin anestesia. A los pacientes se les daba el apelativo de ‘maruta’, o ‘troncos’, en un principio una broma debida a que el recinto de la Unidad 731 estaba disimulado en forma de un aserradero, y luego el término perduró. Las víctimas eran disidentes políticos, delincuentes comunes, y en ocasiones campesinos pobres. Comprendían a ancianos, niños pequeños y mujeres embarazadas.

Edificio que albergó a la Unidad 731 en Harbin, Manchuria

Edificio que albergó a la Unidad 731 en Harbin, Manchuria. Fuente: Wikicommons Images

Solamente en los experimentos realizados en el recinto de la Unidad 731 fueron muertas cerca de tres mil personas. Las fuerzas japonesas también depositaron trigo, arroz y algodón pulgas infectadas con esas enfermedades cerca de comunidades, y provocaron brotes de fiebre tifoidea y cólera en los pueblos a través de sus pozos de agua. Se calcula que el número total de muertes como consecuencia de la propagación de enfermedades se halla entre 250.000 y 300.000.

En tanto que hija de una inmigrante de origen japonés, hace ya mucho tiempo que me atraen las historias de Japón. En cierto modo, desentrañar el misterio de los huesos es un intento por mi parte de descifrar una cultura que me es a un tiempo familiar y desconocida. Aunque he vivido en Japón varias veces desde mi niñez, siempre he sido una forastera. Hacerles frente a los silencios de Japón es para mí un modo de reconstituir mi patrimonio cultural. De modo que me fui a Japón a conocer a los guardianes no oficiales de los huesos, ciudadanos preocupados que no tienen ninguna conexión directa con los restos, pero que se han propuesto ver que se haga justicia.

Dos hombres de pelo canoso me estaban esperando mientras yo me acercaba a la salida norte de la estación de JR Okubo. Yasushi Torii y Shigeo Nasu han dedicado gran parte de las dos últimas décadas a revelar las atrocidades cometidas por Japón en la época de la guerra y a ayudar a sus víctimas. Torii, profesor de biología de secundaria que ronda los cincuenta y cinco años, supo por primera de los huesos desenterrados mientras trabajaba como voluntario para una organización dedicada a los cuidados de los discapacitados en Shinjuku. Uno de sus colegas, Noboru Watanabe, le contó que se suponía que los restos humanos desenterrados cerca de su apartamento en Toyama estaban relacionados con el programa de armas biológicas. En 1991, Watanabe se unió a un grupo de ciudadanos que realizaron un viaje a China para hacer más averiguaciones sobre el programa. Allí conocieron a las familias de víctimas de la Unidad 731 y asistieron a una exposición en torno a la unidad. Al año siguiente regresó, y en esa ocasión le acompañaba Torii. “Por aquel entonces, en realidad no sabía nada de los huesos, me limitaba a seguir a los otros,” me dijo Torii. “De hecho, esa fue mi primer viaje al extranjero. Naturalmente, después de escuchar las voces de la gente local, me quedé pasmado. En ese mismo momento decidí que iba a involucrarme de forma activa.” Torii es ahora presidente de la Asociación de Demanda de una Investigación de los Restos Humanos Encontrados en el Solar del Antiguo Colegio Médico del Ejército, un grupo formado por ciudadanos que fundó su amigo Watanabe junto con varias otras personas. “El principal objetivo del grupo es devolver los huesos a sus familias; o, si no puede determinarse cuál es su familia, al menos devolverlos a su país natal.” Desde 1996 la asociación viene realizando visitas a pie guiadas para que el público visite los lugares relacionados con el pasado secreto de Japón en la guerra. La visita normalmente tiene lugar a principios de abril, mientras los cerezos están en flor, pero Torii y Nasu se avinieron a guiarme durante mi breve viaje a Tokio en la antesala de la primavera.

Yasushi Torii

Yasushi Torii. ©Christine Piper

Nasu es miembro del Centro para las Víctimas de las Armas Biológicas, una organización que hace campaña por el reconocimiento, disculpa y compensación por parte del gobierno japonés. El grupo busca además educar a la gente y sacar a la luz otros pormenores del programa de armas biológicas de Japón, como por ejemplo el uso de gas tóxico. Ya jubilado, Nasu se encontraba trabajando de guardia de seguridad en un hospital cuando se enteró de la reclamación de compensación interpuesta por las familias de las víctimas de la Unidad 731 ante el juzgado de distrito de Tokio. “Trabajaba en el turno de noche, y tenía mucho tiempo durante el día, así que me decidí a prestarles mi apoyo,” me comentó Nasu. “Por poco que uno averigüe de esta guerra, una vez lo sabes, te obliga a querer involucrarte y a hacer algo al respecto.”

Soplaba una leve brisa mientras Torii, Nasu y yo emprendíamos el camino desde la estación de Okubo. Nuestro destino final era el Centro Nacional de Investigación para la Higiene y la Prevención de Enfermedades en Toyama, donde en la actualidad reposan los huesos en el interior de un monumento de granito. Bien pronto, Torii adoptó el papel de líder e iba señalando los lugares de interés. Nasu se quedaba detrás, rezagado respecto a nuestro pequeño grupo, a menudo separándose de nosotros para inspeccionar esto o aquello. En la calle principal de Okubo, que alberga el animado barrio coreano, resplandecían débilmente bajo la luz matinal los carteles de publicidad de barbacoas coreanas y de salones de masaje. Nos detuvimos delante de una funeraria japonesa de aspecto más bien ordinario. El escaparate exhibía tres altares de madera con doble puerta, abiertas para revelar en su interior figuritas del Buda. Mi abuelo solía tener un altar justo como éste en su casa, en las afueras de Tokio.

Funeraria de Shinjuku. ©Chistine Piper

Torii hizo un gesto en dirección a la funeraria. “Este es el sitio adonde traen a los que mueren en el distrito de Shinjuku sin identificar. En 1989, después de que encontraran los huesos, los guardaron aquí, en el sótano, hasta marzo de 2002, cuando los enterraron en el interior del monumento.”

La historia de estos huesos es una historia que viene de lejos. Aun hoy, veinticinco años después de que fueran descubiertos, sigue sin estar resuelta. Los motivos son complejos: la acumulación de varias causas y recursos judiciales, además de las demoras burocráticas habituales y una extraordinaria falta de cooperación institucional. Tras el descubrimiento de los restos, la policía los investigó y descubrió que pertenecían a hombres y mujeres que habían muerto al menos veinte años antes, y que no había prueba alguna de violencia en sus muertes. Su conclusión fue que, incluso si los muertos hubieran sido víctimas de un delito, llevaban más de quince años enterrados, de modo tal delito había prescrito. La policía abandonó el caso y el interés del público decayó. El Ministerio de Salud y el Bienestar, en cuyos terrenos se encontraron los restos, insistió en que fueran incinerados, tal como es la costumbre en Japón. Con ello, el incómodo descubrimiento habría quedado finalmente despachado. Pero el gobierno local del distrito de Shinjuku se negó a olvidarse del asunto, y una y otra vez pidió al ministerio que se pusiera en marcha una investigación exhaustiva. En todas las ocasiones le fue denegada. “No tenemos obligación alguna de investigar esto por el mero hecho de que seamos los propietarios de los terrenos,” dijo el funcionario ministerial Nobuhisa Inoue. En un inusual acto de desafío, el entonces alcalde de Shinjuku, Katsutada Yamamoto, puso en marcha una investigación independiente empleando fondos municipales. Se puso en contacto con el eminente antropólogo físico Hajime Sakura, director de investigación humana en el Mueso nacional de las Ciencias.

“Al Profesor Sakura realmente le interesó el tema, pero el jefe del museo se lo denegó, arguyendo que estaba fuera del ámbito del museo. Mas no estoy seguro de que fuera ésa la razón,” me explicó Torii, insinuando que había otras fuerzas en liza. Siguiendo el consejo de la asociación por los Restos Humanos, el distrito de Shinjuku se puso entonces en contacto con especialistas en la Escuela de Medicina de la Universidad de Jikei en Tokio y la Escuela de Medicina de la Universidad de St Marianna en Kanagawa. “En ambos casos, las personas estaban dispuestas a hacerlo a título individual, pero las universidades se negaban.”

Parecía que fuera adonde fueran, les respondían con silencio.

Unos días antes, en un lluvioso día de invierno, conocí a Kazuyuki Kawamura, antiguo concejal del ayuntamiento de Shinjuku. Diluviaba. La lluvia me había empapado la chaqueta y podía sentirla fría sobre la piel, mientras me dirigía a su lugar de trabajo en Shinjuku. Kawamura me recibió con una sonrisa. Su despacho estaba ceñido por estantes en los que se apilaban libros, carpetas y cajas de cartón. En el centro de la habitación, unos pupitres soportaban el peso de los papeles.

Aunque los vestíbulos de los edificios comerciales en Japón son invariablemente austeros y limpios, casi todas las oficinas que he visitado me han parecido espacios desaliñados, en aparente contradicción con el Japón de las ceremonias del té cuidadosamente controladas y del diseño minimalista. Los hogares reflejan una divergencia similar: la sala de estar, donde se recibe a los invitados, es un lugar ordenado y estéticamente armonioso, mientras que el resto de la casa con frecuencia es caótico. Ese pulcro exterior frente al desordenado interior señala la dicotomía que es esencia de la cultura japonesa: el conflicto entre honne (los sentimientos y deseos personales) y tatemae (la fachada al público).

Mientras nos acomodábamos entre el revoltijo de escritorios, Kawamura describió la tensión en la oficina municipal cuando los funcionarios deliberaban sobre qué hacer respecto al “problemático” hallazgo. Aunque creían que el ministerio debía gestionar el lugar, la negativa ministerial a realizar una investigación les removía en la conciencia. El ayuntamiento de Shinjuku finalmente anunció que llevaría a cabo una investigación independiente, decisión que Kawamura describió como “muy valiente”.

La opción preferida del municipio de Shinjuku para analizar los restos, el antropólogo Hajime Sakura, finalmente se avino a colaborar en el proyecto, pero solamente después de jubilarse del Museo Nacional de las Ciencias. Realizó sus investigaciones en el sótano de la funeraria de Okubo, donde estaban almacenados los huesos. En abril de 1992 informó de sus hallazgos: además de los 35 cráneos fácilmente reconocibles, había 132 fragmentos craneales, 30 columnas vertebrales, 6 huesos torácicos, 13 fémures y 17 huesos cervicales, procedentes de al menos 62 personas, o posiblemente más de 100. Los restos eran de hombres y mujeres de raza mongoloide, que habían muerto entre varias decenas o casi cien años antes. Más de diez cráneos tenían agujeros de bala o de taladro, y cortes causados por “quizás espadas japonesas” realizados después de su muerte. También halló pruebas de cirugía experimental o de prácticas quirúrgicas, puesto que la mayoría de los cráneos tenían marcas de bisturí o de sierra, pero no pudo probar un vínculo definitivo con la Unidad 731, puesto que los huesos no mostraban señales específicas de enfermedades.

Tras el informe de Sakura, el Ministerio de Salud y Bienestar acordó poner en marcha una investigación para establecer el origen de los huesos. Empezaron a realizar entrevistas y presentar cuestionarios entre los antiguos empleados del Colegio Médico del Ejército. Pero entonces el distrito de Shinjuku dio un giro de 180º y anunció su deseo de querer incinerar los huesos. Su nuevo alcalde, Takashi Onda, creía que, dado que no se había podido hallar un vínculo concluyente con la Unidad 731, y puesto que no había nadie que reclamara los restos, debían ser incinerados conforme a lo dispuesto por la ley – medida a la que se opuso Kawamura. “Al incinerar los huesos, íbamos a perder las pruebas – y eso era lo que más temíamos. En aquel momento me di cuenta de que necesitábamos una especie de movimiento popular.” En 1997 formó el grupo Ciudadanos por la Investigación de las Cuestiones relacionadas con la II Guerra Mundial, el cual busca “verificar las víctimas de la guerra desde un punto de vista neutral”.

Al igual que muchas personas a las que entrevisté en Japón, Kawamura lleva mucho tiempo involucrado en la política comunitaria. Siendo estudiante universitario participó en las protestas contra la renovación del tratado de seguridad EE.UU.-Japón en 1970, exigiendo la retirada de las tropas estadounidenses de Okinawa. Se adhirió al partido socialista, y en 1979 fue elegido en el gobierno municipal de Shinjuku, en el que sirvió durante veinte años. Kawamura nació en 1952, unos cuantos años después de que su padre regresara de China, donde luchó durante la guerra. “Al empezar la guerra mi padre era maestro de inglés en una escuela para niñas. Tanto a él como a los demás maestros los alistaron para ir a la guerra en China. Fue, en cierto modo, un reclutamiento forzoso: no podían negarse.”

Me preguntaba si el pasado militar de su padre le había impelido a Kawamura a reclamar justicia para las víctimas de la guerra. Pero él me dijo que en realidad había sucedido todo lo contrario:

Porque me involucré en estos temas mientras estudiaba, decidí preguntarle a mi padre sobre su experiencia… él me habló de aquello. Ni siquiera quería ir a la guerra, pero le obligaron. Durante la instrucción en China, le ordenaron que empleara una bayoneta para matar a los chinos [como práctica].

Me quedé atónita. Ya había leído que los soldados japoneses practicaban la técnica de la bayoneta en los prisioneros chinos, pero oírlo en esos términos – el padre de alguien, quien hasta entonces había sido maestro de inglés en una escuela para niñas – me dejó helada. Intenté imaginarme que a uno de los profesores de mi escuela secundaria para niñas lo enviaban a la guerra y que tuviera que lancear a un prisionero indefenso. Al Sr. Hartley, o al tímido Sr. Lacey. Era imposible imaginárselo.

Al padre de Kawamura lo hicieron prisionero de guerra y condenado a tres años de trabajos forzados en una mina de carbón en la antigua Unión Soviética tras el final de la guerra. Murió no hace mucho, a la edad de noventa y dos años, seis meses antes de que el parlamento japonés promulgara una ley por la que se compensaba a los antiguos prisioneros de guerra internados en la Unión Soviética. Kawamura continuó hablando de su padre, pero yo no podía dejar de pensar en lo que sería estar por un instante cara a cara con otro ser humano para luego clavarle una bayoneta en el pecho. Intenté conducir a Kawamura de vuelta a lo que me había revelado anteriormente.

“¿Le afectó profundamente a su padre su experiencia en China?”

Kawamura consideró mi pregunta por un instante, y mientras se concentraba, el párpado izquierdo estaba entreabierto.

“No creo que le afectara tanto. Él hablaba de sus historias con bastante calma.”

Torii, Nasu y yo cruzamos la calle Meiji y entramos en las afueras de Toyama. Un sendero circundado por un seto verde nos condujo hasta el parque. Desde algún sitio a nuestra derecha el viento nos traía la cháchara de unos escolares. Noté un cambio en el ambiente al dejar atrás la matriz de cemento del Tokio urbano.

Nos detuvimos en una extensión polvorienta rodeada de arbustos bajos y algunos árboles. No se veía un alma.

“¿Ve usted ese árbol más alto?” Torii señalaba a un solitario zelkova en medio de aquella vasta superficie. “Es probable que allí estuviera el Laboratorio de Investigación para la Prevención de Epidemias.”

Shiro Ishii, el Mengele japonés. Fuente: Wikicommons Images

El laboratorio, ubicado en los terrenos del Colegio Médico del Ejército, era la base de Shiro Ishii en Tokio, y el centro neurálgico de su imperio de armas biológicas. Ishii lo estableció en 1932 como instalación para el desarrollo de armas biológicas. El acceso al laboratorio estaba restringido aunque el Colegio Médico del Ejército contaba con altas medidas de seguridad. Los experimentos iniciales de Ishii obtuvieron buenos resultados, pero no estaba certeza de que fueran a funcionar en el terreno, de modo que buscó realizar pruebas en humanos. Consciente de las limitaciones que entrañaba estar radicado en Japón, Ishii dirigió su atención a la nueva colonia japonesa de Manchuria en el norte de China, y en 1932 abrió su primera base en el extranjero en Harbin. Los historiadores, como por ejemplo Keiichi Tsuneishi, creían que los cuerpos de los sujetos sometidos a pruebas y asesinados eran enviados desde China al laboratorio en Tokio para realizar ulteriores análisis. Pero como el análisis de los restos realizado por Sakura no halló un nexo definitivo con la Unidad 731, y sin testigos que lo confirmaran, la conexión no dejaba de ser mera conjetura.

En 2001, el Ministerio de Salud y Bienestar publicó finalmente su informe sobre los restos encontrados, casi diez años después de anunciar que iba a emprender una investigación. Basándose en entrevistas y cuestionarios completados por 368 antiguos empleados, el ministerio estableció que el Colegio probablemente utilizaba los cadáveres con fines educativos. El informe contemplaba la posibilidad de que algunos de los cuerpos hubieran sido transportados desde zonas en guerra, aunque no daba razón alguna para ello. En lo que constituía una victoria para la Asociación para la Defensa de los Restos Humanos, el informe recomendaba que se conservaran los huesos en lugar de incinerarlos, mas en su conclusión decía que no estaban conectados con la Unidad 731 y que no había necesidad alguna de seguir investigando el asunto. En otro día lluvioso, el 27 de marzo de 2002, los restos humanos fueron finalmente trasladados desde la funeraria de Okubo y enterrados solemnemente bajo un repositorio de granito de un metro de altura, en los terrenos del Centro Nacional de Investigación para la Higiene y la Prevención de Enfermedades. “Se trata de restos humanos, no de un objeto cualquiera. Es pertinente rendirles un debido homenaje,” dijo Makoto Haraguchi, funcionario ministerial. Con el enterramiento de los huesos, sin duda alguna esperaba cerrar un difícil capítulo de la historia del ministerio.

La controversia podría haber menguado de no ser por Toyo Ishii, una mujer de 84 años (que no guarda relación alguna con Shiro Ishii). Ishii rondaba los veinte años cuando empezó a trabajar de enfermera en el departamento de cirugía oral del Colegio Médico del Ejército. Ishii rompió décadas de silencio al revelar que había recibido órdenes de eliminar cadáveres, órganos y huesos en las semanas finales de la guerra, conforme las fuerzas estadounidenses se acercaban. “Sacamos las muestras de los contenedores de vidrio y las arrojamos al hoyo,” escribió en una declaración que se hizo pública en junio de 2006. “Me dijeron que íbamos a meternos en problemas si los soldados estadounidenses nos preguntaban sobre los especímenes.” Ishii dijo que nunca estuvo involucrada ni supo de los experimentos realizados en humanos, pero que con frecuencia veía partes del cuerpo en recipientes de vidrio y cuerpos que flotaban en piscinas de formol en los tres depósitos de cadáveres del hospital. Identificó otras dos áreas cercanas al Colegio Médico en donde le ordenaron deshacerse de los cadáveres.

El testimonio de Ishii me impactó más que todo lo que había leído acerca de la Unidad 731. Me fascinaban esas fuerzas internas y externas que conspiran para mantener a alguien en silencio. Ishii comenzó a hablar de sus recuerdos de la guerra en 1998, cuando el distrito de Shinjuku emprendió la recopilación de testimonios de los crímenes de guerra. Después de que ella hablara sobre su trabajo en el Colegio, los miembros de la asociación por los Restos Humanos y el Ministro de Salud y Bienestar acordaron reunirse con ella. “No creo que Ishii tuviera en un principio la intención expresa de testificar. Incluso cuando se reunió con nosotros daba muestras de sentir cierta inquietud,” apuntó Torii. Ishii lamentaba la eliminación apresurada de los restos y quería que se creara algún monumento para ellos. Sintió cierta satisfacción cuando se construyó el monumento, y falleció en 2012.

Toyo Ishii no fue la única persona en testificar. Varias docenas de japoneses han compartido sus historias acerca de su participación en el programa japonés de armas biológicas. Como integrantes de una exposición itinerante sobre la Unidad 731 que Torii y Nasu ayudaron a organizar en 1993, muchos antiguos miembros de la Unidad hablaron por primera vez en público de su experiencia. Ken Yuasa habló en varios lugares de su época como joven médico del ejército en China. “Para mí no es fácil hablar de esto, pero es algo que debo confesar,” comenzó a decir, tal como se le cita en Unit 731 Testimony, de Hal Gold. “Lo que yo hice estaba mal. Es cierto que me vi obligado a hacerlo por el gobierno, pero eso no disminuye la magnitud de mi crimen.” Yuasa describió cómo realizó por vez primera una vivisección a un hombre, un campesino chino. Pese a la revulsión que sintió, la completó, explicando que siempre había sido la clase de persona que obedecía órdenes:

Si hacías un gesto de desagrado [al recibir la orden de realizar una vivisección], cuando volvías a casa te llamaban traidor o chaquetero. Si hubiese sido solo mi caso, podría haberlo tolerado; pero las miradas injuriosas iban dirigidas a padres y hermanos. Incluso si uno desprecia una acción, debe arrastrarla… Ese fue mi primer crimen. Después de aquello, fue fácil. Al final, había diseccionado a un total de catorce chinos.

La revelación de Toyo Ishii provocó que el Ministerio realizara excavaciones en 2011, cuyo propósito específico era el de encontrar más restos humanos sepultados. Mas tras una exhaustiva excavación que llevó meses, no se encontraron más restos – únicamente modelos de escayola y prótesis empleados en el hospital contiguo, símbolos inquietantes de las partes del cuerpo humano que los activistas esperaban encontrar.

Salimos del parque t nos dirigimos a un área abierta que rodea los apartamentos de vivienda pública de la parte alta de Toyama, donde solía vivir Noboru Watanabe, amigo y colega de Torii. Un cálido viento del sur se colaba entre los edificios y levantaba el polvo. Cerré los ojos y apreté el paso conforme avanzábamos contra el viento. Entonces Torii se paró delante de mí y señaló al cielo. “Haru ichiban.” La primera tormenta de la primavera.

A nuestra izquierda se alzaba el Centro Nacional de Salud Global y Medicina, un enorme complejo de múltiples plantas. Durante la guerra fue el Primer Hospital del Ejército Imperial. El personal del Colegio Médico del Ejército solía vivir al otro lado de la calle, pero quedaba poca evidencia de aquel pasado en los edificios y viviendas de cemento armado. Fue un área que recibió fuertes bombardeos hacia el final de la guerra, y la tormenta de fuego resultante destruyó la mayoría de los edificios y causó la muerte a al menos 100.000 civiles.

Por un momento, antes de encontrar nuestro objetivo, nos perdimos en las estrechas callejuelas que hay entre las casas y los bloques de apartamentos: el lugar donde una vez estuvo el apartamento de Shiro Ishii. Aunque sabía que el edificio original ya no estaba en pie, me decepcionó no detectar nada siniestro en la curvatura de la escalera y los ladrillos de color hueso en un bloque de pocas plantas.

Shiro Ishii, a quien bautizaron como el Josef Mengele de Japón, fue el cerebro del programa japonés de armas biológicas. Nació en la prefectura de Chiba, a unas dos horas del centro de Tokio, en el seno de una familia rica e influyente que ejercía una suerte de dominio feudal sobre la localidad. Años después eso le resultaría útil, puesto que Ishii eligió a dedo a muchos de los empleados del Laboratorio de Investigación para la Prevención de Epidemias y otras unidades de entre la población de su ciudad natal, consciente de que no podían rehusar sus órdenes ni hablar en su contra por la lealtad  debida a su familia. Desde una temprana edad, Ishii esperaba poder servir a su país como militar. En 1920, menos de un mes después de terminar su licenciatura médica, se alistó en el Ejército Imperial y se convirtió en acérrimo partidario de la facción ultranacionalista.

Ishii fue un alumno aventajado, dotado de una extraordinaria memoria y una energía casi sobrehumana. Sin embargo, su brillo indiscutible consistía en su astucia política. Adulador de sus superiores y dominante con sus subordinados, Ishii era un experto a la hora de manipular a los demás en beneficio propio.

En 1927, Ishii leyó un informe que de inmediato despertó su interés. Trataba del Protocolo de Ginebra de 1925, por el se prohibía el uso de armas químicas. Si estaban prohibidas, razonó, será porque son poderosas, y así comenzó su interés por la investigación de las armas biológicas, que duraría toda su vida. Ishii presionó para que los militares realizaran investigaciones de armas biológicas, pero no sería hasta 1930 que los caudillos militares y el ambiente político se mostraran receptivos a sus solicitudes. Ese año fue nombrado catedrático de inmunología en el Colegio Médico del Ejército en Tokio, y fue ascendido al rango militar de mayor, iniciándose así su rápida promoción.

Ishii era considerado un excéntrico pero también una eminencia. Aunque tenía sus detractores, como el cirujano del ejército General Hiroshi Kambayashi, que lo etiquetó como ‘fanfarrón ambicioso’, sus opositores eran la minoría. En medio del fervor nacionalista de la nueva década, Ishii pudo convencer a sus superiores de que las armas biológicas eran el futuro. En 1932, el decano del Colegio Médico, Chikahiko Koizumi, reservó fondos y terrenos para construir un edificio que utilizara Ishii. Desde allí, Ishii expandió sus operaciones de armas biológicas a Manchuria, y luego a otras partes de China y a Singapur.

En su artículo «Japanese Pacifism: Problematic Memory» [El pacifismo japonés: una memoria problemática], Mikyoung Kim explora la naturaleza conflictiva de la memoria colectiva de Japón en la posguerra, enmarañada como está con las múltiples identidades de Japón: agresor en la región de Asia-Pacífico, víctima del bombardeo nuclear, y paladín del pacifismo de la posguerra. Haciendo referencia a las ideas del psicólogo Hayao Kawai y el sociólogo Takeshi Ishida, Kim cita el “centro vacío” que es aspecto fundamental de la mentalidad y la cultura japonesas como razón de la sensación de ambigüedad moral japonesa respecto a su pasado en la guerra:

El centro vacío, afirma Ishida, personifica una lógica situacional para la evitación de conflictos, no necesariamente para su resolución. El resultado final es una pacificación temporal, no una reconciliación permanente… Porque en la mentalidad japonesa los principios estéticos gozan de mayor prioridad que las aspiraciones morales… las tensiones suscitadas por las dicotomías culturales de tatemae-honne (la fachada frente a sentimientos interiores de honestidad) y omote-ura (capas visibles del ser frente a las ocultas) quedan atenuadas. En términos de la topografía mental de Kawai e Ishida, esto se debe a que quedan resueltos [sic] del centro vacuo que filtra los sentimientos moralistas. Por lo tanto, los japoneses tienden a realizar actos que sean situacionalmente adecuados alejados de los sentimientos auténticos… A medida que el centro vacío filtra las participaciones desagradables con los propios pecados, los recuerdos difíciles inutilizan el pasado.

A Japón se le ha acusado reiteradamente de una ‘amnesia histórica’ en relación con su agresión en la guerra, debido a la renuencia del gobierno a pedir oficialmente disculpas a las víctimas, y también a causa de las controversias que rodearon a varios libros de texto de historia desde la década de los 50 hasta hoy, controversias por las que libros de texto aprobados por el ministerio se censuraban o revisaban con el fin de minimizar la agresión japonesa en Asia. Pero ciertas tendencias en la población japonesa se contraponen a  esta idea del olvido deliberado. Un libro de Seiichi Morimura que trata de la Unidad 731, Akuma No Hoshoku (La gula del diablo, 1981), vendió un millón y medio de ejemplares en Japón y puso de pronto el programa de armas biológicas de Japón en la conciencia colectiva. De julio de 1993 a diciembre de 1994, la exposición sobre la Unidad 731 organizada por Torii, Nasu y otros visitó 61 lugares distintos de Japón, captando a más de 250.000 visitantes. Su popularidad indica que los japoneses no padecen amnesia, sino que de hecho están profundamente comprometidos con su pasado bélico.

La tendencia a la desvalorización y ocultación de las pasadas atrocidades que se dio en la posguerra, junto con la más reciente corriente hacia una mayor revelación y aprendizaje del conflictivo pasado de Japón reflejan un cisma en su sociedad. En Japan’s Contested War Memories (La refutación de la memoria bélica en Japón, 2007), el experto en medios de comunicación Philip Seaton defiende una visión pluralista, que acentúe la diversidad de las memorias bélicas que son refutadas en Japón:

La expresión ‘grietas en la memoria’ simboliza las profundas divisiones bajo la superficie… Existe una ruptura, por un lado, entre los japoneses liberales (los ‘progresistas’, shinpoha), que consideran la disculpa y la expiación del pasado como el mejor modo de restaurar el amor propio y la confianza internacional; y por otro lado, los conservadores, que ven en una versión positiva de la historia y la conmemoración del sacrificio de la guerra la mejor forma de lograr un orgullo nacional.

Mi segunda visita a Tokio para investigar los restos humanos fue en mayo de 2013, cuando la ciudad disfrutaba de la plena vitalidad de la primavera. La vegetación de los parques crecía con un brío que rozaba la violencia. Bajo el fuerte sol de mayo los escolares perdían el tiempo camino de sus casas. Los colores monocromos y el fuerte viento de dos meses antes habían desaparecido. Tokio era un lugar diferente; la ciudad daba una sensación completamente nueva.

Sin el letargo invernal en los alrededores, fui a conocer a Norio Minami, el abogado contratado en la causa que buscaba detener la incineración de los huesos. Su despacho estaba a poca distancia de Shinjuku Gyoen, el acicalado parque de pulcros jardines de estilo japonés y europeo que en un tiempo fueron dominios de un señor feudal.

El abogado Norio Minami. ©Christine Piper

Era el primer abogado de derechos humanos que conocía, y Minami no era como yo me lo había esperado. Me había imaginado a alguien hosco, vestido con una cazadora, cansado de las vicisitudes de la vida. Con una cabellera abundante y ondulada y vestido con un elegante traje azul marino, Minami tenía más el aspecto de un compositor clásico. A lo largo de las dos horas que pasamos hablando, Minami se mostró sincero y cortés en todo momento.

Nos sentamos en un recinto separado en el interior de su despacho; Minami me explicó que se había involucrado en el caso de los restos humanos debido a su interés por el movimiento del activismo civil. Sus contactos le hicieron partícipe de la iniciativa de un grupo de ciudadanos encabezados por Tsuneishi y entre cuyos miembros se hallaba Torii. En Japón, los gobiernos municipales están por ley obligados a incinerar los cuerpos no identificados, y este grupo deseaba emprender acciones legales para impedir ese resultado: “Desde el principio supe que no ganaríamos el caso… Pero al plantear la cuestión pensamos que podíamos atraer la atención pública y concienciar a la gente del hecho de había muchos huesos humanos encontrados que seguían sin haber sido identificados… y así, detener la incineración.”

Minami, que tiene 59 años, se puso en contacto con antiguos miembros de la Unidad 731 con el fin de recoger pruebas para el caso. Una de las personas que se pusieron en contacto con él fue un Sr. Okada (un nombre ficticio), quien tuvo un papel administrativo dentro del Laboratorio de Investigación para la Prevención de Epidemias. En los años de la posguerra, Okada se había involucrado en los movimientos por la paz, la democracia y contra la energía nuclear, y por eso cooperó en un principio con Minami. En las primeras reuniones Okada habló de los experimentos con bacterias y ratas realizados por la Unidad, pero no dijo nada de experimentos con seres humanos. No fue hasta la tercera o la cuarta entrevista que Okada reveló que había estado implicado en experimentos con humanos en China:

Finalmente me reveló que mató a gente… Se trataba de un hecho que nunca había divulgado a nadie, ni siquiera a los miembros de su familia… ni a su esposa, ni a sus hijos – a nadie… Más tarde, cuando le pedí permiso para incluir esa parte en su declaración, se volvió indeciso, y me dijo, “En realidad no me acuerdo…”

Okada había convenido testificar ante el tribunal, pero el día en que debía presentarse dijo que no se sentía bien y que no podía acudir. Finalmente suplió una declaración por escrito que no hacía mención alguna de experimentos con seres humanos. “Estoy seguro de que en realidad él quería hacer una confesión. Debió llevar esa carga en el corazón durante mucho tiempo…estoy seguro de que quería hacerlo, pero no pudo. La gente se veía arrastrada a una situación así porque el gobierno no admitía lo que había sucedido. Eso me llevó a involucrarme en el litigio por el que se interpuso demanda contra el gobierno por no aceptar las atrocidades cometidas.”

Le pregunté a Minami si le daban pena los miembros de la Unidad 731 porque le parecía que no tuvieron elección. Bajó la mirada, pensativo. En los pliegues que la piel hacía alrededor de sus ojos se adivinaba la tensión. “Esa es una pregunta muy difícil,” me dijo. “Si considero la situación desde el punto de vista de una tercera persona, pienso: debe haber habido otras vías. Pero si me pongo en la piel de los antiguos miembros, si realmente estuviera allí – ya no lo sé. Es altamente probable que yo hubiera hecho las mismas cosas. He entrevistado a muchos antiguos miembros de la Unidad 731 que me han dicho que finalmente se volvieron insensibles… No puedo decir que yo no me hubiera convertido en uno de ellos… El ser humano es débil. Uno nunca sabe qué podría llegar a hacer.”

En su despacho, con el murmullo de voces bajas al fondo, el zumbido sordo de la fotocopiadora y la ocasional llamada telefónica, Minami reflexionaba sobre los silencios del pasado – silencios decretados por instituciones y promulgados por individuos. Con el proceso judicial Minami esperaba impulsar algo paliativo al animar a los responsables a hablar claro. “Sabía que ellos [los antiguos miembros de la Unidad 731] estaban sufriendo… Sufrían por su culpa y porque no podían expresarse. De alguna manera, quería liberarlos.”

En 1995 Minami presentó una reclamación por compensación ante el Tribunal de Distrito de Tokio en nombre de las familias de las víctimas chinas de los experimentos de la Unidad 731. Gracias a su participación en el caso, Minami tuvo un estrecho contacto con varios de los demandantes:

Hay una mujer cuyo marido fue enviado a la Unidad 731 para realizar experimentos… Cuando visitamos el lugar donde fue torturada por la policía militar japonesa, ella insistió en que yo me quedara en su casa porque, según me dijo, “Eres hijo mío.” Hay otra señora que fue víctima de la masacre de Nanking. Su hijo estaba presente mientras yo la entrevistaba. Durante la entrevista, el hombre le dijo algo a su madre, y ella se puso a reprenderle. Le pregunté al intérprete por lo que estaban diciéndose. Según parece, el hijo dijo: “Ya que tenemos que comprar medicinas y otras cosas de primera necesidad, quizás podrías pedirle algo de dinero.” Ella rechazó la idea de inmediato y le dijo a su hijo que se marchara de la habitación, lo cual hizo. Hubo momentos en que sentí que lo que había estado haciendo valía la pena. Hubo muchos momentos en que quise dejarlo todo. Hubo ocasiones en que gasté más dinero del que gané. Pero estos encuentros, estas relaciones, y el sentimiento de conexión, no tienen precio… esto viene de las relaciones humanas y del hecho de que creemos los unos en los otros.

El tribunal rechazó la reclamación por compensación el año 2002, sobre la base de que China había renunciado a sus derechos a las reparaciones de guerra cuando ambas naciones firmaron el tratado de paz de 1972 y establecieron relaciones diplomáticas. A pesar de la derrota de los demandantes, lograron un gran avance: el tribunal reconoció la existencia de la Unidad 731 y de su “crueles e inhumanas’ actividades en China – la primera vez que lo hacía un tribunal japonés. El equipo legal apeló el fallo, pero el caso fue finalmente desestimado por el Tribunal Supremo.

Una de las razones por las que Japón no ha sabido aceptar su pasado es que muchos de los responsables de los crímenes de guerra volvieron a detentar puestos de poder. Me indicó Minami: “Alemania pudo llevar a cabo una compensación objetiva por la guerra porque ninguno de los antiguos miembros del partido Nazi pasó a formar parte del régimen en la posguerra. Mientras que en Japón los responsables de de las atrocidades durante la guerra permanecieron en el régimen.” Un ejemplo de esta continuación en el poder es el actual primer ministro de Japón, el conservador Shinzo Abe, que es nieto de Nobusuke Kishi, ministro de comercio e industria de 1941 a 1945, y que fue primer ministro de 1957 a 1960. En su condición de miembro del gabinete japonés de guerra, Kishi supervisó el reclutamiento forzoso de cientos de miles de trabajadores coreanos y  chinos. Pasó tres años en prisión como sospechoso de ser criminal de guerra de clase A, pero nunca lo juzgaron.

“Otra razón”, prosiguió Minami, “fue que Alemania estaba rodeada de países desarrollados que exigieron al país responsabilidades por la guerra. En tanto que Japón estaba rodeado de países asiáticos en desarrollo, por lo que la presión fue relativamente baja. Japón era una gran potencia económica, de manera que los demás países asiáticos pensaron que debían tolerar la negativa de Japón a realizar las debidas reparaciones por sus acciones pasadas.” El hecho de que Japón se identificara como víctima del bombardeo nuclear complicaba todavía más las cosas, pues la presión internacional sobre Japón para que hiciera reparaciones por sus agresiones bélicas disminuía debido al devastador legado de la bomba atómica.

Shiro Ishii y otros relacionados con el programa de armas biológicas de Japón eludieron el proceso penal gracias a un pacto secreto de inmunidad que alcanzaron con los Estados Unidos. Al final de la guerra, con los rusos listos para la invasión de Manchuria, Ishii ordenó al personal de las unidades que mataran a los prisioneros que quedaban, que destruyeran todas las pruebas de los experimentos realizados y dinamitaran los recintos. En las zonas contiguas quedaron en libertad ratas portadoras de la peste bubónica, lo que causó un brote de la enfermedad que en última instancia mató a unas 30.000 personas. Ishii regresó a Japón, donde pasó varios años oculto, e incluso se inventó una historia por la cual lo habían matado de un disparo. Entretanto, aumentaban las tensiones entre los EE.UU. y la Unión Soviética, y ambas naciones ansiaban acceder a los datos del desarrollo japonés de armas biológicas para utilizarlos en beneficio militar propio. Fueron los Estados Unidos los primeros en lograr un acuerdo, por el que se eximía a los líderes de un enjuiciamiento por crímenes de guerra a cambio de esos datos. Edwin Hill, el jefe del cuerpo militar químico de Fort Detrick en Maryland, comunicó que la información obtenida del programa japonés de armas biológicas era “valiosísima”, “no se podría haber obtenido nunca en los EE.UU. debido a los escrúpulos que conllevan los experimentos con seres humanos”, y “se obtuvo a un coste bastante barato” (según cita que aparece en Factories of Death, de Sheldon Harris [2002]). En el Tribunal Militar Internacional del Lejano Oriente (el Tribunal de Crímenes de Guerra de Tokio) se hizo una única referencia a los “sueros venenosos” empleados contra los civiles chinos. Debido a la falta de pruebas, fue prontamente desestimada. Un año después, a fines de 1949, la Unión Soviética convocó un tribunal por separado en los Juicios por Crímenes de Guerra de Jabárovsk. A los doce militares japoneses acusados se les declaró culpables de la fabricación y el empleo de armas biológicas, y sus sentencias iban desde los dos a los veinticinco años en un campo de trabajos forzados en Siberia. Sin embargo, para 1956 ya habían sido todos liberados y estaban de vuelta en Japón; la condena más larga que haya cumplido alguno de los relacionados con la investigación de armas biológicas en Japón fue de siete años. Nunca fueron juzgados Shiro Ishii, ni el subcomandante de la Unidad 731, Masaji Kitano, ni el vicedirector de Ishii en el  Laboratorio de Investigación para la Prevención de Epidemias, Ryoichi Naito.

En las décadas que siguieron a la guerra antiguos científicos del programa de armas biológicas pasaron a ser presidentes de universidades, decanos de facultades de medicina, y representantes de agencias gubernamentales, y muchos de ellos fueron objeto de homenajes públicos. “Una vez libres del peligro de los juicios por crímenes de guerra, los antiguos alumnos de las unidades dedicadas al desarrollo de armas biológicas pudieron asumir papeles destacados dentro de las comunidades médica y científica en el Japón de la posguerra,” escribe Sheldon Harris en un capítulo del libro Military Medical Ethics [Ética médica militar], Volume 2 (2002). Naito Ryoichi pasó a fundar en 1950 Cruz Verde, la cual se convirtió en una de las empresas farmacéuticas punteras de Japón, hasta que se vio sacudida por el escándalo en 1998, cuando fue declarada culpable de la venta de sangre infectada con el VIH, causando la muerte al menos a 400 personas.

Las actividades de Ishii después de la guerra no están claras. Algunos historiadores creen que se fue a Maryland a asesorar a los EE.UU. en materia de armas biológicas, mientras que Harumi, su hija, sostiene que permaneció en Japón y abrió una clínica, desde la cual se dedicó a cuidar de la salud de muchos niños. En cualquier caso, aunque la mayoría de sus colegas avanzaron en sus carreras, Ishii se retiró de la vida pública. Murió en su casa, a consecuencia de un cáncer de garganta, en 1959. Según su hija, en los últimos años de su vida se convirtió al catolicismo, lo que parece que le reportó cierta paz.

El silencio imperaba en el despacho de Minami en Shinjuku. Eran ya más de las seis de la tarde, un día en mitad de las vacaciones de la ‘Semana Dorada’, y casi todos los demás empleados se habían ido a casa. Afuera estaba oscureciendo. Casi dos horas después de iniciar nuestra conversación, Minami seguía escogiendo sus palabras con sumo cuidado, y en su rostro permanecía la misma expresión de sinceridad. Si no fuera por gente como Minami, que hicieron campaña a favor de un cambio, el tema de los huesos habría quedado olvidado en Japón hace ya tiempo. “En el caso de Alemania, se trató de una decisión tomada al más alto nivel. El gobierno tomó la decisión de compensar, y se le transmitió esa decisión al pueblo,” dijo. “Pero en Japón esta perspectiva es difícil de lograr. Hay que cambiar la sociedad – cambiar a la gente – primero, y luego habrá un movimiento popular que al final cambiará la actitud del gobierno. Pero eso llevará tiempo.”

El Instituto Nacional de Enfermedades Infecciosas está situado en una colina contigua al Parque Toyama. Los ladrillos del edificio, de baja altura, son de un pálido azul cobalto – puede que ello responda a un intento por parte del arquitecto por dotar al edificio de alguna suerte de alegría. Torii, Nasu y yo entramos por unas puertas correderas de vidrio y nos identificamos en el registro de visitantes. Unos minutos después apareció un guarda que nos hizo de escolta de camino al monumento dedicado a los huesos. Tras detenerse ante una especie de nicho en la esquina del edificio que enmarcaba un entramado de tuberías, Torii comentó: “Aquí es donde encontraron los huesos en 1989. En el sótano, para ser exactos. Actualmente ese lugar se emplea como biblioteca, lo cual quiere decir que la gente que investiga en la biblioteca lo hacen en compañía de los huesos.” Una pequeña sonrisa se dibujaba en sus labios mientras lo decía.

Mientras seguíamos nuestro camino, sentía algo de expectación. El monumento a los huesos no identificados era el  momento culminante de nuestro recorrido. No es solamente un monumento a las víctimas sin identificar, es también un símbolo de la disputa sobre la memoria de Japón – un lugar de descanso permanente y temporal, según el punto de vista que uno adopte. Los miembros de la asociación por los Restos Humanos albergan todavía la esperanza de analizar el ADN de los huesos y poder enviarlos a su lugar de origen, aunque se han hecho muy pocos avances en la década pasada. Antes de mi visita a Japón, había visto fotos del monumento por internet, pero quería hacerle una visita en persona para poder expresar mi respeto.

Monumento a los Restos Humanos. ©Christine Piper

Levanté entonces la vista. Unas nubes plateadas abrían surcos en el cielo. Seguimos caminando unos metros, dimos la vuelta a una esquina, y entonces lo vi. El monumento se hallaba bajo las ramas de un cerezo, diseñado en elegantes líneas negras y nítidas aristas, símbolo del Japón limpio y ordenado – ese Japón de las ceremonias de té y del diseño minimalista. Aunque se trataba de una estructura acertadamente imponente, el bloque de granito parecía hablar del anonimato de los huesos y de la crueldad del régimen que cometió los asesinatos. En uno de los lados, una placa decía:

En este lugar estuvo hasta 1945 el antiguo Colegio Médico del Ejército. En julio de 1989, cuando iba a construirse la nueva Oficina de Investigación de Toyama, se desenterraron restos humanos que, se supone, son especímenes pertenecientes a la Escuela Médica del Ejército. Con esta placa expresamos nuestras más profundas condolencias a los difuntos.

Ministerio de Salud y Trabajo, marzo de 2002

En parte posterior del monumento unos escalones de cemento descienden hasta una puerta metálica. En el interior los huesos están guardados en catorce cajas de madera, apiladas en estanterías de aluminio. Me los imagino todos revueltos, como el revoltijo de oficinas típico de Japón, tan a menudo oculto a la vista de la gente. Durante años los huesos estuvieron almacenados en cajas de cartón en la funeraria, hasta que uno de los familiares de las víctimas visitó Japón y exigió saber si se habían hecho avances respecto a los huesos. “La respuesta que la mujer recibió fue que los huesos habían sido trasladados de las cajas de cartón a unas cajas de madera,” me contó Torii.

Donde estábamos, en la parte superior de la colina, curiosamente, no soplaba el viento. Imperaba el silencio, casi de manera sobrenatural. Cerca de allí, alguien estaba jugando al tenis. Podía oír el golpeo de la pelota, adelante y atrás, un metrónomo para marcar nuestra solemnidad. Me trajo  a la mente cada una de las causas presentadas ante los tribunales, las desestimaciones y los recursos, el constante ir y venir – un juego de perseverancia dilatado a lo largo de los años.

Me sentía algo alicaída mientras trataba de pensar en la gente a la que pertenecieron esos huesos. Pero, consciente de que los restos estaban ocultos en el interior del monolito, me costaba sentir una verdadera conexión o lograr entender el alcance del agravio.

Los dos caracteres que forman ‘Seiwa’. ©Christine Piper

En uno de los pulimentados flancos del monumento hay una inscripción en japonés, con dos caracteres. En japonés se leen como Seiwa. Es una palabra inventada, que alguien del ministerio escogió, y que combina dos caracteres frecuentes que significan “silencio” y “paz”. Aunque una “paz silenciosa” sería un epitafio apropiado para cualquier lápida, en vista de la singular situación de estos restos humanos parece de una ironía especialmente cruel. Casi setenta años después del final de la guerra, y a veinticinco años de su descubrimiento, los 233 huesos humanos siguen esperando, siguen en silencio.

by Christine Piper

(Seúl, 1979) es escritora y editora. Su primera novela, After Darkness, ha sido recientemente galardonada con el Premio The Australian/Vogel de 2014. ‘Desenterrando el pasado’ ganó el Premio Calibre de Ensayo de 2014, que concede la revista Australian Book Review. En la actualidad vive en Nueva York

2 Replies to “Desenterrando el pasado”

    • 2
      Jorge Salavert

      Gracias, J.S. Está muy bien, es verdad. En mi caso, me impactaron las tenues pero innegables conexiones entre el caso de estos huesos y los incontables esqueletos que yacen sepultados en cunetas y veredas o junto a tapias de cementerios por todo el territorio del estado español. Esos muertos también claman su silencio, y siguen esperando que se haga por fin justicia.
      Un saludo.
      Jorge

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