Para quien no conozca a Rubén Lardín (Barcelona, 1972), sépase que, en palabras de Marta Peirano, es “el más grande escritor de mi generación” [1. Marta Peirano, «Punto de fuga», Blog La Petite Claudine, 27-Enero-2009]. Lo decía esto Peirano (aka La Petite Claudine) al hilo de la publicación de su anterior libro: Imbécil y Desnudo (Leteo, 2008), volumen que procedía de las entradas de un blog (ya desaparecido) que escribió -bajo pseudónimo- el autor barcelonés, hace ya más de seis años.
Un blog de culto que su autor decidió cerrar cuando se comenzó a generar una cierta expectación en torno a él (y es que no éramos pocos los que lo seguíamos con interés y devoción), en un gesto lardiniano y que responde al siguiente motto:
«hay que escribir como si estuvieras muerto, como si nada de lo que haces te importara» [2. Rubén Lardín en entrevista con Íñigo García, «Hay que escribir como si estuvieras muerto», El País, 03-Febrero-2009].
Y así es como Lardín hace literatura, casi sin querer, en tanto que finge que critica películas o perora sobre tebeos en diferentes medios (Vice, El Diario, Cinemanía, etc).
Para los neófitos, les diremos que la escritura de Rubén Lardín se caracteriza por un estilo rico en imágenes, preñado -de hecho- de imágenes. Una escritura que busca la melodía y se cifra en un presente eterno. Una narrativa de espacios emocionales, donde el tiempo es un remolino y la idea siempre acaba emergiendo intacta sobre la feliz espuma de una ola refrescante. Vaya, que leerle es, de continuo, una fiesta de agua, luz y sol (resacoso).
Aquí, en Corazón conejo (El Butano Popular, 2013), reivindica Lardín el derecho al desorden y el derecho a marcharse. Y al amparo de estas razones, recula Lardín hasta los territorios de la infancia («ese asilo de la niñez”). Una niñez vivida en los veranos del pueblo, y que contrasta con los inviernos adolescentes de la ciudad, cuando ya entran en juego las chicas y le obligan a escindirse y a «convivir conmigo mismo y con mis insumisiones» (p. 123), dice Lardín. De ese instante que precede a la discordia de la edad adulta habla Corazón conejo, «unas páginas «silvestres y deseosas» (p. 118). Unos folios en los que dos tiempos inconciliables (la hórrida madurez actual del autor y la infancia emprendedora) encuentran acomodo en las acequias de la memoria, a la espera del sosiego lozano de esas ninfas apocadas que siempre se agazapan en los pliegues de los párrafos de la escritura de Lardín.
Corazón conejo está escrito en los meses de julio y agosto de 2013, cuando el autor cuenta con cuarenta y un años, y son unas páginas (un dietario, pero es que todo lo que escribe Lardín son siempre jirones de un dietario en marcha) que son “oleaje de la memoria, sentina del corazón” (p. 125). Unas cuantas páginas arrancadas al tedio del verano, porque, nos dice el autor, “en verano es difícil escribir nada que no sea una rumba” (p. 36) y, además, “en verano no se sueña porque para qué si todo ocurre” (p. 13). Así, Corazón conejo es necesariamente una remembranza algo sonámbula, pero muy vívida y emotiva.
Los temas, más o menos son los suyos de siempre: las películas, los tebeos, las mujeres, la música. Lovecraft, el jevi metal de Black Sabbath, las pelis de terror, Stephen King, Mad Max y Dario Argento, Rambo, Poe, Hitchcock y Richard Corben y la lubricidad ochentera de Ginger Lynn. Y es que el autor es consciente de que “nada importante puede escribirse más que al revés o en paradoja” (p. 104) y así nos habla de la cultura para no dejar de hablar de sí mismo. Consciente también de que “los destellos de verdad sólo se encuentran en el azar, el accidente e incluso el error” (p. 93) va escribiendo Lardín sin prisa, al buen tun-tún, con un impulso que burla al intelecto, nos dice.
Corazón Conejo es una suerte de Jasón y los argonautas de la generación X, un hombre solo -y desnudo, porque “el verano son los días del cuerpo” (p. 91)- que busca su particular vellocino de oro.
El propio Lardín nos lo describe así:
“el chaval que he sido no sé dónde ha ido y yo me he sentado a escribir unas páginas que no son las que quiero escribir (no quiero escribir nada) pero que son las que brotan, las que encartan o las que puedo permitirme” (p. 117)
El tono del libro es hiperrealista (en el sentido de «realidad aumentada») y lo enarbola un yo múltiple que (re)aprende mientras escribe, cuya voluntad es la de funcionar, empero, al modo de un nosotros generacional. Esto le emparenta con los escritos memorialísticos de Javier Pérez Andújar (aunque Lardín es menos cándido, más bárbaro y menos nostálgico) y con la autoficción de Francisco Umbral (pero Lardín es mucho más compasivo -y tierno- que Umbral).
Corazón conejo, en tanto que periplo iniciático (de una rara re-inicación del escozor pre-adolescente), es un viaje oral por la cultura, la certificación de que lo que prevalece yace inexcusable -y fecundo- en la memoria involuntaria. Corazón conejo es una aventura por los insondables pliegos del misterio de la personalidad -y sus circunstancias-.
Yo diría que lo mejor de este libro (y, en general, de todo lo que escribe Lardín) es su talento para ser sublime, pero con interrupción. Su capacidad para llenarnos de belleza esos intervalos de asueto, tan necesarios en la literatura.
Y en la vida.
es autor del libro de relatos Fin de fiestas (Suburbano, 2014), además de crítico literario y miembro de la AECL (Asociación Española de Críticos Literarios). Escribe sobre arte y cultura para diferentes medios impresos y digitales. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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