Peces

A Mateo
Fish in Blue

Robert Mynard, Fish in Blue.

1

Mientras esto escribo, vos descansás junto a tu madre. La pierna derecha sobre una almohada azul. La canilla de esa pierna vendada. Con quince puntos de sutura superficiales y otros más, no sé cuántos, realizados por capas, desde el músculo hacia arriba, desde el músculo hacia arriba, y así varias veces. Tuvimos miedo. Pero lo bueno es que ya pasó como ya pasaron muchas otras cosas horribles; lo bueno es que ahí estás, en alguna parte del planeta. El tiempo es una porquería pero tiene una cosa buena, el olvido. Donde ahora estés solo te habrá de quedar la cicatriz, la cicatriz bajo tus pelos. No este reverbero del susto. No esta inquietud que un poco todavía perdura. Tampoco esta sensación de haber llorado.

Corrí con vos alzado, así fueron las cosas. Antes, en el viejo departamento donde vivías, a tu madre le di mi remera de figuras geométricas. Es una remera azul con figuras geométricas en el pecho. Con esa remera tu madre te hizo un torniquete un poco por debajo de la rodilla. Nomás te lo hizo salí en chancletas, con vos alzado.

Me hablabas. Me hablaste todo el camino. La cabeza metida en mi sobaco izquierdo. Yo te decía tranquilo, que todo iba a estar bien. Tu madre también te había envuelto la pierna en una toalla para que chupara la sangre. Y fueron dos cuadras. En la esquina de Gascón Dios detuvo al taxi y el taxista no nos cobró, nos llevó volando al hospital. Después de abrirnos la puerta para bajar el tipo te acarició la cabeza. No te conocía, pero estaba muy preocupado.

(Ojo, no escribo estas cosas para recordarte lo malo. No lo pienses así. Hay ciertas cosas que a uno lo disparan a escribir sin mayores pretensiones. A sincerarse, digamos. Este es uno de esos momentos. Si me pongo un poco sentimental, un poco choto, te pido disculpas).

Cuando te vi nacer. O un poco antes, digo. Vos conocés la historia donde yo soy tu salvavidas. Pero en realidad cumplí con lo que me dijo el obstetra. Tenías una apnea, por eso estabas azul y lánguido. Yo sostuve la manguerita del oxígeno a la altura de tu nariz, de tu boca. Pero insisto, solo cumplí con lo que me habían dicho y no fui un héroe, comenzaba simplemente a ser tu padre.

Poco después de tu nacimiento, cuando abriste los ojos, mientras yo sostenía la manguerita del oxígeno, se me cruzaron tres cosas. La primera: que te conocía, que ya te conocía desde antes. Una vez me hicieron una carta astral, yo no estaba bien y la terapeuta que me trataba estaba peor que yo; estuve muy cerca de volverme loco, culpa mía, no soy un enfermo, eso fue hace muchísimo tiempo, ni siquiera conocía a tu madre. La terapeuta esa me dijo que me vendría bien una carta astral. Soy acuario con ascendente en acuario y luna en escorpio. Una estupidez. La astróloga me dijo que por alguna extraña razón mi alma reencarna en diferentes cuerpos y que siempre persigue el destino de todos ustedes, no el de tu madre, el de ustedes; tu madre, según la astróloga, sería un alma joven. Me dijo que por algún poder indescifrable mi alma tiene la capacidad de reunirlos a ustedes alrededor de mi nuevo cuerpo y que sería por eso que los velaría en vida, como ya extrañándolos por lo que serían cuando yo no estuviera vivo. No creo en las reencarnaciones, tampoco en la astrología y esas huevadas, pero, si lo hiciera, aquella primera reflexión me confirmaría que sí, que en alguna otra vida, por no decir que en las últimas cien, nos conocimos, y que en todas, por muchísimas extrañas razones, quedé en deuda con ustedes. (Tuve durante algún tiempo un sueño recurrente, medieval. Un soldado viene a quemar nuestra casa de madera. Es una venganza por algo que le hice. El soldado tiene nariz curva, ojos saltones y negros, y es más bien moreno y alto. Yo intento defenderlos. El soldado me vence con brutalidad. Visto un atuendo franciscano y lo último que veo es el sol y la espada luminosa).

Lo segundo que se me cruzó por la cabeza fue que no te iba a poder dar valor el día que te murieras. Que eras tan mortal como yo y que si las cosas no terminaban en tragedia, que no podría acompañarte como ahora, acá, mientras tu madre, allá, a tu lado, en la cama.

Lo tercero. Lo tercero fue un pensamiento tan involuntario como los anteriores. Me dije “puedo imaginarme muerto”. Me dije “puedo imaginarlo muerto”. Y me dije también “pero es imposible que desaparezca de este mundo el amor que le tengo”. Parece una cursilería y probablemente lo sea. Independientemente de estas cuestiones de estilo te puedo decir que esa fue de las mayores certezas de mi vida. Y te la debo.

Lo que estaba haciendo a las cuatro y media de la tarde de este martes que ya no es, acá, en este viejo escritorio que era de tu tío bisabuelo, lleno de libros, Soriano, London, Irving, MacCarthy, Wilcock, García Márquez, Bryce Echenique, Dos Passos, Dylan Thomas, y la lista sigue porque no tenemos espacio para los libros, el departamento es muy chico; lo que estaba haciendo en ese instante fatal, acá, con todo eso en el escritorio y también con la radio y el almanaque de la compañía de seguros donde todavía trabaja tu abuelo y la billetera y los anteojos de sol y las facturas con las cuentas por pagar y las estampas del Sagrado Corazón y la Virgen Desatanudos; lo que estaba haciendo: una nota espantosa sobre la industria hípica. El editor me había enviado por mail un power point con datos de entre diez y cinco años de antigüedad. En el mail había escrito: “Nota sin moverte de donde estás para mañana, ¿cómo lo ves?”. Y no era mucha plata pero había aceptado, claro. Son notas espantosas que me salen rápido si no me obsesiono, si estoy bien de ánimo. En un par de horas ese tipo de notas, y exagerando, están listas. Hasta un premio me gané hace poco por una de esas notas. La primera mención a una nota de interés general dada por una asociación de periodismo técnico-corporativo. En fin, que mientras andaba en eso fue que escuché la idea a contramano de tu madre. Yo dije ahora no, por favor, necesito terminar con esto. Pero ella como es su costumbre no me hizo caso y ya estaban todos ustedes yendo y viniendo con el balde azul. Ya el menor y el tercero empujaban la puerta del comedor y me decían peces. Ya vos succionabas el aire de la manguerita para que cayera el agua y ya tu hermana maniobraba el cucharón sopero, en busca de sacar a Nemo, Tiger, Cars, en ese orden bautismal, disneylandístico, a mi modo de ver hasta satánico. Odio Disney, creo que lo sabés. Pero eso no importa. Lo que importa es que de haber sabido que te ibas a lastimar, o de haber dejado todo para que no te lastimaras, tu cicatriz no sería. Por una nota de mierda te descuidé y me siento muy responsable. No solo por eso, está claro, pero también por eso. Querría llevar yo esa cicatriz profunda y ese sinnúmero de puntos. Quisiera no tener brazos si mis brazos valiesen tu tajo. No vivir si eso te hubiera evitado esos otros muchos dolores que te causé. Quise ser un buen padre. No lo fui. Y fue una equivocación estar trabajando esta vez. Descuidarte. Nunca descuides a tus hijos por las monedas que te da el trabajo. Nunca seas un mediocre como yo. Como vos decís con tus diez años, el dinero es un invento demoníaco. Y aquí tenés más de una prueba. Espero que en ese futuro donde estás tus ideas prendan fuego, un fuego no violento; un fuego moral, así nomás sea entre tus amigos.

No vi cómo fueron las cosas. Estaba armando un recuadro con números desactualizados de la industria hípica argentina. Que nuestro país es el productor número uno de Latinoamérica y el cuarto en el mundo. Que la provincia de Buenos Aires tiene el siete por ciento de la cría de caballos purasangre de carrera sobre el total mundial. Ese tipo de nociones que no sé para qué sirven si uno no tiene caballos. Aburrido con esos datos andaba cuando escuché tu grito y, pegado a él, el de tu madre.

—¡Es para llevarlo!

Había un charco de sangre, llorabas.

Un par de años atrás uno de tus hermanos se rompió la cabeza contra la punta del moisés del más chico. Parecía que le habían baleado la cabeza, pero cuando lo limpié no era para tanto, le cerraron la herida con pegamento. En este caso fue distinto. Vi la herida en tu canilla y fue distinto. En tu caso fue distinto. Me saqué la remera con motivos geométricos y le pedí a tu madre que te hiciera con ella un torniquete. Tu madre fue muy valiente, es muy impresionable, temblaba, estaba por desmayarse, pero te hizo el torniquete. Después te alcé, después corrí doscientos metros cargando tu cuerpo de cuarenta kilos.

Peces de mierda, me decía. Peces de mierda.

—¿Pero cómo carajo fue?

—¡No sé!

—¿Pero cómo, cómo?

—¡Te digo que no sé cómo fue que hizo!

—¡Peces de mierda!

—¡Se subió al borde, resbaló, se dio contra el filo!

—¿Pero tiene vidrios? ¡Fijate si le quedó algún vidrio, carajo!

—¡Ya me fijé!

Logré parar el taxi a dos cuadras de casa. Vos pedías anestesia total. En el hospital nos vieron pasar familiares de pacientes que morían, tenían lágrimas en la cara, esperaban los resultados de complejísimas y sangrientas operaciones de corazón, pulmones, cerebro. Un residente pelirrojo que venía en sentido contrario me dijo te ayudo. Te tomó de los brazos, yo seguí sosteniéndote las piernas, la toalla que te envolvía la herida abierta. El residente nos dejó en la guardia, ni gracias pude decirle. Ahí, uno de seguridad dijo seguí hasta el fondo y al fondo ya estaban los pediatras, que te hicieron lugar en una camilla y que me preguntaron qué le pasó, qué le pasó. Vos seguías pidiendo anestesia, anestesia total, sabías ya qué era eso de la anestesia total. Estabas en cuero. Tenías un short y estabas en cuero. Un short gris tenías. Se acercaba el verano.

(Está haciendo mucho calor estos días y ustedes se están aburriendo demasiado. Pero tu madre y yo necesitamos trabajar. El año pasado fue muy difícil y este, que pintaba mejor, ahora se está complicando un poco).

Más tarde supe que la demora de la doctora Sakurako y su asistente provinciano era estratégica. Me lo dijo tu abuela, tu abuela me lo dijo por teléfono a la noche, cuando ya todo esto había terminado, que así se lo había dicho tu abuelo. Que no hay que coser las heridas de inmediato. Que es mejor esperar porque así luego se notan menos las cicatrices. Además, los pediatras de la guardia y las enfermeras estaban en la obligación de esperar a la doctora Sakurako. La doctora Sakurako debía estar ocupada con otro paciente. Así que fueron ellos los que se hicieron cargo y te limpiaron la herida mientras la doctora no vino; preguntaron que qué te había pasado, vos pediste no escuchar y todos volvieron a preguntar que qué. Chorrazos de suero te tiraron sobre la herida. Con guantes investigaron qué había y largaron todavía más chorros.

—No llegó al hueso pero hay que esperar a la doctora Sakurako —más o menos dijeron.

—¿Y la arteria?

—No, no hay ninguna arteria comprometida. Si hubiera una arteria comprometida no para de sangrar hasta vaciarse.

—¿Y tendones?

—¿A ver? —dijo uno de los pediatras, a vos te dijo—. ¿Podés mover el pie?

Vos lo moviste, dijiste que sí, lo volviste a mover; agregaste pero duele.

—No, el músculo nada más.

Que estaba un poco cortado el músculo, eso dijeron, no sé si ese músculo se llama gemelo. Que estaba un poco cortado pero que podías mover el pie.

—¿Entonces?

—Entonces hay que esperar a la doctora.

La doctora era la especialista.

Vos volviste a pedir que te durmieran.

—Papá, no quiero estar despierto, quiero estar dormido —dijiste—. No me sueltes la mano, yo cierro los ojos, no quiero ver, duérmanme, pero vos no me sueltes la mano.

Tuve que esperar a conocerte para darme cuenta de que la vida siempre había tenido sentido. Más o menos así fue: cursi, tremendamente cursi y hasta afeminado de mi parte. Y tu madre, antes, me supo rescatar de una película de terror.

***

La pecera estaba sin esos peces de mierda, en la bañera. Eso me contó tu madre mientras yo te levantaba. Hasta ahí pude saber. Que te subiste al borde de la bañera y chau, la canilla directo contra el filo de la pecera. Después corrí las dos cuadras, vos me dijiste que me querías, que nunca más me ibas a insultar, y había veces que refugiabas tu cabeza en mi sobaco izquierdo —mis chancletas doblándose, manchada mi mano derecha con tu sangre.

El tipo de seguridad del instituto de inglés nos vio correr hacia él. Se metió en el instituto, de ese modo resolvió no ayudarnos. Pasó una Grand Cherokee por la calle, del mismo modelo que la que nos chocó el año pasado, la manejaba una mujer rubia. La tipa nos miró, siguió de largo. Entonces Dios llamó al taxi, lo detuve, y el taxi estuvo en la esquina.

El taxista era un hombre canoso, de mi altura. No sé qué será de él ahora. Bajó del taxi, nos abrió la puerta.

—¿Al hospital? —preguntó visiblemente impresionado.

—¡Sí, al de acá a tres cuadras!

Metió primera, tocó bocina hasta que la bocina se le ahogó; tomó de la guantera unos papeles, los sacó con la zurda por la ventanilla, puteó a un colega que adelante obedecía las señales del semáforo, aceleró a fondo cuando lo pudo convencer de que lo que había detrás era una urgencia, y eludió más autos, más estúpidos manejando sus autos, y frenó a la entrada principal del hospital. Ahí bajó, me ayudó a salir, te acarició la cabeza.

No sé su nombre. Me gustaría saberlo. Tener la dirección de donde vive. Hacerle un regalo. Era un hombre bueno el taxista, un supermán al volante, un personaje breve pero clave. Fundamental.

(Se podría creer que soy un buen padre, que quien esto escribe es un buen padre. No te voy a pedir opinión. Es verdad que hasta hoy tampoco es que haya sido un cretino. Pero levantarte, correr y llevarte al hospital no refuerza la posibilidad de mi canonización, como tampoco beatifica a la doctora Sakurako el que haya cumplido con su obligación de coserte. Los médicos están para curar y salvar vidas. Y yo estoy para acompañarte. Y los zorros para cazar gallinas. Muchísimas veces lo hago mal, y cuando lo hago bien tengo la misma bondad que la de un semieje en buen estado. La misma que cuenta esta maceta que aquí, en el balcón, a mi izquierda, recibe la ceniza de mi cigarrillo. Además soy un gritón y tengo mal carácter y no siempre te trato bien. Aquí, si hay héroes, ese héroe es el taxista, que está para llevar gente por dinero.

Un hombre, abajo, en la calle, entra a un Ford, lo enciende. Vos dormís junto a tu madre. Los otros duermen en sus camitas. Así los voy a recordar. Aquí quedará mi último cielo. El departamento es chico. Y yo escribo estas cosas como si fuera una carta. Donde hay una cicatriz, donde hay pasado).

Fish in blue

Robert Mynard, Fish in Blue.

2

Tu madre dejó a tus hermanos con la vecina del tercer piso. Llegó a la guardia despeinada, flaquita. Te solté la mano y me acerqué a ella, di vuelta la cabeza y te dije ahí está mamá, vos igual no quisiste abrir los ojos.

Tu madre lloró en mi hombro. Hasta ese día no había llorado muchas veces en mi hombro. Una fue cuando te operaron por primera vez. Eras chiquito, tendrías tres años. Un pocito arriba de la raya del culo era el asunto; nada perdías por ahí, pero había que quitar ese pocito, si lo dejábamos crecer se te transformaría en un quiste cuando fueras adolescente y la operación podría ser entonces un poco más difícil, podría el quiste presionarte la médula. Esa vez del pocito encima del culo tu madre lloró sobre mi hombro, cuando bajábamos en el ascensor de la clínica, hacia el bar de la misma clínica, mientras la cirugía se iniciaba.

Para la segunda cirugía estuvo más calma, pero lo hizo otra vez. Y volvió a llorar cuando a tu hermana, que tendría seis meses, hubo que internarla por una bronqueolitis que no la dejaba respirar. Estábamos en un pasillo del sanatorio, los médicos nos habían dicho que saliéramos un rato. Le tenían que enchufar a tu hermana una aguja al pie por si era necesario pasarle por ahí alguna medicina. Tu hermana pegó un grito terrible, de gato que atropellan, cuando le clavaron la aguja en el pie. Entonces tu madre me abrazó y apoyó su cabeza en mi hombro.

Después no sé qué otras veces necesitó apoyarse en mí, no las recuerdo. Pero serán contadas. Dos o tres como mucho contando a esta de su llegada al hospital. Yo le dije tranquila, que vos podías mover el pie, que te habían puesto una guía con suero y algún calmante y que también te habían sacado sangre por si te tenían que subir al quirófano, cosas que se imaginaron los pediatras, que me dijeron que todo dependería de lo que viera la doctora Sakurako. Pero que no había ninguna arteria comprometida, le dije a tu madre, y que todo era menos grave de lo que nos había parecido.

Ella siguió llorando un rato más, diciendo qué horror, sintiéndose mal por algo de lo que en todo caso éramos no sé si culpables, pero sí responsables.

Le pedí a uno de los pediatras de la guardia que confirmara lo que yo le había dicho a tu madre, que le diera él su diagnóstico como médico. El tipo hizo caso, le dijo más o menos lo mismo que yo le había dicho. Vos seguías con los ojos cerrados.

La quiero. Me salvó de la soledad. De una película de terror me salvó. Y jamás se fue de mi lado, siempre estuvo ahí, incluso cuando yo no anduve muy bien de la cabeza, incluso cuando creí que me volvía loco otra vez, ahí al principio de nuestra relación, ahí cuando los psicotrópicos parecían no hacerme efecto. Es una gran mujer tu madre. Y es linda. A veces me pregunto qué vio en mí. Si la peleo es porque todavía me interesa mucho, si no, no me preocuparía tanto por ella. Pasa que suelo no saber cómo tratarla y ella también es un poco bastante cabeza dura cuando quiere. Ahí es cuando las cosas se desarman y vienen los gritos, esas escenas desagradables y dolorosas que te podríamos ahorrar. Pero sabelo, grabátelo, la quiero a pesar de todo. Es muy importante dar con una buena mujer y yo tuve una suerte increíble. Si das con una no la pierdas. Me gustaría estar con ella hasta mi entierro. Fui muy desdichado sin su compañía, sin sus órdenes, sin su sentido de la realidad y su capacidad de hacer fácil lo que a mí me era y es imposible. No se separó de vos ni mientras la doctora Sakurako y su asistente todavía demoraban en llegar ni luego, mientras te cosían. No te soltó la mano. Yo sí. Cuando la doctora Sakurako llegó yo sí. Me había bajado la presión. Mirándola a ella ahora me nacía la cobardía que solo un hijo se permite frente a su madre. Me temblaban las piernas. Necesitaba ir por una Coca, fumarme un cigarrillo. Darme un recreo de todo eso que lo venía viviendo mal, no como una pesadilla pero casi, mal por verte padecer, mal por ese tajo en tu pierna.

Tu madre me dijo andá. Yo le dije ya vuelvo. Y a vos no necesité decirte nada. Estabas con tu madre, como los primeros meses que estuviste dentro de ella, sin mi compañía porque todavía no vivíamos juntos, porque primero, por esas cuestiones de la decencia y las tradiciones y mis dudas, debía resolver si me casaba. Ella me propuso matrimonio. Tardé días en responderle. No pensaba vivir sin ustedes pero no sabía si un casamiento debía resolverse en esas condiciones.

Si la ves en ese futuro donde no sé si estoy contale alguna de estas cosas.

***

Nos relajó ver llegar a la doctora Sakurako. No supimos que era la doctora Sakurako hasta que la vimos. No medía más del metro cincuenta. Tendría veintisiete años y llevaba el pelo recortado apenas por debajo de la nuca. Era delgada y un poco seca, pero es necesario para un médico esa característica: la sequedad. Un médico sin una buena dosis de sequedad permite que la histeria del paciente y los familiares aflore. Los médicos son extraños. Los buenos médicos son gente rara y está bien que así sea. Nos dio alivio y relajo la sequedad de la doctora Sakurako, y a mí particularmente me tranquilizaron mucho más sus ojos rasgados. Una tontería, pero de ese modo se dieron las cosas. Hay en mí un prejuicio acerca del perfeccionismo y la obsesión de los nipones. No lo puedo racionalizar, está ya incorporado a mis nociones más elementales. Tengo la poco científica certeza de que esos tipos no trabajan para ganarse el dinero solamente. Creo que repudian a los artistas de la mediocridad. Creo que o se vuelan la cabeza o son genios. La doctora Sakurako pertenecía a la segunda especie, y su asistente provinciano y un poco excedido de peso lograba con sus nervios compensar esa frialdad oriental y necesaria.

Ella hurgó en tu herida, la limpió todavía más bajo la luz blanca de la guardia, preparó unas agujas y en perfecto castellano dijo que solo te dormiría la pierna, cosa a la que vos te negaste, a la que le viniste con lo de la anestesia total. Pero la doctora Sakurako supo cómo tratarte. Con cuatro palabras te quitó esa voluntad.

—Eso es más peligroso —dijo.

Te entregaste, y con tu madre nos entregamos, a la faena de la doctora: tus ojos siempre cerrados para no ver. Y gritaste con los pinchazos hasta que ya no sentiste los dedos enguantados de la doctora removiéndote otra vez la herida, ni escuchaste lo que ella le decía a su asistente más luego, ni tampoco tu madre ni yo la escuchamos.

La doctora Sakurako te echó todavía más suero, su asistente emplazó sobre tu pierna una sábana verde con un agujero en el centro. Encajó el asistente aquel agujero en la herida. Cuarenta minutos la doctora Sakurako tardó en coserte, silenciosa, capa por capa, desde el músculo hasta la piel, solo abriendo la boca, ella, para murmurarle alguna indicación imperceptible al asistente.

Tu madre y yo de vez en vez mirábamos el trabajo, tu madre más que yo, y mientras todo eso sucedía me acabé la Coca.

Después, cuando te colocó el Pervinox y la venda, la doctora Sakurako dijo ya está. Después también anotó el antibiótico que te debías tomar y anotó también una orden para el equipo de ortopedia infantil. Nos recomendó a una ortopedista de apellido inglés. Y que estaba todo bien, dijo también, pero que mejor te viera esa médica del equipo de ortopedia.

—En cuarenta y ocho horas van y le hacen la primera curación —nos dijo, y yo me quedé mirándole los ojos.

—Gracias —dijo tu madre—. Muchas gracias.

La doctora Sakurako respondió que no era nada, te saludó, y su asistente también te saludó, tras quitarse un poco de sudor de la frente con el lomo de la zurda.

—¿Qué hacemos con los peces? —te pregunté no bien Sakurako y su asistente se fueron.

—No los tires —me dijiste—. No lo hagas.

Pasa un tipo por la calle. Me mira. Recién tu madre medio dormida se acercó para preguntarme si pensaba dormir. Ya comienzo a irritarla. No encajo muchas veces con el hombre que ella pretende que sea. No la culpo. Ella carga con el lastre de nuestro pequeño pasado compartido. Es que no fueron buenos los primeros años de matrimonio, lo sabés muy bien. Desde muy chico tuviste una inteligencia especial, una percepción especial. Las dos cosas. Yo no estaba bien y no hacía demasiado por estar mejor. Jamás me había creído capaz de tener a una mujer y a un hijo y ahí estaba, recién casado, con vos en pañales, rehusándome a lavar los platos, a ser compañero de eso que era mi esposa y no ya tan solamente la chica que me gustaba. Un inmaduro de mierda era. No estaba preparado, podría decirte, pero sería caer en un lugar común y en excusas de cuarta categoría. Nadie está preparado para nada, nadie puede justificarse diciendo estas cosas. Nos vamos de la existencia sin saber bien de qué se trata.

Hace unos meses volví a tomar pastillas. Me hacen bien. No espero que lo notes, pero hasta tu madre me lo dijo. Que estoy mejor. Y sí, es cierto, hay veces que no comprendo de dónde me viene esta extraña calma, esta rara ausencia de angustia, y mirá que no es que no haya motivos: me va muy mal económicamente y los abuelos están ya en el crepúsculo y eso no es para nada lindo. Hace unos meses me estaba angustiando mucho por todas estas cosas, como hacía tiempo que no sucedía. Estaba la crisis económica mundial y estaba también otra vez la falta de trabajo y mi no resignación a nuestra condición de mortales. Las pastillas vinieron a ordenar un poco las cosas y me siento con más fuerza, menos preocupado. Me puedo ahora mismo enojar con tu madre, puedo discutir con ella, pero no hay punto de comparación con eso de nuestros primeros años de matrimonio. Ahora me puedo dar el lujo de ponerme a fumar en el balcón y escribirte estas cosas. Me puedo dar el lujo de pensar en el dinero, pero, a la vez, de replantearme mi relación tibia con todos ustedes y con Dios. Necesito creer en Él. Estar seguro de que tiene un buen lugar adonde ir cuando todo esto se acabe. Mi falta de fe es más chica que toda esta necesidad. Disculpame si me pongo insistente con este temita recurrente de la mortalidad, pero es que creo que un padre debe hablar de estas cosas con sus hijos. Así el Cielo se desdibuje, no puedo negarte la posibilidad de que pienses especialmente en él. Es nuestra primera y última esperanza.

Abajo, en la calle, un grupo de chicas muy lindas regresa de una fiesta. Se está levantando un poco de viento. Ya huele a humedad el viento, a lluvia. Las chicas ríen entre sí. Adentro, los peces están en un balde azul, navegando entre la mierda que desparraman, con la manguerita del aireador funcionando y todo. Ya decidimos con tu madre que no más peceras de vidrio. Ya fue tu madre a preguntar si las había de otro tipo. El veterinario del barrio le dijo que no. Pero tu madre es más buena que yo. No quiere liquidarlos, como vos. Por ella estarán en el balde hasta que se pudran por respirar sus heces.

Dos perros se largaron a ladrar. No sé de dónde provienen sus ladridos, podría ser del otro lado de las vías, pero no lo sé. Ladra uno, contesta el otro. Ladra uno, contesta el otro. Así pierden el tiempo. Será que intuyen, como yo, la tormenta que se viene. O el Apocalipsis.

Fish in blue

Robert Mynard, Fish in Blue.
by Javier G. Cozzolino

Nació en Buenos Aires en 1973. Es autor de los libros Tulipanes para Zamudio, Bonito/Yo soy aquel  El huérfano de Montemarciano. Escribe semanalmente en La Agenda de Buenos Aires.

2 Replies to “Peces”

  1. 1
    Lourdes

    Belleza de texto. No es mucho, porque muchas cosas me hacen llorar, pero me hizo llorar. Es difícil encontrar una buena mujer, pero también un buen hombre. También nosotras llevamos algo de suerte :)
    Los hijos no nos piden mucho. Sólo que no nos vayamos. Eso lo vi en algún lado, en la tele, pero es cierto. Es todo lo que tenemos que hacer. Encontrar la fuerza para quedarnos, a pesar del miedo, de la angustia, de esa certeza de estar haciéndolo mal todo, de que estarán mejor sin nosotros; perdonarnos y volver a intentar. Es un poquito de Dios adentro de cada papá lo que nos ayuda a hacerlo. Gracias por esas palabras. Gracias de veras.

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