Tres encuentros con lo físico

Corredor ©Luis Carlos Hurtado

Mañana añadirás otra línea a tu currículo, pondrás una marca más en tu lista de deseos. A los cincuenta y un años, con tu título de doctor, dueño de una compañía exitosa, un pasaporte que tiene los sellos de cuarenta y siete países distintos y una novela en marcha, vas a correr tu primer maratón.

No eres deportista, y tampoco eres alguien que haya jugado al fútbol hasta los cuarenta años o se haya mantenido en forma jugando al squash y tenga confianza rutinaria en su propio cuerpo. Pero te has entrenado durante ocho meses, literalmente al pie de la letra del manual, levantándote a las seis de la mañana seis días por semana, dándole varias vueltas al parque, y has llegado a los treinta y cinco kilómetros una mañana de domingo, hace apenas tres semanas. Has perdido nueve kilos y tu índice de masa corporal se ha reducido hasta 22.

El reloj con GPS que llevas en la muñeca te controlará el pulso y el ritmo. Te has preparado un brazalete de papel en el que has apuntado los tiempos parciales óptimos por cada kilómetro que te lleven hasta la línea de meta en un tiempo de 3 horas y 50 minutos, que según te aseguran tus tiempos de entrenamiento, es algo que puedes lograr.

La ciencia –en el entrenamiento, la nutrición y la táctica– debiera permitirle a tu cuerpo de mediana edad funcionar de forma óptima. En la Olimpiada de 1904, el ganador, estimulado por la estricnina y el alcohol, logró hacer un tiempo solamente veinte minutos por debajo del objetivo que tú te has marcado. Reflexionarás sobre ese dato para reafirmar tu confianza. No reflexionarás sobre un hecho que resultará ser una lección de la historia, mucho más relevante: el legendario corredor del primer maratón no sobrevivió a la carrera.

El pronóstico de temperatura para la salida a las siete de la mañana es de dos grados centígrados. Correrás en pantalones cortos y una camiseta, y le pasarás el anorak a tu mujer en cuanto suene el pistoletazo de salida. En Nueva York, donde tienes pensado ir a correr el año que viene, simplemente dejas caer el suéter, y los organizadores se lo entregarán a alguien menos afortunado que tú. Aquí, solamente unos cuantos cientos tomarán la salida. Esa es una de las razones por las que has elegido este maratón: no hay multitudes, la organización es buena y no hay demasiadas colinas. Tu amigo, que es un veterano con siete maratones a sus espaldas, correrá también. No va a ser un paseo, pero será la conclusión lógica a una campaña realizada con una gran precisión.

Robert de Castella, ganador de infinidad de maratones, dará una charla motivacional y te dirá que, en algún momento, tendrás que sacar fuerzas de flaqueza, tendrás que encontrar algo extra. No hará falta que te lo recuerden: te has preparado psicológicamente, te has imaginado encontrando lo que haga falta para cruzar la línea de meta. Imaginar es en lo que tú destacas.

***

TE despiertas en tu hotel en Canberra y notas la rigidez del glicógeno en los cuádriceps, y gracias a lo que has leído, lo reconoces como un efecto secundario ocasional de la sobrecarga de carbohidratos.  A las comidas tradicionales de pasta has añadido la máxima dosis de un suplemento líquido, que contiene más carbohidratos de los que jamás podrías consumir en forma de alimento.

De Castella da el pistoletazo de salida y tú comienzas a correr de forma conservadora, adelantando a corredores que comenzaron por delante, esperando a que el pelotón se disgregue y te dejen correr solo. De manera deliberada completas el primer kilómetro con unos cuantos segundos por encima del ritmo final que te has marcado, resistiendo la tentación de ganar tiempo mientras todavía te sientes fresco. Te lleva cinco kilómetros y casi treinta minutos lograr que el pulso te suba a 153 pulsaciones por minuto y se quede ahí, mientras tus piernas van engullendo los kilómetros a un ritmo estable de cinco minutos y veintitrés segundo.

Justo después de la señal de los cinco kilómetros, te das cuenta de que algo no funciona. La rigidez de los cuádriceps no se disipa de la manera que esperabas. Al contrario, lenta pero infaliblemente se va convirtiendo en dolor. La rigidez debida a la sobrecarga de carbohidratos era de esperar. El dolor no.

Pero estás preparado para el dolor muscular. Ya lo has imaginado, no tan pronto, pero te has visualizado corriendo a pesar del dolor. Un dolor en el pecho, o un problema de articulaciones, eso sería bien distinto: un ataque al corazón o una reconstrucción de rodilla es un precio muy alto a pagar por marcar la casilla del maratón. Los músculos, en cambio, se recuperarán.

Y así, a medida que el dolor aumenta, tú sigues corriendo, la mente y el cuerpo entran en conflicto, pero la mente, como siempre, predomina, situada a tres horas en el futuro, cuando inevitablemente cruzarás la línea de meta y descansarás. Pero no se separa tanto que ignore esa extraña combinación de rigidez, calambres y dolor causado por una lesión en lugar del ejercicio. Te duelen las piernas de una manera que nunca te habían dolido: de una manera que ninguna otra parte del cuerpo te ha dolido antes. Pero tu mente sigue dándo instrucciones de que sigan moviéndose hasta que sea físicamente imposible.

Ese momento llega unos cientos de metros después de la señal de los 30 kilómetros. Los cuádriceps se agarrotan. No puedes moverte, no porque el dolor sea un factor excesivamente disuasorio sino porque tus piernas se niegan a obedecer las órdenes de continuar. El último recurso de recorrer caminando los kilómetros finales para por lo menos terminar no es una opción.

Pruebas a hacer unos estiramientos, el procedimiento habitual en el caso de calambres musculares, que es lo más cercano en tu experiencia al problema que tienes. Tu compañero de carrera, que ha ido por detrás de ti, te alcanza, se detiene, se solidariza contigo y te deja su teléfono antes de ponerse otra vez en marcha a un ritmo del que en estos momentos solamente puedes sentir envidia. Se acumulan los minutos, pero todavía haces cálculos; sabes que el maratón para ti se ha terminado, pues observas que el objetivo de completarlo en menos de cuatro horas se desvanece, pues el tiempo que llevas parado ya pasa de 10 minutos.

Como no tienes un modo inmediato de volver a casa, pruebas a caminar otra vez y te das cuenta de que puedes hacer algún progreso, con dolor. Le pones un poco más de ritmo hasta un trote arrastrando los pies, y decides recorrer un kilómetro y luego evaluarte. Estás sometiendo a tu cuerpo a jugar unos juegos psicológicos, con la esperanza de que lo engañarás para que piense que te detendrás después del primer kilómetro, y luego otro más.

Y claro, sigues corriendo, sigues haciendo uso de trucos para seguir adelante. A un kilómetro de la meta, ya has rebasado la marca de las 4 horas y media. Se dice que no has hecho un maratón de verdad si lo haces en más de 4.30:00, y el circuito del recorrido ya está vacío. Quedan algunos rezagados que siguen corriendo, y los oficiales de carrera están despejando el lugar. Como han quitado uno de los letreros, va y tomas la ruta equivocada. Un voluntario te indica que des la vuelta, pero has añadido cien metros más al calvario.

No hay satisfacción alguna al cruzar la línea de meta. Ignoras las felicitaciones por haber terminado. Ni siquiera puedes subir las escaleras del estadio. Tienes la orina enrojecida por la sangre.

***

En la unidad de cuidados intensivos, las luces fluorescentes no se apagan nunca. A las tres de la mañana se convierte en una nave espacial, y sus instrumentos van emitiendo pitidos conforme surca a través de la larga noche. Las voces de las enfermeras reverberan en las superficies duras. Un hombre que ha estado gritando de dolor durante varias horas ya está sedado. El corredor de maratón yace quieto, resistiéndose al sueño, resistiéndose a la posibilidad de la muerte.

Esa mañana, nueve días después del maratón, ha cedido, ante la insistencia de su esposa, y ha accedido a ver a un médico, y solamente porque ella es también doctora en medicina.

«Hazte un análisis de sangre,» le había dicho.

«No es más que fatiga.»

«Pero si orinaste sangre…»

«Una vez. En todos los libros dicen que eso pasa a veces…»

«¿También dicen que duermes catorce horas todas las noches y que no puedes comer?»

No le había hablado de las náuseas, ni de cómo lleva una bolsa de plástico por si le da por vomitar en algún momento inconveniente. Había estado dictando un seminario, cuatro días enteros de pie frente a los difíciles estudiantes del MBA, y no le había dado tiempo a recuperarse. Todo lo que necesitaba era descansar un poco.

El doctor, recién llegado al centro médico de Melbourne al que acudía, estuvo de acuerdo con él.

«Es fatiga, usted se ha dañado el revestimiento del estómago.»

Le recetó  algunos medicamentos. Y para finalizar la discusión con la mujer del corredor, ordenó también unos análisis de sangre.

Aquella noche su mujer tomó la llamada telefónica del médico de cabecera, mientras él se esforzaba por no arrojar la manzana que se había comido de cena. Las drogas no habían tenido ningún impacto.

«Prepara la bolsa. Tienes dos minutos.»

Fue igual de eficiente en el departamento de urgencias, cuando la enfermera de clasificación les entregó un formulario.

«Tiene una insuficiencia renal. Esta mañana tenía el nivel de potasio en 6,8.»

De camino al hospital su mujer le había explicado que un nivel muy alto de potasio le pondría el corazón en fibrilación. Le sorprendía que no lo hubiera hecho ya.

«De acuerdo, puede usted completar el formulario por él.»

«¿Cuánto tiempo voy a estar ingresado?» preguntó cuando le ponían un gotero intravenoso y un catéter , y una enfermera iba preparando una inyección del tamaño de un tubo industrial de silicona. Le atendía un equipo que constaba de cuatro miembros.

«Es un poco pronto para hacerse esa pregunta,» le dijo uno de los médicos. «De momento, vamos a tratar de asegurarnos que siga aquí mañana.»

«Esto es para regular la insulina,» le dijo la enfermera. «Esto le va a doler.»

Parecía inevitable que una inyección de ese tamaño dolería, pero el mensaje de que su supervivencia no estaba garantizada la situaba en la debida perspectiva. En cualquier caso, el dolor alcanzaba cotas nuevas.

«Esto le va a saber horrible, pero absorberá parte del potasio,» le dijo la enfermera. «Trate de no vomitar.»

El mismo cuerpo que una hora antes no pudo retener una manzana se tragaba ahora una taza llena de un líquido negro, y no lo arrojaba.

El tratamiento de urgencia no funcionó, el índice de potasio seguía subiendo. Les hacía preguntas: «¿Qué creen ustedes que está pasando? ¿Qué tratamientos alternativos hay? ¿Me pondré bien?»

Confiaba en la pericia de los médicos, pero no en su criterio. Sabía de muchas historias de expertos en su propio campo que no sabían comunicarse y tomar las decisiones apropiadas. De modo que hablaba y discutía, y cuando lo transfirieron a la unidad de vigilancia intensiva, se aseguró de que la información había sido transmitida correctamente.

«Así que se deshidrató durante el maratón.»

«No, ya se lo dije a su compañero. Bebí mucha agua. Mucha más de la que bebería normalmente en una sesión de entrenamiento.»

«¿Y hacía mucho calor?»

«En ningún momento superó los diez grados.»

«Vaya pues, esto no tiene mucho sentido.»

En el cambio de turno, se presenta el médico nuevo.

«Por eso es que les dicen que tienen que mantenerse hidratados…»

El diagnóstico era rabdomiólisis: los músculos se habían fundido, los riñones no podían lidiar con los desechos que arrojaban en el flujo sanguíneo. La causa subyacente más probable era una reacción a la carga de carbohidratos. Suponiendo que sobreviviera, era posible que los riñones recobrasen, o no, algo de su función. Si no lo hicieran, necesitaría un trasplante, o diálisis para el resto de su vida.

Hubo luego un rápido traslado en camilla a la unidad de radiología, donde comprobaron que no había obstrucciones. La velocidad a la que le movían por los pasillos y le pasaban el aparato de ultrasonidos por el abdomen le decía que no querían separarlo de las instalaciones de reanimación de la UVI durante mucho tiempo.

Tras regresar, le preguntó al nuevo doctor, «¿Hay alguna razón por la que no me pueden hacer una diálisis ahora?»

«La haremos si no podemos hacer bajar el potasio.»

«Pero si no está bajando.»

«Me parece que sí.»

«La última medición dio 7,6.»

«¿Está usted seguro?»

«Sí.»

«Pues eso no está nada bien. Será mejor que hagamos algo.»

«Pues empecemos con la diálisis ya mismo. ¿Hay alguna razón para no hacerlo?»

«Veamos cómo se encuentra usted mañana por la mañana.»

Una hora después, una alarma lo despertó bruscamente de su duermevela. Le llevó un instante darse cuenta de que procedía del monitor cardiaco junto a la cama. A los pocos segundos un equipo de emergencia se había congregado junto a él. Vio la máquina, las paletas. Esperó a que hicieran lo que había visto en televisión.

Entonces cayó en la cuenta de que no estaría consciente si es que había sufrido un paro cardiaco. Notó que decrecía la tensión alrededor de él.

«¿Cuál es su pulso normal?» preguntó una voz de hombre.

«Sobre 40.»

«Acaba de marcar 39. La alarma se pone en marcha cuando baja de 40.»

Se sintió tan orgulloso de haber entrenado su pulso tan bajo como aliviado por la falsa alarma.

Se acuerda entonces de la fórmula que un amigo suyo, médico de profesión, le dio hace unos años: cuenta el número de tubos, multiplícalo por 11, réstale ese número a 100 y te dará el porcentaje de posibilidades de sobrevivir. Tiene tres tubos conectados al cuerpo, de manera que es un 67% de probabilidad de sobrevivir, o al menos así es si todavía es aplicable esa fórmula. Supone que hace ya tiempo que es una fórmula caduca.

Durante un rato reflexiona sobre la muerte. Su cercanía no le ha proporcionado ninguna percepción nueva. Hace ahora mucho tiempo, decidió conceptualizar la muerte como un estado anterior al nacimiento. Para él no alberga ningún miedo en especial, pero no es que quiera morirse, provocar la tristeza en los que le tienen aprecio y afecto. Está haciendo todo lo que puede.

Se pregunta si esta experiencia va a cambiarle. Hasta ahora, la única sorpresa ha sido la tolerancia que tiene para el dolor. Uno de los médicos ha expresado asombro porque pudiera correr hasta que los músculos se fundieron: «Es algo que normalmente vemos solamente en atletas profesionales. La gente normal se detiene por el dolor.»

Puesto que no es un hombre fornido, siempre se ha considerado un debilucho en lo tocante al dolor. Puede que se trate de algo que añadir a su currículum vitae.

Finalmente, exhausto por tanto discutir y analizarlo todo, se pone a escuchar el pitido, bip, bip, bip, que marca su corazón en el monitor cardiaco, el pulso del corazón de un atleta, con cuarenta y dos latidos por minuto.

Y luego, como si hubiera establecido una portentosa conexión, una profunda percepción, la asociación teórica realizada por un científico entre dos fenómenos que hasta ese momento no estaban relacionados, cae en la cuenta de que puede sentir el mismo ritmo, la misma frecuencia, claramente en su propio pecho, en forma de latidos en su propia sangre, pese al desequilibrio químico que amenaza con provocarle palpitaciones irregulares, aleatorias, y que continúa latiendo de forma a un ritmo constante toda la noche. Confiando en eso, se queda dormido.

***

Estoy saliendo de la imprenta de Pitt Street, en Sydney, y en mis manos llevo tres copias del manuscrito de mi novela, que voy a enviar a un certamen. La he terminado mucho más rápido de lo que esperaba.

Peso ocho kilos menos que el peso en desnudo tras terminar el maratón; necesito reposar cada doscientos o trescientos metros. Los riñones me funcionan al 10% de lo que lo hacían hace ahora un mes, y es muy probable que no se recuperen mucho más, pero debería ser suficiente para que aguante el resto de mi vida sin recurrir a la diálisis. Todavía puedo beber alcohol.

El próximo año recorreré a pie la ruta que une Cluny, en Francia, con Santiago de Compostela, en España. Veré el maratón de Nueva York y tendré que darme la vuelta, asqueado. Sentiré la misma sensación cuando intente comer pasta, y la primera vez que me calce los deportivos de correr. La novela ganará el certamen y encontrará editor. Añadiré estos logros a mi currículo, a la lista de mis deseos.

Mientras estaba esperando en la imprenta, las nubes que cubrían Sydney han empezado a derramarse sobre la ciudad. Hasta la gente que lleva paraguas busca refugio y esperan a que pase lo peor del chaparrón. Las copias del manuscrito están envueltas en plástico. Me adentro en la lluvia tibia y dejo que me caiga encima.

by Graeme Simsion

es autor de The Rosie Project. "Three Encounters with the Physical" fue galardonado con el segundo premio de narración breve del diario The Age.

2 Replies to “Tres encuentros con lo físico”

  1. 2
    Marian Montoya

    La doble explosión sorprendió a muchos corredores a punto de atravesar la línea de meta o celebrando que habían concluido con éxito su primer maratón. Entre quienes acababan de llegar se encontraba Nicola Gifford, una camarera de Maui (Hawai) que a sus 47 años corría en Boston por primera vez. «Creí que los edificios iban a desplomarse», explicó Gifford unos minutos después del estallido a un reportero del ‘Boston Globe’.

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