Un montón de estratos

Escrita desde la complicidad con Juan Sebastián Cárdenas, cuyo reconocido espíritu crítico me llevó a proponerle esta entrevista-reseña. Mi lectura de Los estratos, su novísima novela, queda sobre el billar, para que Juan juegue las bolas como le dé la gana. Reseña y libro se ponen a rendir cuentas el uno al otro.

Miguel Espigado: El dossier de prensa de Los estratos habla de una “novela portentosa”, “escritura realmente increíble”, vuelta a los orígenes de la gran novela latinoamericana, “libro importantísimo para la literatura en español”. No lo dicen por marketing, insisten, lo creen de corazón. Estoy convencido de que Periférica es honesta en sus elogios. Quizás deberían cambiarse el nombre a Pericéntrica.

Juan Sebastián Cárdenas: Me acuerdo de una cosa que le oí decir un día a Fernando Alonso en la tele, después de una carrera durísima. Dijo: la Fórmula 1 pone a todo el mundo en su sitio. Traigo la frase no por las connotaciones aristocráticas y ultacompetitivas de ese deporte, sino más bien por la idea de que existe una especie de ley física de atracción que tiende a acomodar los cuerpos en unos lugares que les son propios, los lugares naturales, que decía el filósofo. Y sin duda mi lugar natural es Periférica, no solo por la afinidad y admiración que siento por mis compañeros de catálogo (Yuri, Labbé, Rita, Eltit… unos monstruos), sino por el espacio intelectual que se ha creado alrededor de la editorial, gracias a Julián y Paca. En cierto modo, tu chiste, como suele suceder con los chistes, es una forma oblicua de alumbrar una verdad y es que Periférica juega un papel clave en el campo literario de España y América Latina. La Fórmula 1 pone a todo el mundo en su sitio.

ME: Los editores saben bien cuando pulsar la sirena. Es una cuestión de calidad, pero también de tener fe en que el libro funcionará dentro de las coordenadas estéticas que la comunidad lectora preeminente está dispuesta a aceptar como “gran literatura”. Es casi imposible que se pretendan elogios así en España para una obra que se mueva fuera del programa reivindicado por la generación nacida en los cuarenta, hoy canónico.

JSC: Yo estoy muy agradecido con mis editores. Ellos han defendido el libro con entusiasmo genuino, pero no creo que tengan un afán canonizador, sino que ven en el libro una oportunidad para situar el discurso crítico en otro ámbito. Supongo que de eso se trata: de hablar de otra cosa, de suscitar un cambio de temas, de problemas, de intereses éticos y formales. Pero no ocurre solo con mi libro. Todos los libros de Periférica están hechos con una mezcla de ambición y humildad para darle la vuelta al discurso que rodea a la literatura, un discurso que por desgracia está inundado de reseñismo banal, elogios huecos, notas de prensa anémicas, periodismo guay y demás lindezas.

ME: Los estratos comienza presentando a un individuo de clase acomodada, sumido en la náusea sartreana que le provoca su normalidad. Un asco desapasionado que no se expresa con reflexiones racionales, sino con emociones, estímulos, percepciones. Un pasado aún más trastornado, y su crisis íntima, se acompasan con la crisis moral de su comunidad que ya transmiten los primeros personajes: el guarda de seguridad que fantasea con tener sexo en una piscina mientras protagoniza un tiroteo; el clasismo burdo de los socios de la empresa…

JSC: Desde el propio título, todo en la novela funciona en un montón de estratos. Siempre intento producir en mis textos como unas cadenas de metonimias, que van haciendo reverberar las imágenes para que esa reverberación se traslade también a los conceptos. Ideas e imágenes entran así en un juego de contaminación sonora, que es también un juego de traducciones incesantes. Son capas y capas y capas y capas de historia, de lenguaje, de espacialidad, de experiencia, todo para generar una idea de saltos temporales, una coexistencia de tiempos en medio de una aparente linealidad. Ahora bien, en Colombia literalmente existen unas divisiones de clase que se llaman estratos. Mi abuela, por ejemplo, que es una mujer humilde y vive en un barrio de clase media baja, ES (no pertenece a, ES) estrato 3. Mi padre, en cambio, que vive en una zona acomodada de otra ciudad, es estrato 6. Las divisiones de clase están inscritas en las familias y en un nivel mucho más profundo, en los cuerpos. A mí me interesaba crear una voz que fuera capaz de atravesar todos esos estratos, una voz capaz de desatar la reverberación de la que te hablaba antes. En ese sentido, creo que si existe alguna (remota) filiación con Sartre ésta vendría por el interés de mi novela en la fenomenología, o sea, por esos estímulos y percepciones de los que hablas. Mi personaje no tiene nausea sartreana. Para eso tendría que estar oprimido por una angustia hacia el sinsentido universal, debatirse con ese sentimiento en medio de un desgarramiento nihilista. Y mi narrador es más bien una voz que se ha convertido en un sismógrafo y por tanto es sensible a los movimientos más sutiles del suelo. Además está inmerso en un proceso de sanación, aunque la idea de salud que se desprende de ese proceso sea un poco rara y problemática. Mi fenomenología, en todo caso, está más cerca del bergsoniano Felisberto Hernández o del místico Joao Gilberto Noll.

ME: En ese embotamiento, el protagonista se ve impulsado a encontrar a su nana, a quién no ve desde su infancia, cuando ésta huyó tras robar en la casa familiar. Pero antes de que se dispare la búsqueda, la novela se distrae durante un buen número de páginas en un devaneo donde se despliegan esos recursos tan bien cifrados por esa literatura del yo, que lleva décadas ostentando la hegemonía de la «gran literatura» en España. Los espacios de control –trabajo, hogar, dinero, familia, matrimonio- entran en crisis y arrojan al neo-burgués a la exploración intimista, y las aventuras domésticas del tipo romance con chica de clase baja. Todo transcurre con temporalidad característica del trópico literario, el marasmo. Y la novela detiene su acción, como la sociedad paralizada que se retrata.

JSC: Como te decía, el libro está estratificado. No hay exploración de la intimidad entendida como una renuncia o una negación de lo público, sino que es un movimiento que se da simultáneamente en ambos sentidos, de afuera hacia adentro y viceversa. La inscripción de las clases en el cuerpo determina que haya unos trasvases de sensibilidades, de experiencias sociales, estéticas y políticas sin salir de esa misma voz. El sexo, por ejemplo, está atravesado por violencia política, por deseo de emancipación, por lucha de clases, por el descuartizamiento de los cuerpos. Entre más adentro más afuera. Entre más presente inmediato más saltos hacia el pasado y la historia se producen. Incluso, si me apuras, la construcción de ese narrador es un cuestionamiento consciente de esa literatura del Yo, de la noción burguesona de intimidad. A mí esa intimidad me la suda si no revela las marcas de los rituales sociales que la hacen posible.

ME: El protagonista solo halla complicidad con su antigua psiquiatra, ahora amiga, que abre una puerta a la sofisticación, singularizada en una obra de arte que consiste en una pila de piedras con cartas de indígenas reivindicando sus derechos, que el usuario debe arrojar para hacer llegar su mensaje. La aparición de esta obra supone el único momento donde se articula, aunque con sutileza, un discurso teórico, para denostar determinado tipo de arte.

JSC: Sí, claro. La obra de las piedras funciona en el libro como una parábola contra ese arte político que se ha puesto de moda en todo el mundo, un arte político oportunista y carroñero que, aunque formalmente tenga buena factura, es en realidad un instrumento de dominación, una reformulación de lo que Luis Ospina y Carlos Mayolo llamaban Pornomiseria.

ME: Pese a ser un escritor con músculo crítico, el ensayo tiene poco peso dentro de la novela. Otros la hubieran estrangulado a base de pensamiento. Quizás sea una de esas renuncias a las derivas de la ficción posmoderna en la que consideras que es mejor dar marcha atrás.

JSC: No, no estoy huyéndole a la teoría, ni dando marcha atrás con nada. Al contrario, el libro está repleto de teoría, de hecho he tenido que contenerme para que esa presencia excesiva no violara las restricciones autoimpuestas. Por otro lado, tu pregunta me obliga a recordar que la teoría o lo ensayístico no tiene por qué aparecer bajo la forma conservadora en que cierta novela supuestamente posmoderna nos los presentaba. Me refiero sobre todo a esa novela posmoderna ortodoxa, la famosa literatura ergódica y toda esa ficción para universitarios pajeros, tipo Mark Danielewski.

Insisto en lo de la cadena de metonimias y las reverberaciones que te decía antes. En otras palabras, se trata de ver cómo las ideas aparecen en el relato bajo la forma de sensaciones, de olores, de recuerdos, se trata de mostrar el lado incandescente y sensorial de las ideas. Desplazarlas para que dejen de cumplir una mera función expositiva, cascarlas como huevos y dejar que el contenido se chorree por todas partes. Algo que solo la narrativa puede hacer.

ME: Los estratos tiene poquísimos nombres propios. Ni los personajes secundarios, ni topónimos, ni name dropping de productos culturales… Me interesa mucho qué es lo que se logra en el lector con ello.

JSC: Eso tiene que ver con lo de las restricciones autoimpuestas. Lo que buscaba con la omisión de los nombres era ese extrañamiento del que habla Shklovski. Un vaivén entre un reconocimiento material intensísimo y una desubicación espacial total, una fluctuación cuyos efectos son políticos en el sentido de que revela la experiencia sensible como un constructo social, cultural. Curiosamente, muchos de los lugares de los que hablo en la novela existen. Son sitios reales, tanto así que para poder terminar de escribir la novela tuve que hacer un viaje muy parecido al que hace el narrador, tuve que ir y estar allí, en ese puerto de la Costa Pacífica. Pero entonces me parecía que mencionar los lugares implicaba quitarles la carga semántica que yo buscaba. Como si al quitar el nombre, al dejar la nominación en suspenso, ese lugar, esa cosa, esa persona sin nombre empezara a irradiar una especie de halo alegórico. Y lo mismo ocurre cuando se transgrede la norma y aparece un nombre propio. Las palabras como Cali, Buenaventura, Bogotá se cargan de un espesor distinto.

ME: Sin apenas nombres propios, solo se incluyen dos referencias culturales que tienen su papel en la trama, por un lado, las leyendas populares y por otro, la susodicha pieza de arte. En su búsqueda, el protagonista, se ve cada vez más excitado por estos relatos atávicos, y el mundo popular que los ampara, vívido por comparación a la tabula rasa de la clase media urbana. Intento bordear las palabras autenticidad-artificialidad, pues la forma en que dibujas la pugna entre ambos polos es más compleja que este lugar común.

JSC: Exacto. La pugna no es una simple oposición externa entre contrarios, no hay lógica binaria. Hay una tupida red de trasvases de energía simbólica entre estratos. Creo también que hay muchas más referencias “culturales”. Me resulta difícil no percibir a Deleuze en todo el libro, desde la propia idea de estratificación, la metáfora geológica para proceder en todos los niveles del libro. La idea de fuga y desterritorialización, hasta en la omisión de los nombres. También me resulta difícil no percibir la presencia de las tesis sobre la historia de Walter Benjamin o la teoría de las supervivencias de Aby Warburg: me refiero a esta idea de que existen ciertas fórmulas expresivas que reaparecen a lo largo del tiempo, a veces a saltos, adoptando funciones distintas, algo que en la novela ocurre todo el tiempo, por ejemplo, con las frases que se extraen del periódico viejo y que luego se desplazan a contextos nuevos, donde se extrañan. Ernesto de Martino, Carlo Ginzburg o Michael Taussig también están muy presentes.

La otra referencia fundamental que pasas por alto es La Vorágine, el clásico de José Eustacio Rivera. La novela puede leerse perfectamente como un diálogo o como un contrapunto con los problemas formales y políticos que plantea ese libro, que me parece una obra maestra.

ME: Te confieso que durante la mitad de la novela eché de menos lo que me atrapó de tus dos libros anteriores: las atmósferas y acontecimientos irreales: la fantasía. Todo esto está en Los estratos, pero de forma muy contenida hasta la segunda mitad. A partir de ahí la normalidad ya salta por los aires, y la ficción se precipita a un lugar con tiempo y reglas propias.

JSC: Para que un trompo baile, primero hay que enrollarle bien la cuerda. En Colombia para manifestar incredulidad por un evento extraordinario la gente dice: “écheme ese trompo en la uña”. Para que toda esa locura del final se desate y baile es preciso que el libro sea muy contenido, apretadísimo en los primeros capítulos. La presión hace estallar el libro.

ME: No es mucho desvelar si decimos que el protagonista va cada vez más lejos en su huida, y la fauna local lo va envolviendo hasta imbuirlo en las experiencias torcidas que surgen de la lógica de la pobreza, la ignorancia, la violencia, la superstición. Quizás esto me convierta en un mal lector europeo de novela latinoamericana, pero empecé a disfrutar de verdad cuando Los estratos se acabó de perder por la irrealidad descoyuntada del detective santero, las sombras del narco, los edificios de cristales polarizados, la nocturnidad del destrozo, y luego esas páginas sin sentido aparente, hechas de jirones de jergas y giros idiomáticos. Y disfruté aún más cuando embarcas al protagonista en una escena que es pura mitología moderna: el ascenso al corazón de las tinieblas, por las aguas que transportan al hombre hasta su propia locura, donde la muerte y la vida se confunden con lo vivido, y lo soñado. De esta segunda parte me encantaría hablar contigo largo y tendido, pero la novela acaba de salir, y el lector se merece descubrirlo.

JSC: No creo que estés siendo especialmente prejuicioso. Lo que pasa es que la novela también dialoga y se enfrenta a esos prejuicios, que no son solo europeos. Por eso te hablaba de La Vorágine, porque esa novela, que durante décadas estuvo proscrita como lo que supuestamente no había que hacer (telurismo, naturalismo, paisaje, americanismo, color local, etc.), de repente ha sido redescubierta como lo que siempre fue, esto es, un gran libro sobre cómo se entreveran el mito y la historia, el racionalismo y la dimensión del cuerpo, lo culto y lo popular. Es, junto al Facundo de Sarmiento, el libro latinoamericano que mejor revela cómo el capitalismo crea la separación ficticia entre barbarie y civilización. Una separación que tiene efectos no solo en las sociedades coloniales o periféricas, sino en los mismos centros de poder. Por último, me parece que todo ese tema de lo fantástico americano en oposición al realismo o el filosofismo europeo es un cuento chino, nunca mejor dicho. Esa división geopolítica de los roles literarios está, por supuesto, obsoleta.

by Miguel Espigado

nació en Salamanca en 1981. Es autor de las novelas Superego, La ciudad y los cerdos y El cielo de Pekín. Ha sido crítico de la revista Quimera, y codirigido el blog Afterpost. Ha trabajado como profesor de lengua y cultura española en la Universidad de Liberec, y actualmente ejerce en la Universidad de Pekín y el Instituto Cervantes. Publica gran parte de su obra en El espígado

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