El ensimismamiento, según nos dicen, es la preocupación principal de nuestra época. Es una actividad extraña. Me imagino una mancha de tinta absorbiéndose a sí misma y desapareciendo lentamente como el gato de Cheshire. Si la estrella es más importante que el equipo, si el clan es más importante para nuestros intereses que la comunidad, si las minorías deben de volverse mayorías y las sectas son las únicas poseedoras de lo sagrado, entonces quizá deberíamos aceptar la pluralidad excesiva que nuestro egoísmo sugiere e interpretar nuestro papel ante un teatro vacío.
¿Pero qué hacemos si lo que queremos es que el mundo nos observe? Mira, mamá, estoy respirando. Mírame hacer mis primeros pinitos, usar la bacinica, arañar a mi hermanita; jugar a la botella. ¡Diablos, es la primera vez que cometo adulterio! ¡Qué gran tipo! Eso de seguro amerita una marca conmemorativa en la supercarretera de mi propia vida. Así que ahora escribo mi emocionante historia. Existe, sin embargo, un problema. ¿Qué tipo de persona mostraré ser ante los ojos del otro o en la cruel plaza pública de la palabra escrita?
La capacidad de vernos a nosotros mismos como nos ven los demás se confiere sólo a esos observadores imparciales que llegan por correo desde Francia. Incluso el espejo sólo presenta ante mis ojos lo que permito que se refleje. No puedo verlo todo a mi alrededor; en ninguna parte donde camine o me detenga o si hago un giro súbito para mirar mi espalda por sorpresa. Es como si estuviera dormido en aquellas partes de mí que desaparecen en el rabillo de mis ojos. Tampoco la fealdad de mis pies torcidos resulta evidente en ninguna otra parte de mi piel, donde sólo yo puedo sentir la espléndida forma en que se encuentran. Creo que tengo una sonrisa seductora, pero para aquellos en quienes mi sonrisa es tan seductoramente expuesta, las comisuras de los labios, ligeramente inclinadas, expresan desesperación, disgusto o desdén —y quién sabe cuantas otras emociones inesperadas— e invariablemente, cuando estoy llorando, aunque pueda defender mi felicidad en nombre de Dios como William Jennings Bryan, mis lágrimas me señalarán como un mentiroso en cuanto concierne a los mirones; porque no creemos en otra sensibilidad salvo la nuestra y debemos inferir el contenido de otra mente a partir de las sensaciones que llegan a la nuestra: de una plática escuchada por casualidad, sus lamentos, gruñidos y bufidos; de un cuerpo, su postura y su corpulencia; de la forma de andar, el contoneo; de un rostro, sus señales. ¿No relacionamos acaso al gemido con nuestro propio dolor, a la piel erizada del otro con nuestra ansiedad, al guiño furtivo con nuestras propias conjuras?
Es mucho más sencillo, dicen algunos, permitir que nuestro comportamiento hable por sí mismo. Una historia es algo que observamos por sus acciones, y sólo las acciones tienen consecuencias públicas. Los estados internos ni siquiera cuentan como evidencia, pues el dolor puede ser imaginado o mal expresado, el lamento puede ser fingido; es mejor ver dónde se ha roto el hueso o el diente se ha podrido (John Dewey arguyó alguna vez que un dolor de muelas no era evidencia suficiente de que algo anda mal) y si prometo entregarle a otro todo mi amor, sería sabio de parte del afortunado receptor esperar y sopesar en que le ayuda el amor ofrecido y estimar cuánto le costará su cuidado.
Los sentimientos no valen un peso por docena, pero un kilo de huevo cuesta trece. ¿Cuáles crees que, en realidad, pongan pollitos en el corral? Sí, como Aristóteles dijo, el Bien es aquello que un hombre bueno hace. ¿Acaso el geólogo necesita conocer los sentimientos de una roca para conocer su pasado? ¿Acaso el botánico interroga a las plantas? ¿Acaso el zoólogo nota el sufrimiento de las ranas cuando les abre las tripas con su escalpelo? Podríamos llorar una tormenta en un dedal y aún tendríamos espacio para meter el dedo, ya que nuestra conciencia nunca se pavonea o agita en el escenario ni ocupa un casillero en el vestidor.
La biografía, la escritura de una vida, es una rama de la historia. Requiere de un gran esfuerzo y, por tanto, cuando se realiza ese esfuerzo, se espera que el sujeto tenga algún significado para la historia en su totalidad. Sin embargo, excepto por la enciclopedia de los muertos, tal y como la imaginó Danilo Kiš, donde todos los obituarios ya se han escrito o están en meticulosa construcción, la mayoría de la humanidad se encuentra en tumbas que nadie visita y no han dejado tras de sí nada de su antigua existencia salvo una marca borrosa en una piedra, justo como escribió George Eliot. La futilidad es la emoción reinante en los velorios.
Los asesinos del César no lo acuchillaron con sus almas. En el Hades, sus sombras no están manchadas con la sangre de su víctima. Esa sangre cubrió y tiñó sólo sus armas.
La biografía, la escritura de una vida, es una rama de la historia, pero una rama rota, quizás arrancada sin piedad desde el tallo, en el momento en que Montesquieu dirigió la mirada del historiador hacía temas más vastos y hacía los aspectos sociales que, según creía, eran la raíz de los rasgos del individuo.
Sin embargo, si tengo un dolor de muelas, es ante todo mi propio dolor, aunque tu estés mejor informado sobre la inflamación; si mi corazón se duele, ese dolor es único, aunque su pesadez no haga inclinarse siquiera ligeramente a la balanza; si tengo miedo, no puedo decir fácilmente que compartes mi miedo o entiendes mis sentimientos, pues, ¿cómo puedo saber cuales son tus sentimientos? ¿No es ésta nuestra amarga queja? ¿No es así como rechazamos a la compasión — un dulce rancio en un plato aún más rancio? Para alcanzar nuestra muerte hay mil formas parecidas, científicamente parecidas, pero en el interior de ese apagarse de los sentidos hay un enorme temor que no pertenece a nadie salvo a nosotros; un temor enorme como el encuentro con una rata, tan gordo como un ídolo oriental, barbudo como un antiguo guerrero nórdico, pero tan difuso e inútil como una pelusa. No podemos hacer historia con eso.
El conocimiento tiene dos polos, que siempre son opuestos: el conocimiento carnal, como la imposición de manos, el analizar un asunto por la cola o por el rabo, las medidas de de masa y movimiento, la gradación de un impacto severo, el conteo de provisiones; y el conocimiento espiritual, sensación intangible experimentada en nuestro interior, contra la cual luchamos como una distracción, un escenario en el cual declamamos el monólogo monótono de nuestras vidas, siempre gobernado por nuestras mareas, insinuaciones, motivos, compromisos, por nuestras tentaciones, secretos, penas y por el orgullo.
La autobiografía es una vida que se escribe a sí misma. ¿Cómo si ya hubiese terminado? ¿Como va pasando? Las biografías a veces se escriben con ayuda del biografiado y estas, por tanto, también tienen un final abierto, incompleto, pues la muerte es la que normalmente sirve de resumen, las campanas doblan por la historia bajo la cual será enterrado el occiso, con la creencia de que él o ella resucitará el día de la publicación, todos los hechos antiguos transformados en páginas, cada rasgo una hábil descripción, toda cualidad del personaje una anécdota, la mente resumida en una frase ingeniosa, la historia del héroe o de la heroína que se va, no al cielo, sino al anaquel de la librería.
Si pasamos rápidamente de un lado de esta instancia hacia su negación —de la idea de que sólo yo puedo conocerme a mi mismo a la idea de que sólo otro puede verme como en realidad soy— nos convenceremos con facilidad de que ni el autoconocimiento ni ninguna otra forma de conocimiento es posible y, ya convencidos, nos derrumbaremos aturdidos sobre el piso. Por supuesto, si permitimos que ambas posiciones se confronten y observamos cómo ambos tipos de información se complementan y tienen el mismo valor, podríamos concluir que para tener toda la historia, tanto la visión externa como la interna son necesarias. Esa era la solución de Spinoza. Suele ser buena idea hacerle caso a lo que Spinoza dice.
¿Cómo comienza una autobiografía? Con la memoria. Y la consecuente división del ser en aquello que fuimos y aquellos que somos. Aquello que somos tiene la ventaja de haber sido alguna vez aquello que fuimos. Aquello que fuimos está, además, a merced del ser presente, pues puede no querer recordar su pasado, o puede desear que aquello que fuimos fuese distinto de cómo en realidad fue, y en consecuencia alterar su descripción, puesto que aquello que somos es quien escribe la historia y tiene ventaja. Cada momento, un fragmento del ser se desliza hacia el pasado, desde donde sólo se recordará parcialmente, si acaso; con distorsiones, si acaso; y después será deformado aún más, con omisiones más graves y giros inesperados provocados por la pluma, de forma que su texto será leído más tarde de forma inexacta, sistemáticamente malinterpretado y luego usado en una nueva versión, quizá la del biógrafo empeñado en revisar las nociones habituales sobre ti y rodeando a su sujeto de estudio consigo mismo, como Sartre rodea a Genet, como un suburbio rodea la ciudad y lentamente le chupa el tuétano.
El autobiógrafo piensa que conoce al sujeto de su obra y por tanto no necesita crear un calendario del tipo del que el biógrafo se ve obligado a compilar para poder presumir que sabe todo lo que su sujeto hizo cada día de su vida incluyendo el jardín de niños y su primera pelea. El autobiógrafo tratará los documentos con menos respeto del que debería y ciertamente no se investigará a sí mismo como si hubiera cometido un crimen y debiese ser capturado y condenado; en cambio, se sentirá complacido al saber que ha preparado su defensa con antelación, porque entiende que todos los sujetos del biógrafo terminan tras las rejas. No. Él pensará que ha llevado una vida tan importante que es digna de alabanzas, y se cree lo suficientemente hábil en las presentaciones como para mostrarse correctamente. Ciertamente no comenzará su tarea pensando que ha llevado una vida fallida y ahora agrandará ese fallo. No será así, por supuesto, a menos que haya dinero de por medio y la gente pagará para husmear en sus errores justo como pagan para ver al hermafrodita en el circo —las mujeres a la izquierda, si son tan amables, los caballeros a la derecha, muchas gracias, todo tras una pudorosa capa de tela. Un autobiógrafo honesto es un milagro tan grande como tener dos sexos y ambos son fenómenos de la naturaleza.
El autobiógrafo tiende a ser parcial, a brincarse las partes aburridas y rodear los baches penosos. Los autobiógrafos se sonrojan antes de revisar su asiento de baño. ¿Existirá algún motivo para la empresa que no esté manchado por la presunción o por un deseo de venganza o por un deseo de justificarse? ¿Para poner un halo sobre la cabeza del pecador? ¿Para inflar un ego más allá de lo razonable? ¿Quién es lo suficientemente engreído como para encontrar diversión o una lección importante en sus antiguos errores? ¿O aspirar a ser un ejemplo para que los jóvenes lo sigan justo como los pájaros idiotas siguen a los normales en el vuelo? Haber escrito una autobiografía es transformarte en un monstruo. Algunos, Como Rousseau y San Agustín aprovechan esto para esconder tras la confesión el engaño. Por supuesto, como ha dicho Freud, siempre confiesan lo que en su alma están convencidos es su menor crimen.
Es muy común, en nuestra segunda infancia, recordar la primera. Nostalgia y pesar, lástima de uno mismo y viejas cuentas sin saldar compiten en nuestro interior para saltar bajo los reflectores y energizar cada escena. ¿Por qué es tan interesante decir, ahora que todos lo saben, “yo nací… yo nací… yo nací”? “Me cagué en los pantalones, fui traicionado, siempre saqué diez”. Los cronistas de la niñez son casi siempre deterministas sin esperanza. Sus personajes crecieron de cierta forma; es posible explicar cierto defecto actual por causa de esta herida o aquel golpe. Y qué tan común es que tanta modestia onanista termine por agotar al autor o hace que se aburra de su propio pasado y abandone los años posteriores. En ocasiones, el destino corta el hilo, y el autobiógrafo muere en su lecho de amor, todavía montado en la silla de su ego.
Ya que se considera mala idea escribir tu vida hasta que estés en la tumba y se empiecen a asomar los huesos, puedes elegir adelantarte, como lo hizo Joyce Maynard al escribir su crónica sobre lo que fue crecer en los años sesenta, en Looking Back, cuando tenía dieciocho. ¿Y por qué no hacerlo? Nuestros criminales son en su mayoría chiquillos; los chiquillos son el pedazo más grande de nuestros clientes, los más ingenuos, los más fáciles de convencer; y mucha de nuestra cultura es controlada, consumida y hecha para chiquillos de trece años. Willie Morris, al cumplir los treinta y dos años que representan “la mitad de su vida” de acuerdo a la solapa de su libro, esboza en North Toward Home una imagen del Sur “que no podría ser llamada hermosa”.
Muchas vidas son tan carentes de interés que el sujeto debe primero realizar alguna proeza como navegar alrededor del mundo o trepar una peligrosa montaña para elevarse de la existencia trivial y sólo entonces, después de haberse inventado una vida, puede escribir sobre ella. Es como si Satanás fuese a recordar su arrogancia frente a Dios, su expulsión del Cielo, su larga caída a través del éter, e incluso su aterrizaje en un mar de fuego sólo para entretenernos. No desafió a Dios solo para alcanzar los titulares. Algunos se muestran a sí mismos sólo como espeleólogos o jugadores de béisbol o actores u alpinistas, o crean la biografía de su negocio. Las vidas criminales abundan, así como las de los forajidos del Viejo Oeste. Otros, como Boswell, se mantienen al margen de los eventos, para poder decir más tarde “Yo estuve ahí y vi como el Rey Lear se volvió loco; puedo contarte sobre un rey que maldecía, lloraba, que llamaba a su bufón, que se sentó lentamente y triste suspiró…”. Sin embargo, en ocasiones el azar puede hacer que te encuentres en medio de algo importante, Saigón que se derrumba a tu alrededor como una torre de cartas, o, si la fortuna te sonríe, quizá tomaste un trabajo aburrido que terminó siendo más bueno que malo; después puedes contarlo, decir cómo se sintió luchar contra Grendel, o cómo olían los establos de Augías antes de que Hércules los limpiara, o de cómo tu camisa se manchó con la sangre de un presidente asesinado mientras lo acompañabas en su desfile; sí, la anécdota será valiosa para futuros viajeros que no deseen transitar ese camino.
Tenemos frente a nosotros el ejemplo, en apariencia noble, de Bernal Díaz del Castillo, que fue soldado en la armada de Cortés. Molesto por la incompetencia de anteriores cronistas, quienes no decían la verdad “ni al inicio, ni en el medio, ni al final”, escribió su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España e hizo la siguiente declaración en el prefacio de su obra honesta y poco pretenciosa:
Más lo que vi y me hallé en ello peleando, como buen testigo de vista yo lo escribiré, con la ayuda de Dios, muy llanamente, sin torcer a una parte ni a otra, y porque soy viejo de más de ochenta y cuatro años y he perdido la vista y el oír, y por mi ventura no tengo otra riqueza que dejar a mis hijos y descendientes salvo esta mi verdadera y notable relación, como adelante en ella verán.
Le creemos no sólo porque lo que escribe nos parece veraz, sino también porque, como Céfalo en la República de Platón, está casi libre del mundo y sus ambiciones, del cuerpo y sus deseos. Casi tan maravillosa es la crónica de la última expedición de Scott a la Antártica, contada por Aspley Cherry–Garrad en The Worst Journey in the World o la luminosa descripción de la vida en una isla desierta de las Filipinas, narrada por James Hamilton–Patterson en Playing with Water.
Mas éstas no son aún autobiografías, ya que están a propósito incompletas puesto que nadie quiere saber sobre tus padres sólo para llegar al sur de Francia, ni leer sobre tu matrimonio para poder disfrutar de tus aventuras en la jungla; además, muchas de estas memorias tratan en específico unas cuantas cosas vistas o vividas o de alguna forma logradas, por lo que se asemejan más al parloteo emocionado de un periodista que se ha encontrado por casualidad en un campamento de sanguinarios criminales (ya conoces la película) o que se encontraba en la plaza donde los mártires nacieron y, por lo tanto, su historia no puede acompañarse con el sufijo “auto”, pues, ¿dónde está el “yo”, el viejo “yo”, el dulce “yo”, el “yo”? (Aunque el llamado nuevo periodismo, en el que tanto Capote como Mailer participaron por un tiempo, transformó incluso a los reporteros en pronombres, lo cual desvirtuó a la profesión.)
Por supuesto, existen aquellos de quienes cada uno de sus pasos resulta trascendental, unos pocos cuya personalidad es tan compleja, redonda y elevada, que quisiéramos saber el cómo y el porqué; algunos cuantos cuyo talento es tan extraordinario, su sensibilidad desarrollada de forma tan rica, calurosa y amplia que pensamos con candidez, con mucha candidez, que debieron levantarse todos los días de la cama con la gracia de un acróbata, preparado el omelet del desayuno como si tuvieran gorro de cocinero, y andado camino del trabajo con la gracia de un bailarín. Pensamos que son dioses, o al menos Wittgenstein. Sólo porque sus medias rimas no huelen como algo que está podrido.
Pero nuestro autobiógrafo tiene toda una vida de conocimiento íntimo. Él sabe de acciones, grandes y pequeñas, que sólo él ha presenciado, que sólo él recuerda; a ella, la visión de una vieja golondrina le trae a la memoria un sabor, o aquella fragancia que le encantaba a su amante pero ahora sólo ella recuerda, o se acuerda de lo que sintió cunado miró por primera vez un huevo partirse o a su hijo golpeado; sí, seguramente Lincoln se acordó de la lluvia en el techo mientras firmaba la Declaración de Independencia; y ¿acaso no recuerdas cuando eras un joven precoz masturbándote frente a las ovejas aburridas; cómo la paja se metía en tu suéter y una humedad misteriosa oscurecía el cuenco de tus rodillas? Pero, ¿de que podrían servir estas sensaciones a un verdadero biógrafo, cuyo único interés en la forma en que viviste se debe al peso de tus acciones? Y cuyo interés en lo que hiciste está ahí principalmente por las complejidades hacía las cuales apunta.
Entre el objeto y el ego, nos balanceamos. Cuando el autobiógrafo dice “Yo ví”, quiere que lo que su percepción le reporta modifique a su ego y no sólo que ocupe su mirada; es el profeta orgulloso de haber hablado con Dios, no el testigo ansioso de describir el atuendo divino y cuáles hojas fueron las que se agitaron cuando el arbusto habló.
Pero ahora, hablemos un poco de la corrupción de la forma. Hace mucho tiempo, la historia sólo se interesaba por aquello que se consideraba importante, junto con los agentes de estas acciones, los maquinadores de eventos significativos y las fuerzas que estos acontecimientos reclutaban o expresaban. Los historiadores la pasaban mal decidiendo si la historia era el resultado de de hombres u acciones notables o la consecuencia directa de fuerzas poderosas, del clima, las costumbres y resultados económicos, o de estructuras sociales, alimentación, geografía y las misteriosas entelequias del Ser, pero sin importar quien fuese el líder, el líder era enorme, masivo, todo poderoso y ocupaba el centro de la atención; sin embargo, las máquinas comenzaron a replicar objetos y la gente menor comenzó a reproducirse con tanta velocidad que ni las guerras ni las hambrunas podían reducir su número y la democracia llegó para halagar a las multitudes y decirles que ellos gobernaban y el comercio floreció, las ventas aumentaron y el dinero se transformó en el dios resucitado; entonces, la masa reemplazo a los individuos importantes, lo trivial asumió ese trono que no es sino una silla plegable en un estudio de cine, y la historia comenzó a interesarse en chismes, no en leyes, prefiriendo las mentiras sobre las vidas privadas sobre los propósitos del destino.
Mientras ocurrían estos cambios, especialmente durante el siglo XVII, la novela llega para entretener principalmente a las señoritas de clase media y darles un sentimiento de importancia: sus modales, sus preocupaciones, sus quehaceres habituales, sus aspiraciones, sus sueños románticos. La novela se alimentaba de los poco importantes e imitaba a la realidad como un payaso cruel. Moll Flanders y Clarissa Harlowe reemplazaron a Medea y Antífona. En vez de aventuras verdaderas, ahora están de moda las inventadas; en vez de viajes peligrosos, Crusoe nos lleva a través de sus días; en vez de las biografías de ministros y señores, tenemos fardos de cartas falsas que nos hablan de seducción y traiciones. Bienvenidos sean al extraordinario drama de la falsa vida ordinaria.
Los historiadores tenían a la mano, entonces, todas las herramientas para sacar ventaja. Ahora la divertida anécdota y el chisme salaz también ocuparían sus páginas. La historia era humana, personal, llena de detalles concretos y tenía todo el suspenso de una revista periódica. La historia y la ficción comenzaron su cópula vulgar o, si se prefiere así, su danza demoníaca. Las técnicas de la ficción infectaron la historia, a los materiales de la historia se los alimentó con la avaricia del novelista. En ocasiones es difícil diferenciar una de otra. Ahora, es difícil encontrar a alguien a quien esto le importe. En ninguna parte se encuentra esta mezcla tan bien mezclada como en la autobiografía. La novela nació de la carta, el diario, la crónica de un viaje; se siente viva al tomar la forma de cualquier memoria de la vida privada. De pronto, la subjetividad era el asunto de todos los sujetos.
No creo que deba asumirse que la historia, que siempre ha enfocado su atención en guerras y revoluciones, política y dinero, de cualquier tipo de conflicto (a la vez que ignora la mayoría de las cosas que han importado en el desarrollo de la conciencia humana, como el descubrimiento del silogismo, la creación de la escala diatónica y su original notación, o el taburete de tres patas, que será por siglos el asiento del pintor) haya encontrado su fin último con la retracción de su narrativa, pues ahora festeja la conciencia más mundana y simplona y maneja lo irrelevante con manos de mercader y lengua piadosa, como si vendiera seda.
Nuestra situación actual es divinamente dialéctica, pues somos espectadores del regreso a lo esencial del ser. Tenemos a Prince —que no es un príncipe, por supuesto— y a Madonna, que no es una santa madre, de seguro— estrellas en la constelación de estadios, arenas y pantallas de nuestra conciencia, mientras la historia se transforma en una tira cómica y la autobiografía y las confesiones de putas celulíticas y patanes agitadores cuyas vidas amarillistas se presentan para colmar nuestras ansías por fantasmas que subsisten sin merecerlo.
Si pensamos en escribir nuestra autobiografía de cualquier forma, ¿a dónde vamos a apoyarnos si no en nuestros diarios y bitácoras libros de citas y calendarios sociales? Ciertamente, pediríamos que nos devuelvan nuestras cartas y revisaríamos nuestras entrevistas para ver si dijimos lo que dijimos, si lo dijimos cuando ellos dicen que lo dijimos, entrevistas que quizá manchamos con nuestras indiscreciones.
Pero, ¿qué son estas cosas, las cuales sirven como fuente de muchas autobiografías? Hay una diferencia entre bitácora, diario y libro de notas, justo como hay una diferencia entre crónica, memoria, viaje y testimonio, entre una media vida y un pedazo de vida y una vida completa, y estas diferencias deben de tomarse en cuenta, no para mostrar docilidad ante los géneros, limitar los tipos, u oponerse testarudamente a cualquier mezcla de formas (lo cual ocurrirá de cualquier manera), sino para que la mente se mantenga libre de confusiones, ya que para disfrutar de un fragante estofado no necesitamos olvidar la diferencia entre cebollas y zanahorias, o, cuando compongamos nuestra apología, no necesitamos olvidar la diferencia entre un diario, una carta y una nota a la sirvienta.
La bitácora exige registro diario y no es propio dejar para el martes una nota que estabas demasiado cansado para anotar el sábado. Sus páginas están circunscritas como lo están las horas y sus espacios deben ser llenados con hechos, anotaciones, empujoncitos para la memoria. El estilo de la bitácora es puntual, sin hilos. “Jill no me ha llamado en tres días. ¡Por Dios! ¿La habré perdido?”. “Vi a Parker de nuevo. Es el mismo de siempre. Qué bueno que nos divorciamos”. “Por fin terminé a Proust. Chamapaña”. Has faltado ya a las demandas de la forma si con culpa llenas los días faltantes como si los hubieses llenado a tiempo.
El diario también sigue el paso del calendario, pero su haz es más amplio, más circunspecto y meditativo. Los hechos disminuyen de importancia y se reemplazan por emociones, cavilaciones y pensamientos. Si tu diario está lleno de información, no tienes vida interior. Exige oraciones, aunque no tienen que estar pulidas. “Me enojé conmigo por quedarme junto al teléfono, esperando la llamada de Hill, que no me ha marcado en tres días. Dijo que lo haría, pero ¿estaría diciendo la verdad? ¿Me atreveré a llamarla, aun cuando ella me lo prohibió expresamente? No quiero perder a un cliente que gasta tanto como ella”. “Parker vino a la tienda. ¡Qué horror! ¡Y pidió una docena de rosas! ¡No lo puedo creer! Sé que quiere hacerme creer que tiene a otra mujer. Dios, se veía tan demacrado como un soufflé desinflado. Nunca compró rosas para mí. ¡Qué bastardo!”. “Hoy fue un gran día, memorable, pues terminé de leer a Proust. Leí la última línea y el “tiempo” tuvo la última palabra, lo cual no fue una sorpresa. Ahora siento un gran vacío, una desilusión simbólica, como si se hubiera desinflado un soufflé”. Puedes revisar lo que has escrito en el diario, pero si lo haces antes de transcribirlo, ya estás comenzando a fabular.
Los Diarios de Virginia, por tanto, no son tales. Podemos ver en su caso, así como en el de Gide, la tiranía de del diario cuando, como en una bitácora, trata de registrar sólo su día a día, y podemos imaginar a su autor deseando que su vida tenga algo digno de poder escribirse, soportando el día sólo para poder escribir unas cuantas palabras por la tarde y preocuparse por si sus sentidos serán sensibles, sus pensamientos valiosos y escribir unas cuantas elegantes frases en una nota más.
Con el cuaderno de notas se rompe la cronología. Las entradas no requieren fecha. Puedo poner lo que quiera, incluso los pensamientos de otros. El libro de notas es un taller, un escritorio, un archivo. En el mío encontrarán los títulos de ensayos que espero algún día escribir: «El soufflé como un símbolo de la esperanza frágil.» Los cuadernos de Malte Laurids Birgge no son tales, pues el lenguaje está demasiado trabajado, los episodios arreglados de forma artística, la percepción tiene demasiada profundidad poética y no hay suficiente desorden; sin embargo, si bien los Cuadernos ficticios de Rilke en realidad parecen diarios, los Cuadernos de Henry James lo son en verdad: un lugar para tramar novelas, elucubrar problemas, considerar estrategias y planear ataques.
Los tres tipos de notas —bitácora, diario, cuaderno— dependen de la privacidad. No deben ser leídos por nadie más, pues en ellos se está emocionalmente desnudo y su forma es desordenada. Al contrario de la carta, no tienen destinatario; no buscan de su publicación; y, por tanto, se presume que son más veraces. Sin embargo, si ya tengo planeada mi inclusión en la historia; si ya se que, cuando me vaya, mis notas serán revisadas, interrogadas y comentadas, puede que comience a sembrar entradas que me rediman, reacomodar páginas, torcer las anécdotas, planear pequeñas venganzas, revisar, mentir y quedar bien. Entonces, como soliloquios shakesperianos, serán declamados ante el mundo.
Ninguno de estos tres —bitácora, diario, cuaderno— es una autobiografía, aunque son de carácter autobiográfico. La memoria suele ser una recuerdo de otros lugares o personalidades, y su énfasis está en lo exterior: de la súbita aparición de Ludwig Wittgenstein en Ithaca, Nueva York, por ejemplo o de cómo César dijo “tú también” antes de caer o de cómo era estar en la cama con Gabriela D’Annuzio. Incluso cuando la atención principal de la memoria es hacia lo interior, el alcance suele ser limitado (cómo me sentí cuando la reina se desvaneció por primera vez) y no lo suficientemente amplio como para abarcar toda una vida. Lewis Thomas toma los setenta y cinco años de una vida, que, asume, son la materia de la autobiografía, y primero elimina los veinticinco años en que estuvo dormido, y luego elimina de las horas de vigilia todas las inútiles u ociosas para alcanzar un total de 4,000 días. Cuando descuenta las memorias borrosas, las reconstrucciones favorables y otros errores, su cuenta baja todavía mucho más. Los momentos indelebles que quedan ocuparán cuanto más una ráfaga de treinta minutos. Estos pedazos, dice, son el sujeto apropiado de una memoria.
¿Qué eliminar? Que leo el periódico. ¿Qué eliminar? Qué hoy comí patatas. ¿Qué eliminar? Qué guardé mis mocos durante años. ¿Qué eliminar? Mi segundo intento de circuncidarme. ¿Qué eliminar? Las tiendas donde compré zapatos, mi miedo a los ojos rojos de los conejos. ¿Qué eliminar? Lo que me sobaja; lo que no me distingue de los demás: el movimiento de los intestinos, películas favoritas, botellas de whisky. ¿Qué salvar? Lo que me hace único; mejor aún, lo que me hace universal; lo que ayuda a mi reputación; lo que no apene a ese yo que investiga y recuerda.
Y si hacemos una colección de estas memorias, permanecerán como cuentas sin hilar, porque el autobiógrafo tiene que depender de aquello que no puede ser ni es recordado, tanto como de lo que sí lo es: Nací; tuve una tos terrible antes de cumplir tres años; mis padres llegaron a Sunnydale de Syracuse en viejo Ford. La obra de Edgard Hoagland, Learning to Eat Soup, captura este proceder de manera perfecta, compuesta como está de párrafos construidos de memorias: globos inflados por el pasado:
Mi primer recuerdo abiertamente sexual es estar de rodillas en el pasillo afuera de mi salón de clases de quinto grado limpiando el piso y Lucy Smith para frente a mí con una blusa blanca y una falda negra, mirándome.
Mi primer recuerdo es de cuando estaba en un tren que se descarriló en una tormenta una noche en Dakota cuando tenía dos años y escuché, mientras viajaba en una carreta hacía la lejana y tenue luz de una pequeña estación, que un niño de mi edad se había ahogado por respirar lodo. Pero quizá mi primer recuerdo de verdad apareció cuando mi padre estaba moribundo. Yo tenía treinta y cinco años y soñé vividamente que él me mecía y acunaba y abrazaba cuando yo tenía sólo unos cuantos meses, riendo feliz y sin poder parar.
Una buena parte de las cosas que recordamos proviene de pinturas y obras de teatro y libros, y algunas veces estos son en sí recuerdos, y algunas veces son recuerdos de libros u obras de teatro o pinturas… cuyo tema es el yo.
También los testimonios tienen poderosas intensiones impersonales. No sólo tratan de decir: Yo estuve aquí, vi grandes cosas, ahora permítanme entretenerlos con la angustiosa historia de ellas —de cómo sufrí, cómo sobreviví, recordé, pero seguí adelante— en lo absoluto, pues ellos, los testigos, estuvieron ahí por todos nosotros, estábamos ahí, parados en esa línea de cuerpos desnudos que avanzaban con lentitud, sosteniendo a nuestro hijo muerto en el pecho para esconder nuestros senos, sin mirar nunca a los otros en la fila, mascullando una plegaria como abandonados —sí, esta es nuestra mente adormecida, la miseria de la humanidad, ningún alma debería de soportarla, ni siquiera Jesucristo, aunque se dice que lo intentó.
Es saludable, incluso deseable, mezclar los géneros para escapar el confinamiento de las convenciones gastadas o para romper los moldes de modo que se puedan crear nuevas formas; pero intercalar ficción en la historia a propósito (en contraste con equivocarse sin querer) sólo puede hacerse para evitar su objetivo, la verdad, ya sea porque se quiere mentir, o porque se piensa que mentir no importa y la falta de rigor es una nueva virtud, o porque se tacha a la minuciosidad como un esfuerzo inútil, una preocupación fútil, puesto que todo está inherentemente corrupto, o porque una vida abrillantada venderá mejor que una sin adorno, así que pongamos unos cuantos adornos, o porque “¿qué es la verdad?” es sólo una pregunta retórica que suele preceder al acto de lavarse las manos.
No conozco nada más difícil que conocerte a ti mismo y después tener el valor de compartir las razones de la catástrofe de tu personalidad con el mundo. Cualquiera que honestamente esté contento consigo mismo es un idiota. (Tampoco es bueno sentirse totalmente miserable.) Pero un autobiógrafo no se transforma en ficción sólo porque las fabulaciones se colarán de una u otra forma o porque los motivos nunca son puros o porque la memoria en verdad se desvanece. No se transforma en ficción simplemente porque ciertos eventos o actitudes se omiten de forma deliberada o se tuercen con malicia o se fabrican con descaro, porque la ficción siempre es honesta y nunca trata de engañar. Se anuncia a sí misma: Yo soy ficción; no dependas de mi exactitud, no porque no sea confiable sino porque no trato de reproducir sino de crear.
Algunos tratarán de embellecer sus productos de pacotilla pretendiendo que son verdaderos y, entonces, cuando no logren aprobar ni la más breve revisión, como sucede con las películas JFK y Malcom X, evadirán su responsabilidad apelando sin gracia al “arte”. La ficción y la historia son disciplinas distintas, y ninguna de las dos concede permiso a incompetentes, oportunistas o charlatanes.
Después, en nuestro viaje por este mapa, encontramos a la autobiografía disfrazada de ficción, supuestamente para prevenir demandas. Pues si el disfraz no resulta aparente, ¿cuál es el objeto de la autobiografía? Y si lo resulta, ¿cuál es el objeto del disfraz? Conrad Aiken, quizá para resultar más objetivo, quizá para insultar sólo a aquellos que entendieran el código, escribió Ushant (un análisis de su relación con Malcolm Lowry) en tercera persona. Lo confiesen o no, muchas novelas son autobiografías disfrazadas —se dice con frecuencia— y la gran ventaja de esta estrategia, además del hecho de que el novelista sólo necesita recordar lo primero que le salte a la mente y así evitar el sufrimiento de la erudición, la carga de la justicia, la verdad como meta, es que el narrador de la novela puede lloriquear y gruñir y hacerse el tonto sin por ello manchar automáticamente a la persona del autor, quien de otra forma sería mostrado como un ser malicioso, olvidable, banal y barato.
Sin embargo, no deberíamos confundir el sustantivo con el adjetivo. Una obra de ficción no se vuelve autobiografía sólo porque algunos de sus elementos son autobiográficos; la autobiografía no es una forma de la ficción sólo porque algunos de sus pasajes son erróneos o engañosos o metafóricos. Justo como cualquier cosa llamada filosofía puede asumirse filosófica sin mayor aclaración, describir un texto como autobiográfico implica que no es una biografía del yo para el yo, sino que está empleando técnicas o actitudes o datos similares. Y, normalmente, no tendríamos que estudiar lo autobiográfico para decidir lo que debería de ser una autobiografía. Eso implicaría poner al calificativo antes que al sustantivo. Y el calificativo no tiene el peso del caballo o el grueso de la carga en la carreta.
Tal vez el peor uso del adjetivo atañe a los textos inconcientemente epifánicos. Cualquier palabra, cualquier gesto, cualquier acto puede revelar un fragmento de la naturaleza interna de su agente y si buscamos la oscuridad, la mejor forma de alcanzarla es mediante clichés, tras de la conformidad, por medio de la inmovilidad o de cualquiera de esas respuestas que son tan requeridas por la ocasión que no permiten la individualidad: mirar al toro desde la barrera, respondiendo “hola” al “hola” y “bien” al “cómo estás”, muriendo cuando te disparan al corazón. Pero si Kafka pone un punto en una hoja, pronto tramos de levantarla para ver el anverso. “Sí, lo miró al toro desde el ruedo, pero con elegancia femenina”. “Su ‘bien’ sonó tan insípido como un refresco sin gas”. “¿Te fijaste? No dijo ‘hola’ hasta que yo dije ‘hola’, de otra forma no me habría saludado y hubiese seguido patinando”.
Freud prefería examinar los pequeños indicios que acompañan a los comportamientos más intencionales —nuestros deslices, errores, nuestras penosas faltas— basándose en que estos eran libres de ser determinados por nuestro ser interior. Así pues, una pintura completamente abstracta puede revelar más de la naturaleza de un pintor que una calle detallada con realismo, porque en la calle la lámpara tiene que ir ahí, el letrero de la cantina allá, el vidrio emplomado debajo y la delega acera tendría que ir acompañada por el empedrado.
Sin embargo, la autobiografía es otro asunto: es la revelación intencional que puede además, y por su carácter abierto, ocultar; pero no es una forma fundamental de ocultamiento que de vez en cuando falla. Y mientras más hábil es el artista es menos probable que aparezcan muchas epifanías, puesto que los requerimientos de la forma son mucho más demandantes que los de otras causas históricas y crean sus propios esquemas, sus propios atisbos, sus relaciones internas.
En la autobiografía, el yo se divide, no en un yo que registra, un yo que aplaude, un yo culpable, un yo que ensueña, sino en un yo que da forma: es la conciencia de uno mismo como una conciencia entre todas estas otras, una conciencia nacida mucho después que el yo al que estudia, un yo cuya existencia fue irregular, intermitente, por mucho tiempo, antes de poder lanzar un haz de luz sobre la vida ya vivida y encontrar en ella un patrón, como un campo segado visto desde el aire muestra la geometría en el camino del tractor.
Cuando recordamos una vida debemos recordar que hay que recordar la vida que vivimos, no la que recordamos. Puesto que primero está el niño atolondrado, el niño inconsciente, el niño feliz, jugando en las calles devastadas por la guerra, robando anillos de dedos sin vida, orinando en los escalones del sótano, presumiendo a sus amigos los horrores que ha presenciado; y luego está el anciano en que se convertirá, mirando al pasado, horrorizado por los horrores de los que fue parte, escandalizado por lo atroz de todo aquello o, por el contrario, burlándose de aquellas parcas lágrimas derramadas por un globo pinchado —nada importantes para el viejo observador que escribe las palabras “globo pinchado”, el cual, cuando esas lágrimas tuvieron lugar, significaban la desolación total y el primer atisbo infantil de lo frágil que son el mundo y sus placeres. Sobre aquella niña, la autobiógrafa no debe imponer su conocimiento de la lengua griega, sus recuerdos de la deportación, el fascismo de su padre, los recuerdos de los muchos hombres que tuvo que rechazar; pero tampoco puede mirar al pasado ignorando la persona que ahora es, como si no supiera leer o escribir, como ahora sabe, sólo porque recuerda la muerte de su padre y como se sentó por horas frente al fuego en su silla favorita, enfriándose por dentro tras la calidez de aquellas llamas familiares y amigables.
Entonces, ¿debemos de tratar, primero, de describir la naturaleza de este historiador que rasca la costra de su propia historia? Y para hacerlo, ¿no tendremos que dividirnos nuevamente, como el Monsieur Teste de Paul Valery imagina, transformándonos en el observador de nuestro yo presente, el así llamado autobiógrafo?; el yo cuya existencia no tiene más de… ¿seis horas? Ya que fue entonces cuando decidimos escribir la historia de nuestra vida… ¿diez días? Ya que fue entonces cuando nuestra pareja abandonó la casa para siempre… o ¿ocho semanas? Ya que fue entonces cuando se descubrió que nuestra riqueza se obtuvo por medios fraudulentos… o ¿veinte años? ¿Ha pasado tanto tiempo desde que cambiamos? Si es que acaso lo hemos hecho; si no hemos sido Sir Walter Scott, autor de Waverley, desde el día en que nacimos, cuando la enfermera se acercó a papá y dijo: señor, ahora es padre de un niño inquieto, autor de Waverley, que pesa sus buenas siete libras; como si nuestros libros estuvieran en los genes tanto como en nuestras descripciones definitivas.
Esa sugerencia no es del todo ridícula. Cuando, en filosofías previas, se discutía la existencia del alma o del yo, se hacía notar que el nombre de pila nos enunciaba como sujeto y no como predicado; que el sujeto era esa sustancia duradera e invariable a la cual ocurrían los accidentes de la vida y que si no hubiese tal, y el yo fuese tan variante como una nube, no habría un núcleo alrededor del cual nuestras características nos rodearan como carromatos, no habría título que poner al texto de nuestros días y nuestros actos. La autobiografía (sujeto) era la búsqueda y definición de ese yo central (que quizá sea genético), mientras que lo autobiográfico (adjetivo) se interesaba por la causa del predicado y sólo se ocupaba con los accidentes del tiempo y el espacio, las vicisitudes de los instintos.
En la lectura, ¿no nos hemos encontrado en ocasiones con un pasaje que captura —perfectamente, pensamos— un momento de nuestras vidas? ¿En un lenguaje apropiado y más allá de nuestra propia imaginación? ¿No podríamos entonces anotar estos pasajes, arreglarlos, si nos parece apropiado, de forma cronológica, como sugiere Walter Abish en su brillantemente edificado 99: The New Meaning? De esta forma no mostraríamos las diferencias entre nuestras vidas, sino sus similitudes, sus igualdades, su confortable banalidad. Tres o cuatro o cinco de estas compilaciones serían suficientes para suplir a todas las historias personales.
Y sí —como sospechábamos— era el sustantivo yo central quien nos observaba mientras el ser externo se afeitaba (y no el espejo); y si era ese mismo ojo habilidoso el que nos miraba a través de las evasiones de la vida cotidiana; y si éste fuera atemporal, invariable, a través del primer acto sexual, el divorcio, el segundo matrimonio; entonces existe una buena posibilidad de que también sea el autor de toda verdadera autobiografía; es el yo sin edad que compila la historia de su Otro que envejece, sin piedad, como debe ser, distante, inmune a los halagos; y si es así, ¿no será que somos conjuntamente humanos en vez de apenas animales de la misma especie, porque ese observador insomne, como un ojo en el cielo, como Dios se envaneció alguna vez en ser, es, en cada uno de nosotros, prácticamente Uno y el mismo, inalterado e inalterable, incluso en Mozart o Montovani, el piadoso Spinoza o la bestia de Belsen?
(July 30, 1924 – December 6, 2017) es novelista, ensayista, crítico y profesor de filosofía. Es autor de tres novelas y siete libros de ensayos. A Temple of Texts (2006) ganó el Truman Capote Award for Literary Criticism. Y su novela The Tunnel (1995) recibió el American Book Award. Publicó este ensayo en mayo de 1994 en Harper’s Magazine. Ver más
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