Servicio de alta mar

“¿Cómo se le dice a un kiwi que tiene un harén?” preguntó Bernie por el intercomunicador sin apenas esperar una respuesta. “Pastor.”

“Muy agudo, Bernie,” le dijo Antón. Tiró suavemente de la palanca de paso variable y nos elevamos por encima de la pequeña laguna y los arbolitos desvaídos, camino de la costa. Me incliné hacia adelante y pude ver la arena, atigrada durante la marea baja.

Bernie se giró hacia mí. “Estás muy callado ahí detrás, Kiwi.”

“Estoy bien.”

“Es la primera vez que subes en uno, ¿verdad?”

“La primera que vuelo en uno, sí.”

“Un pájaro solamente se siente vivo en el aire”, me dijo, y pareció satisfecho de su momento Zen. Para luego añadir: “Excepto si se trata de un kiwi…”

Bernie me recordaba a los hombres con quienes había hablado en las minas. Tenía el mismo color de piel, excesivamente rojiza, e iba vestido como ellos, con una camisa de manga corta, unos pantalones cortos habanos y botas de puntera de acero. Antes de que empezara con sus chistes, antes de que abriera la boca, yo ya sabía que no me caía bien.

Dejamos a un lado la segunda de dos pequeñas islas y torcimos a la derecha. Atisbé por vez primera los cargadores de carbón en el extremo de dos estrechos muelles que parecían curvarse con la Tierra. Había tres barcos atracados, cargando carbón. En el puerto había docenas de barcos anclados, algunos de ellos no eran más que puntitos en el horizonte. Pasó otro helicóptero a nuestra izquierda, de regreso a la costa.

“Nuestro destino es aquél”, dijo Antón para provecho mío, mientras señalaba un buque de casco rojinegro y mugriento que se hallaba en mitad del fondeadero.  “El Santa María. Es un Panamax. Siete bodegas, solamente. No es tan grande como los de cabotaje, que pueden llegar a tener nueve bodegas y hasta trescientos metros. En éste, la cubierta de aterrizaje queda hacia popa.”

“¿Y eso no lo hace difícil cuando el mar está picado?” pregunté. “El barco se moverá menos en el centro.”

Vi cómo Bernie y Anton intercambiaban miradas en los asientos de delante.

“Es verdad”, dijo Bernie, “pero estas criaturas aguantan bien un poco de movimiento.”

“Y no es que esta bahía sea famosa por su oleaje”, añadió Antón.

“Pero esto de aterrizar en el mar tiene su truco”, añadió Bernie, que se estaba animando. “El barco cabecea y se bambolea, la elevación de la pista cambia, y el otro mar, el invisible –el aire– que tira de ti y te empuja, como siempre.”

“El amigo Bernie puede pilotar cualquier cosa”, dijo Antón. “De ala fija, autogiros, planeadores. ¿A que sí, Bernie?”

“De todo, yo he pilotado de todo.”

“¿Por qué no estás hoy a los mandos?”

“Un momentito, muchachos”, dijo Antón, y se puso a hablar por la radio con el Santa María. Por lo que pude oír, le estaban dando información sobre la velocidad del viento en cubierta y otras variables. Miré abajo, al largo y estrecho barco que estaba delante de nosotros. Me recordó a la isla sur de Nueva Zelanda, tal y como aparecía en el pronóstico del tiempo en la televisión.

Anton cerró un interruptor en el panel superior y dijo: “Bernie, perdona, pero me parece que el chico te ha hecho una pregunta.”

“¿En serio?”

“A mí me gustaría oírlo otra vez. ¿Por qué no estás pilotando?”

“Sabes muy bien que ahora no puedo.”

“Si no se lo cuentas tú, se lo contaré yo.”

“Tú limítate a no mojarnos”, Bernie se dio la vuelta para mirarme. “No tengo ninguna licencia en estos momentos, Kiwi. No puedo ni conducir, ni pilotar.” Se volvió a girar hacia adelante, pero continuó hablando: “Una noche, me tomo unas cuantas copas en el pub, y me voy a casa en el coche, sin problemas, pero al llegar me encuentro con que la puerta de la calzada de la entrada está cerrada. Normalmente yo no me molestaba en cerrarla, sabes, de modo que voy a una buena velocidad y se pone en funcionamiento el instinto –el puto instinto equivocado– y en vez de pisar el freno intento tirar del volante hacia arriba. ¡Pum-bah!”,  dio una sonora palmada. “Resulta que ni siquiera era la puerta de mi finca”, y rompió a reír. “¡Esa noche sí que iba volado!”

En la cubierta del Santa María, entre la última bodega y el puente, había varios hombres en monos y cascos blancos, o en monos anaranjados y cascos amarillos, todos moviéndose de aquí para allá según una jerarquía inexplicable. Antón hizo un aterrizaje fácil.

“El mar invisible ha debido de estar cooperativo”, comenté, pero ninguno de los dos respondió.

“Venga pues”, dijo Antón mientras se quitaba los auriculares y se deslizaba fuera del helicóptero hasta poner un pie en una riostra que llevaba hasta los patines, “ya es hora de hacer de Papá Noel.”

Me quedé mirando las aspas, que seguían girando.

“Vamos, Kiwi”, dijo Bernie, dándome un empujoncito con el hombro, “no pierdas la cabeza.”

Me subí a los asientos delanteros, con cuidado de no golpear ninguno de los controles, y desembarqué por el lado de Antón. Este estaba descorriendo los pestillos de los compartimientos de transporte que Bernie y yo habíamos cargado por la mañana. Arroz, verduras frescas, periódicos en inglés y en chino, cuatro rollos industriales de papel higiénico y seis misteriosas cajas, con unos caracteres rojos impresos encima de las tapas, que nos había entregado un hombre asiático en el hangar.

Bernie rodeó el helicóptero y se acercó hasta nosotros, diciendo: “No es una carga demasiado interesante para el bautizo de Kiwi.”

“Diga lo que diga Bernie, tío, en el mundo del servicio de alta mar no hay solamente armas y putas.”

No me había pasado por la cabeza la posibilidad de que aquello tuviera un lado más sórdido.

“¿Cuánto tiempo estará este barco esperando?”, pregunté.

“Cuatro semanas, puede que cinco.”

“Pero eso, ¿no es una pérdida de tiempo? Hacer que el barco esté aquí, esperando. Y la tripulación, claro.”

“El transporte marítimo tiene sus cosas. No se puede hacer reserva. Uno tiene que llegar y esperar haciendo cola.”

“Mi señora puede hacer cita para un corte, lavado y secado con semanas de antelación”, dijo Bernie, mientras se alejaba para hablar con uno de los hombres en un mono anaranjado.

Miré los rostros de los hombres en la cubierta. No parecían demasiado desdichados por estar anclados a unos cuantos kilómetros de la costa después de pasar semanas en el mar. Supuse que era parte del trabajo.

***

La arrogancia propia de la juventud me llevó espectacularmente hasta algunos callejones sin salida. Uno de ellos fue mi plan de marcharme de casa tras completar la carrera de ingeniería para ganar cien mil dólares al año conduciendo volquetes por las minas del interior de Queensland. En Nueva Zelanda había visto algunos reportajes sobre la falta de mano de obra en las minas, los exorbitantes sueldos que pagaban, los fontaneros de veintipocos años que ya ganaban lo suficiente como para tener sus propios helicópteros y que regresaban en ellos a sus áticos de lujo de la costa a pasar fines de semana de tres días. Había leído los artículos de los periódicos sobre la insaciable voracidad de carbón de China, sobre las vías ferroviarias y los puertos que funcionaban por encima de su capacidad, y la enorme cola de buques cisterna que esperaban en alta mar para llenar los cascos del negro mineral. Eso era a mitad de la primera década del nuevo siglo, antes de la crisis financiera global y la hecatombe que siguió a medida que las economías cambiaban de quinta a primera marcha de la noche a la mañana, pero lo último que había oído era que las colas habían vuelto a formarse y llegaban a los cincuenta barcos.

Lo había visto todo tan claro mientras me preparaba para los exámenes finales. Dejaría a la familia, arrimaría el hombro y regresaría las próximas navidades por fin un hombre hecho y derecho a los ojos de todos. Compraría artilugios electrónicos caros para los hijos de mi hermana, licor de categoría para los adultos. Me encontraría con Katie Wallis en el Dux, solo por casualidad, y una cosa llevaría a la otra.

La realidad fue un tanto diferente. Me acerqué a las agencias de Mackay y aprendí rápidamente el vocabulario de las licencias de conducción de vehículos pesados y las pólizas de seguro de trabajo, el vocabulario que esos sitios emplearon para enredarme. En las minas no estaban dando trabajo a los novatos de piel limpia, independientemente de lo que dijeran los medios de comunicación. Aunque me hiciera con todos los documentos, me iban a hacer falta cinco años de experiencia en las minas simplemente para conducir un volquete Cat 769. Me pareció un farol, y me quedé para acercarme por los bares durante el fin de semana; me hice amigo de los que tenían pinta de supervisores y traté de engatusarles para abrirme camino en las minas. No era el único jovenzuelo arrogante que quería ganar cien mil dólares de manera fácil. Para los hombres de las minas, no éramos más que un entretenimiento. Cuando ya se habían divertido bastante, nos espantaban, igual que si fuéramos gaviotas.

Pero cuando hablé con los jóvenes mineros que estaban de permiso en la costa, me contaron una historia diferente.

“Tú súbete al coche y preséntate allí”, me dijeron. “No te dirán que no cuando te tengan delante.”

“Es parte de la prueba.”

“Es como una iniciación para los novatos.”

“Mi colega Iván”, me dijo uno de ellos, “se quedó durmiendo en el coche tres noches seguidas, pero al final le dieron trabajo de conductor. Y ni siquiera tenía zapatos de puntera de acero.”

“Pero si no tengo coche.”

“Joder, tío. Tienes excusa para todo.”

De modo que me compré un viejo Ford Falcon por ochocientos dólares. Bajo del capó hacía un ruido como de batidoras de cocina, pero me llevó hasta Goonyella. Me rechazaron igual que hicieron en Mackay: tres mañanas seguidas con mi mirada de inocente, el título de ingeniero, el acento forzado de Kiwi y todo eso. Me dijeron que probase en Callide, pero eso quedaba a seis horas al sur en coche. En vez de eso, probé en todas las explotaciones en los alrededores de Moranbah y Coppabella. BMA, Anglo, Macarthur: en todas me dijeron que no. Me fui al norte a una mina de Xstrata en Collinsville, y allí me ofrecieron un trabajo en la cafetería. Por entonces ya andaba pelado y tuve que aceptarlo. No es que fuera buen cocinero, pero tampoco me hacía falta: lo más grande que había que cocinar era un almuerzo que requería tostar un trozo de bollo y ponerle encima unos espaguetis de lata recalentados marca Heinz, una loncha de queso y un huevo frito. Duré dos semanas y entonces regresé renqueando a la costa. Terminé harto del interior. Incluso si hubiese hecho migas con algún pez gordo de BHP de la ciudad y me hubiese ofrecido un trabajo y me hubiese prometido que se hacía cargo de todas mis licencias, le habría dicho que se lo metiera donde le cupiera. Mi optimismo había dado todo de sí una y otra vez allí en la cuenca minera, durmiendo en el asiento trasero del Falcon –después de que caía la noche, la temperatura se acercaba a los cero grados, y la espuma cauterizada se salía por entre los tajos de la tapicería y me iba cayendo encima como una ducha– y finalmente el optimismo se resquebrajó. Ni hablar. Pueden ustedes quedarse con toda esa arena rojiza, sus serpientes y su carbón. Por lo que a mí concernía, el continente entero podía ser un atolón gigantesco, y sus entrañas una maligna laguna poblada por criaturas hambrientas y venenosas.

Es curioso lo que pueden hacerle a uno demasiadas respuestas negativas.

Pero todavía no podía volver a casa. No sería un hombre hecho y derecho a los ojos de nadie. Y así es cómo terminé trabajando para Antón, haciendo el servicio de reparto para los buques carboneros que estaban anclados a cierta distancia de la costa, verdaderas islas temporales. Allí los hombres estaban desamparados, removiendo unos fideos secos con verduras hasta que llegábamos nosotros y les traíamos más, o conseguían un atracadero en Hay Point o en Dalrymple Bay.

Me alojé en un camping para caravanas cerca de Nebo Road, y arrendé una caravana semana a semana. Era una cosita cromada, diminuta y adornada con unas pequeñas aletas; era una especie de bala de plata, una solución mágica y estilizada que uno esperaba encontrarse en los viejos dibujos animados de Warner Brothers, pero no en Mackay, no en la vida real.

La caravana no tenía televisor, y por alguna extraña razón los encargados del camping cortaban todas las noches la luz, justo a las diez de la noche, lo cual significaba que ni siquiera podía leer. Después de haberles hecho un poco la rosca a los mineros, los bares de la ciudad ya no tenían mucho atractivo para mí, así que me dio por acostarme temprano. Aun así, había veces que me despertaba en mitad de la noche con ganas de echar una meada y tenía que buscar a tientas en la caravana las chancletas y las llaves del edificio de los baños, y luego la puerta. Como estábamos tan al norte, y como en Queensland no tienen horario de verano, me daba la sensación de pasarme la mitad de la vida a oscuras.

Además de los viajes de abastecimiento, la empresa de Antón realizaba las transferencias de los prácticos –llevaban al piloto de la autoridad portuaria para que guiara al buque hasta el punto de atraque con total seguridad– pero para estos viajes no les hacía falta un par de manos extra. A Bernie le iban a devolver la licencia de pilotaje en un par de semanas, y a partir de entonces él y yo haríamos el servicio de alta mar con el Bell Jetranger 206, mientras que Antón se encargaría de las transferencias de prácticos en un Robinson R22, más pequeño. También empezó a pasarse más tiempo en la oficina, intentando montar en la empresa una sección de adiestramiento de pilotos de helicóptero, No éramos la única compañía que se dedicaba a ese servicio en la bahía, y Antón sabía que era demasiado arriesgado confiar en demasía en que siempre habría una larga cola de buques carboneros. Pero había muchísimo papeleo y seis meses más tarde, cuando me deportaron del país y todo se fue a la mierda, todavía no estaba registrado.

Mi trabajo requería comprobar que teníamos todo lo que había pedido un barco, cargarlo en el JetRanger, descargarlo una vez estuviéramos a bordo y aguantar a Bernie. Visitábamos dos o tres buques en cada viaje, dando saltitos de uno a otro haciendo las entregas, tomando nuevos pedidos, recibiendo peticiones sorprendentes en un inglés macarrónico, que nos pedían “palos largos de fuego” o “negro para zapatos”. Según fuera de larga la cola, haríamos dos o tres descargas en un buque mientras permanecía anclado en la bahía. Y una mañana salías hacia allí, y en el lugar donde había estado el Monte Cervantes había ahora un hueco, o puede que otro buque ya hubiera ocupado su puesto.

La mayoría de los buques eran de Hong Kong, según decían las letras grandes pintadas en sus proas. Los hombres de los monos eran una mezcla de nacionalidades asiáticas en su mayoría, aunque con frecuencia los oficiales eran europeos: noruegos, holandeses, ingleses de acento presuntuoso. Las mayoría de los barcos se iban a Japón o a Corea tan pronto los llenaban de carbón, aunque el acero que ayudaría a producir terminaría sin duda alguna en China.

Era curioso el cambio que le sobrevenía a Bernie cuando estaba pilotando. Mantenía la conversación, pero desaparecían las chanzas y su extravagancia de dipsomaníaco. Se limitaba a oír, y quién podría echárselo en cara, con los cientos de cosas a las que tenía que prestar atención allí arriba en ese mar invisible. Me sentía seguro con este Bernie a los mandos. Pero en cuanto aterrizábamos y se quitaba los auriculares, podías apostarte cualquier cosa que tenía preparado un chiste de ovejas y kiwis. También tenía chistes de sobra para las tripulaciones asiáticas. Les decía, mirándolos a los ojos: “¿Cómo se dice en chino «chino subnormal»? Sin-Tol-Niyo.” Si lo entendían o no, los tripulantes, tanto los de mono naranja como los de mono blanco, reaccionaban del mismo modo, es decir, no reaccionaban. Incluso en medio de los trapicheos que hacía Bernie con pequeños grupitos a escondidas del puente de mando, levantaba de pronto la voz y proclamaba: “El otro día en el Annoula jugué con ellos a la versión china de Mira quién baila; pero carajo, ¡es imposible! ¡Son todos iguales!”

Las restricciones de inmigración implicaban que no podíamos llevar a la ciudad a ningún miembro de la tripulación en el vuelo de regreso. A la segunda o tercera visita uno podía darse cuenta de que se estaban volviendo locos. Se ponían los cascos de lado, o se subían los camales de los pantalones hasta las rodillas. Sus peticiones se hacían menos discretas. Bernie podía mantener satisfechos a los pocos que querían drogas, pero la vasta mayoría de ellos ansiaba la compañía de mujeres.

Un par de semanas después de recuperar la licencia, Bernie llegó al hangar con dos personas.

“Kiwi, te presento a Yanna y Félix. Yanna y Félix, este es Kiwi.”

“Matt”, dije yo, ofreciéndole la mano a un Félix excesivamente hinchado, un adicto al gimnasio, la clase de tipo que nunca ha ganado una pelea, pero a quien no vas a darle la ocasión de que lo haga. Félix siguió igual, con sus musculosos brazos cruzados, sin decir palabra. Observé que sujetaba una pequeña bolsa de deportes de cuero blanco, que supuse le pertenecía a Yanna. Me volví hacia ella y dije hola.

“Hola”, dijo ella. Llevaba unas botas blancas que le llegaban hasta las rodillas y un conjunto blanco –supongo que podría llamársele vestido– que le cubría los pechos con dos tiras verticales de nailon elástico, pero que dejaba al aire todo el resto de cintura para arriba. Tenía pinta de hermanita pequeña malograda. Más caliente que un horno: delgada, morena, juguetona –hubo un tiempo en que ella lo sabía, pero era esto a lo que la había llevado.

Terminé de cargar los compartimentos mientras Bernie le mostraba a Yanna el JetRanger, explicándole la diferencia entre los motores de pistón y los de propulsión a chorro, o por qué no importa demasiado el número de aspas que tenga un rotor, que giran en direcciones diferentes según el país donde hayan fabricado el aparato, y cómo todo eso confunde mucho al piloto. Yo llevaba trabajando con él ya un mes y no me había explicado nada de eso ni una sola vez.

“¿Estamos listos, Kiwi?”, preguntó.

“Sí.”

Ayudó a Yanna a subir a la cabina y Félix la siguió a los asientos de detrás. Yo me senté delante, al lado de Bernie. Mientras nos dirigíamos hacia el Orient Athena, un barco que habíamos visitado hacía solamente cuatro días, me giré hacia atrás y observé a Yanna, preguntándome si tendría frío con ese traje tan ajustado. Ella estaba mirando por la ventanilla, embelesada por el mar, del modo en que solamente puede estarlo un primerizo. Me giré un poco más para mirar a Félix, que estaba sentado justo detrás de mí. “¿Todo bien, Félix?”, le pregunté. Esa vez me honró con un gruñido.

En aquel primer viaje no estaba seguro de si él era su chulo, su novio, o ambas cosas. Me imaginaba que el tratamiento de silencio significaba que no estaba contento con los numeritos que Yanna estaba a punto de interpretar a bordo. Pronto descubrí que en realidad había sido el musculitos en cientos de viajes como ése con Bernie a lo largo de los años. Los dos tenían un trato con un burdel de la ciudad. Cuando Yanna estuviera gastada, habría otra chica que la reemplazaría, pero Bernie y Félix, aparentemente, siempre estarían al servicio de las tripulaciones ancladas.

Aterrizamos en la plataforma del Orient Athena, que en este petrolero en particular se hallaba en medio del buque. Podía ver cómo se acercaban hasta nosotros muchos hombres vestidos con monos, desde proa y popa, mientras que otros salían de las escotillas de cubierta, y cascos amarillos aparecían en las ventanillas que guardaban el puente.

“Fíjate cómo corren”, dijo Bernie con una risita.

Sentí asco. Bajé de un salto y aspiré lo que yo esperaba que fuera el aire fresco del mar, pero olía más que nada a diesel y alquitrán caliente.

Félix se bajó y ayudó a Yanna a bajar. Al hacerlo, ésta enseñó las bragas y los marineros empezaron a parlotear.

Me abrí camino entre la muchedumbre que ya estaba junto al tren de aterrizaje y abrí los compartimentos para descargar la caja de verduras: coles chinas, repollos, zapallos, frijoles chinos, rábanos japoneses. Un mundo aparte de los espaguetis enlatados de la cafetería de Collinsville, pero Yanna era el único manjar por el que los hombres a bordo del Orient Athena tenían interés aquel día.

“¿Alguien va a firmarme esto?”, les grité. Con un poco de suerte, dos caras se giraron en mi dirección.

“Déjalo estar, Kiwi”, dijo Bernie. “Volveremos mañana”. Se subió de nuevo al helicóptero.

Cerré el compartimento y volví al asiento del copiloto. “¿No vamos a dejarla aquí toda la noche?”

“Si no, no le merecería la pena.”

“Pero cuántos…” Me contuve. No quería saberlo. Rodeé el aparato por detrás, comprobando que todo estuviera listo para el despegue. Mientras me subía a mi asiento pude ver cómo una muchedumbre de hombre excitados escoltaba a Félix, el doble de grande que los tripulantes, y a Yanna, que les sacaba una cabeza con la ayuda de sus altos tacones, hacia el puente.

“Anímate, Kiwi”, dijo Bernie mientras encendía interruptores y se ajustaba los auriculares. “No le va a pasar nada. Ya quisiera mucha gente trabajar solamente un día por semana.”

Dije que no con la cabeza. La hélices ganaron en velocidad y nos elevamos por encima de la cubierta del Orient Athena.

Hicimos parada en dos barcos más en ese viaje, ambos anclados lejos de la costa, haciendo entrega de los suministros habituales. De regreso a Mackay sobrevolamos las cubiertas del Orient Athena. Estaban desiertas.

Aquella noche, solo en mi bala de plata, no dejé de pensar en Yanna, aislada allá en el mar. Me la imaginaba en un cuarto sin ventanas, sentada en una cama individual arrinconada contra la pared. A Félix, de pie junto a la pesada puerta de acero, con los brazos cruzados. Una cola de tripulantes vestidos con sus monos y cascos, y algún que otro oficial barbudo, con sus charreteras azules y doradas orgullosamente situadas en los hombros. Cómo se abría la puerta de la celda de Yanna y entraba el primer cliente.

Consideré la posibilidad de volver al hangar, sacar el remolque del JetRanger, despegar y rescatar a Yanna. Intenté convencerme de que conocía la rutina de los interruptores y botones para poner los rotores en marcha, las operaciones que realizaban las diferentes palancas y pedales, pero hay ciertas proezas que ni siquiera la arrogancia de la juventud puede hacer. Me quedé tumbado en la oscuridad, en mi colchón chirriante, mientras en mi cabeza aparecía una y otra vez la imagen de hombres que se desabrochaban los monos de trabajo y los dejaban caer a la altura de los tobillos, mientras seguían con sus botas y cascos puestos.

Cuando volvimos al Orient Athena a la mañana siguiente, Yanna y Félix estaban esperando en cubierta. Ella se había puesto un holgado suéter negro, del tipo de los que se suelen poner las bailarinas tras un ensayo. Su pelo castaño y rizado tenía igual aspecto que el día anterior. En su rostro había la misma expresión, segura y distante. Incluso le dio por hablar bastante una vez estuvo dentro de la cabina. Le hizo varias preguntas a Bernie sobre el JetRanger, en qué sentido giraban las aspas del rotor. Estaba claro que el día anterior había estado escuchando la conversación. Parecía como si nada hubiese ocurrido entretanto.

Hicimos una escala en el Hav Konge. Mientras Bernie y yo descargábamos los suministros, puede ver cómo Yanna le frotaba la cabeza a Félix, y se burlaba de que empezara a perder pelo.

Cuando estábamos otra vez en el aire, Bernie se comunicó con el Rodeo IV, nuestra última parada aquella mañana. El viento estaba cobrando fuerza, pero no era nada que Bernie no pudiera manejar. Incluso encontró tiempo para bromear.

“Supongo que es una bendición”, dijo, “que sean asiáticos, ya sabes a lo que me refiero.”

“No seas tan recatado, Bernie”, dijo Yanna, cuya voz sonaba más grave y madura por el intercomunicador. “¿Quieres decir porque tienen vergas pequeñitas?” Dejó escapar una carcajada. “No estés tan seguro. Después de todo, yo sí estoy en posición de comparar.”

Y eso le cerró el pico.

***

Una semana exactamente después del primer viaje, Yanna y Félix volvieron al hangar. A pesar de haber visto su desahogo tras la primera noche a bordo del barco, yo seguía con la conciencia intranquila acerca de dejarla a bordo del Tong Jun III,  en particular porque se trataba de un buque de nueve bodegas, un mastodonte. Debía haber más de treinta hombres a bordo. Pensé en decírselo a Antón, pero en el fondo sospechaba que ya lo sabía. Debía saberlo, si durante años Bernie y Félix habían estado llevando a prostitutas a los barcos, antes de que Bernie tuviera la licencia suspendida.

Conforme pasaron las semanas y pude averiguar más cosas acerca de Yanna, empezaron a desdibujarse los límites de la indignación moral que sentí la primera vez que la dejamos a bordo. No tenía ningún niño o progenitor enfermo al que mantener. Estaba claro que podía quedarse en tierra si quería y atender a los hombres de Mackay, o podía dejar atrás ese mundo y estudiar en la Universidad Central de Queensland, o conseguir un trabajo en una boutique de ropa o hacerse jardinera –cualquier cosa que se propusiera. Pero este era el camino que había elegido.

“Es solamente algo temporal”, me dijo una vez, sin venir a cuento. “Este negocio, yo solamente estoy esperando a decidir qué es lo que quiero hacer con mi vida.”

“¿Y no crees que esto puede que tenga algún impacto, ya sabes, a la larga?”

“¿Además de darme el tiempo y el dinero para solucionar algunos problemas?”

“Eso mismo.”

“Tengo las ideas muy claras.”

En otra ocasión le pregunté qué hacía con sus fines de semana de seis días.

“Pues los martes, miércoles y jueves trabajo en la recepción del videoclub. La mayoría de las otras noches me las paso allí.”

“¿Las pasas?”

“Viendo devedés, casi todo el tiempo. ¿Has visto The Wire? Nos acaba de llegar la tercera temporada.”

“Y, ya sabes, ¿atiendes a clientes las noches que estás en el videoclub?”

Ella se rió de mi timidez. “Yo en Mackay no follo con nadie por dinero. Solamente hago los barcos. Así es más fácil mantener las cosas separadas. La puta de alta mar, así es como me llaman las chicas ahora.”

“¿Y qué pasa con Bernie?”, le pregunté.

“Bueno, pues antes de empezar a trabajar en los barcos, atendía a clientes. Eres un poquito pudoroso, ¿no, Kiwi?”

“Solamente intento entender.”

“¿Cuánto ganas tú trabajando aquí?”, me preguntó.

“Pues…”

“Precisamente.”

Sentí ganas de compartir con ella la filosofía que andaba yo elaborando acerca de la diferencia entre la búsqueda de la riqueza y la búsqueda de la felicidad, que se había arraigado durante aquellas noches en las minas metido en el Ford Falcon, filosofía que refinaba cada noche acostado en el interior de mi bala de plata, pero sabía que me saldría embrollada.

“Sabes, la primera vez que te dejamos allí afuera”, le dije en lugar de lo otro, “no podía soportarlo.”

Me esbozó una de esas sonrisas que dicen: cuéntamelo todo.

“Quería subirme al helicóptero y rescatarte.”

“¿Por qué no lo hiciste?”

“No sé pilotar.”

Me quería morir: me di cuenta de que había dado pie a otro chiste de kiwis, pero ella dijo: “Hubiera sido tan romántico”, adoptando otro papel en ese instante, jugueteando conmigo.

“Pero no te hacía falta que te rescataran. No te hace ninguna falta que te rescaten, ¿verdad?”

Ella se encogió de hombros. “Es verdad, pero para mí, los caballeros valientes tienen un algo.”

***

Me dio por desear que llegaran los viernes, el día de la semana que llevábamos a Yanna y Félix a la zona de anclaje –que tuvieran lugar las conversaciones que ella y yo teníamos. Las noches del viernes seguían siendo una mezcla de pensamientos y sentimientos en conflicto, de discusiones conmigo mismo, de conversaciones ensayadas y repetidas con ella: una especie de tortura, exasperante por su franqueza. El resto de la semana hacía mi trabajo en piloto automático. Ni siquiera le di importancia a las bolsitas de plástico llenas de polvos blancos y marrones que Bernie estaba entregando a cualquiera que llevara un casco y un puñado de billetes en la mano.

Terminábamos de volar al mediodía, teníamos el hangar limpio y cerrado antes de que llegara de repente la inevitable tormenta de media tarde. Cada vez que mi Ford Falcon se negaba a ponerse en marcha, Bernie me llevaba después del trabajo al camping para que no me mojara. Casi no valía la pena, con todas las bromas que me gastaba sobre lo “duro que se me ponía” por Yanna. Tenía preparado un repertorio completo sobre mi “pichona”, sobre cómo los neozelandeses meten las narices donde deberían meter la polla. A veces hacía parada en el banco, de camino al camping, y cambiaba los yuanes de China, los yenes, los pesos filipinos y dólares americanos en billetes australianos. Otras veces nos dejábamos caer por un chalé rodeado de una valla metálica oxidada y con un mastín con pinta de dormido.

A bordo de los barcos yo me limitaba a descargar la comida y los artículos de aseo, no hacía caso de la tripulación ni ellos me hacían caso a mí, o eso pensaba.

¿Cuánto tiempo habría seguido así? Ganando prácticamente nada, acostándome antes de las diez, fascinado y frustrado con Yanna. Mi madre intentó convencerme de que volviera a Canterbury para mi ceremonia de graduación, pero yo ya había marcado la casilla para recibir el título por correo. Puede que no estuviese trabajando como un hombre, ni ganándome el sueldo de un hombre, pero al menos sí podía tomar decisiones egoístas como un hombre.

Y entonces, un viernes, habíamos dejado a Yanna y a Félix en el MV Prestige y aterrizado en la popa del Ruby II. Bernie se había alejado a hacer sus negocios y yo había descargado las mercancías para el barco y estaba a punto de cerrar el compartimento de carga cuando alguien me agarró por detrás, me puso una mano caliente en la boca mientras la otra me apretaba contra el cuello lo que más tarde descubrí que era un cúter.

Mi atacante invisible se puso a gritar en una lengua que por un momento sonaba a portugués, y un instante después sonaba algo así como chak-chak-chak-chak. Tiró de mí hacia atrás, alejándome del helicóptero. Consideré la posibilidad de meterle un taconazo en la espinilla, pero no me hacía ninguna ilusión que la hoja se acercara más a mi carótida. Los otros tripulantes se enderezaron los cascos y me miraron con los ojos muy abiertos. Busqué a Bernie con la mirada pero no pude verle. Tres hombres vestidos con monos naranja se acercaron lentamente, las manos a la altura de las rodillas, las palmas hacia abajo, los dedos abiertos. Parece absurdo, pero de pronto me vino a la cabeza esta imagen: se ponían a chasquear los dedos y empezaban una especie de baile-pelea con mi agresor, como en West Side Story. Al acercarse, solamente lograron que se pusiera a gritar otra vez.

Intenté mantener la cabeza fría. Si estaba a punto de rajarme el cuello, en realidad debía aprovechar este momento para reflexionar sobre mi demasiado breve vida, pensar en mi familia en Nueva Zelanda, en la casa en la que crecí, quizás incluso dedicarle un pensamiento nostálgico a Katie Wallis. Pero solamente podía pensar en mi inútil Falcon, que estaba aparcado al lado de la caravana, y cuánto tiempo le llevaría a alguien darse cuenta de que yo no iba a volver.

“Tranquilo, hombre”. Era Bernie, quien se abrió camino entre los monos de los tripulantes hasta que estuvo a unos pocos metros de mí. “Aguanta un poco.”

El hombre que estaba detrás de mí separó la mano de mi boca durante un instante antes de volver a engancharme con el brazo alrededor del cuello y arrastrarme más atrás, hacia el puente de mando.

“Estate tranquilo, Kiwi”, me dijo Bernie mirándome a los ojos.

“Ayúdame, coño”, fue lo único que pude decir.

“¿Qué es lo que quiere?”, le preguntó Bernie a un tripulante.

La cabeza estaba a punto de estallarme, los oídos me chirriaban. Con el rabillo del ojo pude ver la camisa blanca de un oficial, entonces se relajó la presión alrededor del cuello y de un tirón me metió en un pequeño cuarto. El hombre siguió gritando mientras cerraba de golpe la puerta y nos sumía a los dos en una total oscuridad. Sentí un fuerte dolor en el hombro, como si me estuvieran clavando un soldador en la articulación. El hombre dejó de gritar, pero todavía podía oír su aliento entrecortado, irregular, le oía moverse por el cuarto, buscando un interruptor, o quizás buscándome a mí.

No tenía ni idea de lo que quería. Puede que comenzase como una protesta por las condiciones de trabajo a bordo. Puede que estuviera enojado porque Bernie le había pasado yeso por coca en otra ocasión o se había negado a venderle esta vez, o puede que ya se hubiese drogado y estuviese muy colocado y no sabía lo que estaba haciendo. Puede ser que oliera el perfume de Yanna en mí y eso ya fuese suficiente para sacarlo de sus casillas. Traté de recordar si ya habíamos estado en el Ruby II, pero solamente podía concentrarme en mantener la espalda contra la pared. A pesar del dolor del hombro, que estaba dislocado casi seguro, sabía que todas las noches pasadas en la oscuridad de mi bala de plata me habían preparado para este duelo sin luces. Podía oírlo tropezar con la cama y cómo estaba derribando las cosas de metal de la encimera. Él seguía dando vueltas en círculo al cuarto en el sentido de las agujas del reloj, y yo mantenía las seis horas de ventaja. La gente de afuera estaba golpeando en la puerta, pero ésta debía estar cerrada con llave.

Llegó un momento en que lo ridículo de la situación superó el dolor y el miedo, y evitar a mi atacante en la oscuridad se convirtió en un juego. Él estaba impedido de algún modo –tenía que estarlo. Me aparté de la pared y me puse en el centro del cuarto, oyendo cómo daba vueltas en derredor, murmurando, siseando, lamentándose. Quizás simplemente se había desquiciado de repente, por estar metido en este barco anclado en alta mar sabe quién durante cuántas semanas, esperando a que les llegase el turno de amarrar en el muelle.

Senhor”, le dije, escuché cómo me lanzaba una estocada y me aparté. “Por favor, senhor.”

“Que te jodan”, respondió, y volvió a lanzar una cuchillada. Me alejé y me acerqué a la cama, levanté el colchón, que era solamente de espuma recubierta de una fina capa de vinilo y, olvidándome del hombro en un instante de pura adrenalina, me giré y me lancé adelante con el colchón hasta conectar con mi atacante y lo derribé. Rápidamente me puse en pie, ajusté el colchón y de un salto me subí encima para que quedase atrapado debajo de mí, en posición supina, indefenso como una cucaracha boca arriba.

Senhor”, le dije con voz amable. “Cálmese”.

Él siguió retorciéndose debajo del colchón unos cuantos minutos más, maldiciendo en doce lenguas, antes de sucumbir a una repentina tranquilidad.

Afuera se podía oír una especie de bisbiseo que, según descubrí más tarde, era el ingeniero jefe del Ruby II acometiendo la puerta con un soplete.

Casi se había terminado todo –podía sentirlo. Ya estaba ordenando en mi cabeza los sucesos del día para poder contarlos. Éste iba a ser mi gran triunfo: derrotar a un atacante enloquecido con solamente un brazo bueno, mi gran entrada en el salón de la hombría. Y tendría mucha práctica en contar la historia. Primero a los guardacostas, a quienes el capitán del barco había mandado un mensaje por radio y llegaron en su propio helicóptero justo cuando forzaban la puerta; luego, a la policía, una vez estuviésemos de vuelta en tierra; luego a Antón, que me visitaría en el hospital mientras me curaban el hombro y los varios cortes recibidos. Y luego estaría la llamada telefónica a mi propia gente en casa, al abogado de oficio, el segundo contingente de policías.

Pero nunca pude contárselo a Yanna. Ni siquiera sé quién los recogió, a ella y a Félix, del MV Prestige.

Se demostró que mi agresor, Rondel Santos, natural de Ciudad Quezón, Filipinas, estaba bajo los efectos de las metanfetaminas. Fue fácil seguirle el rastro de la droga, que llevaba hasta Bernie, y al laboratorio en la parte trasera del chalé donde el mastín seguía soñoliento. A Bernie lo arrestaron y lo acusaron de tráfico y distribución de drogas.

Durante un par de semanas, mientras me recuperaba, pendió sobre mí un cargo de distribución de drogas. No podía hablar con los periódicos, y la historia de cómo había derrotado a un filipino trastornado por las drogas con un colchón de espuma no le llegó al público. Finalmente la policía se conformó con que me deportaran a Nueva Zelanda. A Antón le confiscaron todos los bienes a la espera de más procesos judiciales. Se libró de todos los cargos porque faltaban pruebas, pero para entonces las otras tripulaciones de helicópteros ya se habían repartido su cuota de mercado del servicio de alta mar y de transporte de pilotos marinos, y terminó en la bancarrota antes de que terminase el año.

***

Mis padres me trataron con cierto recelo cuando regresé, como si mis seis meses en Queensland me hubiesen robado algo esencial y de repente yo fuese inestable, volátil. Tenía más cosas que contar, pero escogí confiárselo a mi hermana mayor, Tania. Le hablé de Yanna, y de Félix, le dije que jamás había tocado drogas, que a las diez de la noche ya estaba acostado. No quedó satisfecha. Mamá y Papá se sentían defraudados conmigo, tan defraudados. Tenía suerte de estar vivo, suerte de no estar en la cárcel, suerte de que no hubiese puesto en excesivo peligro mis perspectivas de hacer carrera. Tenía que enmendarme.

“Gracias por el sermón, hermanita.”

“¿Cuándo piensas crecer, Matt?”

“¿Perdón?”

“¿Como que perdón? Claro que sí. Siempre encuentras alguna excusa. ‘No toqué las drogas. No recibí ni un centavo de todo ese dinero. No me tiré a la prostituta.’ Tú te crees que eso ha sido una aventura, pero en realidad, lo que has hecho es cambiar el curso de tu vida. Siempre sabrás que estuviste metido en una red de narcotráfico y prostitución. Tendrás que vivir con eso.”

De regreso en Nueva Zelanda, yo volvía estar otra vez sin antecedentes: un graduado en ingeniería sin experiencia alguna en el campo que se había tomado seis meses sabáticos tras terminar la carrera para viajar. En las agencias de empleo se cuestionaban lo lúcido del camino seguido –¿por qué no había postulado a los innumerables programas de reclutamiento de graduados del año pasado? Y, ¿estaba dispuesto a esperar hasta el próximo año?– las cosas tienen un modo de solucionarse ellas mismas.

Esto no quiere decir que los últimos vestigios de la confianza juvenil que tenía en mí mismo no me llevasen a unos cuantos más callejones sin salida, o que ya no me despierte algunas noches en una imperfecta oscuridad y recuerde esos lugares oscuros de Mackay, la bala de plata, la enfermería del Ruby II y el cuarto en el que siempre me imaginaba a Yanna, esperando a que el siguiente tripulante se desabroche el mono y se monte encima. A veces pienso en ella y en Félix como si siguiesen a bordo del MV Prestige, anclados todavía en Dalrymple Bay. Félix apoyado de espaldas en la puerta, pasándose la mano por su pelo ralo, corto; Yanna observando a las tripulaciones de los demás helicópteros que sobrevuelan la bahía, intentando saber en qué sentido giran las aspas del rotor mientras pasan por encima de sus cabezas, soñando con el día en que lleguen allí y descubran que ella ya se ha esfumado.

by Craig Cliff

es escritor, columnista y funcionario. Radica en Wellington, Nueva Zelanda. Su colección de cuentos A Man Melting recibió el Premio al Mejor Primer Libro en la edición del Commonwealth Writers’ Prize de 2011. Su primera novela, The Mannequin Makers, se publicó en 2013.. www.craigcliff.com

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