Donald está en casa otra vez, riendo y cantando. Viene desde Central City, Kentucky, cerca de la minas a cielo abierto, sólo cuando siente ganas de hacerlo, como un terrateniente ausente que visita su propiedad. Siempre está tan de buen humor cuando regresa que Jeannette lo perdona. Cocina para él –horribles y pastosos platillos que saca de viejas recetas. Algunas veces él trae carne o helado, y ocasionalmente dinero. Rodney, su hijo, se esconde en el clóset cuando él llega, y Donald recorre la casa hablando en voz alta del pequeño llamado Rodney que solía vivir ahí –el mismo que cayó al tanque séptico, o el que se robaron los gitanos. Las historias cambian. Usualmente Rodney permanece en el clóset hasta que tiene que hacer pis, y entonces abraza las rodillas de su padre, perdonándolo, igual que Jeannette. La manera como Donald se bambolea al cruzar la puerta, columpiando un six de cervezas, y dibujando una gran sonrisa, le roba el aliento. Se inclina contra la puerta, sexy con su gorra de béisbol, su greñuda barba roja y sus gafas oscuras. Usa gafas oscuras para ser como los Blues Brothers, aunque en nada se parece a alguno de los Blues Brothers. Debo examinarme la cabeza, piensa Jeannette.
La última vez que Donald estuvo en casa fueron de compras al centro para comprar a Rodney unos zapatos que por entonces se anunciaban. Pasaron la mitad de la tarde en el centro comercial, sólo vagando. Donald y Rodney jugaron videojuegos. Jeannette sintió que eran una verdadera familia. Luego, en el estacionamiento, se detuvieron para ver a un hombre que mostraba serpientes sobre una plataforma. Los niños acariciaban a una pitón de 12 de pies enrollada alrededor de los hombros del tipo. Jeannette se sintió desmayar.
“Las serpientes no hacen daño a menos que tú les hagas daño,” dijo Donald, mientras Rodney acariciaba a la serpiente.
“Se siente como chocolate,” dijo.
El tipo de las serpientes tomó una tarántula de una caja de plástico y la guardó amorosamente en la mano. Dijo: “Si dejas caer una tarántula, se haría añicos como un adorno de navidad.”
“Odio todo esto,” dijo Jeannette.
“Vámonos de aquí,” dijo Donald.
Mientras Donald los apuraba para irse del centro comercial, Jeannette sintió que su familia se desintegraba como una tarántula que se hace añicos. Rodney chilló y Donald lo arrastró consigo. Jeannette quería detenerse por un helado. Quería que se sentaran juntos tranquilamente pero Donald los urgió a volver al carro y condujo a casa en silencio, con el rostro lúgubre.
“¿Tuviste pesadillas con las serpientes?” preguntó Jeannette a Rodney el día siguiente, durante el desayuno. Comían panqués hechos de masa preparada. Rodney azotó su tenedor contra la mancha de mermelada de sus panqués. “La serpiente negra es amiga del granjero,” dijo sobriamente, repitiendo un hecho aprendido del hombre de las serpientes.
“Gran Bertha tenía serpientes negras,” dijo Donald. “Las entrenaba para las 500.” Donald no contaba a Rodney historias ordinarias para niños. Le contaba una serie de historias extrañas que se inventaba acerca de Gran Bertha. Gran Bertha era como llamaba a la enorme máquina de mina en Muhlenberg County, pero había hecho creer a Rodney que Gran Bertha era una versión femenina de Paul Bunyan.
“Las serpientes no corren en las 500,” dijo Rodney.
“No eran las 500 de Indianápolis o las 500 de Daytona, o ninguna de las 500 que conozcas,” dijo Donald. “Estas eran las 500 de Possum Trot, y fue hace mucho tiempo. Gran Bertha comenzó las 500 originales, con serpientes. Serpiente negras y azules, principalmente. A veces también algunas rojas y blancas, pero esas eran raras.”
“Nosotros siempre corríamos por la azada si veíamos una serpiente negra,” dijo Jeannette, recordando su infancia en el campo.
A su manera, las ausencias de Donald eran un buen arreglo, incluso considerado. Los libra de sus malos humores, cuando no puede arreglárselas con sus recuerdos de Vietnam. Vietnam nunca había sido un hecho tan significativo hasta hacía un par de años, cuando empezó a sentirse deprimido y malhumorado, y comenzó a irse a Central City. Asustaba a Jeannette y ella decía siempre las palabras incorrectas en sus esfuerzos por tranquilizarlo. Si la gente de la asistencia social averiguara que él pasa ocasionales fines de semana en casa, y que incluso lleva algo de dinero, a Jeannette le cortarían la asistencia. Solicitó la asistencia porque no puede contar con que él le envíe dinero, aunque sabe que él la culpa por haber perdido la fe en él. En realidad él no trabaja con regularidad en las minas. Pasa el tiempo por ahí, merodeando, mirando el paisaje al ser despedazado, o los árboles cayendo o los arbustos volando por los aires. Algunas veces opera una pala excavadora de vapor, y cuando llega a casa la arcilla le cubre la ropa y se endurece en sus zapatos. La arcilla es del color del pudín de caramelo.
Al principio él intenta explicarse con Jeannette. Dice: “Si allá hubiéramos tenido tanques tan grandes como Gran Bertha no habríamos perdido la guerra. Explotación a cielo abierto, es justo lo que hacíamos allá. Quitábamos la superficie. La capa superior es como la gente y la cultura, la mejor parte de la tierra y del país. América sólo estaba quitando la capa superior, lo mejor. La arruinamos. Aquí, al menos, las compañías de carbón tienen que plantar algarrobos y pinos de incienso y toda clase de árboles y arbustos. Si hubiéramos hecho eso en Vietnam, quizá habríamos dejado al país en mejores condiciones.”
«¿Lo de Vietnam no fue hace mucho tiempo?» preguntaba Jeannette.
No quería escuchar acerca de Vietnam. Pensaba que era poco saludable insistir en ello. Él debería vivir en el presente. Su madre temía que Donald llegara a hacer algo violento, porque había leído en el periódico que un veterano en Louisville había mantenido a su pequeña hija como rehén en su departamento hasta que en el tiroteo la policía lo mató. Pero Jeannette no puede imaginar a Donald llegando a semejantes extremos. Cuando lo vio por primera vez, muchos años atrás, en la lonchería de barbacoa de sus padres, donde trabajaba por entonces, él tenía un buen trabajo en un depósito de madera y vestía bien. La llevó a comer a un restaurante elegante. Se emborracharon y terminaron en un motel de Tupelo, Mississippi, en el Boulevard Elvis Presley. Desde entonces él hablaba nostálgicamente de su año en Vietnam, sobre lo bello que era, y lo diferente que era la gente. Nunca parecía decir lo que de verdad quería decir. “Sólo son diferentes,” decía.
Continuaron viajando en un Chevy convertible de 1957. Maneja muy rápido, pero entonces no lo hacía, quizá porque se comportaba sobreprotector hacia el auto. Era un clásico. Lo vendió tres años atrás y sacó una buena ganancia. Por el tiempo en que vendió el Chevy, su estado de ánimo comenzó a cambiar, su naturaleza atemperada cambió, como si tras manejar por una suave interestatal cambiara de pronto hacia una carretera secundaria. Sufría dolores de cabeza y pesadillas. Aunque sus pesadillas parecían triviales. Soñaba que conducía un tren a través de las Montañas Rocky, o que secuestraba un avión hacia Cuba, o que colgaba alambre de púas alrededor de la casa. Soñaba que perdía una muñeca. Se emborrachó y chocó el auto, el sucesor del Chevy, contra una estatua de la Guerra Civil enfrente del palacio de justicia. Cuando se deprimió a causa de la insignificancia de su empleo, Jeannette se sintió culpable por gastar dinero en cosas lindas para la casa, e intentó hacerle ver que su trabajo importaba al recordarle que, después de todo, tenían un hijo por el cual ver. “No me gusta su nombre,” dijo Donald una vez. “Es un nombre estúpido. Rodney. Nunca me gustó.”
Rodney sueña con Gran Bertha, ecos de las pesadillas de su padre, como las versiones en dibujos animados de los recuerdos de guerra de Donald. Pero Rodney ama las historias, incluso cuando resultan confusas, con montones de cabos sueltos. La última en la serie de Gran Bertha es “Gran Bertha y la Bomba de Neutrones.” La semana pasada fue “Gran Bertha y el Misil MX.” En la nueva historia, Gran Bertha hace un viaje a California para surfear con Gran Mo, su contraparte masculina. En la playa, los perros calientes y los conos de helado son gratis y los surfistas se convierten en delfines. Todo el mundo se está divirtiendo hasta que la bomba de neutrones llega. Rodney ama la parte de cuando todos caen muertos. Donald lo actúa, colapsándose sobre la alfombra. Todos los surfistas y los delfines caen muertos, todos excepto Gran Bertha. Gran Bertha es tan grande que resulta inmune a la bomba de neutrones.
«Esas historias no son ciertas», dice Jeannette a Rodney.
Rodney se tambalea y cae sobre la alfombra, con los brazos sobre las caderas y los codos hacia fuera. Comienza a reír tontamente y no puede parar. Cuando los espasmos le abandonan, dice: “Le hablé a Scottie Bidwell sobre Gran Bertha y no me creyó”
Donald toma a Rodney por los sobacos y lo coloca de pie. “Dile a Scottie Bidwell que si viera a Gran Bertha se orinaría en los pantalones, por la impresión.”
«¿Tienes miedo de Gran Bertha?»
«No, yo no. Gran Bertha es una mujer maravillosa, una enorme mujer que puede cantar el blues. ¿Alguna vez has escuchado a Big Mama Thornton?»
«No.»
«Bueno, Gran Bertha es como ella, sólo que del tamaño de un edificio alto. Es lenta como una tortuga y cuando cruza la carretera tienen que desviar el tráfico. Es tan grande como para abarcar una autopista de cuatro carriles. Y tan alta que puede ver sin problemas hasta Tennessee. Y cuando eructa provoca una tormenta. Es grandiosa. Incluso puede volar.»
«Es demasiado grande para volar», dice Rodney, incrédulo, y hace un gesto como si se secara la cara y Donald lucha con él y lo tira a la alfombra.
Donald ha estado bebiendo toda la noche, pero no está borracho. Los cubos de hielo se derriten y él se toma la bebida y la vuelve a llenar. Sigue hablando. Jeannette no lo recuerda hablando mucho sobre la guerra. Le habla sobre los depósitos de municiones. Jeannette tiene la vaga idea de que un depósito de municiones es una pila de cartuchos de escopeta, montones de casquillos y fragmentos de bombas, o lo que sea que queda, una vasta pila de la guerra, pero Donald le dice que no es así. Pasa una hora describiéndole a detalle, de tal forma que ella lo entiende.
Rellena el vaso con hielo, algo de 7-UP, y un chorro de Jim Beam. Azota las puertas y los cajones, buscando un compás. Jeannette no puede seguir la conversación. No importa que su cabello no esté peinado o que se la haya barrido el lápiz labial. Él no la está viendo.
«Te quiero dibujar el problema», dice, sentándose a la mesa con un hoja de la libreta de Rodney.
Donald dibuja un mapa con bolígrafo rojo y azul, con asteriscos y etiquetas técnicas que no significan nada para ella. Dibuja algunos círculos con el compás y mide algunos ángulos. Dibuja un círculo rojo sobre una línea oblicua, un sendero que conduce al depósito de municiones.
«Aquí es donde yo estaba. Justo aquí», dice. «Había un búfalo de la India que tropezó con una mina de tierra y sus cuernos volaron y se incrustaron en la pared de las barracas como un machete lanzado de revés». Coloca un punto donde se encontraba la mina, y garabatea con el bolígrafo rojo, dibujando algo en la orilla del mapa que luce como plumas. «El depósito estaba aquí y yo estaba aquí, y aquí era donde apilábamos los costales de arena. Y aquí estaban los tanques» Dibuja tanques, una fila de cuadrados con asas y el cañón sobresaliendo.
“¿Por qué te complicas hablándome de unos cuernos de búfalo que se clavaron en una pared?” desea saber ella.
Pero Donald sólo la mira como si hubiera preguntado algo obvio.
“Quizá podría entenderlo si me lo explicas,” dice ella, cautelosamente.
“Nunca vas a entenderlo.” Dibuja otro tanque.
En la cama es lo mismo de siempre desde que él comenzó a ir a Central City: la manera como reclama su parte de la cama, alejándose de ella. Esta noche, ella lo alcanza y él la deja estar cerca de él. Ella llora por un momento y él yace ahí, esperándola a que termine, como si tan sólo estuviera poniéndose maquillaje.
“¿Quieres que te cuente una historia de Gran Bertha?» pregunta él, juguetonamente.
“Actúas como si estuvieras enamorado de Gran Bertha.”
Él ríe, respirándola. Pero no se acercará más.
“A ti ya no te importa cómo me veo,” dice ella. “¿Qué se supone que debo pensar?”
“No hay nadie más. No hay nadie más que tú.”
Amar una máquina gigante es incomprensible para Jeannette. Debe haber otra mujer, alguien así de grande en su mente. Jeannette ha visto la máquina de mina. La punta de la grúa es visible más allá del parque de Western Kentucky. La máquina se mantiene fuera de la vista de los viajeros porque podría dar una pobre imagen de Kentucky.
Por tres semanas, Jeannette ha estado viendo a un psicólogo en la clínica gratuita de salud mental. Es un hombre pequeño. Su nombre es Dr. Robinson, pero ella lo llama The Rapist porque la palabra therapist puede ser dividida en dos palabras, the rapist. Él no cree que su broma sea buena y actúa como si la hubiera escuchado miles de veces. Tiene el hábito de decir: “Vete con esa sensación,” de la misma manera que Bob Newhart en su viejo programa de televisión. Probablemente se trate de la primera lección en el libro, piensa Jeannette.
Ella le habló de los últimos días de Donald en su trabajo del depósito de madera –cómo dejaba caer la pila de madera deliberadamente y no sabía por qué, y sobre cómo huyó después de eso, y cómo comenzaron las historias de Gran Bertha. El doctor Robinson parecía esperar a que ella sacara algo claro de todo ese embrollo, pero era una locura que no le dijera qué hacer. Después de tres visitas, Jeannette se ha enojado con él, y ahora reprime las cosas. No le dirá si Donald duerme con ella cuando él va a casa. Déjenlo que adivine, piensa.
“Habla de ti,” dice él.
“¿Qué sobre mí?”
“Hablas de una manera tan vaga de Donald que tengo la sensación de que lo ves como algo más grande que la vida misma. No me hago una imagen de él. Y eso hace que me pregunte qué dice esto de ti.” Lleva la punta de su corbata a su nariz y la olfatea.
Cuando Jeannette sugiere llevar a Donald, el terapista se muestra aburrido y no dice nada.
“Tuvo otra pesadilla la última vez que estuvo en casa,” dice Jeannette. “Soñó que gateaba entre una hierba muy alta y que la gente lo perseguía.”
“¿Cómo te sientes respecto de eso?” pregunta el terapista, ansiosamente.
“Yo no tuve la pesadilla,” dice ella, fríamente. “Donald la tuvo. Yo vine con usted para tener un consejo sobre Donald, y usted actúa como si yo fuera la que está loca. No estoy loca. Pero estoy sola.”
La madre de Jeannette, tras la barra de la lonchería, observa amorosamente cómo Rodney aprieta los botones de la rocola en la esquina.
“Es una pena por este jovencito,” dice, llorosamente. “Ese chico necesita un papá.”
“¿Qué es lo que quieres decirme? ¿Que debo solicitar el divorcio y conseguirle a Rodney un nuevo papá?”
Su madre luce ofendida.
“No, cariño,” dice. “Necesitas hacer que Donald busque al Señor. Y necesitas rezar más. No has ido a la iglesia últimamente.”
“Come un poco de barbacoa” retumba el padre de Jeannette, mientras sale de la cocina trasera. “Y llévate un poco a casa. Tienes a un niño en pleno crecimiento que alimentar.”
“Quiero llevar a Rodney a la iglesia,” dice la madre. “Quiero mostrarlo, quizá haría algo de bien.”
“La gente pensará que es huérfano,” dice el padre.
“No me importa,” dice la madre. “Yo lo quiero a montones y quiero llevarlo a la iglesia. ¿Te importaría si lo llevo a la iglesia, Jeannette?”
“No, no me importa si lo llevas a la iglesia.” Recibe la barbacoa de su padre. La grasa mancha el papel marrón que la envuelve. Papá les ha dado tanta barbacoa que Rodney se siente a reventar y no comerá más.
Jeannette se pregunta si pediría el divorcio en caso de que pudiera conseguir un empleo. Es un pensamiento por el bien del niño, piensa. Pero no hay muchos trabajos por ahí. Dado el costo de una niñera no le convendría tener un empleo. Cuando Donald se fue por primera vez su madre se hizo cargo de Rodney y ella tuvo un buen empleo, atendiendo un restaurante hasta que una noche el restaurante se quemó –fuego de aceite en la cocina. Después de eso, no pudo encontrar un trabajo estable, y se oponía a pedirle a su madre que cuidara una vez más de Rodney debido a su mala cadera. En el restaurante los hombres le daban buenas propinas y al pagar dejaban su número telefónico en la cuenta. Metían billetes y notitas en el bolsillo de su delantal. Una notia decía: “Quiero agarrar tus muffins.” Se trataba de hombres dedicados a las bienes raíces o hombres de negocios en misiones importantes para la autoridad del valle de Tennessee. Eran bulliciosos y bebían demasiado. Decían que la llevarían de crucero en el Delta Queen, pero nunca les creyó. Sabía lo caro que era. Le hablaban de sus lanchas rápidas y la invitaban a dar un paseo en el Lago Barkley, o dar una vuelta en sus aviones privados. Siempre usaban la palabra vuelta. La pura idea le provocaba vértigo. Una vez, Jeannette dejó que un vendedor de electrónicos la paseara en su Cadillac, y recorrían The Trace, el camino que llevaba hasta el parque La Tierra entre los Lagos. Su auto tenía ventanas automáticas, estéreo, y números luminosos de computador sobre el tablero que le decían cuántas millas obtenía por galón y otras estadísticas. Decía que los números le distraían y que casi le habían provocado algunos incidentes. En el restaurante había sido extravagante, respetado por sus compañeros. A solas con Jeannette en el Cadillac resultó tímido y torpe, y realmente no muy interesante. La cosa más interesante de él, pensó Jeannette, eran todos esos números luminosos sobre el tablero. El Cadillac lo tenía todo excepto videojuegos. Así que ella prefería dar vueltas con Donald, sin importar dónde terminaran.
Mientras la trabajadora social está ahí, llenando su reporte, Jeannette escucha el auto de Donald. Cuando la trabajadora social llegó, el aleteo y el resuello de su auto sonaron como el del viejo Chevy de Donald, y por un momento su mente viajó al pasado. Ahora escucha y espera que Donald no entre. La trabajadora social es más joven que Jeannette y ha ido a la universidad. Su nombre es señorita Bailey, y es excesivamente alegre, pese a que en su trabajo ha visto cosas que harían que los problemas de Jeannette parezcan un viaje a Hawaii.
“¿Sigue tu hijito teniendo esos sueños extraños?” pregunta la señorita Bailey, alzando la vista de su carpeta.
Jeannette asiente y mira a Rodney, que tiene un dedo en la boca y no habla.
“¿El ratón te comió la lengua?” pregunta la señorita Bailey.
“Enséñale tus dibujos, Rodney.” Jeannette explica: “No habla acerca de los sueños, pero hace dibujos de ellos.”
Rodney lleva su carpeta de dibujos y los extrae silenciosamente. La señorita Bailey dice: “Hmm.” Son líneas austeras, notablemente duras para un chico de su edad. “¿Qué es esto?” pregunta. “Déjame adivinar. Dos bolas de helado?”
El dibujo se trata de dos enormes círculos llenando la página, con tres diminutas personas pegadas en una esquina.
“Estas son las tetitas de Gran Bertha,” dice Rodney.
La señorita Bailey ríe entre dientes y mira a Jeannette. “¿Qué te gusta leer, cariño?” pregunta a Rodney.
“Nada.”
“Puede leer,” dice Jeannette. “Es listo.”
“¿A usted le gusta leer?” pregunta la señorita Bailey a Jeannette. Mira de un vistazo la pila de libros sobre la mesa de café. Probablemente va a preguntar de dónde salió el dinero para comprarlos.
“No leo,” dice Jeannette. “Si leyera, me volvería loca.”
Cuando le dijo a The Rapist que no podía concentrase en nada serio, él le dijo que leyera novelas de romance para escapar de la realidad. “¡La realidad, por dios!” había dicho ella. “La realidad es todo mi problema.”
“Qué mal que Rodney no esté por aquí,” dice Donald. Rodney está otra vez en el clóset. “Santa Claus tendrá que llevarse todos estos juguetes. ¡A Rodney le habría encantado esta bicicleta! Y este juego de Pac-Man. ¡Santa tendrá que llevarse tantas cosas que necesitará una camioneta!”
“No le trajiste nada. Nunca le traes nada,” dice Jeannette.
Él ha traído donas y ropa sucia. La ropa que usa está manchada por la arcilla. Su barba es más clara por trabajar bajo el sol, y se muestra juguetón, como siempre se muestra antes de sus ataques de humor, como migrañas, que alguna gente describe como tormentas.
Donald saca a Rodney del clóset usando las donas.
“¿Te portaste bien esta semana?”
“No lo sé.”
“Escuché que fuiste al supermercado e hiciste un berrinche.”
No es cierto que Rodney haya hecho una escena. Jeannette ya había explicado que Rodney estaba enojado porque ella no le pudo comprar un Atari. Pero no lo culpa por llorar. Estaba cansada de no poder comprarle nada.
Rodney come dos donas y Donald le cuenta una larga y confusa historia acerca de Gran Bertha y una banda de rock and roll. Rodney lo interrumpe con una docena de preguntas. En la historia, la banda da un concierto en un lugar que resulta ser un tiradero de desperdicios tóxicos y cuya contaminación se extiende a todo lo largo del país. La solución de Gran Bertha a este problema no es del todo clara. Jeannette permanece en la cocina, intentando encontrar la manera de preparar algo original con puré de papa instantáneo y restos de barbacoa.
“No podemos seguir así,” dice ella esa noche, en la cama. “Sólo nos lastimamos el uno al otro. Algo tiene que cambiar.”
Él gruñe como un niño. “Venir a casa desde el condado de Muhlenberg es como R y R –respiro y recreación. Lo explico en caso de que pienses que R y R significa rock and roll. O quizá rabo y retaguardia. O raído o rozado.” Ríe y con el cigarrillo dibuja un círculo en el aire.
“No soy tan tonta.”
“Cuando me vaya, regresaré a las minas.” Suspira, como si las minas fueran una carga eterna.
La mente de Jeannette da un salto al futuro: Donald encadenado a algún lugar, coloreando un libro de dibujos, haciendo ollas de arcillas, y ella y Rodney en otra ciudad, con otro hombre –tonto y nada sexy. Reuniendo coraje, dice: “Yo no he pasado por lo que tú has pasado y quizá no tengo el derecho a decir esto, pero a veces pienso que actúas como superior porque fuiste a Vietnam, como si nadie nunca fuera a saber lo que tú sabes. Bueno, a lo mejor no. Pero aún tienes piernas, aún cuando ya no sepas qué hacer con lo que tienes entre ellas.” Estallando en lágrimas de disculpa, no puede evitar añadir: “No puedes seguir contando a Rodney esas horribles historias. Tiene pesadillas cuando tú te vas.”
Donald se levanta de la cama y toma la foto de Rodney del tocador, sosteniéndola como si se tratara de una granada de mano. “Los chicos te traicionan,” dice, dando vuelta a la foto en su mano.
“Si te importara, te quedarías aquí.” Mientras él coloca la foto boca abajo ella pregunta: “¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo entender lo que pasa en tu cabeza? ¿Para qué vas allá? Las minas a cielo abierto son malas para el medio ambiente y tú no tienes nada que ver con ello.”
“Mi trabajo es serio, Jeannette. Manejo esa pala a vapor y pongo la capa de tierra al revés. Estoy reclamando la tierra.” Sigue hablando, con un tono cortés, acerca del trabajo de las minas a cielo abierto, las mismas rancias cosas que ya has escuchado antes, cuando compara a Gran Bertha con un súper tanque. Si tan sólo hubieran tenido a Gran Bertha en Vietnam. Dice: “Cuando volaban la superficie, yo miraba los túneles donde el Viet Cong se escondía. Tenían tantos túneles que era increíble. Imagina la Cueva del Mamut a todo lo largo de Kentucky.”
“La Cueva del Mamut es una de las maravillas naturales del mundo,” dice Jeannette, brillantemente. Está diciendo la cosa incorrecta, otra vez.
En la mesa de la cocina, a las dos de la mañana, él habla de los C-54. Un C-54 es tan grande que puede llevar tanques, tropas y helicópteros, aunque no tan grande como para llevar a Gran Bertha. Divaga un poco, y cuando Jeannette le muestra los dibujos de círculos de Rodney, sonríe. Soñadoramente, comienza a hablar de pechos y muslos –de los largos y redondos muslos y de los grandes y redondos pechos de las mujeres americanas, contrastándolas con la frágil y delicada belleza de las orientales. Es como comparar un pollo con una gallina, dice. Jeannette se relaja. La confesión de otra mujer en otro tiempo no es difícil de sobrellevar. Parece obsesionado con los muslos y los pechos de las mujeres americanas –insistiendo para que ella comprenda lo delicadas y pequeñas que son las orientales-, pero de pronto vuelve a los tanques y los helicópteros.
-Un Cobra Bell Huey, Dios mío, qué hermosa máquina. ¡Tan eficiente!” Del fregadero, donde Jeannette la guarda, Donald toma la cuchilla del procesador de alimentos. “La hélice de un helicóptero puede cortar cualquier cosa en pedacitos.”
“No hagas eso,” dice Jeannette.
Él está intentando dar vueltas a la cuchilla sobre la barra, como un trompo. “Esto es lo que pasa cuando las hélices de un helicóptero chocan con un cable de luz –aunque no hay muchos por allá-, o contra un árbol. Tampoco muchos árboles, ahora que lo pienso, después de todo ese agente naranja.” Suelta la cuchilla y ésta golpea primero el cajón abierto y luego cae al suelo, pinchando el vinil.
Al principio Jeannette piensa que los gritos son suyos. Nunca ha visto a alguien llorar tan fuerte, como una intensa y rugiente lluvia de verano. Lo único que sabe hacer es alcanzarle unos Kleenex. Al final, él dice: «Pensaste que quería lastimarte. Es por eso por lo que estoy llorando.”
“No te preocupes y llora,” dice Jeannette, atrayéndolo hacia sí.
“No te vayas.”
“Aquí estoy. No voy a ningún lado.”
En la noche, ella sigue escuchando, con la certeza de que su monólogo arde en su cerebro como un tatuaje. Nunca lo olvidará. Su voz se vuelve suave y juega con un bolígrafo, haciendo agujeros sobre una toalla de papel. Agujeros de bala, piensa ella. Su barba es como el nido de un ave, tejido con oscura seda de maíz.
“Esta es sólo una historia,” dice. “No significa nada. Relájate.” Ella está sentada en la parte dura de la silla de la cocina, las puntas de los pies helados, esperando. Las lágrimas de Donald se han secado y su voz se oye ligeramente entrecortada.
“Estábamos en un gran campamento cerca de una villa. Durante un tiempo fue sólo rutina. De vez en cuando íbamos a Da Nang y armábamos jaleo. Habíamos estado en la jungla por muchos meses así que dos meses en esa villa eran una especie de descanso. Casi un R y R. No tiembles. Es sólo una pequeña historia. No significa nada. Esto es nada, comparado con lo que podría decirte. Sólo escucha. Perdimos el miedo. Por la noche había un poco de artillería, y veíamos las ráfagas en el cielo, como apuntando a las estrellas, pero era bastante menor y después de lo que habíamos visto no lo tomábamos en serio. En la villa conocí a una familia vietnamita –una mujer y sus dos hijas. Vendían refresco de cola y cerveza a los soldados. La hija mayor se llamaba Phan. Podía hablar un poco de inglés. Era realmente lista. Solía visitarlas en su choza por las tardes –a la hora de la siesta. Era tan caluroso. Phan era bella, como el país. La villa era asquerosa, pero el país era bello. Y ella era tan bella, como si hubiera crecido lejos de la jungla, como una de esas flores que crecen en lo alto de los árboles y que en ocasiones nos asustaban, cuando creíamos que se trataba de snipers. Era tan amable, con esos ojos con forma de hueso de durazno, y quizá no era más alta que una chica de 13 o 14 años. Al principio me causaba gracia su estatura, pero después no importó. Era sólo una maravillosa característica suya, como el cabello o los pechos de una mujer.”
Se detiene y escucha, de la misma manera que solían hacer para escuchar los chillidos cuando Rodney era un bebé. Dice: «Tomaba una de esas hojas gigantes de plátano y me abanicaba mientras yo estaba ahí, recostado bajo el calor.”
“No sabía que tuvieran plátanos allá.”
“¡Hay muchas cosas que no sabes! ¡Escucha! Phan tenía 23, y sus hermanos estaban lejos, luchando. Nunca pregunté de qué lado luchaban.” Y ríe. “Le causaba muchísima gracia la palabra abanico. Le dije que la palabra en inglés, fan, era la misma de su nombre. Ella pensó que yo le decía que su nombre significaba plátano. En vietnamita, una palabra puede tener una docena de significados, dependiendo de tu tono de voz. Apuesto a que no sabía eso, ¿verdad?”
“No. ¿Qué le pasó a ella?”
“No lo sé.”
“¿Ese es el final de la historia?”
“No lo sé.” Donald hace una pausa, luego sigue hablando, de la villa, de la chica, de las hojas de plátano, de una manera tan monótona que a Jeannette se le eriza la piel. Podría ser el tipo de las noticias en la habitación contigua.
“Debió gustarte mucho aquel lugar. ¿Desearías volver y averiguar qué fue lo que le pasó?”
“Ya no existe más,” dice él. “Todo voló.”
Abruptamente, Donald va al baño. Ella escucha el agua correr, las tuberías del sótano agitándose.
“Era tan linda,” dice él, cuando regresa. Frota su codo, distraídamente. “Aquella jungla era el lugar más bello del mundo. Habrías pensado que te encontrabas en el paraíso. Pero lo volamos hasta lo cielos.”
En sus brazos, él tiembla, como las tuberías en el sótano, que siguen vibrando. Luego, tras una sacudida, las tuberías se detienen, pero él continúa temblando.
Viajan al Hospital de veteranos. Fue idea de Donald. Ella no siquiera tuvo que persuadirlo. Cuando hizo la cama, por la mañana –con una finalidad que la afectó, como si supiera que nunca más iban a estar en ella juntos-, él le dijo que sería como R y R. Respiro era lo que necesitaban. Ninguno de los dos había dormido nada durante la noche. Jeannette sentía que debía estar despierta, escuchando más.
“Habla de las minas a cielo abierto,” dice ella ahora. “Eso es lo que te harán en la cabeza. Cavarán y sacarán todos esos horribles recuerdos, espero. No los necesitamos más por aquí.” Da una palmadita a su rodilla.
Es un día sin nubes, no lo apropiado para este sobrio viaje. Ella conduce y Donald se deja llevar obedientemente, con la resignación de un anciano que llevan al asilo. Viajan a través del sureste de Illinois, mejor conocido como Pequeño Egipto por alguna oscura razón que Jeannette nunca ha comprendido. Donald sigue hablando, pero muy bajo, sin urgencia. Cuando dibuja el escenario, Jeannette piensa en los primeros días de su matrimonio, cuando hacían un viaje como este y reían histéricamente. Ahora Jeannette señala las cosas divertidas que ve. El Mundo del Hot Dog de Pequeño Egipto, Limpiadores Faraón, Tienda de ropa la Pirámide. Apenas se da cuenta que es ella la que maneja, y cuando ve una señal, Club Starlite de Pequeño Egipto, se siente confundida por un momento y se pregunta a dónde ha sido transportada.
Cuando se separan, él pregunta: “¿Qué le dirás a Rodney si no regreso? ¿Qué tal si me mantienen aquí indefinidamente?”
“Vas a regresar. Le diré que regresarás pronto.”
“Dile que me fui con Gran Bertha. Dile que me lleva de crucero, a los mares del sur.
“No. Tú mismo se lo dirás.”
Él comienza a cantar una tonadita nerviosa, “¿Me dejarás llevarte de crucero?” Gruñe y le toquetea las costillas.
“Vas a regresar,” dice ella.
Donald escribe desde el Hospital de veteranos diciendo que hace progresos. Hay pruebas de velocidad y se reúne con un grupo de terapia en el que todos los veteranos intercambian recuerdos. Jeannette ya no depende de la asistencia social porque ahora tiene un trabajo atendiendo el Restaurante de la Familia Fred. Atiende familias y espera que Donald regrese a casa para que vayan al restaurante y coman juntos como una familia. Los padres la miran cabizbajos y los chicos arrojan la comida. Mientras Donald está fuera, ella reacomoda los muebles. Lee algunos libros de la biblioteca. Piensa mucho. Sucede que aunque ella lo ama, piensa en Donald primeramente como un esposo, como un proveedor, alguien cuyo apellido comparte, el padre de su hijo, alguien como uno de los padres que viene los miércoles por la noche a la promoción “todo el pescado frito que pueda comer.” Nunca ha pensado en él como lo que es. No fue educada de esa manera, para examinar el alma de alguien más. Cuando se trata de algo muy profundo, nadie lo tomará para examinarlo, de la manera en que uno mira la ropa en las tiendas buscando desperfectos. Intenta explicar todo esto a The Rapist, y él dice que luce mejor, con brillo en los ojos.
“Vaya,” dice ella. “¿Es todo lo que puede decir?”
Lleva a Rodney al centro comercial, lo que más les gusta hacer juntos, incluso pese a que Rodney siempre ruega por comprar algo. Se acercan a la barra de perfumes Penney’s. Ahí, usualmente se rocía con una o dos botellitas de colonia –Chantilly o Charlie o algo fuerte. Hoy se rocía dos o tres y sale de Penney’s oliendo como una flor de jardín.
“¡Apestas!” se queja Rodney, arrugando la nariz como un conejo.
“Gran Bertha huele así, sólo que mil veces peor, es tan grande,” dice, impulsivamente. “¿No te lo dijo papi?
“Papá es un mensajero del diablo.”
Esta es una idea que debió tomar en la iglesia. Sus padres lo han estado llevando cada domingo. Cuando Jeannette intenta tranquilizarlo respecto a su padre, Rodney se muestra escéptico. “Tiene una mirada rara, como si pudiera ver a través de mí,” dice el niño.
“Extraña algo,” dice Jeannette, con una ráfaga de optimismo, una sensación de reconocimiento. “Algo le sucedió una vez que se llevó la parte con que muestra lo mucho que nos quiere.”
“¿Como cuando curamos al gato?”
“Eso creo. Algo así.” Lo apropiado de su comentario la deja pasmada, aunque en cierta forma su hijo siempre ha comprendido bien a Donald. Los dibujos de Rodney han sido cada vez más pacíficos últimamente, dibujos de árboles flacos y de avionetas volando bajo. Esta mañana hizo dibujos de hierba alta, con criaturas escondidas en ella. La hierba está inclinada hacia un lado, como si una ligera brisa pasara a través de ella.
Con su cheque de pago, Jeannette le compra a Rodney un regalo, un trampolín en miniatura que habían visto anunciado en televisión. Se llama Señor Rebote. Rodney está loco con el trampolín y salta en él hasta que su cara enrojece. Jeannette descubre que a ella también le gusta. Lo coloca afuera, en el pasto, y hacen turno para saltar. Ella se hace una imagen de sí misma en el trampolín, su collar de marinero que aletea en el momento en que Donald regresa y la ve volando. Un día, un vecino manejando aminora la velocidad y le grita, mientras ella rebota: “¡Se te van a salir las tripas!” Jeannette comienza a pensarlo y la idea es tan horrorosa que deja de saltar tanto. Esa noche, tiene una pesadilla con el trampolín. En su sueño, está saltando sobre musgo suave hasta que de pronto se convierte en una pila elástica de cadáveres.
nació en 1940 en Kentucky. The New Yorker publicó su primera historia cuando tenía cuarenta años de edad. La historia que aquí ofrecemos, queridos lectores, pertenece a la colección de relatos Love Life, de 1989. Ver más
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