Yannis llegó a este país desde su Grecia natal cuando tenía doce años. No se puede decir que haya tenido una vida fácil, pero tampoco es que pase penurias. Desde hace varios años, Yannis trabaja de limpiador en la Biblioteca Nacional. Es un gran edificio repleto de libros y manuscritos que Yannis mira con cierto respeto pero también con algún recelo, pues sabe muy bien que los libros tienden una extraña tendencia a acumular el polvo, que para él, al fin y al cabo, es el enemigo en el medio laboral.
La rutina marca los días de Yannis igual que un director de orquesta ordena el ritmo de los músicos cuando interpretan una sinfonía. Hay un ritmo, una cadencia sin altibajos en sus días. Cargando un pequeño pero potente y ruidoso aspirador a sus espaldas, Yannis realiza religiosamente su diario recorrido, abriendo y cerrando puertas, limpiando, aspirando.
Hubo un tiempo, hace ahora unos treinta años, en que Yannis habría querido probablemente tener otra vida. Tras una rara visita a su Atenas natal quedó prendado de la magnificencia de la arquitectura de la Grecia clásica, y llegó a imaginarse arquitecto, o como mínimo delineante. También le tenía cierta querencia a la escultura, pero nunca sintió que con sus manos pudiera llegar a expresarse con plenitud.
Hoy, sin embargo, está teniendo lugar un acontecimiento totalmente inusual en el espléndido hall de entrada de la Biblioteca. Un maestro pianista está interpretando un concierto. El propio Yannis ha visto esta mañana cómo descargaban con sumo cuidado el piano desde un camión, trasladándolo con mimo al interior del edificio de la Biblioteca Nacional y finalmente acomodándolo en el piso del salón con más cariño y delicadeza que a una amada.
Yannis no está para nada familiarizado con la música; de hecho, desde que trabaja en la Biblioteca, su indiferencia a todo lo que tenga un mínimo atisbo de cultura se ha acrecentado, pero conforme se iba acercando al salón, algo le ha sucedido al escuchar la progresión armoniosa de las notas del piano. Ha subido silenciosamente por las escaleras en dirección a la planta primera, que es la que le corresponde limpiar esta noche, mientras el maestro está interpretando una pieza de aire triste, melancólico.
Yannis se ha detenido justo a mitad de las escaleras, allí donde hay un rellano que le permite mirar hacia su derecha y contemplar en toda su magnitud el vestíbulo. Desde allí tiene la mejor vista, mucho mejor incluso que los que están sentados en la primera fila del auditorio, diplomáticos y gerifaltes de la escena cultural local y nacional, amén de los muchos amigos del buen vino y los canapés que suelen servirse en estos eventos. Elevado unos seis o siete metros por encima del piano y del hombre que, vestido con chaqueta y pantalón blanco y sentado en una banqueta recubierta de exquisito terciopelo, está extrayendo puro embrujo de esas teclas blancas y negras, Yannis puede observar el movimiento primoroso de las manos del pianista.
Yannis no lo sabe, pero las piezas que el pianista interpreta se encuentran, muy posiblemente, entre las más difíciles de cualquier repertorio moderno: se trata de la suite Iberia del maestro español Isaac Albéniz. Lo único que Yannis cree reconocer mientras escucha embelesado la música que se alza sutil hacia las escaleras y las alturas donde él se halla es alguna traza del mar Mediterráneo donde durante muchos años él fue niño, y del cual recuerda colores, sonidos y una belleza que nunca acabó de encontrar en esta tierra semidesértica donde vive.
Se ha detenido a estudiar cómo se mueven las manos del maestro. Contempla su desplazamiento por las teclas, con elegante suavidad pero ágiles a un tiempo, y los melódicos acordes penetran en sus oídos e inundan su corazón, provocándole una sensación que alguien que no conozca a Yannis podría ingenuamente identificar como próxima a la dicha. Es ciertamente hermosa, la música. Tan hermosa, que por un brevísimo instante su cerebro no registra la correlación entre las manos del maestro y la composición que está sonando y cautivando sus sentidos.
Yannis se fija de nuevo en el arte de las manos, en esa prodigiosa destreza y exactitud que le demuestran tener los dedos de ese hombre ya mayor, un destacado veterano del circuito que interpreta las piezas sin tener delante una partitura, haciendo gala de una técnica y una pericia inimitables, que Yannis no posee ni poseerá jamás.
Los entendidos, de los que entre el público puede que haya dos o tres representantes, saben que lo que esta noche brota invisible del piano es puro duende, es algo indefinible y ciertamente inexpresable, pero tienen conciencia clara y diáfana de su presencia. Atrapado por el duende, Yannis olvida por unos momentos que se halla en horario de trabajo, y entrega cándido su alma al deleite de la música.
Un buen observador verá que hay algo inenarrable no solamente en su mirada abstraída, sino también en todos sus sentidos apresados por el duende de la más dichosa armonía, en una beatitud que no volverá a repetirse nunca más. Es única.
Apenas un par de minutos después, el maestro ha concluido la segunda parte del concierto, y el público ha premiado su arte con una cerrada ovación. También Yannis ha querido unirse al aplauso, y palmotea con muchas ganas, a pesar del peso de la aspiradora que carga en sus espaldas. Incluso se oye algún ‘¡Bravo!’ improcedente. Pero el maestro no levanta la vista en dirección a Yannis, y tras inclinarse un par de veces se ha retirado al camerino, donde posiblemente se tomará un vaso de agua, y tratará de relajarse antes de regresar al vestíbulo para dar fin al concierto.
Algo se ha alterado irremediablemente en Yannis, pero ninguno de los presentes ha podido percibirlo, porque nadie ha reparado en su figura elevada por sobre el salón de actos. El hechizo de la música ha estallado en mil pedazos, y Yannis ha vuelto a su rutina.
Invisibles para todos, incluso para la muchacha filipina –Lauren Mercado, natural de Mindanao– que más tarde pasará la enceradora por el piso de mármol lechoso de la Biblioteca, y con quien Yannis se ha cruzado, hay en la conciencia del limpiador rescoldos de un desengaño ilógico, vestigios de una humillación inexplicable, sinsabores de un sonoro fracaso vital del que nadie sabe nada.
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El maestro ha retomado su asiento y se concentra antes de dar inicio a la pieza con la que abrirá la tercera parte, la final, del programa. Al mismo tiempo, a apenas unos quince metros en la planta superior, en una de las salas que albergan al equipo de dirección de la Biblioteca, Yannis ha insertado la clavija del cable de la aspiradora en el enchufe de la toma eléctrica y se dispone a continuar con su jornada laboral.
La puerta ha quedado abierta de par en par.
nació en Valencia en 1964. Vive en Canberra, donde se dedica a la traducción y a la lectura. Escribe en el blog Notas Literarias,. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
Un buen cuento. Cuidadosamente escrito y mesurado en cuanto al tempo y la psicología del protagonista. Con un final tan adecuado como significativo desde el punto de vista simbólico: se dice todo sobre la soledad del limpiador sin necesidad de hacerlo.
¡Enhorabuena!
Me gusta. La música es mágica y algunas veces llega a nuestro corazón conectando con nuestras mas íntimas emociones.