Catherine Gehrig, restauradora de relojes y autómatas en el ficticio Museo Swinburne en Londres y asimismo secreta amante de su compañero de trabajo Matthew Tindall, descubre de repente un día, al pasar por delante del despacho de Matthew, que éste ha fallecido:
Muerto, y nadie me lo ha dicho. He pasado por delante de su despacho y su ayudante estaba berreando.
-¿Qué ocurre, Felicia?
-¿Pero que no se lo han dicho? El Sr. Tindall, se ha muerto.
Comienzan así el suplicio particular de Catherine y esta última novela del australiano Peter Carey. Habiéndose dedicado en cuerpo y alma a Matthew, Catherine no tiene a quien acudir; su naufragio en el vodka parece inminente, pero es el director del museo, Eric, quien le propone trabajar en la restauración de un ‘objeto’. En los baúles que contienen las partes a restaurar se encuentran unos cuadernos que absorberán la atención de Catherine.
La mayoría de las novelas de Peter Carey se entretejen en torno a personajes y motivos dispares, mientras que la narración va estableciendo vínculos y asociaciones que terminan por fusionarse y aglutinar el conjunto.
En The Chemistry of Tears (La química de las lágrimas) el motivo central inicial es el llamado canard digerateur (literalmente, el pato que digiere), un autómata del inventor francés del siglo XVIII Jacques de Vaucanson. La narrativa une a Gehrig con un caballero inglés llamado Henry Brandling por medio de los cuadernos del diario del viaje que Brandling realiza a Alemania a mediados del siglo XIX buscando un constructor para un pato similar para insuflar ánimo vital en su hijo Percy, muy enfermo.
Es así como, al igual que en su novela anterior, Parrot y Olivier en América, Carey hace uso de dos voces narradoras; pero si en la en ocasiones desternillante parodia del viaje del francés Tocqueville a la incipiente democracia del Nuevo Mundo los dos narradores (Parrot y Olivier) son coetáneos, en The Chemistry of Tears Catherine es una voz narradora situada en 2010, y en ocasiones es a través de su lectura que el lector lee los cuadernos de 1854 (sustraídos por la propia Catherine del museo) de Brandling.
En Karlsruhe, Brandling conoce a Herr Sumper, un gigantón con un pasado misterioso y extrañas ideas, al precoz genio inventor de Carl y su madre Frau Helga. El estereotípico inglés que es Brandling tiene sus más y sus menos con Sumper y otros personajes, lo que Carey aprovecha al máximo para exprimir una veta cómica.
No es ninguna novedad decir que Carey siente una enorme fascinación por los procesos de falsificación y que explota con maestría la tensión (la paradoja) entre lo racional y la imaginación (¿no es esta tensión lo que, al fin y al cabo, constituye la esencia misma de la novela moderna?). Cuando Catherine se enfrenta al mismo misterio que Brandling casi 150 años antes, Eric le espeta lo siguiente: “¿Por qué queremos siempre eliminar la ambigüedad?” En otras palabras, ¿por qué negarnos a la posibilidad de que la mimesis pueda llegar a ser más convincente que la realidad? El mensaje que Sumper le deja grabado en latín en el pico del cisne – sí, como en el cuento infantil, ¡el pato termina siendo un cisne! – a Brandling apela a las creencias más humanas (y vulnerables): illud aspicis non vides. No puedes ver lo que ves.
The Chemistry of Tears acentúa lo fácil que puede ser que una vida se quiebre y se arruine: Catherine es incapaz de aceptar la muerte del hombre que era todo su mundo y se sumerge en el alcohol. El dolor de la pérdida, la conciencia de la reducción del número:
Mi propio taller no revelaría nada de su anterior ocupante: en el tablero de corcho había una fotografía de un árbol tomada en Southwold y otra de una calle vacía en Beccles; el verdadero significado de ambas imágenes solamente lo sabíamos nosotros dos. Nosotros una.
Por su parte, en 1854, Henry Brandling, quien perdió ya a su primera hija y vive apartado de su esposa, vive permanentemente angustiado por perder a Percy.
En el trasfondo de la novela surge insistente, una y otra vez, la insinuación, la pregunta de si con el imparable desarrollo de la tecnología (no en vano en el siglo XIX se inicia la revolución industrial) el ser humano puede haber plantado la simiente de su propia destrucción. El desastre petrolero en el golfo de México en 2010 resultó ser, en ese sentido, muy oportuno para Carey. Y sin ningún ánimo de revelar el desenlace, este tema queda perfectamente iluminado para el lector al final de The Chemistry of Tears.
A quien no esté algo familiarizado con la obra del australiano Peter Carey, yo no le recomendaría The Chemistry of Tears como primer plato, pues es más que probable que se le indigeste. Es más, cabría rogarle al lector que se deje llevar por el libro. Leer debería ser siempre una fuente de placer; interrumpir ese placer con insustanciales búsquedas en Google o para hacer comparaciones fútiles (el pato de Vaucanson hace también su aparición en la formidable Mason and Dixon de Thomas Pynchon) no harán sino retardar el goce que Carey le propone al lector, como puede esperar quien haya degustado exquisitos manjares como Óscar y Lucinda, Jack Maggs, La vida extraordinaria de Tristam Smith o la más reciente Parrot y Olivier en América.
nació en Valencia en 1964. Vive en Canberra, donde se dedica a la traducción y a la lectura. Escribe en el blog Notas Literarias,. Forma parte del equipo editorial de Hermano Cerdo.
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