Mudanza al abismo

Mamá se mudó de casa. Ella y mi hermana Lorena vivían en el pequeño departamento de la colonia Molino de Rosas, al poniente de la ciudad, que compartimos los tres hasta finales de 2008, año en el cual empaqué mis vaqueros y tenis; desconecté la computadora y la televisión; enrollé el colchón percudido y desempolvé algunos libros, y salí de ahí para vivir en forma independiente.

A finales de febrero de 2012, Lorena decidió mudarse con sus suegros porque Rodrigo, mi cuñado, incondicional de los juegos de video y del procrastinar en pantalones de segunda mano (regularmente le obsequiaba ropa: somos de la misma rodada), se rehusó a seguir pagando la renta y a continuar discutiendo con mamá, quien le echaba en cara las pocas agallas con que mantenía a mi hermana y a Zoe, mi sobrina de un año de edad. Como todas las madres, la mía esperaba que Lorena hubiese encontrado un príncipe azul y no un tipo que vendía en forma ilegal, y a muy bajo precio, decodificadores para televisión por cable; malhumorado y taciturno, adepto al ska. El tipo que llegó prácticamente después de que yo saliera de aquella casa, quizás en un acto de sustitución de imagen masculina por parte de mi hermana. No sé.

Días antes de la mudanza de mamá, ellos ataron con cinta canela unas cajas de huevo repletas de juguetes, envolvieron la ropa en una sábana y se fueron con la intención de ahorrar dinero para un negocio y comprar una casa. Dijeron a mamá: “Nos vamos, queremos que Zoe tenga un futuro y no queremos seguir batallando con la renta, ve buscando otra casa que tú puedas pagar”. “Y no quiero que mamá siga en el departamento una vez que yo me vaya, porque el contrato de renta está a mi nombre y, si no puede pagarlo… no quiero problemas legales. Así que ayúdanos con todo esto, Rogelio. Paga la mudanza y lo que haga falta. Tengo mis planes. Mi nena y yo seremos felices cuando compremos nuestra casa. Los papás de Rodrigo nos van a apoyar, será una vida estupenda”, dijo a su vez mi hermana, en la visita que me hicieran un sábado por la mañana, cuando las tuve sentadas a la mesa de mi casa y las vi agitar animosamente las manos entre la lentitud marina del mal sueño y la escafandra de la cruda: la noche previa yo había quedado hecho polvo. Añadió: “Además, mamá te apoyó mucho y por eso pudiste llegar a donde llegaste. Ahora nos toca pagarle la renta”. Lorena ha olvidado que trabajo desde los quince y que a veces debía saltarme los torniquetes del metro para ir a la universidad. Lo único que pensé en ese momento, con cierto tufillo de envidia, fue: “Chingón, ya hiciste tu vida, ya me chingaste”.

Mamá se dedicó durante un par de semanas a encontrar casa. Mejor dicho: un cuarto que pudiera arrendar con su sueldo de empleada doméstica. Solicitó mi ayuda para encontrarle vivienda, pero me hice el tonto. Cada vez que mamá solicita favores tiendo a evadirlos, quizás estoy resentido por muchas cosas que ocurrieron en mi infancia y juventud: la principal: me negó la posibilidad de un padre a quien pedirle un préstamo para pagar la renta cuando no me alcanza, como lo hace el noventa por ciento de tipos independientes que conozco. Papá tenía otra familia. La legítima. En fin, eso ya pasó.

Mamá buscó en la colonia, en las cuatro colonias aledañas, y no consiguió nada por debajo de la línea abstrusa de los dos mil pesos, su presupuesto. Por fin, después de una aventura hasta San Bartolo, pueblo en las cimas del extrarradio poniente de la ciudad, paralelo a Santa Fe (el chico, no el grande que parece postal fuera de registro de Singapur), consiguió un cuarto rústico. Así lo describió: cuarto rústico. Imaginé que la renta de mil quinientos pesos cubriría algo decoroso: es imposible reconocer de oídas qué calidad de vivienda te corresponde por tal cantidad de dinero. Existen milagros. Imaginé una pequeña pieza fresca, con aplicaciones de madera en las esquinas, y una chimenea con todo y juego de atizadores, y ventanas luminosas dando hacia un bosquecito de coníferas. Nada más alejado de la realidad.

Llegué a las nueve de la mañana para coordinar la mudanza, pero mi tutela fue un fiasco: rompieron un sillón, desmadejaron macetas, y un chiquillo (el más experimentado de la cuadrilla, según noté) casi tira la televisión de mamá por las escaleras. Ella, contrario a su costumbre, ni siquiera protestó. Veía a los cargadores con seño de melancólica; risueña, sí, pero parecía que no le importaba nada. Sólo quería salir de ahí. Una vez que vaciaron el departamento, fotografié con el celular el cuarto que habité por años: una habitación pintada en cuatro tonos que van del azul en el cielorraso al púrpura en la pared de la ventana. El morado es mi color preferido y, en su momento, dio un toque íntimo, como de encontrarse en una celda monacal, al cuarto. Ideal para inspirar una novela, que nunca escribí, por cierto. Realicé en esta habitación, a los veintidós años de edad, el sueño adolescente de tener una recámara propia, negada durante décadas, porque jamás habíamos conseguido el dinero necesario para arrendar un espacio más amplio que el cuartito de vecindad donde nací. Hasta que comencé a trabajar profesionalmente, por llamarle de alguna forma a la conquista de un sueldo superior al mínimo, por allá de 2003.

Retiré los tres clavos con los que había prendido en su momento una reproducción de Dalí que compré en el Centro y marcos con fotografías de mi etapa fallida como fotógrafo, y que recientemente habían servido para colgar todo tipo de cachivaches de mi hermana, cuñado y sobrina. Aún seguía el tornillo en la parte superior de la puerta en el que colgué los sacos que usaba entonces y las camisas, y cuyo peso venció las bisagras.
Recordé las noches cuando abría la ventana, atraía el cenicero y la cajetilla de cigarros y, mientras fumaba acostado, veía perderse el humo azul rumbo a la calle, en donde se oía el ronroneo de un motor de auto y algún chasis aerodinámico cortando el viento de la avenida Alta Tensión. Recuerdo todavía a Édgar a David a Gonzalo a Benjamín, a muchos amigos, fumando Delicados y bebiendo cerveza en tanto platicábamos de rock o del fracaso amoroso en turno. Los recuerdos vinieron a apiñarse en mi mente y sentí ese cosquilleo en la nariz y la garganta de cuando quiero llorar. “No puedes ser tan sentimental, Rogelio, no te pases”, dije para darme ánimo.

Me asomé por la ventana. Abajo, vi a mamá en la calle, junto al camión de la mudanza, bebiendo agua de una gruesa botella de plástico y platicando con un tipo de casco de motorista: hablaban sobre una vecina a la cual el sujeto venía a visitar: era un abonero. Ella dio otro trago con gran apetencia, y recordé que mamá tiene diabetes y lo poco o nada que hace para cuidarse a pesar de haberle explicado (asustado con) las complicaciones crónicas. Esta enfermedad puta está matando más gente que el narco. Pero como no brinda espectáculo de metralletas y granadas ni lanza a los parques la cantidad de pies que cercena por año, nadie la considera. Mamá tampoco. Tampoco le importa qué pasará mañana o pasado: se ha blindado contra el paso de los años a base de ingenuidad y desidia. Se deja llevar por la corriente, cualquiera que sea su fin: una cascada de agua pútrida, el manicomio, el asilo de ancianos.

La mudanza se llenó y el conductor preguntó si yo traía auto, porque entre los cargadores, él y mamá, la única que conocía bien a bien la dirección de su nueva residencia, no había espacio para mí en el camión. La historia de mi vida familiar. En vez de sentirme mal por esto, lo agradecí. No tendría que charlar durante la hora u hora y media de viaje (las distancias dentro del DF pueden resultar absurdas a causa del exceso de tránsito, dos kilómetros pueden convertirse en el tiempo de recorrido de un estado a otro), lo cual casino online me incomoda, porque regularmente no sé de qué hablar con este tipo de personas: ¿futbol, cerveza, revista vehicular, afinación, balanceo de las llantas? No es que sea mamón, pero simplemente no puedo. El Rogelio hablantín se va a la playa, y me descubro asintiendo y diciendo: “ah, ya, ah, ya”. Tengo problemas para relacionarme con otras personas pues no casino online/a> soporto platicar con nadie a quien no le tengo confianza ni que tampoco escucha, como pasa en esta clase de acompañamientos incidentales. Tomé mi mochila con mi colección de tarjetas deportivas y de revistas La Mosca, que rescaté de entre los escombros, y me perfilé hacia el trasporte público. Dije online casino canada a mamá que la alcanzaría en dos horas, que iría a casa a dejar Det gir storre sjanse for blackjack pa nett og det gir storre sjanse for at dealer skal ryke. el cargamento. Le di el dinero de la mudanza. “Entonces, en dos horas voy a casa de tu tía Lola, que está a unas cuadras, y es donde hay señal, porque allá donde estoy no hay”, dijo refiriéndose a que el celular era inservible en el lugar al que iba.

Llegué a mi casa, un pequeño departamento al sur, por la costera de Tlalpan. Acomodé las carpetas con los cromos y el atado de revistas debajo de la mesita de la computadora y encendí el primer cigarro del día. Llamé a Diana, mi novia, para decirle que ya estaba hecha la mudanza. Traté de hablarle animado, pero por dentro me sentía extraño. Esta palabra no dice absolutamente nada, pero no puedo describir de otra forma mi estado: era una mezcla de enojo, culpa, tristeza, hartazgo. Me sentía obligado a apoyar a alguien quien durante años sólo se dedicó a esquilmarme tácitamente. Es decir, mamá nunca estableció un sistema de cuotas y retribución para el bien familiar, pero se encargó de inocularme ese virus llamado responsabilidad de hijo. No es que no quiera a mamá, sólo que estoy harto de sus problemas y su resonancia en mi vida, ya sea a base de una pequeña cantidad que debo cubrir de vez en vez, a pesar de que ahora estoy en banca rota, o a base de cuidados en que yo debería insistir: llevarla a sus revisiones médicas de diabetes, apoyarla para que adquiera una dentadura nueva. Simple y llanamente no me nace, no me nace mover un dedo en su favor, y no sé por qué. No es falta de cariño. Es algo profundo, arraigado en mi corazón como un jengibre maldito: ¿resentimiento? La descubro como la señora que no pudo darme las herramientas básicas para subsistir: seguridad en mí, arrojo, valentía. Nadie se excluye de su pasado.

Después de un viaje de hora y media en microbús, bajo la tormenta solar y el grito de escolapios que atiborraban los asientos con su obesidad y daño cardiaco en ciernes, llegué exhausto a casa de tía Lola, hermana de mamá.

Tía se admiró, aplaudiendo, primero de lo calvo y después de lo gordo que estoy. Esa fue su bienvenida después de cinco años de no vernos. Dije: “ah, ya, ah, ya”, y me senté a comer con ellas. Antes, advirtió que serviría patitas de pollo y mollejas en caldo, y que tal vez no me gustarían porque estoy acostumbrado a comer bien, en restaurantes de toldo afuera, y sillas y mesas en la banqueta, al lado de las novias feas, pero graciosas, que consigo. “No, ahora Under finner du en enkel trestegs-guide som forhapentligvis vil gjore det lettere for deg a komme igang med casino beste-norske-casinos.com pa nett. tiene una novia muy elegante y es licenciada, no digas eso, hermana”, dijo mamá, olvidando a su vez que yo estudié una licenciatura, aunque no lo aparento. Pensé entonces en lo bien parecidas que son mis primas: chimuelas, dejadas del marido, enferma una de ellas de gonorrea y que para subsistir prostituye a su hija mayor con choferes de la ruta que corre de Eje 8 a Iztapalapa. Eso se rumora.

Acepté la comida. Me di la oportunidad de comer un platillo que me hizo recordar las tardes en casa de la abuela Lila, en mi niñez. Complementamos con tortillas de maíz, refresco de limón y la mitad de un aguacate. Comimos. Mamá se quejó de lo desconsiderada que es mi hermana y del hombre ése (mi cuñado), el cabrón que le robó la virtud y anhelos a Lorena. En específico, dijo: “El huevón que se la pasa perdiendo el tiempo viendo películas, Nar du registrerer deg og setter inn penger for forste gang, far du dessuten en heftig bonus! Disse pengene kommer godt med nar du skal lure dealeren for en rekke kontanter! blackjack online er kanskje det casinospillet hvor det finnes flest strategier, men det er dessverre sv?rt fa som fungerer optimalt. jugando, y que no trabaja”. Pensé: “Espero que mamá no crea lo mismo de mí”. Tía preguntó que cuándo me casaría, porque los niños son hermosos (jamás podrá concebir el matrimonio o unión entre hombre y mujer sin el sistema de retribución reproductiva inherente para los abuelos), porque a ella le gustaría ser tía ” The special goes behind the scenes of the tour and for the first time, shows what life is like through the eyes of justin-bieber-news.info with the “Justin-cam. abuela pronto, sobre todo de un chiquillo gordo, moreno, cachetón y de nariz tan grande, como yo. Preguntó que ahora a qué me dedicaba, si seguía trabajando en la revista médica. La cual dejé en octubre de 2011. No supe qué responder: ¿Escritor? A causa de una triquiñuela técnica en realidad no lo soy, porque no he publicado ningún libro, entonces soy un desempleado con aspiraciones a escritor. ¿Cómo explicarlo? Y después adiviné que vendría la otra pregunta que me harta responder: ¿qué escribes? Un problema: ¿cuentos, novela, viñetas, comentarios librescos, autobiografía precoz, crónicas lamentables sobre mi familia, ninguna de las anteriores? Desvié la plática para conducir a tía rumbo a parajes menos comprometedores, hacia un claro en el bosque donde es mejor atizarle al sauce llorón. Comenté lo mala que había sido mi hermana al dejar a mamá en el desamparo (no lo creo, salió corriendo rápido, sin volver hacia atrás, y con justa razón, yo en cierta forma lo hice en 2008). Terminamos de comer. Mamá aventó los huesos a Tomy, un perro chihuahueño que se restregó en mi pierna durante la comida en busca de amor.

Pedí a mamá que fuéramos a ver su cuarto, que instalaría el cilindro de gas y la vital compañía de la televisión. Tía y yo nos despedimos, )Of course, a good body urine drug test and colon cleanse program will contain other elements that will optimize your detoxification experience. ella muy risueña, como siempre (esto es de familia, ¿por qué no heredé al menos este rasgo de afabilidad?) y le dije que de ahora en adelante, de alguna forma, estaríamos más cerca (mentí), así que nos veríamos pronto. Salimos.

En la calle dije a mamá que tía Lola seguía exactamente igual a como la recuerdo, con sus canas en la Where to be careful when using cloud services Cloud-based services can provide an economical solution to your big ssd data recovery needs, but the cloud has its issues. coronilla apenas cubiertas por el tinte negro azabache y la panza blandiéndose debajo del mandil.

Llegamos a la nueva casa. Cuando Joseph Conrad escribió El corazón de las tinieblas pudo haberse inspirado en algo parecido. El horror. Una vez abierta la puerta del zaguán, pensé que rodaríamos por el talud de arcilla que se disparaba bajo nosotros. El lugar es un edificio en obra negra que recuerda una arquitectura imposible: puertas que abren paso a muros, entradas tan pequeñas como en la novela de Alicia, puentes colgantes de tablones, tierra, polvo; canciones de balada romántica o reguetón emanando de los cuartitos casino online escondidos en las grutas de ladrillo rojo.

El cuarto de mamá online pokies está cerca de lo que podríamos considerar la Advocates for detox typically describe the liver and kidney as acting like filters, where toxins are physically captured and retained. entrada de la construcción. Tardé algunos segundos en cerrar el zaguán porque la chapa, como dicen por ahí, tiene truco: el pestillo necesita un buen jalón de orejas. El otro sillón que sobrevivió a la mudanza no cupo por la puerta del cuarto y dormía la siesta al sol de la tarde, exactamente en las escaleras de acceso. Debimos pasar de lado y equilibrando, de otra forma caeríamos en el abismo de arcilla al lado, en cuyo fondo había bolsas de frituras y todo tipo de envoltorios rancios. Mamá abrió la puerta del cuarto. La imagen es como adentrarse en algo que pudo haber sido una cocina, porque hay dos tarjas al paso, pero que ahora es una caverna de cemento bruto y costillas de varilla asomándose entre la piel sin enjalbegar de los muros. El foco del cuarto debe estar encendido día y noche: la luz que entra por la ventana apenas ilumina el inicio de la hipotética estancia. El edificio en construcción envuelve el terreno como si fuera una chimenea de esos hornos de hormigón que dejaron de funcionar decenios atrás en Tacubaya: la casa de mamá está dentro de esta chimenea, algo así.

Acomodé la televisión sobre un buró y conecté la antena. Mamá regó sus plantas y comenzó a sacar toda clase de bibelots de una bolsa de tela reciclable: un rosario de plástico plateado, una Ada de cerámica, algunas ranas, elefantes, conchas de mar, la foto en la cual aparecemos los tres: ella, mi hermana y yo, abrazados, el día en que recibí el diploma de la universidad. Cantaba una cancioncita pop indiscernible mientras movía, sujetaba chucherías en clavos solitarios, inspeccionaba cajas. Después abrió y cerró las llaves de las tarjas: eran inservibles. Fui al baño y la ventana superior estaba abierta: intenté cerrarla, pero el esmalte puesto al cuadro de metal había sellado la manija para conseguirlo. Pensé que mamá tendría frío en la noche: las temperaturas descienden a cero a causa de la altura de la zona. Pregunté si había traído cobijas. “No, hijo, yo no soy de cobijas, yo duermo fresca”. Salí del baño. La puerta de acceso al cuarto tenía entre el dintel y jambas huecos de un centímetro de ancho: olvidemos entonces la protección contra el ruido y el viento: no hay hermetismo. Se lo dije y ella siguió murmurando su canción. Dijo que le pondría una tira de plastilina para cubrirlos. A veces yo me preocupo más por su vida que ella misma. Andaba de aquí para allá acomodando cosas. Conectó el radio y lo sintonizó en la Z. El locutor hablaba rápido para ganarle tiempo a los comerciales. Dije: “Veamos la instalación del gas, conectaré tus tanques”. Respondió que no había manera de instalar ni una estufa ni una parrilla, que sólo estaba la conexión del boiler, pero que el arrendatario había dicho que ella podía hacer la instalación completa cuando quisiera (el casero siempre tratará de que le dejes el lugar que habitas mejor de como lo encontraste, y gratis). Dije: “Es una chingadera”. Ella fue a sacar una palmera enana de la ducha, donde la estaba regando. Salí a ver el calentador. Un albañil pasó a mi lado y le di las buenas tardes. No contestó. Subió por una escalera de madera a alguna parte de la construcción. En realidad, era una mujer con los pantalones corte militar llenos de mezcla y una gorra percudida de arcilla y sudor. Oí que llamó a otra mujer. Imaginé que era su pareja. Pensé: “Bueno, habrá diversidad, espero que mamá no se saque de onda”. Dije a mamá que fuéramos a buscar las mangueras de conexión y un regulador para el cilindro de gas: el calentador funcionaría sin problemas.

Caminamos por calles que lucían pavimentadas a la carrera, eso sí, cada poste lucía ataviado con propaganda política. Pensé: “No pienso votar por ninguno de estos hijos de puta”. Traía poco dinero, porque antes de venir, el cajero, como ocurre cuando menos debería ocurrir, no leyó mi tarjeta de débito, cuenta que custodia los ahorros de mi vida, una vida que seguramente ha sido corta, porque apenas raya en un par de ceros. Completamos la compra de los enseres con monedas de cincuenta centavos.

De vuelta, hice la conexión. Le dije que me prestara el perico para apretar las tuercas. Dijo que no lo tenía y trajo unas pinzas delgadas, como patas de escorpión. Apreté como pude las tuercas y al abrir el cilindro despidió un chisguete. Necesitaría ajustarlo con la herramienta adecuada. Dijo que yo hablara a tía Lola para que, cuando fuera a recoger el sillón que mamá le cambiaría por otro más pequeño, trajera también un perico. Lo intenté; no había señal. Tengo convicciones frágiles, a menos de que haya un aliciente y resultados aceptables, me vengo abajo. Olvidé el asunto. Le dije que por favor pidiera al surtidor de gas que apretara aquí y allá la conexión, no necesitaría más. Temí que sin agua caliente, enfermaría. Ella minimizó el asunto. Yo también, entonces. Ayudé a acomodar dos botes de trastos debajo de la mesa y otro cilindro vacío de gas, debajo de las tarjas. Mamá se empeñó en buscar algo en una bolsa, un regalo.

Minutos después, tomé la mochila para irme. Al interior vi el libro de un escritor austriaco, cuya reseña debo escribir. Pensé que era una mamada: yo intentando hacer una carrera como escritor y mamá imbuida en la pobreza más insulsa. Me sentí culpable. La abracé para despedirme. Vi los muros rosa, pintados en manchones irregulares, el piso de cemento bruto, teñido de azul lánguido. Dije: “Comes al rato, no te olvides, va”. Ella respondió que ya había comido, que mañana sería otro día. Esculqué en los bolsillos del pantalón y extraje algunas monedas: se las di. Aparté cuatro pesos con cincuenta centavos para el transporte de vuelta (el costo del viaje de venida): en cuanto hallara un cajero sacaría algo. Salí.

En la puerta, mamá me dio una salamandra hecha de recortes de tela iridiscente y ojitos de lentejuela. “Para que no te olvides de mí, hijo”, y se sonrió.

Dos cuadras después, subí al microbús. Pregunté cuánto costaba el pasaje a Viveros. Respondió el chofer: “Cinco”. El rubor estalló en mi cara. Rebusqué y rebusqué al interior de la mochila los cincuenta centavos faltantes. Más pantomima que esperanza. Rendido, dije que sólo traía cuatro cincuenta. Que me disculpara. Los aceptó de muy mala gana. Jamás me había sentido tan miserable.

Transitamos, bajamos de ese lugar perdido de toda gracia, un pueblo en eterna construcción que desea en algún momento convertirse en parte del DF, pero que alcanza exclusivamente el currículum de apéndice, un apéndice de un organismo al borde de la descomposición como es la ciudad de México a causa de su arquitectura basura. A mitad del camino, en la zona rica, vi comercios de bebidas y carnes frías gourmet, un Starbucks, un puesto de alcachofas, el club Casa Blanca tan imponente y limpio, casas de tres plantas con verandas diamante: ahí, si se tiene dinero, uno puede construir un palacio, el atisbo de un imperio sin mácula. Mamá vive en un hoyo.

Pensé en que nunca seré escritor: las carencias terminarán imponiéndose. Los anhelos intelectuales no valen la pena si no puedes conseguir siquiera qué comer, cómo pagar la renta. Apreté los párpados y, con la mano, el tubo del asiento de enfrente. Por fin, me quedé dormido.

Al llegar a la base, estaba hecho un trapo, con ganas de llorar, porque presentí que huía de mi designio familiar, del lugar al cual pertenezco.

Ahora, escribo. La mesa está repleta de libros y el cenicero prácticamente retacado con cigarros muertos. Pienso en mamá, pero a la par quiero olvidarme de ella, no puedo ni quiero hacer nada por ella. Gracias a sus errores de juventud estoy resentido, estoy sangrando: confió demasiado en mi padre. Soy un mal hijo, pero es tarde para arrepentirse. Debo seguir aquí, dándole y dándole al teclado, de otra forma, seré como ella, como mi hermana, a la espera de un día no tan malo. Las quiero, pero decidí tomar otra ruta y no pienso renunciar a ella. Lo lamento, discúlpenme, esta ocasión va por mí.

by Rogelio Pineda Rojas

vive en la Ciudad de México. Sus cuentos y artículos sobre arte y cultura han sido publicados en Opción, El perro, Gastronómica de México, La Rocka, Zarabanda, Ejecutivos de Finanzas y en el sitio suplementodelibros, entre otros. Edita la bitácora: Textonauta

5 Replies to “Mudanza al abismo”

  1. 3
    natalia

    Por dios, no pude pasar del primer párrafo. «empaqué mis vaqueros y tenis; desconecté la computadora y la televisión; enrollé el colchón percudido y desempolvé algunos libros, y salí de ahí para vivir en forma independiente.» ¿Hay que leerlo escuchando a Arjona? ¿O carecer de buen gusto? mi designio familiar, del lugar al cual pertenezco. bah!

  2. 4
    Alejandro Martínez

    Coincido con Natalia: el ritmo es soso, ahuevado, dan ganas de salir corriendo de la misma casa que se señala, llegar a otro lugar, una lectura más arriesgada, sin tantos lugares comunes: el cigarrillo ya es lugar de hartazgo; además, ¿crónica?, me parece que tienen una concepción mal de los géneros literarios… en fin, una mesa retacada de libros y cigarros, más cigarros. Aquí se ve la falta de originalidad. Buena suerte.

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