La posibilidad de preferir los bosques o Bartleby en el lago Walden

Réplica de la cabaña de Walden Pond

Fui a los bosques porque quería vivir con un propósito; para hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida, por ver si era capaz de aprender lo que aquélla tuviera por enseñar, y por no descubrir, cuando llegara mi hora, que no había siquiera vivido. No deseaba vivir lo que no es vida, ¡es tan caro el vivir!, ni practicar la resignación, a menos que fuera absolutamente necesario. Quería vivir profundamente, y extraer de ello toda la médula; de modo duro y espartano que eliminara todo lo espurio, haciendo limpieza drástica de todo lo marginal y reduciendo la vida a su mínima expresión; y si ésta se revelare mezquina, obtener toda su genuina mezquindad y dársela a conocer al mundo; pero si fuere sublime, conocerla por propia experiencia y ofrecer un verdadero recuento de ella en mi próxima manifestación. Pues la mayoría de los hombres, creo yo, sufren de una extraña incertidumbre al respecto de si la vida proviene de Dios o del diablo, y no sin cierto apresuramiento han llegado a la conclusión de que el principal objeto del hombre aquí es “el dar gloria a Dios y gozar del Él eternamente” (Walden, Henry David Thoreau).

Cuando Thoreau publica este texto apenas habían transcurrido unos meses desde la aparición, anónima, de Bartleby, el escribiente: una historia de Wall Street. Se dice que Melville se había inspirado para su relato en un ensayo de Emerson, a su vez uno de los mejores amigos de Thoreau y, de algún modo, también su mentor. Ambos, por cierto, nacieron en el estado de Massachusetts, el mismo donde el ballenero Essex fue embestido por un cachalote, hecho que disparó la imaginación de Melville para componer su hoy célebre Moby Dick, que a mediados del siglo XIX pasó desapercibida. Y así, aparentemente desapercibido, pasa Bartleby, el resistente anodino que, como Thoreau, no practica la resignación, por mucho que pudiera parecer lo contrario y, sobre todo, por mucho que en su “reterritorialización”, en palabras de Deleuze y Guattari, no precise de desplazamiento alguno hacia los bosques.

Thoreau decide marcharse a los alrededores del lago Walden, donde permanecerá por espacio de dos años en busca de esa “limpieza drástica de todo lo marginal”. Lo suyo es, en buena medida, una huida, hasta el punto de que cuando el mundo lo visita en forma de cobrador de impuestos, simplemente se negará a pagar. No quiere legitimar a un país esclavista y a la sazón en guerra colonial contra México. Thoreau prefiere no pagar, y acaba con sus huesos en el calabozo.

Bartleby, por el contrario, se fuga, pues su desplazamiento tiene lugar dentro del mismo mundo físico que Thoreau deplora. A Bartleby no le preocupa que llegue su hora y descubrir “que no había siquiera vivido”. Lo suyo es una movilización subjetiva que, a la postre, le llevará igualmente a prisión. Bartleby prefiere no copiar, prefiere no buscar una vivienda. Bartleby no necesita un lago en el bosque “para hacer frente sólo a los hechos esenciales de la vida”.

Son estrategias diferentes desde las que es fácil comprender los resultados, también disímiles. Así, de su efímera experiencia en el calabozo, Thoreau se valdrá para redactar La desobediencia civil. Thoreau quiere desobedecer. Su estrategia es, pues, la del enfrentamiento, la del antagonismo. En cierto modo, Thoreau representa la dicotomía, en este caso con el par obediencia/desobediencia. Por su parte, Bartleby, más que oponerse, resiste, y desde Foucault sabemos que resistir es crear o no es.

El comportamiento de Thoreau es comprensible o, si se prefiere, codificable. Identifica un enemigo, el Estado y el escenario en el que éste se representa y, por un lado, se opone a él desobedeciendo, mientras que por otro escapa marchándose a un nuevo territorio. Para bien y para mal, Thoreau siempre estuvo condicionado por el territorio: en su subjetividad, anhelante de bosques en los que “reducir la vida a su mínima expresión”, pero también en un sentido social, y de ahí su participación en la trama del Ferrocarril Clandestino, destinada a fugar esclavos del sur hacia Canadá. La experiencia desobediente de Thoreau, la que le lleva al bosque y al calabozo, es la lucha agónica de quien trata de descodificarse.

En la época en que Thoreau escribe comienza a gestarse el imperialismo americano, cuyo aldabonazo final será la Guerra Civil, de la que él solo pudo presenciar sus inicios en la década de los sesenta. La máquina estatal comienza a impregnar, a codificar, al ciudadano americano, que si bien aún cuenta con la quimera del Oeste, es en la costa oriental donde ya se vuelve ineludible. Lo vemos en ese cobrador de impuestos que llega hasta las profundidades del bosque de Thoreau pero también, ni más ni menos, en el lugar de trabajo del escribiente Bartleby. Como ha señalado Jiménez Morato, no debemos pasar por alto el subtítulo de la narración de Melville: una historia de Wall Street. ¿Se nos puede ocurrir un lugar donde mejor se materialice la máquina estatal? Wall Street es la forma de la máquina estatal, el lugar donde se inscribe el código y por eso esta historia no se puede narrar desde el punto de vista de Bartleby, que vive en fuga.

En consecuencia, el abogado de Wall Street que narra la historia, desconcertado pese al paso de los años, aún no logra comprender, siquiera atisbar, la complejidad de Bartleby. Es lógico, pues narra y recuerda desde la inscripción, desde el vientre de la bestia, desde el código interiorizado. El narrador recuerda desde el territorio, un lugar acotado donde la subjetivización está paralizada o, cuando menos, guiada. El abogado que recuerda a Bartleby no puede comprender el desplazamiento de éste, por cuanto ignora el territorio que se extiende más allá de la parcelación en la que reside. Ese narrador es al mismo tiempo creador y receptor de una normativización sutil por una parte, pero tan brutal por la otra como para impedirle ver lo que tiene ante sus ojos: que mientras únicamente haya dos opciones para elegir, y por tanto para describir el territorio, Bartleby preferiría no tomar ninguna.

A ese narrador, sin duda, le resultaría mucho más fácil comprender la postura de Thoreau, pues desde una lógica dicotómica -la que prima en su territorio- podría juzgarla. Para que el narrador comprenda a su empleado tendría que haber pasado a un nuevo territorio, a una nueva subjetividad, tendría que haberse quedado inmóvil como Bartleby, es decir, en un sentido meramente motor. En otras palabras, debería haber resistido creando, y ni siquiera sabemos si alguna vez pretendió resistir, lo que no deja de ser una paradoja: para desear resistir hay que saber cuál es el Leviatán, ¿pero cómo saberlo cuando uno mismo es parte de él, probablemente feliz? Y es que esta, conviene recordarlo una vez más, es una historia de Wall Street, y por eso no sabemos nada de lo que había antes.

¿Qué lleva a Bartleby a desterritorializarse precisamente en un despacho de Wall Street? O mejor aún, ¿qué lleva al narrador a territorializarse precisamente ahí? El pasado de este relato, lo que no se nos cuenta, es justamente lo que más importa saber y, sin embargo, no nos corresponde indagar, siquiera por respeto a Melville, que lo quiso mantener en las sombras. No obstante, podemos presumir una certeza: no hubo necesidad, ni en el abogado ni el escribiente, de Walden alguno. El bosque, esa huida para “vivir con un propósito”, con toda seguridad no fue necesaria ni para el uno ni para el otro, y no lo fue porque si para el abogado el código ya estaba inscrito indeleblemente en su piel, para el escribiente, que no lo estaba menos, la posibilidad de la fuga pasaba únicamente por no recrearse en su contemplación, y sabemos que los bosques y la soledad solo dan lugar a la introspección, a lamerse las heridas: a mirarse, en definitiva, cómo cicatrizan las inscripciones.

Se ha hablado de esta nouvelle como precursora de los relatos de Kafka e inevitablemente nos viene a la memoria “La colonia penitenciaria”. Es el texto donde Kafka más crudamente nos habla de esa máquina estatal, de cómo codifica en nuestro cuerpo su mensaje hasta volverlo uno y lo mismo con nosotros. Es decir, si Melville prefigura a Kafka, éste esboza a Foucault. Es el “biopoder”, o la “biopolítica”, en palabras del francés, lo que en el texto de Melville vemos desplegarse. La intuición genial de Melville, recreada por Kafka de manera inigualable y descrita después por Foucault, es lo que, sin saberlo, sin poderlo nombrar pero también sin vislumbrarlo, martiriza a Thoreau. En la prisión donde va a parar Bartleby, en el calabozo donde pernocta Thoreau, en las mazmorras decimonónicas que describe Foucault está ya la máquina perversa de la colonia penitenciaria ideada por Kafka. Esa máquina no tortura, aunque no otra sea su apariencia, sino que, de modo literal, inscribe mensajes en el cuerpo del reo. Dicho de otra manera y parafraseando a Foucault: donde antes se castigaba ahora se vigila. Y es que, al inscribir su código en la carne del reo, la colonia penitenciaria se deslocaliza. Por mucho que el reo salga de su recinto, ya no puede ser libre, es parte del mismo biopoder que le sojuzga, y ahí radica su tragedia.

En efecto, como explica Foucault, el poder ya no puede ser entendido como una suprainstancia, sino como una relación, incluso discursiva, y por tanto capaz de hibridarse en el cuerpo social. El drama que Thoreau no llega a comprender es que la máquina se hace una con sus propias víctimas. Deleuze, más de un un siglo después, diría que hemos pasado de la diciplina al control. Ese paso sutil es, exactamente, lo que representa el artilugio del penal de Kafka. Y Bartleby, que comienza a intuirlo, tiene otras preferencias.

Preferir no hacer algo provoca siempre un malentendido que nos lleva, de nuevo, a las dicotomías. Lo que más desconcierta al narrador no es que Bartleby prefiera no realizar las tareas que le asignan, sino más bien que, en su lugar, tampoco prefiera llevar a cabo otra labor. Bartleby no prefiere evitar cotejar un borrador para seguir copiando otro documento. En lo que Deleuze ha llamado la “fórmula” de Bartleby encontramos el desconcierto no en lo que expresa, sino en lo que calla, por cuanto encierra de ruptura de sentido. La fórmula parecería incompleta, y eso es lo que desquicia al abogado. Si no prefiero esto, es porque prefiero aquello, pero si simplemente no prefiero…, ¿en qué lugar dejo a quienes me observan desde el mundo de las dicotomías? Thoreau prefiere no vivir en este mundo, y se va al bosque del lago Walden: eso lo podemos entender. Ahora bien, Bartleby prefiere no copiar y… ¿y qué? Bartleby es los puntos suspensivos. Sabemos que ahí no puede acabar su oración, pero no vemos que continúe porque nos cuesta entender que esos puntos suspensivos son también parte de ella, algo que un abogado de Wall Street nunca comprendería.

Hay una ocasión, sin embargo, en la que Bartleby resiste de una manera más reconocible. Un domingo por la mañana se niega a abrir inmediatamente la puerta del despacho al abogado, que de este modo descubre que es ahí donde su empleado ha asentado su residencia. Por un momento el despacho es Walden. Por un momento parece que Bartleby resiste creando algo a lo que no tenemos acceso, porque esta es un historia de Wall Street, no de los bosques. Bartleby prefiere no abrir la puerta. Como recuerda el narrador, “Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y que entonces habría terminado sus tareas”. Sabemos que Thoreau mide el grosor de la capa de hielo que en invierno cubre el lago Walden, ¿pero cuáles son esas tareas que mantienen a Bartleby ocupado un domingo por la mañana? El mismo abogado intentará descifrarlo mediante el registro, poco fructuoso, de los cajones del escritorio de Bartleby. Así las cosas, el lunes por la mañana decidirá hablar con su empleado, apenas algunas preguntas sencillas para acercarse a él. ¿Dónde ha nacido Bartleby, por ejemplo? El escribiente prefiere no contestar.

Es a partir de ese momento, más incluso que cuando Bartleby prefiere no cotejar una copia, cuando podemos hablar de desobediencia. El domingo impide a su jefe entrar en su propio despacho, se marcha antes de que este regrese y el lunes por la mañana ni siquiera le responde a unas cuantas preguntas insustanciales. La no preferencia de Bartleby es aquí más netamente política. De alguna manera por fin se convierte en una oposición, justo lo que, secretamente, deseaba el abogado, que hasta ese momento había ensayado todos los roles previsibles: dese el más paternalista hasta el de jefe autoritario. Y es que ahora, pese a los meandros por los que discurra su discurso y su acción, podemos intuir cuál va a ser el final de Bartleby: el castigo. Ahora el abogado se encuentra con un gesto reconocible, y por tanto sabe cómo enfrentarlo. El error de Bartleby, casi imperceptible, el error que produce un cambio cualitativo en su relación con el poder y que a la postre acaba con su vida, se limita a unos cuantos segundos decisivos ese domingo por lo mañana: los que tarda en resolver que prefiere no abrir la puerta del despacho al abogado.

La llave que traba esa puerta es la misma que activa el mecanismo de la máquina de inscripción en la colonia penitenciaria de Kafka. A partir de ese momento el desconcierto se atenúa, pues la forma de su desobediencia es previsible. Si la fórmula del escribiente no era codificable, si su actitud causaba sobre todo perplejidad, su resistencia era, digámoslo así, por omisión, el poder debía por tanto afilar su virtuosismo hasta convertir a Bartleby en alguien comprensible, y en consecuencia juzgable. Por expresarlo en otros términos: hasta ese momento la fórmula de Bartleby era la manifestación de una lengua extranjera, minoritaria e ininteligible. Cada vuelta de esa llave es un paso en su traducción a un idioma mayoritario, esto es, capturable. La derrota de Bartleby no es, pues, su despido laboral, como tampoco lo es su final en prisión. La derrota viene porque esa llave-traducción impide que el poder se vea obligado a reinventarse para someterlo, antes bien, lo logra desde sus propios parámetros. No resulta factible de otro modo: el poder, que por naturaleza solo es mayoritario, tendría que devenir para reinventarse, pero, como nos recuerdan Deleuze y Guattari, el devenir es siempre minoritario. Después de todo, parece que es Thoreau quien acierta: esa llave siempre acaba por girar, así que mejor refugiarse en los bosques.

Sin embargo, si eso fuera así, si todo cuanto tuviéramos se redujese a un escribiente solitario y un ermitaño de los bosques, ¿dónde quedaría lo colectivo? Sabemos que Thoreau pasará esclavos a través de la tupida red del Ferrocarril clandestino y acabará por inspirar al propio Gandhi, sabemos que Bartleby muere y el narrador que lo recuerda exclama “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”, y sabemos que en Kafka la soledad tiene forma de cucaracha. Lo que sabemos, por consiguiente, es en buena medida meramente descriptivo. Quien mejor lo señaló fue, sin pretenderlo, un paisano y contemporáneo de Thoreau, el novelista Hawthorne, que prefirió centrarse en una época en la que la máquina aún podía prescindir de la sutileza del control en favor de la brutalidad de la disciplina o, dicho de otro modo, en la que todavía podía prescindir de la inscripción en favor de la marca y suturar, de manera literal, el código, así fuera en forma de letra escarlata. Lo que Hawthorne escribió sobre Thoreau en su diario fue: “(…) se inclina a vivir como un indio entre los hombres civilizados”. Y es ahí, precisamente ahí, donde podemos “extraer de ello toda la médula”. De lo que Hawthorne nos habla, aun sin imaginarlo, es, en palabras nuevamente de Deleuze y Guattari, de una máquina de guerra nómada. No se trata tanto de que Thoreau se incline a una vida de indio entre los hombres civilizados, como de ese devenir indio de Thoreau que pasa inadvertido para Hawthorne. Y es que aquí lo indio es lo minoritario, es decir, tal y como hemos visto, la condición necesaria para el devenir.

Ese devenir indio, esa fuga en reconversión constante y nunca capturable, solo se puede concretar de manera nómada. Cuando Thoreau se inclina por vivir como un indio, está, por fin, modificando su relación con el territorio, al que ahora convierte en el espacio de la fuga, por mucho que ese comentario de Hawthorne surgiera tras una cena perfectamente “civilizada” o que el bosque sea, a fin de cuentas, un paisaje bien acotado. El devenir indio, lo nómada, la máquina de guerra en fuga, resulta únicamente posible en tribu. Y es ahí donde encontramos lo colectivo. Hawthorne, por tanto, nos da la clave: no se trata del retiro en una cabaña del bosque, del encierro en un despacho de abogado un domingo por la mañana ni de Samsa como insecto. Lo colectivo, como Thoreau corrobora en la experiencia del Ferrocarril Clandestino (Underground railroad), es la única manera de que la llave de Bartleby no le ponga cerrojos al territorio. A lo largo del territorio, desde 1810 a 1850, más de cien mil esclavos se fugaron hacia Canadá gracias a hombres y mujeres blancos y libertos negros, que aportaron dinero, casas, provisiones y medios de transportes. Cien mil personas es algo colectivo. Tal vez eso es lo que termina por comprender el abogado de Wall Street, vencedor de una batalla, pero temeroso de la guerra. Sí, “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”.

by Santi Fernández Patón

nació en 1975. Es miembro de La Casa Invisible de Málaga (España), una de las iniciativas de gestión ciudadana más relevantes de la última década. Ha publicado las novelas Miembros fantasma (Hakabooks.com, solo en edición digital) y Grietas (XIX Premio Lengua de Trapo de Novela). fernandezpaton.net

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