Leer a Janet Malcolm es peligroso. Su prosa, adictiva y contundente, parece creada para corroer convicciones. Carece de compromisos que empañen una integridad intelectual poco común. En la era eufemística que vivimos, la suya es una franqueza que a menudo se mira como innecesaria. Es natural que sus libros, iniciados en su mayor parte como sustanciales reportajes para The New Yorker, le hayan ganado enemigos. Al menos en una ocasión uno de esos rencores, el del protagonista de En los archivos de Freud (In the Freud Archives,1984), se decantó en virulento proceso judicial de más de una década.
Dentro de su producción, Malcolm ha contemplado tres veces temas de contenido primordialmente legal. Dos de sus obras, El periodista y el asesino (The Journalist and the Murderer, 1990) y The Crime of Sheila Mcgough (1999), se concentraron en casos relacionados con el ejercicio del periodismo y de la abogacía, respectivamente. El primero es famoso por el modo en que fustiga el oficio que ella misma ejerce con éxito superlativo. El segundo es una exposición metódica de los males de la justicia, denuncia que en su día fue recibida con hostilidad en el foro estadounidense. Criticados acerbamente cuando su publicación, son trabajos que se han convertido en lecturas recomendadas en escuelas de comunicación social y de derecho.
En su más reciente obra, Ifigenia en Forest Hills (Iphigenia in Forest Hills: Anatomy of a murder trial, 2011), Malcolm se interna por vez primera en un caso por asesinato. A diferencia de sus volúmenes ya mencionados –investigados y redactados luego de que una sentencia ha sido pronunciada- asiste al proceso desde el inicio. Su óptica es distinta de aquella común a los libros dedicados a crímenes de la vida real, en los que, desde la publicación de A sangre fría prima la omnisciencia del narrador, su capacidad aparentemente infinita para internarse en motivos, personalidades y hechos. Malcolm rechaza brindar al lector la satisfacción primordial de ese tipo de trabajos: la sensación de que la verdad de un episodio violento y de su juzgamiento -del crimen y del castigo– es cognoscible. Sensación que invita a asumir que la justicia en sí es un ámbito de matemática perfección, ajeno a dudas.
Esa presunta perfección implica desde luego una suspensión de la incredulidad más básica. No en vano Capote calificó su libro de “novela de no ficción”: es obvio que la perfecta certitud sobre cualquier hecho o acción humanos es imposible. Resulta más cómodo, sin embargo, pretender que todo juzgamiento puede basarse en evidencia integral y tiene que ser fruto de un proceso impoluto. Aceptar que esas certezas son simples ilusiones conlleva admitir cuán vulnerables seríamos en circunstancias semejantes. Malcolm asume el riesgo de provocar desazón explorando precisamente esa vulnerabilidad. El uso de la palabra ‘anatomía’, en tal contexto, no es elocuente. Se trata de una disección que subraya lo elusivo de toda certidumbre dentro del ámbito intensamente burocrático y artificial de la justicia criminal.
a. El crimen
El 28 de octubre del 2007, a plena luz del día, en un parque infantil de Forest Hills, Queens, un desconocido asesina a tiros a Daniel Malakov. El crimen tiene lugar frente a su esposa, Mazoltuv Borukhova, y a Michelle, la hija de ambos, de apenas cuatro años de edad. Poco tiempo después, la policía arresta a Mikhail Mallayev, un primo político de Borukhova, a quien se acusa de haber sido el autor material del crimen. La propia Borukhova es luego detenida, bajo el cargo de ser la autora intelectual del crimen.
El ministerio fiscal afirma que Borukhova deseaba deshacerse de Malakov. Su matrimonio, inicialmente ideal, ha colapsado en tempestuoso divorcio luego del nacimiento de su hija. La determinación del régimen de custodia de ésta ha estado sujeta a conflicto. Poco antes del asesinato, un juez neoyorquino ha decidido, con ínfimo sustento factual y legal, conceder la custodia de la niña a Malakov. Borukhova –de quien Michelle jamás se ha separado- podrá verla tan solo durante breves visitas. La acusación estima que, con el crimen, Borukhova ha buscado en consecuencia recuperar a su hija y vengarse de Malakov por su ausencia.
Borukhova y Mallayev niegan toda participación en el crimen. Para desvirtuar esa negativa, la acusación presenta un registro de las noventa y una llamadas efectuadas entre ambos en las semanas anteriores a la muerte de Malakov. La mayor evidencia contra Mallayev son dos huellas digitales, parcialmente impresas en el silenciador casero usado en el arma del crimen. Inculpatoria es también una difusa conversación entre Mallayev y Borukhova, grabada subrepticiamente por ésta última. La cuestión del pago es también determinante: después del crimen, Mallayev ha depositado un total de veinte mil dólares, en efectivo, en varias cuentas bancarias; la fiscalía afirma que tal dinero le ha sido proporcionado por Borukhova.
La defensa intenta explicar las llamadas entre los acusados como originadas en un vínculo profesional. Borukhova es médica y cuenta entre sus pacientes a la esposa de Mallayev; le ha pedido a ésta que le informe a diario de su estado. La grabación comprometedora es cuestionada al remarcarse que la conversación entre los acusados -desarrollada en idioma bukhori– ha sido traducida al inglés de modo tendencioso por cuenta del ministerio fiscal. Sobre el presunto pago se insiste en que no hay prueba alguna de que Borukhova se lo hubiese dado a Mallayev. El vínculo mismo de éste último con el crimen intenta obviarse, alegándose que las huellas digitales no son concluyentes por la naturaleza poco fiable, en términos científicos, de ese tipo de evidencia.
b. Alteridad y justicia
El juicio conjunto contra Borukhova y Mallayev tiene lugar en la Corte Suprema de Queens. Parte del área metropolitana de Nueva York, Queens es el condado de mayor diversidad poblacional del mundo. La comunidad a la que pertenecen tanto los acusados como la víctima es parte de esa diversidad. Son judíos de Bujara, presente Uzbekistán, que han arribado a los Estados Unidos en la década de los noventa, luego de la disolución de la Unión Soviética. Como otros inmigrantes, se han asentado en enclaves; habitan de preferencia en el barrio de Forest Hills, un calmo sector de casas y jardines a cuarenta minutos por metro del centro de Manhattan. Se han integrado exitosamente a diversas profesiones y comercios. Mantienen sin embargo un cierto carácter de outsiders, no solo por el misterio de su exacto origen –arcana cuestión que continúa en el debate– sino por su ortodoxia religiosa que privilegia modos de actuar que los distinguen.
Malakov y Borukhova son dos jóvenes profesionales de buena trayectoria y esperanzador futuro. Malakov ha arribado a los Estados Unidos muy joven; Borukhova lo ha hecho luego de obtener el título de médica. A su condición de foránea por nacimiento se aúna su singularidad por temperamento: “[l]a alteridad de Borukhova era la característica que la definía.” Se trata de una mujer circunspecta, reacia a expresar emociones, intensamente privada, rasgos que su familia inmediata parece compartir. Posee -quizás en función de esos rasgos, tal vez en adición a los mismos- una especie de carisma inverso: suscita profundas antipatías en los demás. “Todos aquellos a quienes se pregunta sobre Borukhova expresan un malestar primordial, que a menudo no tiene donde desembocar, excepto hacia la hostilidad.”
Esa capacidad para atraer animadversiones, ya poco afortunada en el curso de la vida corriente, es fatídica dentro del ámbito legal, en el que las percepciones subjetivas de fiscales, jueces, expertos y jurados informan tácitamente decisiones cruciales. Malcolm ha considerado una situación similar en The crime of Sheila Mcgough. Analiza en él la condena de una abogada acusada de haber colaborado en las fechorías de un estafador, su cliente. Como Borukhova, Mcgough posee una personalidad apta a causar intensa desafección:
Parece poco probable que en este país alguien pueda ir a prisión por el solo hecho de ser insufrible, pero por lo que he podido averiguar, esto es lo que pasó con Sheila McGough. Ella es una mujer de una honestidad y una decencia casi sobrenaturales. También puede ser exasperantemente aburrida y obstinada.”
La alteridad de Mcgough –una mezcla de una honestidad patológica con un carácter insufriblemente minucioso y tenaz- le gana enemistades al punto de provocar una persecución judicial en su contra. Persecución de la que escasamente puede defenderse, pues su manera de ser le impide construir una narrativa que justifique su inocencia de modo convincente. Ello contrasta con la habilidad del ministerio fiscal, cuyo relato acusatorio es claro y simple: Mcgough es presentada como una solterona sedienta de afecto, seducida por su cliente y lista por ello a conspirar con él. El que el fundamento de esa historia sean precario es intrascendente, ya que precisamente:
[l]as historias legales son historias vacías. Transportan al lector a un mundo construido enteramente de argumentos tendenciosos, que carecen por completo de la verdad del mundo real, donde las cosas suceden como pueden.
Dentro del mismo contexto, según Malcolm: “la verdad es desordenada, incoherente, sin sentido, aburrida, absurda. La verdad no hace una buena historia, para eso tenemos al arte.”
Ese arte es aquel de los letrados que representan a las partes. Como los juicios de O. J. Simpson y de Casey Anthony demuestran, la inocencia o culpabilidad de un acusado es a menudo irrelevante. Lo que importa es la potencia del libreto exculpatorio creado por un abogado de talento en pos de -y la alusión a Faulkner no es gratuita- “transformar la historia contada por un idiota en una ordenada, autocomplaciente narrativa.” Una narrativa que debe por fuerza decantarse por la simplicidad necesaria para alcanzar a un jurado a menudo conformado bajo estándares abismales, que Malcolm ha examinado ya en El periodista y el asesino.
Lo radical de las convicciones de Malcolm provocó escozor en los círculos legales estadounidenses. Uno de sus representantes más prestigiosos, el juez Richard Posner, atacó The crime of Sheila Mcgough, en un ensayo en que refutaba sus argumentos por defectuosos y deshonestos. Un ataque al que Malcolm respondió en su momento con una firme reafirmación de sus ideas.
c. Pugna entre narrativas
En Iphigenia in Forest Hills, Malcolm insiste en que “[u]n juicio es una pugna entre narrativas antagónicas”, sujeta a “la maleabilidad de la evidencia del proceso”. La inocencia de Borukhova es, en el mejor de los casos, cuestionable: “[E]lla no pudo haberlo hecho y ella tiene que haberlo hecho”. Ello no obsta para que, exactamente como en el caso de Mcgough, la narrativa del ministerio fiscal sea totalmente refractaria a concentrarse en lo literal, moldeando un relato que evoque un mito griego omnipresente en la memoria colectiva de occidente.
La acusación exhibe a Borukhova como una suerte de Clitemnestra, quien organiza, junto con su amante, Mallayev/Egisto, la muerte de Malakov/Agamenón, en retribución por la pérdida de la hija de ambos, Michelle/Ifigenia. La evidencia presentada de preferencia busca cimentar en la mente de los jurados esa evocación: la traducción oficial de la conversación entre Borukhova y Mallayev sugiriere la existencia de una relación adúltera entre ambos. La frecuencia de las llamadas es también sutilmente atribuida a un vínculo ilegítimo.
El elemento más importante, sin embargo, es la construcción la una imagen de Borukhova que compagine con la fría crueldad de Clitemnestra. Los jurados, afirma Malcolm, “quieren estar seguros de que la persona a quien envían a prisión o al otro mundo no es solo un malhechor sino una criatura maligna.” La acusación intentará asegurarse de ello, aprovechando que Borukhova es temperamentalmente incapaz de jugar el papel de mujer vulnerable y emocional que de ella se espera. Su altivez, reticencia y serenidad, particularmente durante su testimonio, contribuirán a perderla.
Es el elemento final en una cadena de fatalidades que desembocará ineluctablemente en su condena. No es la menor de ellas que se haya asignado a su caso al juez Robert Hanophy. Malcolm lo describe con su habitual e inclemente agudeza: “Hanophy es un hombre de setenta y cuatro años, de cabeza pequeña y ancho cuerpo, con los modales falsamente congeniales que los tiranuelos estadounidenses cultivan.” El juez, según su propio testimonio, ama juzgar homicidios; son los únicos casos que acepta. Para el 2005, se ha convertido en el magistrado qué más convictos ha enviado a prisión en los Estados Unidos. Su favoritismo por el ministerio fiscal es abierto y sin escrúpulos, igual que su instantánea antipatía por Borukhova. En virtud de ambos, facilitará con entusiasmo la narrativa de la acusación.
Para el perfeccionamiento de tal narrativa, concurrirá otro participante esencial, David Schnall. Desde que Schnall ha sido nombrado representante de los intereses de Michelle, se ha erigido como enemigo implacable de Borukhova. Intrigada por esa actitud y por la influencia que la misma ha tenido en el proceso, Malcolm lo contacta. Schnall accederá a dialogar con ella. Durante esa conversación formulará sorprendentes aseveraciones, descritas luego como “convicciones y percepciones paranoicas y/o delirantes que pueden afectar su credibilidad y fiabilidad como testigo.” Entre otras certezas, Schnall cree que la vacuna contra la polio no previene esa enfermedad, que los Estados Unidos es un país comunista, y que una anónima entidad controla el planeta. Ese testimonio, tan inesperado como extraño, impulsa a Malcolm a actuar como jamás lo ha hecho antes: intervendrá directamente en el caso alertando a la defensa.
Su esfuerzo será inútil. Dentro de la maquinaria de la justicia, Schnall es un miembro respetable, apreciado por sus años de servicio y su apego a las reglas. Hanophy rechazará la moción de someterlo a una nueva interrogación. Poco importa cuán perturbado se muestre privadamente, Schnall continuará representando a Michelle en los trámites de custodia concurrentes y posteriores al proceso criminal. Esa permanencia es un extraño albur: ha sido Schnall precisamente quien, en ausencia de cualquier pedido por parte de Malakov y contra la opinión de los abogados de éste y de Borukhova, ha luchado para que la custodia de Michelle le fuese arrebatada a su madre. Dentro del mito invocado en la narrativa de la acusación falta pues un personaje, Schnall/Calcante, salido directamente de las entrañas de la burocracia judicial. Un personaje a cuya irracional voluntad la fatalidad ha subordinado no solo el destino de Michelle sino aquel de todos los involucrados en la tragedia de Forest Hills.
nació en Pelileo, Ecuador, en 1971. Es autora de La Flama y el Eco: ensayos sobre literatura (2009); Mejía secreto: facetas insospechadas de José Mejía Lequerica (2013), Anatomía de una traición: la venta de la bandera (2015), Dolores Veintimilla, más allá de los mitos (2015), y de la edición crítica de las obras de Dolores Veintimilla (2016). Reside en Nueva York.
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