Septenario apocalíptico
El lunes camino a casa a las 19:37 (salí de casa a las 07:37), en la calle encontré un perro. Un pinche perro. De raza pinche. Le he dicho un par de cosas al oído (tonterías, cualquier bobada) y él ha entendido otra cosa. Se ha confundido y me ha seguido a casa.
Vivo solo. Metí al perro en casa. Bebimos un par de cervezas. Me ha dicho algo al oído (cosas apocalípticas, contundentes) y yo no he entendido nada. Disimulé. Abrí otra cerveza hecho el tonto. Soy tonto. Él ya no quiso.
A la mañana siguiente, el perro había hecho tostadas francesas. Pinche perro. De raza pinche, el perro. No había comido un desayuno en casa desde 1994. Me mudé a casa en 1994. Estaban ricas las tostadas.
Le dejé las llaves. Me fui al trabajo. Martes con sabor a viernes. Quería volver, a casa. Regresé a las 18:30 (salí a las 07:37) y el perro me había preparado unas micheladas. Vimos una película. Sugerida por el perro. Muy buena estaba la película. A mi no me gustó, pero reconozco que era buena.
El miércoles no fui al trabajo. Me hice el enfermo. Siempre soy/estoy enfermo. Me gusta mirar por la ventana de la cocina y ver a la mujer del vecino prepararle el desayuno y me enfermo. El me hace de la mano y yo pienso en la perra que le fríe un par de huevos. Me enfermo. Se sube al coche, ella le tira besos. Qué tengo yo que no tiene él. El perro. Me curó el perro (yo no tenía nada) pero luego me sentí mejor. El miércoles me sentí mejor, gracias al perro.
Salimos a caminar. Me saludó el vecino -¡lindo tu perro!- gritó. -No, no es mío- pensé. -No es mi perro-. Regresamos a las 19:39 (ya no recuerdo a qué hora salimos). Los minutos son tan importantes, los segundos. Pinche perro, poco le importa el tiempo, al perro.
Jueves. Le compré un plato celeste con patitas y un suéter a rayas para el frío. Viernes. Le entregué un CD de Joy Division. Llegó el sábado y yo sonreía (siempre llevo cara de luto). Él no. El pinche perro. Siempre con sus cosas nuevas. Éxtasis voluntario. Felicidad absoluta. Un día de estos salgo y me compro algo que no necesito y experimento, lo que siente el perro.
El domingo salí a la despensa (me fui al supermercado) y cuando iba a pagar, escuché, en mi mente escuché un aullido desafinado y entendí lo que el perro me había dicho al oído. Y corrí. Corrí a la calle Villafloril 14. Eran las 19:36 y otra vez me encontré al vecino. Me susurró unas palabras al oído (cosas ininteligibles, absurdas) y a las 19:37 me pasó una correa por el cuello. Luego me llevó a casa. A su casa. Y yo, ya no tenía casa. Ni perro. Pinche perro. Apocalíptico, el perro. Me lo dijo el primer día. Y me hice el tonto. Soy tonto. Un pinche y pobre tonto.
Guerra fría
Cada quien es dueño de su propia muerte
Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos de cólera
Hay demasiadas cosas en el interior de este refrigerador. Muchas, una cantidad excesiva, inútil: un montón. Y casi ninguna sirve. Medio tomate podrido, una rebanada de carne seca, un pedazo de torta de un cumpleaños al que no asistí. Hay que removerlas todas. Coger una pala y excavar de manera tal, que este lugar quede impecable para recibir una carga nueva.
¡Ah, se ha empotrado la miseria! Corre el peligro de dañarse todo; o salvo al refrigerador en este momento, o quizá termine convertido en ese lugar donde encerramos todas nuestras angustias, y que está destinado a acumular objetos perecibles, álbumes de fotos y madejas de lana Carmencita no.1, las de las chambritas.
Mi abuela me dejó muchas chambritas -para los bisnietos- decía. Soy la única de la familia que no ha usado ni una. Ahí están todavía; y estarán. Termino con esta tarea y las obsequio todas. Las cosas con el tiempo se estropean. Hasta las ilusiones se estropean. Voy a buscar la pala.
¡Todo listo! Me ubico frente al aparato para realizar la limpieza, pero se presenta un problema. El refrigerador decide no abrir sus puertas, ni siquiera aquella puertita que custodia las dos cosas que sí sirven. Me declara la batalla, se dispone a la guerra, se niega a cambiar. Me hará falta algo más que una pala.
Telefoneo un par de refuerzos. Uno falla, pero el otro, Giovanni, llega con un estéreo y le pone una canción romántica. El refrigerador parece reaccionar, oscila, temblequea, pero sigue reacio. Luego le cita al oído “esa” frase de Tal como éramos que lo pone mal; esa, en la que Streisand se despide de Redford a la salida del Plaza. Giovanni lo consuela -es mejor así- dice pausado, -todos hemos pasado por esto, pero aquí estamos.
Noto que empieza a gotear. Lágrimas de óxido. Me da pena el refrigerador, parece que se le están oxidando las coyunturas. No sé si eso es bueno o malo, así que actúo con rapidez y remato leyéndole unas líneas de El amor en los tiempos de cólera de García Márquez. Si la cosa no se decide ahora, deberé usar el poder de la cohesión. Y no, me arriesgo mucho al llegar a esa instancia.
Pero no es necesario, después de varios intentos fallidos, las puertas del refrigerador se abren, y mientras lo hacen, se escucha algo semejante a un xilófono pequeñito, más un acordeón. Yo-quisiera-tener-la-fuerza-para-abrir-la-puerta-y-limpiarlo-todo. Pero no todos queremos. No todos podemos.
Un destello de luz me impide ver de buenas a primeras su contenido: una foto mía con el que no llegó, una canción de Soda de fondo, un anillo de un compromiso roto, una pinta de helado de ron pasas (sin pasas y sin ron), un souvenir de París, una botella llena de lágrimas y el pedazo de mi corazón que todavía cree. El refrigerador gana la batalla, y yo me veo obligada a cerrar las puertas violentamente.
Ninguno de los dos estamos listos para abandonar ese cúmulo de atrocidades que nos recuerdan lo que somos. Esa parte del cerebro enamorada de la memoria nos traiciona. Hay demasiadas cosas. Muchas, una cantidad excesiva, inútil: un montón. Y casi ninguna sirve. Al menos, no a mí.
Inmóviles. Nos hemos defendido y como resultado de esta violenta guerra fría, hemos terminado congelados y asidos el uno al otro. La operación no era de vida o muerte, porque seguimos vivos, aunque ya casi no nos caben las cosas dentro. ¿Será que algún día generaremos suficiente calor para despegarnos de nosotros mismos?
nació en Guayaquil en 1973. Es diseñadora, publicista, eterna estudiante; instructora de talleres de lectura y escritura para niños; tallerista de Clara Obligado (España), Lauri García Dueñas (México), Silvia Adela Kohan (España), Rubén Abella (España) y estudiante de literatura. Actualmente es directora del espacio cultural palabra.lab
Vaya que los cuentos de mi colega, me trasladan a aquellas etapas de mi vida, en que he intentado lo mismo…..Felicito a quien otorgo la dicha de publicar los cuentos de esta escritora ecuatoriana que lleva en sus manos la tinta de facetica, los cuales son de neto agrado para mi.
Qué gran metáfora, qué gran cuento, que maravillosa metáfora. Me has conmovido. «. Yo-quisiera-tener-la-fuerza-para-abrir-la-puerta-y-limpiarlo-todo. Pero no todos queremos. No todos podemos.»
Me gustó mucho el cuento. El del perro. Bueno, también el perro, porque se ve que tiene mucho cuento, lo que también me gusta. El cuento.
Y el de la guerra fría, es genial en su alegoría, de esas que toman una cosa -cualquier cosa que parecería ser banal- y se ensaña con ella hasta ponerla en otra luz, en donde la luz puede hacer que aprendamos de ella. (De la cosa que creíamos banal).
:D
Vaya, pinche perro, lo leí con una gran sonrisa. Eres genial Ade .