La última vez que La Chica y yo fuimos a un motel en Medellín nos encontramos con que en la sala de estar, al lado del sofá y la neverita de los tragos miniatura, habían puesto un dispositivo inusual parecido a uno de esos gimnasios de uso doméstico que reciben tanta promoción en el espacio infomercial de la televisión para insomnes. Lo notamos al llegar, mientras nos tomábamos el aperitivo y el resto del tiempo, antes, durante y después de lo que fuimos a hacer, lo miramos mirarnos impasible como un turista del tiempo que regresa y va de paso y que al principio no te reconoce para luego contarte como si apenas recordara todos los años que estuvo esperando por conocerte.
Habíamos regresado a Medellín después de un exilio auto-impuesto que se tragó buena parte de la década. En los primeros días de la vuelta hicimos los recorridos habituales del perdido cuando aparece. Visitamos a los viejos conocidos para comprobar que habían envejecido tanto como nosotros, y paseamos por la ciudad para comprobar que a ella también le había pasado lo mismo. Y en efecto ahí estaba, trasbocada por la modernidad, disputándole las raíces de nuestro recién inventado progreso democrático progresista. La novedad, entonces, no alcanzó para mucho. Entrada la segunda semana del regreso, la nostalgia empezaba a cederle el protagonismo a la certidumbre de que todas las familias son sicóticas, incluyendo y sobre todo la nuestra, y fue en esa coyuntura, entre la cantaleta de las mamás y los improperios de los papás, que La Chica y yo decidimos doblarle la apuesta al pasado reconstruyendo uno a uno los instantes en que la ciudad nos perteneció. Fuimos a Palmitas, a bailar un vallenato en Los Juanos, a ver lucecitas desde el mirador que en nuestro tiempo era apenas un matorral para enamorados trasnochados y que hoy está todo mejorado con piso de adoquín donde antes había maleza y esculturas de esperanza en donde antes había grafitis de amor tenso.
Y luego nos fuimos a motelear.
En Colombia, los moteles son el patrocinador oficial del darle a eso, al coge que te cojo, al ñanga ñanga, al mete y saca, a la polvorosa. Casi siempre en las afueras de la ciudad, lejos del bullicio y la presión social, ajenos a la rutina del común y del corriente, son el último refugio en donde nos comemos los unos a los otros como nadie nos comió antes. Moteleamos todos juntos, muchas veces a la vez. Una reina de corazones, un galán del barrio obrero, una esposa desesperada, un policía en domingo, todos en la misma encrucijada hormonal. En un país de desacuerdos, este es nuestro lado común, la zona franca de la carne, la Ginebra de nuestra lujuria, la promesa de amor en tecnicolor con abandono impúdico.
Se motelea como se vive y aquí se vive para sobrevivir. Y se sobrevive en estos lugares de nombres sugestivos, las suspicacias de momento a un lado. Motivos, Sensaciones, El Bosque, los visitamos sin disimulo, en la noche, a la hora del almuerzo, después de ir a misa, de poner el oído en esta tierra oirás un gemido y el rechinar de un catre. Vamos todos pasando por este rito, dejando las migas de nuestra esencia que un explorador del multiverso podría usar para reconstruir lo que fuimos y lo que quisimos ser. Que vivimos en la casa de nuestros padres hasta una edad injustificable, trocando familia con privacidad adulta, madurando a trompicones, que somos machistas, promiscuos, arrechos, que nuestra realidad verdadera es evidente sólo en el motel, nunca en la casa, la casa se respeta.
En el pueblo donde crecí, los moteles no existían y solo la ignorancia de nuestro mal llegó a superar el tamaño de ese infortunio. Allá, calmar la urgencia carnal era una cuestión de oportunidad. Una casa vacía por padres viajeros, una celebración espontánea en una casa finca, la ocasión se presentaba sin mediar aviso y en la improvisación se conocía el buen amante. En las ciudades, esa estructura se demostró impráctica. En las casas, en estas casas, siempre hay gente. La abuela, la mamá, la muchacha del servicio, empujándolo a uno a la prudencia de quien no levanta suspicacias, construyendo de la claustrofobia hormonal una bomba de tiempo. Bombas de tropel, la mía explotó no más llegar aquí. Y entonces, como dicen, empezó lo bueno.
Bienaventurado usté progresista de esta generación que no ha vivido la época del hombre que propone para que la mujer disponga, pero así y todo, en lo que me tocó a mí, conseguir el sí era la parte fácil del polvo. Hubo un tiempo, en ese tiempo, en el que yo era un optimista del orgasmo, firme creyente en que el afirmativo de algún cielito lindo fieramente perseguido era la señal secreta que esperan los dioses foliculares para darle marcha a la materialización logística del asunto. El condón, la música de Air Supply, apareciendo de la nada por obra y gracia de la pasión, y el medio de la transportación a las afueras de la ciudad, porque cuando le digo que quedaban lejos estos moteles me refiero a lejanías inoportunas.
Inoportunas y no insalvables. Salvable en taxi, por ejemplo, pero esto no es el primer mundo donde cada uno es una isla, aquí con la evolución enredada en alguna burocracia de turno vamos todos revueltos, en vez de islas somos partículas cuánticas superimpuestas, yo soy porque somos y tal, cada quien pendiente de la vida ajena. Se necesita un carro, no hay de otra.
En mi caso, para hablar de heroísmos de otro tiempo, fue Dolores, mi salvación, la que se llevó de común acuerdo mi virginidad motelera. Una monteriana morena, morenaza, de ojos tostados y risa fácil, y un cuerpo modelado a la especificación de Zeus para su machuque personal. Incluso los más fervientes denunciantes de la cosificación sexual femenil hacían una pausa para admirarle el culo, abundante, redondo, amplio para la maniobra. En el tiempo en que todos éramos estudiantes ella y yo coincidimos en una y muchas de las fiestas hecatómbicas que armaban los sanandresanos. Allí aprendimos a moderar el ron tres esquinas y el mojito criollo, haciendo pausas para sudar el trago bailando reggae según la doctrina de la isla, pegados intentando ser uno solo, moviendo el caderaje como si se tratara de otra cosa. En medio de esa fricción, Dolores y yo nos conocimos. Y fue en una de esas noches en que decidí hacerla mía, ese culo mi patria potestad.
Ese era la gloria final. Mi plan, el plan de Napoleón invadiendo Rusia: vamos a ir hasta allá a manifestar presencia y a ver qué sale. Y al principio no salía casi nada, la atracción siendo de un estricto carácter unilateral. Pero la perseverancia alcanza los polvos que la dicha no atesora y todas esas cosas que dicen las señoras. Si Dolores iba a ir a la fiesta en tal y tal parte entonces yo iba para tal y tal parte. Si Dolores quería aprender inglés a las seis de la mañana en el centro colombo americano, yo me acostaba más temprano para que el acento me saliera más natural. Si Dolores tenía hambre entonces ahí estaba yo con mi sueldo de empacador de supermercado para invitarla a nuestros combinados de combate. Con la frente en alto, el corazón optimista, aún en las pendientes más pendientes; verbigracia el día en que Dolores hubo de esperar hasta el postre de mazamorra y bocadillo de guayaba para decirme que su novio de siempre, el que conoció en quinto de primaria y con el que tenía un proyecto de vida de casarse y tener cuatro hijos, venía de visita sin tiquete de regreso, y yo, temiendo con fuerza el espacio tridimensional platónico, hice el chiste malo de siempre que amor de lejos felices los cuatro y lancé la maniobra desesperada del romántico querendón aficionado al fútbol: que en la historia de la contienda la existencia de un arquero nunca anuló la posibilidad de un gol. Siempre optimista aún en la oscuridad tan oscura de antes del amanecer, intuyendo la maniobra lagrangiana de rescate que me hubo de lanzar el universo pronto prontísimo, porque este novio visitante, venía también con una historia larga larguísima de dificultades con la lejanía y de la imposibilidad relativa de mantener una relación conjunta cuando las dos partes mantienen un diferencial tan alto de energías potenciales y otras vainas muy profundas y muy sinceras y muy reveladoras de la condición humana y que me hubieran podido hacer sentir la conciencia de estar vivo y de la fragilidad del amor de no ser por el encandilamiento con este nuevo orden mundial, uno que ilusionaba con promesas de tetas y compartición de fluidos sin el estorbo moral del cachondeo.
Mucho hubo de pasar para que ese fuego se convirtiera en las cenizas de lo que fue, pero una vez alcanzada la sanación llegó mi momento y en lo que siguió tuvimos tiempo hasta para el romance. Para caminar cogidos de la mano por las calles de Junín, para ir a comer perro caliente con huevo de codorniz en bulerías a las tres de la mañana, la posibilidad de la indigestión eclipsada por el vórtice del amor. Para decirnos cosas bonitas, para gravitar el uno hacia el otro en la nube insensata del corazón correspondido. Y hubo tiempo para darle a eso un jueves de septiembre después de ir al cine y arrumarnos en la zona rosa local. Dolores conduciendo su Renault 4, los dioses foliculares en acción resolviendo impases. Yo iba con el atuendo más pasional, bañado en drakar noir, la camisa de chalis, el jean marithe and francois girbaud comprado en el agachate del pueblo, la mente fresca con el repaso previo del canon del galán moderno, de la importancia de la dosificación, de la pausa, del cunnilingus.
En el camino nos perdimos y tuvimos que parar en un puesto de fritanga a pedir señas. Lo dudamos un poco, apreciando este sentir recatado de último momento. ¿Cómo pregunta uno estas cosas? Si somos camaradas en la lascivia bastará con hablar directo, pensamos. Amigo, Amiga, mi reino por un catre. Había que seguir derecho y en unos cinco semáforos, ese junto a la valla enorme del panelón, girar a la derecha, luego a la izquierda y luego otra vez a la derecha en la primera derecha, si llega a una rotonda con una estatua del niño divino, se pasó. Quién necesita de satélites cuando con señas se va llegando a Roma, o a Minsk.
En la puerta uno pregunta por una cabaña. Uno dice, una cabaña y a veces le agrega un por favor o un si es tan amable. La pregunta se le hace a un citófono, la anonimidad esencial para el ejercicio del libre albedrío pasional. ¿Cuántos huéspedes? Quiso saber de vuelta una voz neutral. Bajo el puro reflejo juvenil contesté que dos, con el tono herido del que confunde la pregunta con un reto. Alguna vez estuviste en un trío, quiso saber Dolores. Yo tratando de mantener la compostura, disimulando la negativa, cuestionando el haber distribuido el aprendizaje adolescente en lo básico primero, el misionero y si hay suerte el supermán, manteniendo el número de variables dependientes en el mínimo necesario. Me recompuse pronto, tendrían que ser dos chicas, le dije, de paso plantando la semilla de la posibilidad futura, no creo poder hacerlo con otra permutación. Se necesita temple para otras alternativas, personalidad, altura madura para manejar con cordura las dicotomías probables. La de dos astas que se tocasen, por ejemplo. O la incomodidad incitadora de resentimientos de verse obligado a pedir el turno. O las diferencias de calibre, que está claro que importa más el performance pero también lo está el que estas conclusiones es mejor derivarlas en retrospectiva. O la posibilidad de alguna suspicacia interna en la cualidad del gemido de la involucrada con el otro, una perturbación en la onda acústica que delata el plus de placer.
Fue la espera lo que me hizo divagar, pensar. Esto de entrar a los moteles suele ser una transacción instantánea, pero hay días negados. El del amor y la amistad, el de la secretaria, el miércoles antes del puente largo de semana santa -todavía temerosos del agüero de quedarnos pegados por tan monumental ofensa. Nunca el día del padre, o de la madre. Material para pensar, nuestros padres dejaron de experimentar el lado oscuro el día después de habernos concebido. Y al que espera no le queda más que esperar, que a los que están adentro no se les puede apurar.
El tiempo en la fila nos unió en complicidad. Imposible, eso sí, iniciar conversación con los otros cómplices. Inaudito en este país de conversadores. Ah qué tal, ¿también le van a dar a eso? Sí, el día se presta, parece que va a llover, apenas para hacer la siesta o ir a echar un polvo. ¿Han planeado como lo van a hacer o se le arriesgan a la espontaneidad del destino? Acá estamos decidiendo entre el foreplay o quemar uno rápido nomás entrar e ir por el segundo con más calma. Pero imposible hacerlo, esto de conversar con el vecino de espera, y en consolación Dolores y yo actuamos la cosa, ella haciendo de nosotros y yo haciendo del vecino de enfrente, lo importante es disfrutar le decía yo, lo urgente decía ella, es sostener la tensión erótica. Tal vez con presagios, mamita lo que te voy a hacer. O tal vez con instrucciones. Recuerda que no me gusta esto de la libación de mis tetillas y esencial mantener los dedos fuera de toda cavidad de pertenencia masculina, no importa lo que digan en Francia. Y esto del porno en la habitación, porque en las habitaciones estas siempre hay porno, se torna un poco inverosímil, incomodan las comparaciones con el jet set de la pantalla, que la cámara aumenta por lo menos tres pulgadas y exagera la facilidad de ciertas maniobras, y alarga los aguantes y nos deja a todos sucios porque es mejor la vida en vivo y en directo y no esta fantasía fantasiosa aunque nos resulte gratis. Lo urgente es disfrutar.
Cuando ya en la habitación, me supe exhausto, mi punto glorioso en carne viva. Las habitaciones son como las de cualquier hotel, unas más caras que otras, unas con más glamour, unas con más historia, habitaciones que reflejan consecuencia evolutiva del ajetreo que a diario hospedan. Llevan por dentro una colección de grandes éxitos para esta edad de la lujuria. Hay, por ejemplo, una salita con sofá y mesita de centro para los que llegan con tiempo para el cortejo, aunque tal cosa se antoje anacrónica. Hay espejos por doquier para quienes urgen de un cambio de perspectiva que reactive pasiones o simplemente para la admiración en lo posible momentánea del yo especular. Las hay con jacuzzi que invita a movimientos improbables. Hay de esto y aquello, nada imprescindible, todo lo necesario. A veces extras, la huella de sudor no seco de una palma todavía grabada en el umbral de la cama, el equipo de sonido todavía con la selección musical del visitante anterior. Nunca entendí la gente que prefiere la salsa, lo mío siempre fue lo suave, algo con violonchelo, tal vez un piano melancólico, quizás una valquiria para las noches más experimentales. En el centro el coliseo, una cama con sábanas limpias, siempre blancas, el lienzo en busca del polvo que la redima. Y a veces un aparato que no anuncia propósito o intención o que no trae manual de instrucciones ni infografías de rápido uso ni indicaciones sobre cómo contactar al servicio técnico ni membrete orgulloso del fabricante, ni nada de eso, y que lo descubre a uno en pelota, envejecido y curtido en el arte amoroso pero dispuesto a empezar de nuevo montando una pierna aquí, apoyando una mano allá, dejando salir un gemido que haga temblar el mundo.
es colombiano y mantiene el blog Santa Maradona.
0 Replies to “Estación del amor”